Por BARTOLOMÉ CLAVERO
El curso del ciclo acerca de Depurados, Exiliados y Represaliados de la universidad española durante la dictadura franquista nos trae hoy a una jornada sobre Expedientados y Expedientables planteada en términos de testimonio personal entre quienes parece que nos significamos en línea antifranquista alrededor de los agitados tiempos universitarios sevillanos de 1968, cuyo medio siglo se cumple ahora, invitando a nueva reflexión1. Quiero comenzar rememorando la primera fase de actuación de la dictadura de cara a este mundo de la universidad para que, desde un arranque, marquemos y guardemos distancias debidas. Personalmente, no fui ni depurado ni exiliado, sino tan sólo un tanto represaliado como estudiante y algo más luego, cuando decidí permanecer, para doctorarme y ser profesor, en la universidad. Fueron represalias que, vistas con la perspectiva del tiempo, resultaron relativamente fáciles de sobrellevar y superar. Hubo quienes tuvieron peor suerte, pero sin punto de comparación con lo sucedido durante los primeros tiempos de la dictadura, salvo por torturas y asesinatos contados, como el de Enrique Ruano. Las salvedades mismas, en todo caso, tocaban más a trabajadores política o sindicalmente activos que a estudiantes comprometidos.
Empecemos por no presumir en ninguno de los dos sentidos del verbo: ni demos nada por socializado ni nos demos nosotros aires. La represión incidía de forma desigual por las razones del fondo clasista imperantes desde la guerra. Fui un expedientable no expedientado. Mi nombre figuraba en la lista que, en marzo de 1968, pasó por las manos de la policía político-social antes de llegar a las del rector sevillano para que, decisión del consejo de gobierno y ratificación del ministro de educación mediantes, fuéramos expulsados de la universidad. También se encontraba en la lista uno de mis hermanos, Pedro Antonio, estudiante de medicina. Se alegó en las deliberaciones del consejo de gobierno que no se le iba a dar un doble disgusto a una misma familia y le tocó la rifa a mi hermano. Maldita la gracia. Eran miramientos que no se tenían con cualquiera. Mi padre era un notario apreciado entre la Sevilla pudiente me temo que por su habilidad para sortear al fisco. De ser un buen ciudadano, hubiera sido un buen padre. Mi medio familiar, el nuclear y el extenso, no era un dechado de educación cívica que digamos. La empeoró, lo que siempre cabe, el colegio religioso en el que nuestros padres nos internaron desde una edad tierna. En suma, gente bien y de orden, como la mayoría de las familias del alumnado de la universidad de entonces.
Mi buena escuela fue la universidad gracias, no a profesores, sino al ambiente de la libertad que nos tomábamos y al depósito de la biblioteca de la facultad de derecho. Lo que era aquella universidad lo indagan y analizan competentemente en sendos libros Alberto Carrillo, Subversivos y malditos en la Universidad de Sevilla, 1965-1977 (2008) y Javier Aristu, El oficio de resistir. Miradas de la izquierda en Andalucía durante los años sesenta (2018). Ambos me entrevistaron en el curso de sus investigaciones y ambos aprovecharon mi testimonio. No voy ahora a repetirme. Pude contarles cómo mi papel en los sucesos universitarios sevillanos de 1968 fue activo, pero de segunda fila. Algo he añadido con escritos publicados en esta revista, Pasos a la Izquierda; así, por ejemplo, con un par destinado a recordar a compañeros fallecidos que, en otro caso, hoy estarían seguramente aquí con su testimonio personal, Manuel Ramón Alarcón y Tomás Iglesias. Podría añadir anécdotas ya poco significativas, o también soltar nombres que luego fueron discretos, como el de Paco Díaz Velázquez o que, muerto Franco, se atribuyeron proezas sólo ocurridas en su imaginación, como el de Alfonso Guerra. Pero de esto último también ya me he ocupado en uno de esos escritos, Memorias y desmemorias de la Sevilla del 68. Gugleadlo si interesa. Ahí también trazo una comparación entre el 68 español y los 68s foráneos en la que aquí tampoco incidiré.
El mayor especialista en la destrucción franquista de la universidad española mediante la depuración masiva de su mejor profesorado es Jaume Claret. Su libro fundamental anuncia bien, en tales exactos términos, el contenido: El atroz desmoche. La destrucción de la Universidad española por el franquismo, 1936-1945 (2006, con prólogo de Josep Fontana). Es una muestra suficiente, aunque no completa. Fusilaron, por ejemplo, a rectores por la razón de ser republicanos leales (Salvador Vila en Granada, Leopoldo García-Alas en Oviedo, Juan Peset en Valencia), pero también, y bastante más, a personal no docente de la universidad por el motivo de ser trabajadores e igualmente antifascistas. Y la depuración entre los supervivientes alcanzaba a todos, desde catedráticos a limpiadores o, pues estos niveles subalternos estaban feminizados, limpiadoras. Profesionalmente, los profesores resultan desde luego menos fungibles que otro personal de la universidad, pero humanamente no lo son nunca. A rector y decano de derecho de la universidad de Sevilla con manos manchadas de sangre me referiré luego. De entrada sólo quiero señalar distancias entre primero y último franquismo para que despejemos la tentación de envanecernos. Arriesgábamos los estudiantes rebeldes de familias bien un modo de vida, no la vida. Ruano fue una cruel y dolorosa excepción. El ciclo de terror y muerte iniciado por ETA a mediados del 68 era otra historia.
Hace un par de años, el mismo Jaume Claret ha publicado en la revista online Entremons un trabajo sobre Memòria de la repressió franquista a la Universitat espanyola. Abre con un ilustrativo panorama europeo en la línea de Francisco Morente, La Universitat feixista i la universitat franquista en perspectiva comparada (2005). Recuerda manifestaciones tan reveladoras como éstas de unos franquistas de pro: “La depuración ha hecho desaparecer de nuestra Universidad el dolor de sus miembros podridos, de los desertores a quienes no les interesaba de ella más que la nómina, o de los traidores que la utilizaban para encubrir con la noble prestancia de sus títulos los designios tenebrosos que mordían sus almas renegadas”; “el desmoche ha sido tremendo porque tremenda era la plaga”. A lo que viene Jaume con todo es a considerar comparativamente “la gestió de la memoria” por las diversas universidades españolas que existían por aquellos años. Eran doce: Barcelona, Granada, La Laguna, Madrid, Murcia, Oviedo, Salamanca, Santiago de Compostela, Sevilla, Valencia, Valladolid y Zaragoza. Presenta un ranking en el que la Hispalense se sitúa al nivel inferior.
He aquí lo que la Universidad de Sevilla tiene que decir en la página de historia de su sitio web: “La Guerra Civil primero y la Dictadura Franquista después, frenaron cualquier despegue progresista”. Revisito la página y compruebo que la broma sigue ahí, con esa coma mal colocada inclusive. Esta humorada no es la única. Entre todo lo alojado en el sitio web, se hallan perfiles positivos, cuando no encomiásticos, de sus rectores franquistas, todos los de la dictadura: especialmente, Mariano Mota Salado, el impuesto por Queipo de Llano para que cooperase con la depuración y bien que lo hizo, José Antonio Calderón Quijano, el que se puso a disposición de la policía para expulsarnos a estudiantes, y Manuel Suárez Perdiguero, el que amenazó, en vano, con expedientar a los profesores que no vistiésemos corbata negra por la muerte de Franco.
En páginas de Alberto Carrillo, la posición de la corporación ante el golpe de Estado se retrata bien: “Desde el primer día la Universidad se puso por completo al servicio del Ejército hasta el punto de que podría decirse que era una división más dentro del mismo”
Hace poco se celebra un presunto cincuentenario (lo fundado hace este tiempo era otra cosa) publicándose una obra monumental coordinada por los catedráticos de historia Ramón Mª Serrera y Rafael Sánchez Mantero, La Universidad de Sevilla, 1505-2005, en la cual, aun confiándosele a buenas manos, se consigue que queden desdibujados aquellos tiempos en los que la universidad no podía ser “progresista” con la reducción ante todo del espacio que se le dedica. Además, el diseño de la obra depara un mismo capítulo a “La República y la Guerra Civil” como si la segunda fuera secuela o consecuencia de la primera. En todo caso, en páginas de Alberto Carrillo, la posición de la corporación ante el golpe de Estado se retrata bien: “Desde el primer día la Universidad se puso por completo al servicio del Ejército hasta el punto de que podría decirse que era una división más dentro del mismo”. Por los expedientes y expulsiones de 1968 se pasa de puntillas. Ya he dicho que los organizadores racanearon el espacio. El comisario de la celebración fue un catedrático de derecho, Juan Antonio Carrillo.
No todas las universidades son a estas alturas iguales pues gozan de una relativa autonomía. Baste el contraste de la Complutense. En la página de historia del sitio web, donde la Hispalense gasta la broma de que no eran tiempos para una universidad “progresiva”, esta otra se toma el asunto bien en serio: “Poco antes de que acabara la guerra, el gobierno de Franco había nombrado ya al primer Rector de la Dictadura, el catedrático Pío Zabala y Lera, a quien le correspondió poner en marcha los nuevos planes que las autoridades franquistas diseñaron para la Universidad. El exilio y la depuración del personal docente universitario mermaron significativamente el claustro de la Universidad de Madrid, cerca del 40 por ciento de su profesorado se vio afectado. El balance es aún más llamativo si se identifican algunos nombres: José Giral, Fernando de los Ríos y José Gaos, los tres últimos rectores del periodo republicano, murieron en el exilio”. Además, entre otras iniciativas, en 2004 se creó la Cátedra Complutense de Memoria Histórica que fuera víctima colateral de la desafortunada gestión personal de Manuela Carmena como alcaldesa de Madrid en esta materia de memoria democrática. Es historia que también toca a limitaciones de sesentayocheras y sesentayocheros.
Cuando en los años noventa algunos profesores empezaron a tomar iniciativas para la recuperación de la memoria democrática de la Universidad de Sevilla a fin de comprometerla en el reconocimiento y la reparación, el equipo rectoral contraprogramó con unas jornadas que no se presentaban naturalmente a la contra. Un profesor de la misma que también investiga su historia durante la dictadura y de cuyo nombre no me acuerdo, con publicidad potenciada por el gabinete de prensa del rectorado, presentó una carta del rector Mota Salado a Quepo de Llano congratulándose de que ya no hiciera falta su colaboración en la depuración. Fue otra humorada. Se había hallado la copia de la carta, no sé si fiable, en los archivos universitarios. El original debe guardarse en los militares menos accesibles para la investigación incluso después de la Ley de Patrimonio Histórico de 1985. Se presentó la carta en sociedad como prueba de que Mota, en sus funciones de rector, defendió a la universidad cuando lo era de algo que no la necesitaba, esto es, de que había estado al servicio de la dictadura y de que, si no seguiría a las órdenes de Queipo, es porque éste se iría de embajador a la Roma fascista. La deriva que condujo a las contrajornadas se había incubado con el rectorado de Juan Ramón Medina Precioso, militante comunista que luego se pasaría, igual que alguno de sus vicerrectores, al partido conservador sedicentemente popular. Se celebraron más tarde, en el 2000, por un acuerdo del claustro tras el que los claustrales se autoaplaudieron. Se ha dado también algún amago de comisión de memoria. Si la hay, memoria, no es por mérito de la universidad, sino de un sitio web ajeno por completo a ella, el de Todos los nombres (www.todoslosnombres.org). Estas mismas jornadas no se estarían celebrando si por la universidad fuera. Si estamos aquí, es por el empeño justo de otro profesor de su plantilla, Alberto Carrillo, quien nos coordina.
Existía en el barrio popular sevillano de San Jerónimo un instituto de segunda enseñanza que ostentaba el nombre de Mariano Mota Salado, un absoluto desconocido para la vecindad. La ignorancia se fomentaba. He aquí cómo presentaba al personaje el correspondiente sitio web: “Don Mariano, bueno, sencillo, docto en su disciplina, amigo como pocos y con buen corazón, era gran amante de la concesión de becas, consiguiéndose numerosas debido a su iniciativa y llevando una de ellas su nombre”. Así se les predicaba, para que aprendieran a ser agradecidos, a menores y mayores, ellas y ellos, del barrio. En 2008, el ayuntamiento, más sensible a este efecto que la universidad, propone el cambio de denominación por la de Francisco Candil, el rector cesado por Queipo. En referéndum, el barrio vota por otro nombre, el de Instituto Buenavista, como hoy se llama. En el barrio igualmente popular de Cerro Amate había una calle Mariano Mota que ha sido renombrada calle Cine Candelaria en 2017. El municipio ya digo que se muestra más sensible que la universidad. Un trabajo alojado en el sitio web de ésta dice de nuestro oscuro personaje: “Desempeñó bien su misión de enseñar y fue muy querido y recordado por casi todos sus alumnos”, un “casi” intrigante pues entre los estudiantes también cundieron las víctimas de la represión que encabezó.
No abrigaba mucha confianza en aquella concreta izquierda universitaria sevillana que desde entonces, durante tres décadas, hasta hoy y más allá, se ha venido reproduciendo por cooptación en el gobierno de la Hispalense
Aquí, en la Universidad de Sevilla, el momento de ser “progresista” había llegado en 1988 con el acceso al rectorado de la generación activista del 68. El elegido fue Javier Pérez Royo, quien procedía también, como yo mismo, de la militancia comunista. Me convocó en su despacho de rector para proponerme formalmente que me integrara en su equipo. Decliné sobre la marcha. Por una parte, me había quedado en la universidad para ser investigador y profesor, no otra cosa. Por otra, no abrigaba mucha confianza en aquella concreta izquierda universitaria sevillana que desde entonces, durante tres décadas, hasta hoy y más allá, se ha venido reproduciendo por cooptación en el gobierno de la Hispalense. Gobierno he dicho y digo mal. Se ha degradado el gobierno universitario a gestión universitaria bajo el gobierno de la Junta de Andalucía. Pues me inhibí, no tengo derecho a añadir que el tiempo ha dado la razón a mi desconfianza. Desde finales de los ochenta me he negado a aceptar o a optar a ningún cargo universitario. Solo he sido unas semanas jefe de departamento por razón de que había de cubrirse una transición y era el profesor en activo de mayor edad.
Estoy hablando de la Universidad del Sevilla como si me fuera algo ajeno cuando soy uno de sus integrantes ya puedo decir que por prácticamente toda una vida. No puedo eximirme con tanta alegría de unas responsabilidades. Durante la transición política que se presentaba también como académica hubo que arrimar el hombro y por entonces, antes de ser catedrático, no me inhibí. Fui, además de secretario de la facultad, el último profesor-director de su biblioteca. En esto duré poco porque decidí que la misma necesitaba una dirección profesional, lo que precisó de un duro pulso en la junta de facultad porque acababa con el poder de los catedráticos sobre los fondos bibliográficos. Algunos alimentaban con ellos las fauces tragonas de los anaqueles de sus bufetes. Conté con el apoyo decisivo del decano, Miguel Rodríguez-Piñero. Mas no iba a esto, sino a algo de lo que sólo muy posteriormente fui del todo consciente. Lo narraré con cierto detalle porque creo que resulta bastante significativo de cómo éramos de inconscientes algunos de los cachorros del 68, no sabría decir si la mayoría, todos no desde luego. Hablo de mí. Necesitamos, como necesité, ponernos en antecedentes.
Manuel Martínez Pedroso era, desde 1927, catedrático de derecho político español y comparado de la Universidad de Sevilla. Antonio Merchán le ha dedicado una extensa semblanza (colectivo Juristas andaluces en la II República, 2007). Fue además, entre otros empeños, diputado socialista y, cuando se produjo una espantada judicial tras el golpe franquista, magistrado del Tribunal Supremo. Exiliado, profesaría materias diversas de derecho en la Casa de España, hoy Colegio de México, y en la Escuela de Jurisprudencia, pronto Facultad de Derecho, de la Universidad Nacional Autónoma de México, todo ello en el entonces Distrito Federal de los Estados Unidos Mexicanos. Se desempeñó también como embajador del gobierno republicano en el exilio. Fue partícipe relevante en la organización y apoyo mutuo de los profesores universitarios transterrados. Como tantos, había tenido que abandonar definitivamente España para salvar su vida. Dejaba detrás, en Ceuta, su biblioteca, la herramienta de trabajo del profesor de derecho en tiempos en los que no existía ni soporte electrónico ni almacenaje en la nube. Estaba embalada y consignada junto a sus papeles para expedírsele todo en su momento vía el Marruecos colonial bajo el presunto protectorado español (jurídicamente no lo era por mucho que así se autodenominase y que así se le llame todavía entre juristas e historiadores). Aquí comienza la historia que, al cabo de casi cuatro décadas, conectará conmigo, con la dirección de la biblioteca de la facultad de derecho hispalense de la que me hice cargo.
Abundemos todavía en antecedentes con algún mayor detalle documental. Permitidme leer. Comencemos por la “Relación del personal docente dependiente de la Universidad de Sevilla propuesto a la Comisión de Cultura y Enseñanza”, así se llamaba la instancia superior represiva del profesorado, “para que sean sancionados, adjunto a oficio del Rector de la Universidad de Sevilla de fecha de 28 de septiembre de 1936”, con este arranque en el listado de nombres: “Juan María Aguilar Calvo, catedrático de Filosofía y Letras, Manuel Martínez Pedroso, catedrático de la Facultad de Derecho…”. Aquí me paro. Sigamos leyendo documentos del caso. Oficio del 2 de octubre de 1936 del Gobernador Civil de Sevilla Pedro Parias (apellido de familia partícipe del golpe de estado entonces en curso; a ella todavía pertenecería el último alcalde netamente franquista de Sevilla) de respuesta al rector sobre el personal docente sometido a tal inquisición: “Manuel Martínez Pedroso, diputado a Cortes socialista con intensas actividades políticas de carácter extremista”. A los pocos días el rector comunica al decano de derecho la suspensión de empleo y sueldo de Pedroso. Informa a su vez el segundo, Carlos García Oviedo, sobre Pedroso: “militante activo del Partido Socialista y alentador de las actividades revolucionarias de la FUE”, la Federación Universitaria Escolar. Revolucionario era un calificativo entonces gravísimo a no ser que lo utilizasen para sí mismos los falangistas del partido único conforme al propio lema faccioso de “Revolución Nacional Sindicalista”. Ya lo veis, al pie de los caballos deja a Pedroso, con este empujón final, García Oviedo, el decano de derecho, a quien habré de volver. Si hubiera estado al alcance de semejantes energúmenos, todo eso hubiera bastado en efecto para fusilarle. No estándolo, el 9 de abril de 1937 se declara por la Comisión de Cultura y Enseñanza la baja definitiva de Manuel Pedroso en el escalafón universitario. El decano García Oviedo reitera sus informes negativos para el procesamiento político en ausencia y sin garantía alguna que sigue.
Quedan pendientes multitud de responsabilidades de todo tipo, aunque las penales más graves vayan haciéndose inviables por la desaparición de las generaciones culpables. Subsisten otras muchas institucionales, tanto políticas como civiles y, con esto, económicas
Otro documento: Delegación de Asuntos Indígenas del Protectorado de Marruecos, Comisaría de Multas, Tetuán, nº 33, expediente 17, 30 de agosto de 1938: “Ilustrísimo Señor, por Su Excelencia el Alto Comisario ha sido ordenado a esta Comisaría que la biblioteca que fue embargada al Catedrático de Universidad Manuel Martínez Pedroso por esta Comisaría de Multas en el expediente de la sanción que le fue impuesto por traición a la patria sea adjudicada a esa Universidad”, la de Sevilla. Libros y papeles, que ya no estarían en Ceuta cuando fueron incautados pues la Delegación de Asuntos Indígenas no tenía ahí jurisdicción, se remiten efectivamente en 1939 a la facultad de derecho sevillana, donde se fichan los libros, unos quinientos que no sé si eran todos, como si fueran fondos propios. De sus trabajos inéditos y su documentación, al menos, alguien se apropió. Que hubo pérdidas parece porque la comisaría colonial susodicha instó más de una vez a la universidad a que le rindiera cuentas. Cabría pensar que todo eso resulta algo lógico en una situación de guerra como aquella, pero tal interceptación e incautación de bienes en tránsito constituía un acto ilícito. Podría serlo incluso de derecho internacional en el contexto colonial, aunque no hace falta llegar a tanto. Constituía, en todo caso, un robo, delito menor, hasta ínfimo, en comparación con tantísimos crímenes atroces ya perpetrados por aquellas huestes facciosas, pero delito al cabo. Y las autoridades universitarias eran, por tanto, cómplices de latrocinio en el caso de la apropiación de los libros. Lo seríamos también las sucesivas, inclusive quienes vinimos a ocupar el modesto cargo de director de la biblioteca de la facultad. Estábamos cometiendo un delito continuado de receptación de bienes robados sin prescripción que valiera con tanta mala fe y tanta responsabilidad institucional. Hablo perfectamente en serio. Me encontraba encubriendo un delito.
Salvo los detalles que he recuperado ahora para esta reflexión gracias a la ayuda de Antonio Merchán, yo no desconocía por entonces la historia de Manuel Pedroso y de sus libros. Sabía que estaban en la biblioteca. No se me ocurrió dirigirme a la junta de facultad a fin de que intentáramos transmitir a la viuda de Pedroso, Delia Ana Ledo (él había fallecido en 1958), nuestro más sentido reconocimiento corporativo y nuestra disposición a agradecerles, con todos los requerimientos que considerasen justos, la donación de la biblioteca caso de que la familia la efectuase formalmente. Hubiera este gesto servido además a la universidad como ejemplo para otras iniciativas similares, inclusive la del reconocimiento y reparación de los represaliados en marzo del 68. A alguno se le había destrozado literalmente la vida, sobre lo que los rectorados sucesivos jamás se han interesado, como si ello no fuera con la universidad. No se ha intentado contactarles, ni siquiera cuando el claustro hizo en el año 2000 un pronunciamiento vacuo de sobreseimiento de unas sanciones ya, a esas alturas, inoperativas, sin extraerse además consecuencia alguna. A la infamia sucedió el sarcasmo. Quedan pendientes multitud de responsabilidades de todo tipo, aunque las penales más graves vayan haciéndose inviables por la desaparición de las generaciones culpables. Subsisten otras muchas institucionales, tanto políticas como civiles y, con esto, económicas.
A mí no se me ocurrió nada ni nadie me hizo sugerencia alguna respecto al caso de biblioteca de Pedroso que no dejé de comentar con algunos colegas. Alguno opinó que es gracias a la facultad que se habían salvado esos libros. El administrativo de la biblioteca (ésta contaba sólo con uno), amigo además de compañero, Miguel Carmona, era sindicalista militante de Comisiones Obreras, clandestinamente comunistas, pero tampoco se le ocurrió preocuparse por este género de cosas. Quienes habíamos sufrido interiormente el franquismo éramos por lo común así, llanamente, de inconscientes. A estas alturas, relaciono la inhibición, no sé si la inconsciencia, con el caso de la dirección joven, liderada por Felipe González, del partido socialista entonces apellidado renovado, al fin y al cabo parte de la generación sevillana del 68. Según revela recientemente Roldán Jimeno (Amnistía, perdones y justicia transicional. El pacto de silencio español, 2018), durante la primera mitad de los años setenta, ante la perspectiva del fenecimiento de la dictadura franquista, el partido laborista británico preparaba junto con la dirección exterior del socialismo español la interposición de acciones judiciales domésticas e internacionales para exigencia de responsabilidades por la comisión de crímenes contra la humanidad, no desde luego por el robo de los libros de Pedroso. Con el golpe de partido del grupo sevillano, si te he visto, no me acuerdo. Dejémoslo ahí. Por su parte, la dirección del partido comunista, en cuya órbita otros sesentayocheros nos movíamos, estaba dispuesta a transformar su política de reconciliación en un toma y daca entre exoneraciones reales y ficticias, éstas por la penalización dictatorial del ejercicio de libertades. ¿Celebramos nuestro 68?
Hoy soy escéptico sobre el alcance de lo que hicimos; especialmente sobre el relato de que el desafío democrático a la dictadura empieza con rebeliones estudiantiles como la del 56 en Madrid o la del 68 en Sevilla y otras universidades (tengo confesado mi arrepentimiento por haber colaborado en Antonio López Pina, Generación del 56, de 2010; suscribo lo que publiqué, pero repudio su contexto). En mi caso, que no creo representativo de todo un conjunto, pero sí de una parte de importancia para como luego transcurrirían las cosas, yo era un hijo de vencedores sin conciencia suficiente de lo que esto implicaba. Ignorábamos, entre tantas cosas, que vivíamos sobre un solar patrio preñado de una legión de cadáveres sin identificar. Éramos luchadores antifranquistas, ¿quién nos lo quita?, pero desconocedores de lo peor de la dictadura. Así pudo ocurrir luego que nos creyésemos estar dirigiendo una transición que en realidad nunca dejaron de controlar herederos leales del franquismo. Claro que evitamos que éste se sucediera a sí mismo. Por supuesto que logramos una constitución que comienza por reconocer y garantizar derechos de libertad. Pero quedaron tantos pendientes sin saldar hipotecando la calidad de la justicia y de la política. La víctima última en el tiempo fue el exilio de una cultura republicana resistente aun con toda la usura del largo transdesterramiento. Al menos algunos, nunca digo que todos, fuimos también inconscientes de ese efecto de exclusión provocado por nuestro relativo protagonismo, de hijos e hijas del franquismo, en el campo antifranquista de la transición. Así es como hemos sido miopes, ilusos y decepcionantes. El tiempo ha dicho.
Hoy soy escéptico sobre el alcance de lo que hicimos; especialmente sobre el relato de que el desafío democrático a la dictadura empieza con rebeliones estudiantiles como la del 56 en Madrid o la del 68 en Sevilla y otras universidades
Otro detalle antes de concluir, que ya me toca. En la Universidad de Sevilla existe un Instituto García Oviedo, con el nombre de aquel decano que lanzó al pie de los caballos a su compañero Manuel Pedroso. Él fue catedrático de derecho administrativo, dejando discípulos. Decano lo era antes del golpe de Queipo, pero éste lo confirmó y él respondió evidentemente a su confianza. Igual que el general, el decano no se casaba ni con la derecha no fascista. Cuando, en el otoño de 1936, Manuel Giménez Fernández, catedrático de derecho canónico que había sido ministro de la República, acudió a la junta de facultad buscando amparo corporativo frente a la amenaza que se cernía sobre su vida, García Oviedo le indicó que no tenía sitio por estar en excedencia al ser diputado de unas Cortes formalmente no disueltas. Ahí queda la monstruosidad (Antonio Merchán, La Facultad de Derecho de Sevilla durante la Guerra Civil, 1935-1940, 2018). Ramón Carande, catedrático de economía en la facultad de derecho, sufrió un trato similar. Luego vendría la leyenda urbana de cuánto se ayudaron entre ellos los compañeros de claustro en una adversidad que se pretende común. Francisco Pelsmaeker, catedrático de derecho romano y asesor jurídico de Queipo, presumía de su amistad con el superviviente Giménez Fernández. Después de rematar la victoria en la posguerra, los verdugos pudieron volverse menos beligerantes, algunos incluso amistosos. De intimidades sinceras de los humillados o atropellados difícilmente podemos saber. Conversé mucho con Carande durante su esplendorosa ancianidad, pero nunca se me franqueó: Tampoco hice el intento de conseguirlo. Lo más que me contó al efecto es que le salvó vida y patrimonio, cuando le detuvieron en 1937, un amigo falangista, Manuel Halcón, no ningún aval que procediera de la universidad, a la que no se le reintegraría hasta 1944. En Sevilla, Carande tiene una avenida; Giménez Fernández, un colegio; Pelsmaeker, un callejón; Pedroso, nada. El penúltimo aparece en un callejero teóricamente desfranquizado como si el haber sido catedrático de derecho le eximiera de haberlo conseguido, igual que tantos otros de entonces, por botín de guerra y sin la competencia precisa. Y no digamos de su colaboracionismo con Queipo.
Pues bien, en la facultad, nunca he propuesto el cambio de nombre del Instituto de García Oviedo por el de Manuel Pedroso, ¿qué menos? Ignoro cómo se lo hubieran tomado mis compañeros administrativistas, discípulos suyos de segunda generación a través de Manuel Clavero, quien también fuera, entre otras cosas, rector franquista. Y tengo razones incluso personales para no descabalgar este último epíteto. No me las guardo. Las conté en mi libro de memoria familiar El árbol y la raíz (2013). Ya dije que no quiero aquí repetirme con cosas que están a mano. De Clavero, como de Calderón, nos cuenta el volumen del cincuentenario, La Universidad de Sevilla, 1505-2005, que “debieron hacer frente a numerosas sanciones individuales y colectivas”. Pobres. Los disgustos que se llevaron. Nosotros, la verdad, pasamos cantidad de buenos ratos y algunos lo pagaron caro, no ellos desde luego. Tampoco personalmente, ni siquiera, han reconocido sus responsabilidades, tan convencidos quedaron de que no defendían a una dictadura, sino a la universidad, lo mismo que otros y otras pensaban de sí mismos desde todo el espectro de las instituciones, inclusive policía y justicia. Y de esta presunción partió la transición. ¿Cómo no iba a haber plenitud de impunidad?
Conversé mucho con Carande durante su esplendorosa ancianidad, pero nunca se me franqueó: Tampoco hice el intento de conseguirlo. Lo más que me contó al efecto es que le salvó vida y patrimonio, cuando le detuvieron en 1937, un amigo falangista, Manuel Halcón, no ningún aval que procediera de la universidad, a la que no se le reintegraría hasta 1944
Ya concluyo. He donado a la universidad una biblioteca nutrida con fondos histórico-jurídicos de los que la facultad carecía. Me siento orgulloso porque mis libros convivan con los de Manuel Pedroso en un mismo depósito venciendo así a la muerte, también a la mía en su momento tras el trance. Son fondos vivos. Que una palabra del legislador arroje a la basura bibliotecas enteras no deja de ser una estupidez porque alguien de renombre lo dijera y multitud de juristas lo practiquen por nuestras latitudes.
He hablado más del primer que del último franquismo por ubicar nuestro 68. De sus relaciones con otros 68s ya he dicho que me he ocupado en Memorias y desmemorias. Memoria rindámosles a los trabajadores de las universidades, ellas y ellos, desde las de aljofifa a los de corbata, que fueron realmente víctimas del terror franquista al contrario que quien suscribe, alevín no más que expedientable de aquel 68.
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Bartolomé Clavero Salvador. Catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universidad de Sevilla. Especialista en historiografía del derecho y en instituciones medievales, ha ido ampliando sus investigaciones al derecho indígena. Últimamente se dedica a una historia constitucional comparada en unos términos además comprensivos del derecho internacional que tampoco resultan los usuales. La historia constitucional se ciñe convencionalmente a instituciones y poderes mientras que la de Clavero se centra en culturas y derechos. Cuestión esencial resulta entonces la del sujeto del constitucionalismo que se identifica históricamente con el varón, padre de familia, propietario, europeo. Escribe sobre estos y otros asuntos habitualmente en su blog http://www.bartolomeclavero.net.
1.- Depurados, Exiliados y Represaliados, ciclo de la Universidad de Sevilla, Facultad de Geografía e Historia; dirigido por Alberto Carrillo, sesión del 17 de setiembre de 2018, Expedientados y Expedientables en el 68 sevillano, mesa redonda con Carmen Romero, Rafael Senra, Pilar Aguilar, Antonio Bocanegra y quien suscribe. Este texto es la versión un poco ampliada y en algo corregida de mi intervención oral. La sesión, salvo el coloquio, se tiene en internet: http://tv.us.es/iii-jornadas-de-educacion-y-franquismo-depurados-represaliados-y-exiliados. [^]