Por PERE JÓDAR y JAVIER TÉBAR
Rescatamos aquí la intervención de diversos autores, historiadores y filósofos, que han reflexionado sobre la izquierda en algunas de sus últimas obras. Una primera constatación llamativa o bien mera curiosidad es que hablando del futuro de la izquierda las referencias que se presentan sean autores, en un buen número de casos, ya fallecidos. Quizás sea un reflejo de lo que Traverso titula Melancolía de izquierda, no siempre bien interpretada, dado que el autor caracteriza así una forma de recordar el pasado y la experiencia para modelar el presente, pensando en el futuro (el ángel de la historia de Benjamin y Klee).
Como casi siempre la izquierda se muestra certera en el diagnóstico y algo coja en sus alternativas; sea por impotencia propia, sea por luchar con las manos vacías frente a vertiginosos y enormes molinos de viento. Las diferentes miradas aquí retratadas (Hobsbawm, Judt, Losurdo, Fontana, Mazzucato, Durand y Traverso) recogen diversas facetas de los problemas de la izquierda y de sus futuros posibles. La pretensión sólo es, como en ocasiones anteriores, la de confeccionar una introducción para estimular la lectura directa de las obras de estos grandes intelectuales.
En el capítulo 4 de la entrevista a Hobsbawm (2016; Al fondo a la izquierda), el periodista italiano Antonio Polito afirma que han hablado de la izquierda, “o lo que queda de ella; o lo que ha surgido de sus cenizas”. La primera respuesta de Hobsbawm es taxativa, “lo que debemos preguntarnos hoy es si es inevitable una división entre izquierda y derecha”. Pero más allá de esto, lo importante es que “el significado de la izquierda ha cambiado”. Si así ha sido: ¿en qué sentido y en qué dirección? Uno de los sentimientos que se asocia tradicionalmente con la izquierda es el revolucionario; cambio y progreso serían valores de la izquierda, orden y permanencia de la derecha. Hoy día, paradójicamente, mientras la izquierda intenta ‘conservar’ sus valores tradicionales, la derecha se muestra camaleónica. Puede hablar de libertad y constitución, pero no es libertad sino propiedad y privilegio; puede centrarse en ley y constitución, siempre que parlamento y jueces lo interpreten de manera favorable a sus intereses y, sobre todo, siempre que gobierne la derecha. El neoliberalismo hace proclamas “revolucionarias”, en el interior de la sociedad de la apariencia o del espectáculo; acompañado de la postmodernidad, las líneas conservadoras han colocado el relato por encima de la realidad; de manera que proclaman menos Estado, mientras se apropian de los instrumentos de la Administración Pública para reforzar el mercado y las grandes corporaciones. En el mientras tanto, una buena parte de la izquierda se convierte en ‘conservadora’: de la naturaleza, el clima, los servicios sociales, el estado del bienestar, o de los derechos conquistados a una derecha que, en tiempos, se presentaba como tal.
La pregunta básica sería ¿cómo legitimar un imaginario común que nos impulse a salvaguardar humanidad y naturaleza?
Otra idea que, según Hobsbawm, se asocia con la izquierda es la de un potente y masivo movimiento obrero y sindical que, según el entrevistado, en su movilización acepta los valores de la vieja izquierda liberal (gobiernos constitucionales, derechos civiles y derechos de ciudadanía); lucha por la democracia y por la participación política; así como lucha por “el derecho de todos a ganar lo suficiente para vivir, por la prosperidad económica y los derechos sociales”. ¿Cómo definiríamos, ahora, todo esto? ¿Un programa conservador, un programa realmente liberal, un programa simplemente progresista y emancipador? La pregunta básica sería ¿cómo legitimar un imaginario común que nos impulse a salvaguardar humanidad y naturaleza?
Sin embargo, una cosa son los valores, el programa a largo plazo y, otra, el día a día. A pesar del debate que se pueda generar en torno a esta premisa, es un hecho el de la superioridad moral de la izquierda1, contra la que el neoliberalismo o las fuerzas autocráticas que lo impulsan necesitan realizar una práctica de demolición. No obstante dicha preeminencia moral, la división de la izquierda en sindicalistas, anarquistas, socialdemócratas, socialistas y comunistas reveló tradicionalmente diferentes concepciones de cómo alcanzar los objetivos: cambio radical, giro gradual, o incluso, ‘la historia por si sola ya transformará’. En la última década del siglo XX finalizó el experimento soviético, al que aplicaron una terrorífica y sangrante doctrina del shock capitalista de la que Rusia y las antiguas exrepúblicas soviéticas aún no se han recuperado. Un poco antes, en los años ochenta, Thatcher y Reagan iniciaban la demolición amplia y profunda de las políticas socialistas y socialdemócratas. Adiós a Keynes y al Welfare.
El problema para el entrevistado, guiado por las hábiles preguntas del periodista italiano Antonio Polito, sin embargo, no fue tanto la falta de adaptación de la izquierda a los cambios sufridos por el capitalismo: globalización, financiarización, nuevas tecnologías y renovadas formas de organizar la producción, o la segmentación y fragmentación de los trabajadores en múltiples identidades, etc. El problema realmente grave fue, y es, el de la ausencia de ideas que aglutinen. En definitiva, de conciencia diferenciadora y, por tanto, podríamos decir de cultura política propia y distintiva.
Atención, existir existe dicha conciencia, pero ha generado fundamentales e ineludibles retos que, hoy por hoy, prosiguen fragmentándose sin encontrar objetivos, programas y vínculos comunes: feminismo, género, raza-etnia, ecología, etc. Estas ‘rupturas’, sin duda más que necesarias -no reconocer la realidad sutil y compleja es engañarse-, tienen que encontrar un nuevo encaje común mediante elementos de emancipación en los que se sientan representados o motivados. También debe superar la dificultad de transmitirlos en una época en la que las palabras se han vaciado de significado y gran parte de las teorías están exentas de reflexión. Una erosión, por otro lado, expresada también en el actual debate político en el espacio público, al que Mark Thompson definió hace unos años como un espacio “sin palabras”2. La inmediatez, la velocidad y la falta de atención son, hoy en día, retos a superar antes de aspirar a llegar a las conciencias y, más tarde, a la movilización de la ciudadanía.
Otro problema que debilita a la izquierda, según Hobsbawm, es el consumismo que alienta el individualismo, retroalimentándose los dos. En lo material el consumo, en lo intelectual “la identificación de la libertad con la opción individual, sin miramientos por sus consecuencias sociales”. La frase de Thatcher: “no hay sociedad, sólo individuos y familias”. Abajo lo colectivo, privaticemos y mercantilicemos todo lo posible. La ventaja adquirida por el neoliberalismo es la de haber hegemonizado el sentido común, arramblando con años y años de conquistas de los trabajadores. El entrevistado se pregunta cómo interesar a la gente con objetivos colectivos y comenta que, de la tríada de valores de la revolución francesa, la fraternidad es ineficaz3, la libertad es bandera neoliberal y la igualdad4 sería el siguiente hito que abatir. No obstante, añade que, aunque la desigualdad avanza rápido todavía resulta difícil de conseguir la anulación completa de las políticas redistribuidoras por los partidarios del todo (para el mercado) o nada.
Hobsbawm enumera más problemas, la combinación de izquierda y nacionalismo, por ejemplo; la despolitización de los jóvenes y, más recientemente podemos añadir, la desconfianza de la ciudadanía hacia la política. La libertad de decidir, la libertad de elegir, que es aquello que sólo tienen los verdaderamente privilegiados, se transforma para la mayor parte de los ciudadanos en una libertad restringida a elegir qué consumir, cuándo y cómo. Si ello es así, se pregunta el historiador “¿Qué necesidad hay de movilizar a grupos de personas por objetivos políticos? Una pregunta a la que responde que sí bien se restringe el espacio de la izquierda, sí que hay camino por recorrer, dado el crecimiento de la desigualdad, la privación y el sufrimiento, para las movilizaciones demagógicas o populistas. Es más fácil y directo culpabilizar de las desgracias y problemas al que está debajo, o al lado, que al que está arriba. A los primeros se les desprecia o minusvalora, al último se le envidia o admira. Además, están los medios, internet, las redes sociales que como dice el entrevistado “sustituyen la movilización’; podríamos añadir, ahora después de unos años de implantación, de una manera odiosa y corrosiva en muchos casos.
También debe superar la dificultad de transmitirlos en una época en la que las palabras se han vaciado de significado y gran parte de las teorías están exentas de reflexión. Una erosión, por otro lado, expresada también en el actual debate político en el espacio público, al que Mark Thompson definió hace unos años como un espacio “sin palabras”. La inmediatez, la velocidad y la falta de atención son, hoy en día, retos a superar antes de aspirar a llegar a las conciencias y, más tarde, a la movilización de la ciudadanía
Finalmente, Hobsbawm se reivindica como comunista, dado que el compromiso político de este movimiento, “se emparenta con las que fueron las grandes causas de la Ilustración: razón, progreso, la mejora de las condiciones de todos los hombres… El comunismo es parte de la tradición de la civilización moderna, que se remonta a la Ilustración, a la revolución norteamericana, a la francesa. No me puedo arrepentir de formar parte de ella”.
En un espectro más moderado de la izquierda se sitúa Tony Judt, preguntándose sobre qué vive y qué ha muerto en la socialdemocracia. El autor de entrada, sin renunciar al socialismo (sus valores o significado) invita a no utilizar dicha palabra, que considera “un obstáculo insuperable”, como “liberalismo” y “marxismo”. Y, no obstante, rescata la socialdemocracia. Así, “el socialismo pretendía una transformación: el desplazamiento del capitalismo por medio de un régimen basado en un sistema completamente diferente de producción y propiedad. La socialdemocracia, en cambio, comportaba un pacto: implicaba la aceptación del capitalismo -y la democracia parlamentaria- como marco dentro del cual se asignarían los intereses hasta entonces despreciados de amplios sectores de la población”. Hablar de socialdemocracia, según Judt, es preguntar si nos podemos permitir pensiones universales, prestaciones de desempleo, ayudas a la cultura, educación superior accesible; sobre su coste, o de cómo garantizar la accesibilidad a estas cuestiones. La pregunta sería: “¿Un sistema de protección y garantías de la ‘cuna a la tumba’ es más ‘útil’ que una sociedad dirigida por el mercado en la que el rol del estado es mínimo?”.
Para Judt la respuesta es que sí son útiles los derechos y protecciones y, por ello, al final del capítulo anterior a la conclusión expone que: “La socialdemocracia no representa un futuro ideal, no representa ni tan siquiera un pasado ideal. Pero entre las opciones disponibles hoy, es mejor que cualquier otra que tengamos a mano”.
La respuesta del establishment internacional, globalizador, financiarizado, a la pregunta de Judt tuvo, y continúa teniendo, otro color: la utilidad reside en el mercado. Por ello, a partir de los años ochenta, los sucesivos acuerdos internacionales, las agencias mundiales, la misma Unión Europea, impusieron medidas en impuestos, redistribución, propiedad pública, incluso en sanidad, educación o seguridad social y pensiones que, en la práctica, imposibilitaban las medidas socialdemócratas o keynesianas. Éstas se podían contemplar ya como una flor de verano o una seta otoñal, en el calendario del triunfo del capitalismo. En contraste con las declaraciones de estos organismos, los estados han aumentado su presencia disponiendo decretos, leyes, sentencias y regulaciones favorecedoras del mercado y de las grandes corporaciones y financieras, mientras los mismos gobiernos perdían capacidad soberana, convertidos en meros instrumentos de ‘instrucciones superiores’. En estas condiciones, ¿cómo distinguir un gobierno conservador, de uno liberal o socialdemócrata? Sólo el populismo, con todos sus peligros, ha tenido capacidad de levantar la voz de forma sostenida en este panorama en el que la ‘utilidad’ de la política pasa a un segundo plano, tras la entelequia, o fetiche, ‘mercado’.
En este punto pesimista, Judt realiza un requiebro aludiendo a una máxima de un pensador conservador por excelencia, Edmund Burke que, criticando la Revolución Francesa, sostiene que la sociedad es “una asociación no sólo entre los que están vivos, sino entre los que están vivos, los que están muertos y los que han de nacer”. La izquierda, nacida de las cenizas del romanticismo, “se ha mostrado insensible a esta exigencia”: “debemos a nuestros hijos un mundo mejor del que hemos heredado, pero también les debemos alguna cosa a los que ya fueron antes”. Una política radical basada en aspiraciones de igualdad o de justicia social, no puede ser sorda a los retos éticos y a los ideales humanitarios más amplios. Sí la igualdad atrae, la desigualdad genera ‘patologías sociales’, desintegra, cuestiona incluso los principios democráticos.
Y aquí una breve referencia a su experiencia vital. En los sesenta y setenta del pasado siglo XX, el debate intelectual, universitario, cultural giraba hacia el socialismo, la revolución, las clases sociales, el Tercer Mundo. A partir de la siguiente década las preocupaciones giraron hacia elementos auto referenciados: feminismo, género, política identitaria…, y ya en los noventa:
“las fantasías de prosperidad y de avance personal ilimitado relevaron las charlas de liberación política, justicia social o acción colectiva. En el mundo anglófono, el amoralismo egoísta de Thatcher y Reagan – Enrichissez-vous!, en palabras del estadista francés del siglo XIX Guizot – dio paso a las grandes frases vacías de los políticos del baby-boom. Con Clinton y Blair [González, Schroeder…], el mundo atlántico se estancó en la autosuficiencia”.
En el siglo XXI sigue predominando este egoísmo de los que quieren ser ganadores, tener éxito en los negocios; es cómo volver a la máxima de Mandeville “los vicios privados hacen posible la virtud pública”. ¿Cómo ser críticos con un mundo que principalmente genera perdedores y fracasados? Una pregunta que Judt no formula pero que, en cierta manera está implícita, puesto que tras argumentar sobre qué joven se declararía marxista en los 2000, acaba parafraseando al barbudo: “hasta ahora, los filósofos -como bien sabe todo el mundo- sólo han interpretado el mundo de diversas maneras; la cuestión es cambiarlo”. Y, para ello, debe reemplazarse la cultura (las conciencias individuales y la colectiva) de los objetivos de competencia, ganancia e individualismo que imperan.
Y, para ello, debe reemplazarse la cultura (las conciencias individuales y la colectiva) de los objetivos de competencia, ganancia e individualismo que imperan
Por otro lado, el filósofo italiano Losurdo (2015) en su apartado sobre terrorismo de la indignación, argumenta:
Partiendo de esta base se puede entender la capitulación de gran parte de la izquierda occidental actual, en cuyo ámbito, debido al grave debilitamiento del movimiento obrero, ejercen una influencia decisiva los sectores intelectuales e ideológicos, que según el análisis de Marx son los más proclives a tomarse terriblemente en serio las ilusiones ‘morales’ que alberga la burguesía sobre sí misma.
Más aún, la “izquierda occidental es un objetivo directo del terrorismo de la indignación. Los excomunistas han interiorizado claramente el motivo de fondo de la ideología dominante, es decir la damnatio memoriae del comunismo como movimiento sordo a las razones de la moral e incluso dispuesto a sacrificarla en aras de la filosofía de la historia. Por eso, cada vez que estalla un conflicto representado por la psywar y la sociedad del espectáculo como un conflicto entre el Bien y el Mal, los excomunistas entran en pánico y se apresuran a presentarse como los paladines más intransigentes de la moral de todos.
Losurdo ilustra con el ejemplo yugoslavo, toda maldad serbia y toda bondad e inocencia kosovar. Pero prosigue con el caso libio, como en su día fue Argelia, Vietnam del Norte, Irak, etc. El autor nos revela una izquierda acomplejada que, incluso se siente culpable, por errores del pasado; y la culpabilidad acomplejada conduce al error o al ensimismamiento. ¿Se sienten culpables los monárquicos, en general, por las atrocidades cometidas por Leopoldo II de Bélgica en el Congo; o ¿los autoproclamados liberales se rasgan sus vestiduras por la extracción colonial practicada en los años de la industrialización -esclavos, tierras, materias primas-, a golpe de cañonera o de bayoneta?, ¿el empresariado europeo actual se siente culpable porque gran parte de sus dirigentes simpatizaran, en todos los países, con el fascismo antes de la II Guerra Mundial? Dice Losurdo que Bobbio “condenó in totto el movimiento comunista, culpándole de haber sacrificado la moral en el altar de la filosofía de la historia basándose en la maquiavélica máxima de que el fin justifica los medios”. Frente a ello el historiador conservador Ferguson hablaba sin complejos de “maquiavelismo estadounidense”. Nuestro Felipe González, socialdemócrata o más bien de los que se autodesignan ‘liberales’, narró feliz la máxima que le explicaron en China del gato blanco o negro…, “lo importante es que cace ratones”. La sociedad de la apariencia tacha a sus enemigos -naciones o gobernantes, ni mejores ni peores, pero que no se pliegan a sus designios- de genocidas, mientras sus propias matanzas son designadas como liberación.
Según Losurdo una buena parte de los intelectuales de izquierda caen en la trampa del neoliberalismo y del neocolonialismo, los denomina ‘izquierda imperial’ no muy alejada de cierta ‘izquierda radical5. Del mismo modo, la aspiración a la igualdad mediante una redistribución proporcional sería una proclama de izquierdas, mientras las derechas se dirigen hacia la generosidad, la donación y la beneficencia voluntaria. Cita a Nozick: “nadie tiene derecho a imponérselos [los impuestos] y menos que nadie un estado o un gobierno”. Ética de la donación (moral individual) frente a ética de la solidaridad (moral colectiva), recordando a Sloterdijk. Una nueva artimaña por la que se desliza esa izquierda ausente que preocupa al autor. Nancy Fraser (2019) distingue el ‘más atractivo’ neoliberalismo progresista (Clinton, Blair, Schroeder, González…) de su versión fundamentalista conservadora; a su parecer, fue dicha combinación la que permitió la hegemonía de esa economía política.
El problema para Losurdo, recordando a Marx en su carta a Ruge, es el siguiente: “la teoría que critica el ordenamiento existente tiende a separarse de las ‘luchas reales’…, se dejan llevar por principios inventados o descubiertos por algún apóstol salvador del mundo”. Para el autor la izquierda debe superar debilidades de carácter político y social, pero sobre todo cultural y filosófico. En su conclusión, nos habla de dos derechos humanos fundamentales: la libertad de vivir sin penuria y la libertad de vivir sin miedo, algo fundamental para la mayor parte de las naciones de este mundo que están fuera del ‘centro desarrollado’; aunque la inseguridad, la incertidumbre, la no-integración, la desaparición el colchón que representaban las denominadas ‘clases medias’, la desconfianza, va impregnando a los países del denominado Norte. Al neoliberalismo le sigue una estela de competencia tan feroz de la que no se libran los ciudadanos, las empresas, las naciones, ni los propios ‘amos’ del capital que pueden ser sustituidos por otros competidores más listos o avezados; la dinámica de libre mercado inaugurada en los ochenta es como un tornado sin fin que, con el tiempo, acelera su velocidad y amplia su dimensión engullendo personas, clases, sociedad, naturaleza. Nada debería despistar a la izquierda del compromiso de la defensa y ampliación de los derechos sociales, políticos, económicos o del disfrute de la naturaleza.
A juicio del filósofo italiano Losurdo, la izquierda debe superar debilidades de carácter político y social, pero sobre todo cultural y filosófico
Por su parte, en su epílogo, el historiador catalán Josep Fontana desde su punto de vista nos recuerda de inmediato qué es la derecha, o la diferencia entre dominante y dominado, entre jerarca y subordinado, entre tener o no propiedad. Así, el desarrollo del capitalismo,
“que se basó inicialmente en arrebatar la tierra y los recursos naturales a los que los usaban comunalmente, y a liquidar las reglamentaciones colectiva de los trabajadores de oficio con tal de poder someterlos a nuevas reglas que hicieran posible expropiarlos de una parte aún mayor del fruto de su trabajo”.
Una sucesión de hechos que no era nada “natural”, sino completa imposición mediante leyes, regulaciones y la acción represiva de los gobiernos. Recordemos el término Robber baron (barones ladrones), aplicado a los grandes capitalistas norteamericanos a caballo del cambio de siglo XIX al XX; un término ya aplicado en la Alemania medieval para determinados ‘caballeros’. Algo que, en cierto modo, repetirían a partir de los 1980 bajo el lema de gobierno mínimo y libertad de mercados. La defensa de la propiedad y de sus privilegios, mientras se levantan leyendas urbanas como la tragedia de los comunes6, para legitimar la imposibilidad de la lucha por el bien común y desmoralizar a los movimientos sociales.
En todo caso y a pesar del desprestigio de las sucesivas crisis, sobre todo, tras la Gran Recesión de 2008 provocada por seguir su catecismo o credo económico, el neoliberalismo continúa en la línea de flotación tras la nueva crisis del Covid. Es criticado, tachado de ilegítimo, de ineficaz ante los retos de la humanidad, sobre todo porque genera nuevos problemas de difícil solución como la crisis ecológica y la crisis sanitaria y social. Extractivo y depredador, se sienta rollizo en su trono, sin respuesta de una izquierda debilitada y reforzado por una extrema derecha que se suma a su credo mercantil, individualizador, ‘liberal’. Las crisis lo alimentan y fortalecen.
La derecha, las financieras, las grandes corporaciones y grupos de inversión, controlan vida y trabajo de los trabajadores, extraen su jugo, como los señores feudales extraían el esfuerzo de sus siervos: bajan los impuestos de los ricos mientras suben los de los pobres; bajan los salarios de los trabajadores mientras aumentan las retribuciones de los directivos; suben los precios de los servicios y bienes básicos, mientras los bajos salarios permiten a los ricos disfrutar de bienes y servicios de lujo a precios irrisorios -¡fabricarlos o servirlos es tan barato!-; aumenta el riesgo y la incertidumbre vital para los ciudadanos, mientras la seguridad y la protección de los poderosos está garantizada; se cuestionan las pensiones de los trabajadores que han cotizado toda su vida, mientras que aquellos que evaden o eluden impuestos reciben prestaciones desorbitantes.
La defensa de la propiedad y de sus privilegios, mientras se levantan leyendas urbanas como la tragedia de los comunes, para legitimar la imposibilidad de la lucha por el bien común y desmoralizar a los movimientos sociales
Fontana cita a Chris Hedges: “la gig economy es el nuevo término para designar la servidumbre”. Servidumbre, feudalismo, unas calificaciones a la que se van sumando autores. Lapavitsas (2019) habla de plebeyos; Gorz (1987) introdujo hace tiempo y premonitoriamente la idea de nuevos siervos, refiriéndose a los empleos precarios del sector servicios que iban sustituyendo a los mejor remunerados empleos industriales. Mazzucato, argumenta que las famosas empresas GAFA:
“tienen un enorme poder de mercado. El problema es que se ha utilizado cada vez más ese poder para extraer lo que yo he llamado “rentas algorítmicas” en un sistema capitalista moderno que se parece más a un “feudalismo digital”: la capacidad de usar algoritmos para manipular lo que la gente ve y quiere”.
En el medioevo alemán se hizo famosa la frase “el aire de la ciudad nos hace libres”, alcanzar el burgo hacía posible escapar del yugo feudal. Pero ¿cómo escapar de internet, de estos nuevos robber barons? Durand (2021) en su capítulo La hipótesis tecnofeudal, recuerda las palabras de un magnate de Silicon Valley, según el cual, el objetivo de todo emprendedor individual en la batalla del mercado es “escapar de la competencia”, “la competencia es para los losers”. En su esencia el modelo tecnofeudal es una relación de dominación entre el depredador y sus víctimas: “un modelo cinegético de depredador-presa”:
la dependencia de la gleba digital condiciona en adelante la existencia social de los individuos como aquella de las organizaciones. El anverso de este apego es el carácter prohibitivo de los costos de fuga y, por consiguiente, la generalización de situaciones de captura que entorpecen la dinámica competitiva.
Precariedad, pobreza, populismo…, y todo ello, aderezado con represión. Ya no es sólo explotación, hemos vuelto a la expropiación, a la extracción en la que se cuestionan derechos y libertades. La autonomía y libertad personal es perseguida, como dice Fontana, por las agencias internacionales. Y, en nombre de la libertad… de mercado o la del privilegio de los que tienen grandes propiedades a preservar. La usurpación de tierras ha seguido en los países que se libraron del yugo colonial y que ahora sufren un neocolonialismo corporativo. Pero no es sólo la tierra, es el agua, la energía, la vivienda. Una nueva época oscura, tal y cómo nos previene Fontana. Pero ¿qué hacer?
Precariedad, pobreza, populismo…, y todo ello, aderezado con represión. Ya no es sólo explotación, hemos vuelto a la expropiación, a la extracción en la que se cuestionan derechos y libertades
La cuestión es difícil y compleja como apunta Sánchez-Cuenca (2019), quien vincula el crecimiento de la izquierda al ciclo histórico de predominio de la política; de este modo, la actual subordinación de lo social y de lo político hacia lo económico rompe con el desarrollo de la izquierda y gira el mundo hacia la derecha; neoliberalismo junto a populismo.
La política, por descontado, sigue existiendo, pero en una posición ahora subordinada con respecto a la economía. Las democracias no desaparecen, pero abandonan la promesa de autogobierno y se limitan a funcionar como mecanismo de reemplazo de élites. (…) la subordinación de la política al orden económico no puede sino rebajar el valor de los mensajes ideológicos que transmiten los partidos, mensajes que, en el caso de la izquierda, todavía se basan en la creencia cada vez más ilusoria de que desde el poder político se pueden poner en marcha procesos ambiciosos y profundos de cambio social y económico.
Puede ser apropiado, en este panorama, el reto que lanza Traverso (2019) de “repensar la historia del socialismo y el marxismo a través del prisma de la melancolía” o “investigar la dimensión melancólica de la cultura de izquierda durante el siglo pasado”, entendiendo por izquierda “los movimientos que lucharon por cambiar el mundo con el principio de la igualdad en el centro de su programa”. Una cultura que combina “teorías y experiencias, ideas y sentimientos, pasiones y utopías”. Pero atención, no se trata de un “refugio melancólico”, se trata de buscar “nuevas ideas y proyectos”, teniendo en cuenta “la pena y el duelo por un reino perdido de experiencias revolucionarias”. Pongamos atención a las palabras del autor que desmonta concepciones apresuradas que puedan desprenderse del título:
Ni regresiva ni impotente, esa melancolía de izquierda no debería eludir el peso del pasado. Es una crítica melancólica que, a la vez que está abierta a las luchas en el presente, no evita la autocrítica respecto de sus propios fracasos pasados; es la crítica melancólica de una izquierda que no se ha resignado al orden mundial esbozado por el neoliberalismo, pero que no puede renovar su arsenal intelectual sin identificarse empáticamente con los vencidos de la historia, una gran multitud a la que a fines del siglo XX, se une de manera inexorable toda una generación, o sus restos, de izquierdistas derrotados. Para ser fecunda, empero, esa melancolía necesita llegar a ser reconocible tras su desaparición durante las décadas anteriores, cuando la toma del cielo por asalto parecía ser la mejor manera de hacer el duelo por nuestros camaradas perdidos.
Desde luego, por mucho que se insista “melancolía” no es “nostalgia”, aunque no entraremos ahora en este debate. Traverso finaliza el libro llamando a una política basada en “la alianza entre memoria e historia” y rememorando a Ernst Bloch, con el horizonte de “una utopía concreta y posible”7.
Los autores mencionados aquí se centran, en cierta manera, en una historia institucional o intelectual de la izquierda. Retengamos la necesidad del cambio cultural, de dar un giro al sentido común que nos plantea Traverso, con un significado muy gramsciano que nos afecta como individuos y como sociedad. Pero una cosa son los partidos, los sindicatos, los pensadores y otra cosa es el movimiento, la base popular y ciudadana que hace posible que arranquen y se expandan, de forma aislada o en oleadas, movilizaciones, protestas, manifestaciones, ocupaciones… Miles y miles de personas anónimas, unas asociadas y organizadas, otras de manera espontánea; motivadas las unas por el lema “libertad, igualdad, fraternidad”, o las otras por la injusticia y el agravio económico, social y político inmediato. Ahí, como siempre ha sucedido a lo largo de la historia conocida, radica la esperanza de que un día nuevas ideas puedan confluir con luchas reales, y un consenso y hegemonía mayoritarios, abriendo las amplias alamedas que mencionara Salvador Allende.
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Pere Jódar y Javier Tébar son editores de Pasos a la Izquierda
1.- Ver Ignacio Sánchez-Cuenca, La superioridad moral de la izquierda. [^]
2.- Mark Thompson, Sin palabras: ¿Qué ha pasado con el lenguaje político? [^]
3.- Aquí resulta imprescindible leer a Antoni Domènech y su Eclipse de la fraternidad, texto en el que muestra la importancia del concepto de fraternidad en la tradición republicana de izquierda. [^]
4.- Hoy día hay mayor preocupación por la desigualdad que por la igualdad. Una desigualdad muchas veces tratada de manera aséptica por estudiosos y agencias Internacionales. Para no olvidar que la desigualdad no es solo una variable en un modelo académico, el texto de Gonzalo Pontón La lucha por la desigualdad, ilustra sobre la hipocresía liberal que mientras esclavizaba hacia proclamas de libertad. Pontón, en su obra monumental, contribuye de manera exhaustiva a delimitar las diferentes vertientes de la desigualdad. [^]
5.- De una u otra forma -imperial o radical- Losurdo se refiere a Bobbio, Habermas, Harvey, Hardt, Zizek, Latouche, Rossanda, Holloway; también a Foucault que, aunque crítica el neoliberalismo, se muestra fascinado por él en su Nacimiento de la biopolítica; visible en su crítica al estado social. Es curioso como el neoliberalismo se autoproclama adalid de la libertad, cuando Mises aplaudió el fascismo de su época, o Hayek y Friedman apoyaron al cruel Pinochet. [^]
6.- Título de un, altamente citado, artículo de Garret Hardin, publicado en la revista Science en 1968. [^]
7.- Ver los textos de Eric Olin Wright Utopías posibles y Cómo ser anticapitalista en el siglo XXI. [^]