Por JORDI GRACIA
La gestión de su propia independencia estuvo entre las virtudes más audaces de Javier Pradera. También seguramente es ese el secreto de una autoridad ejercida desde el corazón de un poder mediático de la magnitud de El País en la Transición y durante la consolidación democrática de los años ochenta. Un capítulo de mi libro sobre él se titula como este artículo, “El arte de la independencia”, pero aquí me gustaría explicar el modo en el que fue cambiando su funcionamiento público a partir de una aptitud congénita, íntima y práctica desde su primera juventud.
Su modo de ejercerla no tuvo nada de hábito mecánico y arrogante, ni llegaba en efluvios de sujeto imbuido por una visión superior, ni aspiró a predicar desde la presunción de una mirada superdotada y altiva de la realidad. Lo pudo parecer, sí, y hasta lo ejerció en privado, en tertulias, charlas y almuerzos, pero todo fue más sencillo y también más difícil: nacía tanto del instinto de veracidad como de la inteligente gestión de la información de que disponía, en público y en privado, un hombre conectado por teléfono y en persona con el núcleo duro del poder político, judicial, económico, empresarial y desde luego cultural y periodístico de la España de su tiempo.
El gen de la independencia estuvo en Pradera desde el origen, como supo de primera mano y desde muy temprano el mismo Semprún, y supo sin duda Felipe González en las horas malas de su presidencia
Su caso es inequívocamente único, y vuelve a evocármelo la noticia de esta mañana de martes 18 de febrero en que hemos sabido el fallecimiento del empresario y coleccionista de arte, entre muchas otras cosas, Plácido Arango. Ambos estuvieron en primera fila en el entierro de Jorge Semprún en el pueblecito de Garentreville, cerca de París, en junio de 2011, y ambos habían sido los nombres a los que dedicó Semprún una obra de 1993, Federico Sánchez de despide ustedes. Al viejo y al nuevo amigo dedicaba Semprún ese libro sobre sus avatares políticos en el gobierno socialista, como si a esa misma dedicatoria llegase cifrada la integración intelectual y política del antifranquismo de izquierdas en los círculos del poder de la España democrática. Plácido Arango fue el sucesor en la presidencia del Patronato del Museo del Prado de otro amigo de Pradera, Rodrigo Uría: si no los acompañaba en Garentreville en ese 2011 es porque había muerto de un infarto cuatro años atrás, en 2007. Los acompañaron, sin embargo, Felipe González y antiguos ministros de sus gobiernos como Claudio Aranzadi o Carlos Solchaga o la entonces ministra de Cultura, Ángeles González-Sinde.
El gen de la indepedencia estuvo en Pradera desde el origen, como supo de primera mano y desde muy temprano el mismo Semprún, y supo sin duda Felipe González en las horas malas de su presidencia. Las tensiones entre ambos crecieron entre 1990 y 1991, cuando el presidente del gobierno gestionó de forma poco diligente o demasiado permisiva la implicación del vicepresidente del gobierno Alfonso Guerra con su hermano Juan como asistente. Lo que para muchos pudo parecer un tumor benigno o poco peligroso se convirtió para Pradera en una de las obsesiones más tenaces del analista puritano y exigente que fue con los suyos, con aquellos a quienes más había de reclamar y en quienes fiaba el ejercicio de un poder despojado de los vicios viejos una y otra vez censurados centenares de artículos de periódico.
En esa práctica nueva, inédita, refrescante de la crítica pública y política empezó a educarse la democracia, y con ella el propio Pradera. Su articulismo de primera hora, por vía editorial o por vía firmada, no cejó en la defensa de las causas de una izquierda socialdemócrata en ruta hacia lo social-liberal sin que eso bloquease la capacidad crítica o la disidencia frente a los suyos
La independencia había de ejercerse no frente al espejo doméstico del narciso o en la calma de la banalidad sin sustancia sino ante y contra el poder y sus resortes de venganza y rencor. Pero sobre todo había de batirse comprometidamente contra el instinto gregario de las lealtades numantinas y partidistas, contra aquellos a quienes más había de doler la rotundidad de un juicio negativo, una posición crítica, una desavenencia argumentada y específica. La independencia se había de mostrar precisamente en la valoración contraria a la corriente de los afines y cómplices, contra quienes hallan y hallarán justificaciones para legitimar conductas, decisisones, declaraciones u omisiones que en cualquier otra circunstancias considerarían censurables o reprobables. En ese ejercicio tenaz pero cauto, preventivo y a la vez desafiante, se construyó el coraje crítico de Pradera y en esa práctica nueva, inédita, refrescante de la crítica pública y política empezó a educarse la democracia, y con ella el propio Pradera. Su articulismo de primera hora, por vía editorial o por vía firmada, no cejó en la defensa de las causas de una izquierda socialdemócrata en ruta hacia lo social-liberal sin que eso bloquease la capacidad crítica o la disidencia frente a los suyos mientras estuvieron en la oposición o cuando fueron ya poder gubernamental. Ahí, en ese delicado y peligroso territorio de frontera fue creciendo una autoridad que solo a partir de finales del siglo XX, o ya en pleno cambio de siglo, dejó de pesar como lo había hecho fuera de los círculos históricos y veteranos del periodismo y la clase política.
Pero su funcionamiento había cambiado ya antes, a medida que había ido encontrando su modo de adaptarse a los sucesivos cambios socio-políticos de la España democrática. A veces me pregunto, y nos preguntamos muchos, sobre la posición que tendría Pradera en el tinglado catalán y tiendo a bajar la voz o solo susurrar una respuesta especulativa. Me parece que se situaría en las inmediaciones de la estrategia negociadora y pactista de Pedro Sánchez y Miquel Iceta como única vía de remediar el estropicio cargado de testorena patriótica que llevó al sabotaje democrático iniciado en septiembre de 2017 y culminado en fracaso a finales de octubre. Aunque había perdido la sintonía personal con los líderes socialistas desde Rodríguez Zapatero, creo que hubiese condenado sin reservas la unilateralidad antidemocrática catalana pero sin duda también, y con más intransigencia, la incomprensión profunda de las causas políticas y no políticas de la indefendible revuelta independentista. Estuvo Pradera desde los años sesenta (gracias a su profesión de editor) entre los pocos intelectuales españoles que había atendido analíticamente al desarrollo de una realidad social y no solo política que explicaba la atipicidad de la sociedad catalana en el contexto español y la urgencia de interiorizar (y optimizar) la naturaleza de esa diferencia con todas sus consecuencias políticas. Lluís Bassets ha dicho alguna vez que hoy Pradera ya no mantendría la broma que le escuché más de una vez: no se sentía precisamente inclinado a la independencia de Cataluña pero en caso de secesión sería el primero en pedir el pasaporte o la cédula correspondiente para la nueva ciudadanía catalana. La broma solo sería, me parece, más amarga y más sarcástica pero no variaría la intención de fondo, que no apela a la tolerancia ante los impulsos antidemocráticos del secesionismo unilateral sino a la tosquedad, la torpeza y la fragilísima información que suele manejar el conservadurismo español de derechas y de izquierdas sobre la realidad social y cultural catalana. La alianza o la explotación de las respectivas debilidades siempre sería preferible como salida fortalecedora de dos identidades nacionales en cuestión y (auto)autopsia crónica. Por eso se burlaba con la misma convicción y desparpajo de los dolores de españolidad que asaltaron tanto y tan fuertemente a los intelectuales españoles en su historia como de los dolores análogos de catalanidad en plena democracia y bajo régimen autonómico. Pero cuando hubo de reaccionar hacia 1981 ante el discurso neoespañolista del manifiesto de los 2.000 liderado por Federico Jiménez Losantos, prefirió respaldar con firmeza la posición compensadora y reconciliadora que defendieron Castellet, Jaime Gil de Biedma o José Agustín Goytisolo: si alguien necesitaba apoyo institucional y político en los años 80 eran precisamente las lenguas y culturas asfixiadas por el franquismo con la inquina vengadora del celo españolista.
Aunque había perdido la sintonía personal con los líderes socialistas desde Rodríguez Zapatero, creo que hubiese condenado sin reservas la unilateralidad antidemocrática catalana pero sin duda también, y con más intransigencia, la incomprensión profunda de las causas políticas y no políticas de la indefendible revuelta independentista
Es un modo de decir que Pradera concibió de forma muy racional y programática el desempeño de su papel de analista y articulista, en particular desde el momento en que escribió regularmente en el periódico con su propia firma y no desde el anonimato del comentario editorial. Eso sucedió a partir de 1987, en la inminencia del acceso a la dirección del periódico de Joaquín Estefanía en sustitución de Juan Luis Cebrián. Había batallado contra esa exposición pública y continua e incluso había lamentado la divulgación de su protagonismo secreto en la línea editorial tras recibir el premio Cuco Cerededo en 1984. El manifiesto sobre la OTAN que él mismo había promovido en defensa de Felipe González (y la continuidad de su gobierno sin provocar unas elecciones de castigo) lo llevó a abandonar el periódico. Cuando aceptó regresar, un año y medio después, ya no tuvo otro remedio que firmar con su nombre y defender sus propias causas. Ahí es cuando empezó de veras el aprendizaje del arte de la independencia y cuando encontró también en el ensayo extenso y sosegado la vía para profundizar en el análisis propositivo (y preventivo) de un sistema democrático con averías visibles, imperfecciones remediables y un tanto estancado bajo el control, durante casi una década y media, de un buen puñado de amigos, cómplices y susceptibles colegas socialistas. Hablo sobre todo de los años noventa y sus trabajos en la revista Claves y hablo de las causas que llevaron a Pradera a redactar Corrupción y política, un demoledor análisis sobre Los costes de la democracia en España bajo los gobiernos socialistas y las distintas autonomías (incluida con amplia información Cataluña). Apenas entregó a las prensas por entonces algunas de las páginas del libro en marcha y lo dejó para otros tiempos, sin que llegasen esos tiempos mejores hasta su muerte en noviembre de 2011.
Pradera asumió su independencia sin renunciar a adaptarla a cada coyuntura no fungió de oráculo evangélico porque el suyo fue un aprendizaje lento y tortuoso, que concitó disgustos y enfados, y no quiso obedecer a una ley única o universal
¿Fue un exceso de cautela, de indolencia o de desgana? Había algo en la intimidad de Pradera que lo alejaba de Semprún: mientras a uno el coraje y el impulso lo habían llevado a emprender empresas imposibles, descabelladas o arriesgadísimas, el profundo fondo escéptico de Pradera no encontraba el combustible para arrancar motores y empezar la larga marcha hacia la conquista del bien postergado pero alcanzable. No: en Pradera habitaba una suerte de contraindicador que sin abortar el trabajo y sin interrumpirlo, tampoco lo empujaba a las prensas con ánimo y convicción, como si naciese ya todo llagado de escepticismo o de desengaño sobre las posibilidades reales de enmendar ya nada. Incluso podía ser peor el uso instrumental de esos materiales en manos de una derecha que gobernaba desde 1996 y dispuesta a todo contra la ejecutoria globalmente positiva de los socialistas (aunque fuese ya indefendible en 1994, 1995 o 1996).
Pradera asumió su independencia sin renunciar a adaptarla a cada coyuntura y a cada circunstancia, sin mecánica ni automatismo primario: no fungió de oráculo evangélico porque el suyo fue un aprendizaje lento y tortuoso, que concitó digustos y enfados, y no quiso obedecer a una ley única o universal. De hecho, la independencia que exhibió bajo gobiernos socialistas consistió en mantener la crítica al poder desde la complicidad con el poder. Por eso ya durante el primero año de gobierno socialista me parece identificable Pradera en numerosos editoriales (obviamente avalado por su responsable primero y último, que era el director Juan Luis Cebrián) destinados a señalar sin reservas y con claridad las lagunas, las deficiencias, la pasividad o la falta de empuje de las nuevas políticas que esperaba una sociedad ya salvada del susto de febrero de 1981 y entregada al triunfo socialista como cosa propia y edad histórica nueva.
No fue la pasión partidista lo que guió su análisis político de la ejecutoria socialista; tampoco anduvo azuzando transformaciones radicales y posiblemente no ignoraba la persistencia del sotobosque golpista incluso después de 1981 (y solo del todo extirpado hacia 1985). Su consigna de durar en el gobierno al menos una legislatura, como ha recordado muchas veces Felipe González, no comportaba tanto la invitación a vivaquear o vegetar al amparo de las instituciones como a promover una higiene práctica y metódica de los aparatos del Estado y la Administración como condición de posibilidad de una democracia más transparente y sólida, más blindada ante las debilidades y flaquezas heredadas, menos susceptible de reproducir las arraigadas rutinas del régimen franquista y sus inercias corruptoras. En ese momento su independencia de criterio se expresó menos en la defensa de transformaciones profundas que en la demanda de limpiar y modernizar los aparatos e instituciones del Estado extirpando el secretismo, la censura informativa, la opacidad y la persistencia de los privilegios gremiales y nepotistas. La continuidad del poder económico y financiero desde la dictadura hacia la democracia era uno de los incontestables déficits democráticos de la nueva sociedad posfranquista, sí, pero eso no avalaba la expropiación de Rumasa dictada por Miguel Boyer como ministro de Economía. El absurdo de que el Estado se hiciese cargo de bolsos de Loewe fue la versión caricaturesca que ofreció Pradera de una decisión política y populista que no compartió y en alguna medida sirvió de primera muestra de discrepancia firme desde la página editorial del diario.
Es en esa dimensión emancipada del discurso de la izquierda donde Pradera fue más útil, más influyente y sin duda más ejemplar para los tiempos actuales, bajo gobierno de izquierdas
Es en esa dimensión emancipada del discurso de la izquierda donde Pradera fue más útil, más influyente y sin duda más ejemplar para los tiempos actuales, bajo gobierno de izquierdas. Llevar la contraria y discrepar de los nuestros fue la consigna moral de un analista honrado precisamente desde la izquierda: ganó su autoridad al validar o desestimar las políticas y posiciones de los socialistas en lugar de buscarla en la censura fácil, exhibicionista o redundante al adversario político. Quizá sea esa también la razón fundamental de su ejemplaridad.
_________________
Jordi Gracia, Catedrático de Literatura, ensayista y especialista en historia intelectual de la España del siglo XX. Acaba de publicar una biografía intelectual: Javier Pradera o el poder de la izquierda. Medio siglo de cultura democrática, Anagrama, 2019.