Un caso de manual: el trabajo universitario
Por Alain SUPIOT
A modo de conclusión de este curso, les sugiero que exploren este camino llevando a cabo un caso práctico. Pero no un caso cualquiera, sino un caso de manual, que es lo que ahora les propongo, ya que se trata de la situación que he venido exponiendo aplicada al trabajo universitario. Tendrán la tentación de verlo por mi parte como una vuelta sobre mí mismo, y no se equivocarán, porque la apelación explícita a la experiencia personal nunca debe excluirse del campo de las humanidades. Pero la elección de este caso también se justifica por el hecho de que la transferencia a nuestras nuevas máquinas de todas las tareas relacionadas con el cálculo y la programación coloca el futuro del trabajo del lado del «trabajo creativo», al que está dedicada la cátedra de mi querido colega Pierre-Michel Menger. Los científicos ocupan solo una parte modesta de este vasto dominio, pero su situación es rica en lecciones sobre las condiciones más adecuadas para poner las máquinas al servicio de la inventiva humana y contribuir de la mejor manera al bienestar común.
Hace ya bastante tiempo que se viene reflexionando acerca de la situación del trabajo de los científicos. La controversia sobre esto se encuentra ya en Platón, para quien los sofistas, al cobrar por sus lecciones, se descalificaban al mismo tiempo que descalificaban su filosofía. En un hermoso libro titulado El precio de la verdad, Marcel Hénaff ha contadola historia de estos debates, desde la Antigüedad hasta el Siglo de las Luces.Pero este libro no hace justicia a la contribución crucial de gente de la Edad Media. En efecto, la condición jurídica de la profesión de científico nació con las primeras universidades en los siglos XII y XIII, y hoy seguimos siendo herederos de aquellas instituciones.Es cierto que este período estuvo, a su vez, marcado por una disputa entre los maestros seculares, que eran remunerados por los estudiantes, y los clérigos de las órdenes mendicantes, que proporcionaban su educación de forma gratuita.Estos últimos invocaban el adagio «Scientia donum Dei est, unde vendi non potest» (el conocimiento es un regalo de Dios, por lo tanto no se puede vender), provenientede la lectura del Evangelio de Mateo X, 8. Pero los canonistas, representantes del Derecho canónico, consiguieron sin esfuerzo glosar este adagio demanera que legitimara la remuneración de los profesores universitarios. Con este fin, distinguieron entre “scientia” (conocimiento), que no podía venderse, y “labor” (trabajo) requerida por la educación, que, sin embargo, podía medirse y ser recompensada. Los propios recursos hermenéuticos se movilizaron cuando la invención de la imprenta dio paso a la posibilidad de que los autores recibieran una remuneración proporcional a la difusión de sus obras. Luego se hizo una distinción entre el derecho real generado por sus libros como un objeto material, fuente de ingresos legales, y su derecho moral, un derecho personal e intransferible, por ser caro o «sobrevalorado». Estas distinciones se han mantenido operativas hasta hoy, como muestra, por ejemplo, el extenso estudio que Gérard Lyon-Caen dedicó en 1965 a «la publicación de los cursos de profesores universitarios”.
A decir verdad, la cuestión de si los académicos pueden ser remunerados por su trabajo apenas merece consideración, por ser su respuesta tan obvia. Sin embargo, el problema es si el dinero que recaudan es el fin que persiguen o un medio para un fin: el conocimiento científico, que no tiene precio. En otras palabras, la pregunta es si el trabajo de los investigadores puede tratarse como una mercancía. A lo largo de estos años de enseñanza hemos visto que la dinámica del Mercado total iba en ese sentido. Se expresa de forma notable en el concepto de «mercado de ideas» acuñado por el llamado «Premio Nobel de economía» Ronald Coase, y que ahora es utilizado por la Corte Suprema de los Estados Unidos para definir los marcos legales para la democracia o la religión. ¿Por qué entonces no admitir que la ciencia es también un mercado de ideas y que los científicos están a la venta del mejor postor?
Por analogía, uno puede objetar el peso de una tradición milenaria, que demuestra que la investigación científica gratuita no puede existir sin un marco institucional que la garantice y proteja. Desde finales del siglo XII, fue el Derecho canónico el que, para evitar que mezclásemos a Dios con el arreglo de las disputas humanas, prohibió el recurso a las ordalías e impuso el uso de las llamadas pruebas «racionales», cuya jerarquía anuncia la aparición de las ciencias experimentales. En la ciencia como en el derecho, la verdad solo se descubre a partir del cumplimiento de tres condiciones: es necesario probar los hechos alegados; deben ser interpretados; y estos descubrimientos deben ser probados por medio de su constrastación. Su característica común es establecer jurídicamente una «República de las Letras», es decir, un orden ternario que somete las relaciones entre sus miembros a una misma referencia en la búsqueda de la verdad. Al fijar y sancionar algunas de estas reglas, la Ley participa de lo que Robert Merton llamó «la estructura normativa de la ciencia». En pocas palabras, si el Derecho puede prescindir de bases científicas, la ciencia, sin embargo, no puede prescindir de bases jurídicas. Sé que será muy difícil convencer de esto a muchos de mis colegas, inclinados a reclamar libertad sin prestar atención a las condiciones institucionales que la hacen posible, pero lo intentaré.
Para que la investigación científica se desarrolle libremente debe ser reconocida jurídicamente como un fin en sí misma, por lo que su curso no debe verse obstaculizado por consideraciones políticas, ideológicas, económicas o religiosas. Como legado de la Ilustración y de los ideales de la República de las Letras esta consagración no fue desmentida, sino más bien fortalecida tras la experiencia histórica de Estados que, afirmando descansar sobre bases científicas (como la biología racial o el socialismo científico), trataron de prohibir o desacreditar cualquier investigación que se desviase de estos dogmas. Una experiencia rica de enseñanzas, que demuestra que la libertad de investigación no puede autofundarse. Necesita una base legal que le dé valor y protección, y no está en ninguna parte más amenazada que en un sistema normativo basado en la verdad científica oficial. Esta incapacidad de la investigación científica para autofundarse se explica, como Max Weber percibió adecuadamente, por el hecho de que el significado y el valor de las acciones humanas no están dentro del alcance de las ciencias naturales:
Para que la investigación científica se desarrolle libremente debe ser reconocida jurídicamente como un fin en sí misma, por lo que su curso no debe verse obstaculizado por consideraciones políticas, ideológicas, económicas o religiosas
Para que la investigación científica se desarrolle libremente debe ser reconocida jurídicamente como un fin en sí misma, por lo que su curso no debe verse obstaculizado por consideraciones políticas, ideológicas, económicas o religiosas
Las ciencias naturales […] dan por sentado que vale la pena conocer las últimas leyes del devenir cósmico, hasta donde la ciencia pueda establecerlas. No solo porque este conocimiento nos permite alcanzar ciertos resultados técnicos, sino sobre todo porque tiene un valor «en sí mismo», ya que representa precisamente una «vocación». Sin embargo, nadie puede demostrar esta presuposición. Menos aún podemos demostrar que el mundo que describen merece existir, que tiene un «significado» o que no es absurdo vivir en él.
Este «valor en sí mismo» del trabajo de investigación está reconocido por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en virtud de la cual «Las artes y la investigación científica son libres. Se respeta la libertad de cátedra” (art. 13). Por lo tanto, aquí es la investigación científica la que tiene una base legal, y no el derecho una base científica. Entre estas bases legales para la investigación científica gratuita se encuentra el estatus profesional reconocido por los investigadores. Desde la Edad Media, la búsqueda de la verdad ha sido tarea de una categoría particular de intelectuales que, desde el principio, reclamarán el reconocimiento de la dignidad e independencia de sus funciones. Desde el siglo XII, los juristas eruditos de las primeras universidades europeas se autodenominaron domini o señores, como los nobles y prelados. Los estatutos de estas primeras universidades ya garantizaban su autonomía. Para defender sus libertades y privilegios, la de París recurrió a la huelga y la secesión, cuyo derecho fue reconocido en 1231 por la bula Parens scientiarum. Un caso más cercano en el tiempo se dio cuando en la Inglaterra del siglo XVIII, el ideal del científico, tal como lo encarnaba Robert Boyle, era el del gentleman, cuya fortuna y estatus garantizaban independencia e imparcialidad con respecto de cualquier tipo de influencia, incluso la de especialización profesional. Condición considerada necesaria para que la verdad se busque como un fin en sí mismo, como un bien común, que es incompatible con la búsqueda de intereses económicos, políticos o religiosos. En Francia, fue la figura del académico la que encarnó al mismo tiempo este ideal aristocrático del científico, trabajando a la vez porel avance del conocimiento y el bien público.
Al formar un ethos común, el requisito de independencia e imparcialidad del científico se tradujo así en diferentes formas de acuerdo con la cultura jurídica específica de cada país. En nuestros días este ensamblaje institucional ha tomado en Francia la forma de cuerpos especiales de funcionarios públicos, que disfrutan tanto de empleo de por vida como de una gran libertad en el ejercicio de sus funciones. En países donde los académicos no dependen del Estado, sino de la universidad que los emplea, se han incluido garantías comparables en un marco contractual. Este es el caso de las tenures[*] de las universidades estadounidenses, cuyo origen medieval es explícito, y que confieren a su titular libertad económica y seguridad laboral en la gestión de un cargo. Equivalente secular de lo que en Derecho canónico se definía como el beneficium adjunto a un officium. Los países con mayor actividad científica también son aquellos que otorgan a los investigadores profesionales un estatus profesional que combina libertad académica y seguridad laboral. Este tipo de situación a menudo se compara con el de los jueces, que también deben estar en condiciones de servir al interés general con plena independencia.
Sin embargo, la efectividad de este tipo de estatus depende del respeto a un código deontológico particular, que obliga a los académicos o magistrados a demostrar que son dignos de los privilegios que les corresponden. Por lo tanto, el principio de independencia de los profesores universitarios reconocidos en Francia por el Consejo Constitucional debe entenderse tanto como una fuente de deberes como de derechos. El estatus universitario continúa descansando en los valores aristocráticos cultivados por el mundo erudito desde el siglo XVII: el desinterés, imparcialidad, compromiso con el servicio del bien público. Estos valores están en las antípodas de los ideales mercantiles búsqueda del beneficio y maximización del interés individual. Forman parte de lo que Émile Durkheim llamó una «moral profesional», esencial según él para proteger una función social del «desencadenamiento de intereses económicos”. La erosión de esta moral, por lo tanto, tiene inevitablemente como resultado una formalización jurídica de las reglas de la profesión, como podemos ver hoy con el florecimiento de textos destinados a prevenir conflictos de intereses y fraudes en el campo de la investigación científica.
De hecho, este estatuto universitario, que combina libertad, seguridad y responsabilidad, está hoy amenazado por la asimilación de la educación superior y la investigación a un mercado sometido a los requisitos de rendimiento y competitividad.
Así, según los términos del artículo 179 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, esta última «tiene por objetivo fortalecer sus bases científicas y tecnológicas, mediante la realización de un espacio europeo de investigación en el que los investigadores, los conocimientos científicos y las tecnologías circulen libremente, y favorecer el desarrollo de su competitividad, incluida la de su industria, así como fomentar las acciones de investigación que se consideren necesarias en virtud de los demás capítulos de los Tratados». Aquí encontramos el fantasma de un orden político «basado» en la ciencia y la técnica. En la medida en que estas bases deben favorecer el desarrollo de la competitividad, es el orden competitivo el que se revela, sin sorpresa, como la base última, «determinante en última instancia», de este ensamblaje normativo. Estamos tratando con un sistema autorreferencial, ya que se supone que el imperativo de la competitividad es el resultado de un orden espontáneo descubierto por la economía. La investigación ya no es un fin en sí misma, sino un instrumento al servicio del logro de objetivos económicos. Está sujeto a los mismos métodos de gestión por objetivos que los implementados en empresas con fines de lucro.
La «organización científica del trabajo» inherente a la segunda revolución industrial no había afectado a los académicos. Hoy es diferente con la gobernanza por números que extiende el imaginario cibernético a todas las actividades humanas. Como cualquier trabajador, el investigador es tratado como un ser programable, sujeto al logro de objetivos cuantificados y comprometido en un proceso interminable de benchmarking, (evaluación comparativa), aplicando las recetas del new public management (la nueva gestión pública con modelos de gestión privados). Creer que un buen investigador es un ser programable significa que nunca se ha topado con alguno de ellos. Los mejores son absolutamente improgramables e impredecibles, al menos en sus obras. Esta es la razón por la que la programación de la investigación los obliga a gastar una energía demencial comparada con el tiempo dedicado a las preguntas que se hacen a sí mismos sobre sus propias investigaciones. Bergson, Valéry, Foucault o Bourdieu habrían tenido sin duda dificultades para producir sus obras si hubieran tenido que ejecutar así su pacto contractual.
La «organización científica del trabajo» inherente a la segunda revolución industrial no había afectado a los académicos. Hoy es diferente con la gobernanza por números que extiende el imaginario cibernético a todas las actividades humanas. Como cualquier trabajador, el investigador es tratado como un ser programable, sujeto al logro de objetivos cuantificados
Hoy esta contractualización de la financiación de la investigación va de la mano de la desestabilización de sus instituciones, cuyos recursos estables no han parado de reducirse y que están involucradas en un movimiento de reestructuración perpetua. Considerada demasiado costosa, la evaluación cualitativa del trabajo universitario tiende a ser suplantada por un enfoque cuantitativo, a base de indicadores: no solo indicadores bibliométricos, número de patentes o publicaciones en revistas revisadas por pares y otros índices h-index, cuya consulta permite evaluar publicaciones sin leerlas; sino también de indicadores de fund raising [recaudación de fondos], que en resumen dan el «precio de mercado» de los investigadores, alentados a incluirlo de manera prominente en su curriculum vitae, porque es una promesa de enriquecimiento para las instituciones que puedan reclutarlos. Según este criterio, Grigori Perelman, uno de los mejores matemáticos de su generación, que publicó su trabajo fuera de revistas revisadas por pares y rechazó los premios más prestigiosos, es un investigador que no vale nada.
La búsqueda de objetivos cuantificados se ha convertido también en la prioridad de las inversiones públicas en investigación. El más famoso de estos indicadores es el ranking de Shanghai, que, sin embargo, debe recordarse que es un subproducto de la planificación soviética y de las «cifras de control» del que se dotaba el Gosplan para medir en las principales áreas de actividad el progreso de la construcción del socialismo científico. Para mejorar su puntuación, Francia se ha embarcado en la fusión de instituciones de investigación dando lugar a enormes mastodontes que supuestamente mejorarán su lugar en este ranking. No hace falta mucha experiencia legal para predecir que estos combinats[†] se derrumbarán tan pronto como dejen de estar nutridos con fondos públicos. Si el objetivo es que la investigación francesa salte a la cima de este podio mundial, sería suficiente con fusionar todas sus universidades en una sola, que podríamos denominar «Universidad de Francia». Si el objetivo es crear condiciones institucionales óptimas para la investigación, sería mejor idea apoyar a las comunidades de trabajo a escala humana, donde se puede cultivar el arte de la conversación científica que, como ha demostrado la historiadora Françoise Waquet, ha desempeñado un papel primordial en el surgimiento de nuevas ideas desde el nacimiento de la ciencia moderna. El Institut d’Études Avancées donde tengo la oportunidad de trabajar en Nantes es una institución de este tipo, que actúa con el objetivo de una verdadera globalización de la investigación en el campo de las ciencias humanas. Este Instituto, reconocido por colegas como uno de los mejores del mundo, se ve amenazado de normalización a corto plazo por la política de investigación pública del gobierno francés.
Los efectos perversos de la gobernanza de la investigación a partir de las cifras son de hecho bien conocidos: incitación al conformismo, confinamiento de la evaluación en bucles autorreferenciales, maquillaje de resultados que llegan hasta el fraude, etc. Un estudio de 2012 en el campo de la investigación biomédica mostró que la tasa de rechazos por fraude de artículos publicados en revistas científicas se había multiplicado por diez desde 1975. Los conflictos de intereses afectan en la actualidad a todas las disciplinas, incluida la investigación jurídica, a pesar de que los casos más conocidos en los últimos años han sido principalmente en las áreas de economía, biología y medicina. Esto genera en el público una duda cada vez mayor sobre la fiabilidad de los expertos científicos, una duda que no descarta a las instituciones más valoradas del mundo dentro del ámbito de la medicina, comenzando por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Consciente de esta creciente duda, el legislador vio en ello la oportunidad de asignar a las humanidades una misión que las alejara de la sospecha recurrente de inutilidad que se cernía sobre ellas. Según el artículo L.111-2 del Código de Investigación:
“La política de investigación a largo plazo se sustenta en el desarrollo de la investigación básica que cubre todo el campo del conocimiento. En particular, a las ciencias humanas y sociales se les dota de los medios necesarios para que puedan desempeñar su papel en la restauración del diálogo entre la ciencia y la sociedad”.
Por lo tanto, lo que sería fundamental en las humanidades y justificaría aún más su financiación sería promover las ciencias exactas. Muchos creen, además, que deben fusionarse por completo para merecer el nombre de «ciencia». Así, un informe reciente de la Alliance Athéna, que coordina todas las instituciones públicas de investigación en ciencias sociales, y con la finalidad de afrontar la radicalización religiosa, recomienda extender a los terroristas los métodos conductuales y neurobiológicos que se practican actualmente en animales. El problema es que, si bien hay muchos perros rabiosos, nadie ha encontrado un perro terrorista. El objeto propio de las ciencias humanas es el enorme aparato simbólico, técnico y lingüístico con el que está dotada la especie humana. El anclaje del homo faber en su aparato biológico es obvio, pero no puede reducirse a él sin hacer desaparecer el objeto que pretende esclarecer. Tampoco se puede reducir la medicina al arte veterinario.
La gobernanza por los números y el cientificismo se combinan hoy para amenazar la libre investigación en las humanidades. Y la mejor defensa contra esta amenaza es un estatus profesional que proteja al científico de las presiones económicas, políticas o religiosas. El estatuto y no el contrato es la condición para la libertad, la asunción de riesgos, el retorno crítico frente a los paradigmas establecidos y el pensamiento «mainstream», mainstream en el que, según la ex presidenta del Consejo Europeo de Investigación, solo nadan los peces muertos.Esta libertad, para desplegarse, necesita instituciones estables, que no se conciban como empresas que operan en un mercado universitario, sino como lugares de polinización del conocimiento y de serendipia. Instituciones donde la capacidad reflexiva de la ciencia no está amenazada por la hiperespecialización y por la primacía otorgada a la competencia sobre la cooperación. Es decir, instituciones cuya administración practica el arte del jardinero, presta atención a las condiciones de eclosión del genio propio de cada planta, y no el arte del pastor que empuña el palo para dirigir su rebaño.
Este arte de la jardinería es precisamente el que deberían cultivar todas las empresas que desean aprovechar al máximo las herramientas digitales y comprometerse en la transición ecológica. Frente a la bancarrota moral, social, ecológica y financiera del neoliberalismo, el horizonte del trabajo en el siglo XXI es el de su emancipación del reinado exclusivo del marchandise. El camino del futuro no es el de someter el trabajo de los hombres a máquinas supuestamente inteligentes, sino estimular y coordinar sus capacidades inventivas y organizativas, en otras palabras, otorgarles libertad en el trabajo. Cualquiera que sea la posición jerárquica de las personas, éstas deben tener una opinión individual o colectiva sobre lo que hacen y cómo lo hacen. Una vez que admitimos que nuestras nuevas herramientas pueden y deben conducir a la liberación de las capacidades de inteligencia de quienes las utilizan, el poder en la empresa debe dar paso a la autoridad, es decir, a un modo de organización jerárquica donde el gerente es responsable de la realización de un trabajo colectivo y el dinero es solo uno de los medios de su realización. Para que masas humanas enteras no sean relegadas a un «subempleo», la legislación laboral debe, por lo tanto, abrirse a ir «más allá del empleo». La ficción del trabajo-mercancía, que hace del trabajo un simple medio al servicio de los objetivos financieros, ya no es ecológicamente sostenible a escala planetaria. Debe dar paso a un estatuto del trabajo que combine libertad, seguridad y responsabilidad. La implementación de tal estatus laboral en las organizaciones productivas, incluso en las cadenas de subcontratación, supone que la responsabilidad de todos está vinculada al grado de libertad y seguridad que se les otorga, en otras palabras, a la capacidad de actuar que le es realmente reconocida.
Gracias al Colegio de France y gracias a una audiencia tan atenta y exigente, pude disfrutar de esta seguridad, usar esta libertad y sentir el peso de esta responsabilidad en el trabajo. Los académicos, por otro lado, a menudo se ven afectados por lo que podría llamarse «el síndrome de Josefina», tomar como una canción extraordinaria lo que en el fondo no es sino un chirrido bastante ordinario. Al emitir yo mismo desde hace demasiado tiempo chirridos de este tipo, simpatizo con Josephine cuando ella reivindica el derecho de no trabajar como todo el mundo. Pero el pueblo de ratones tiene razón al negarle este privilegio puesto que, en una sociedad justa, cada uno debe compartir su parte de penas y alegrías del trabajo. Estas penas además no serán eternas porque, con el tiempo –y estas son las últimas líneas del relato de Kafka–, Josefina «entrará, como todos sus hermanos, en la exaltada liberación del olvido».
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Alain SUPIOT es Profesor Honorario del Colegio de Francia (2012-2019) y profesor emérito del Instituto de Estudios avanzados de Nantes. El texto corresponde a la segunda parte de la Lección de clausura del curso 2018-2019 del Colegio de Francia, 22 de mayo de 2019. Puede leer la Primera parte aquí. El texto integral con notas lo puede leer en versión pdf aquí.
(Traducción de Javier Aristu y Javier Tébar)
[*] Puesto con garantía de empleo permanente, especialmente como profesor (teacher) o lector (lecturer) tras un periodo de prueba.
[†] Concepto de la antigua terminología industrial soviética referido a la agrupación de varias empresas e industrias relacionadas y que están bajo una misma dirección administrativa.
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