Por Tarso Genro
La noche
Brasil tuvo, en el ocaso del régimen militar, una de las transiciones a la democracia más civilizadas, en comparación con otras de nuestros países hermanos de América Latina. El régimen militar que iba a desaparecer con la ambigua Ley de Amnistía –con todas las características dictatoriales que contenía, apoyado por una amplia parte da sociedad civil y por un sólido bloque empresarial–, permitió, una vez reprimido el impulso revolucionario que había brotado de diversas formas, una transición negociada.
Brasil tuvo, en el ocaso del régimen militar, una de las transiciones a la democracia más civilizadas, en comparación con otras de nuestros países hermanos de América Latina.
Así se desembocó en una Constituyente derivada que, aunque abrió las puertas a la democracia política, no eliminó la posibilidad de una tutela militar sobre el Estado. Más aún, ni siquiera permitió que la extrema derecha castrense integrada en su estructura de poder asumiese las responsabilidades derivadas de su propia Historia ante los Tribunales de Justicia.
Esa extrema derecha fue, precisamente, la que regresó potenciada y “legitimada”, para ser hegemónica en el gobierno Bolsonaro. ¿Hasta qué punto la Historia se repite, y en qué medida las experiencias de la lucha por la emancipación y por la democracia pueden ser aprovechadas en otras épocas? Ni en todo, ni en casi nada. Los movimientos fascistas, que proliferaron después de la Primera Gran Guerra, y la derrota posterior del nazifascismo, tuvieron influencia en la conformación de los regímenes liberales democráticos del mundo occidental, especialmente pasada la primera mitad del siglo pasado. ¿La Historia se repetirá? Sí, pero no como farsa, ni como tragedia, sino más bien como imitación y caricatura: más convulsa, más reaccionaria, más cínica y más pretenciosamente bravucona.
Es un fascismo que se ha renovado gracias a las nuevas high-techs de la información, pero ante el cual la democracia se ha paralizado en las estribaciones del miedo, por la violencia que rezuma de él.
Lo que ocurre hoy en el mundo es –seguramente– más trágico que lo que ocurrió en los años que precedieron a aquella hecatombe de la humanidad, y evolucionará también en el seno de una situación incluso más compleja. Será más difícil superar y vencer al fascismo estatal y societal que se incrusta cumulativamente en el Estado y en la sociedad civil. Es un fascismo que se ha renovado gracias a las nuevas high-techs de la información, pero ante el cual la democracia se ha paralizado en las estribaciones del miedo, por la violencia que rezuma de él. Y la sociedad hoy es más proclive a la proliferación del odio entre los desiguales, puesto que es en la capacidad de consumo suntuario donde se establecen las diferencias y las identidades en la dialéctica de la dominación, y ya no casi exclusivamente en la pertenencia a clases visibles en la contienda política, que siempre que lo deseaban podían sentarse para negociar en lugares que les eran atribuidos como propios.
Las clases no son las mismas, y lo mismo ocurre con sus expresiones de odio y con las utopías que las definían. La salud del planeta se marchita más deprisa que aquellas rosas de color gris que nacían entre las chimeneas de las industrias del pasado, e infinitas muertes pueden proliferar como en un juego “limpio” de videogame geopolítico, con sus poblaciones alienadas prestando su colaboración negacionista para perpetrar sus propias mutilaciones morales, en varias partes del mundo.
El fascismo de antaño no es el mismo de hoy. Incluso porque el de hoy –al ser más manipulador y convincente, aferrado como está a las entrañas del mercado– puede dar la sensación ilusoria de ser más fácil de vencer, lo que viene a ser un sueño recurrente del liberalismo político. Pero no ocurre así. Este artículo quiere provocar una reflexión sobre todo ello, cumplidos 50 días del tercer gobierno Lula.
En el verano italiano de 1929, se conmemoraron los diez años de la fundación, por Benito Mussolini, de los “Fasci di Combattimento”. Era una amplia red organizada a partir de 1919, compuesta por alborotadores, excombatientes, marginales azotados por la miseria, pequeñoburgueses desesperados por la crisis de la posguerra –desempleados de todas las categorías–, tradicionalistas religiosos, todos ellos dotados de una santa furia contra su destino miserable. Formaron en 1921 los batallones que se convirtieron en el núcleo duro del recién fundado Partido Nacional Fascista.
El Partido recién nacido se batió contra la ineficiencia del maldecido orden liberal burgués a través de la violencia, y así fue destrozando lo que aún quedaba de su coherencia, al poner en evidencia las promesas vanas del liberalismo, y suplantar los anuncios de un nuevo mundo de igualdad procedentes de las voces situadas a su izquierda. Las plazas fuertes del proletariado –sindicales, iluministas republicanas y socialistas– que no estaban en condiciones adecuadas para entablar combate, no llegaron a ver la “revolución” que les venía por su flanco derecho. Aturdidas por unas esperanzas sofocadas por el miedo, cansadas del formalismo pringoso de las alianzas liberal-democráticas, las masas optaron por la destrucción de la democracia representativa.
En el segundo volumen del libro de Antonio Scurati (“El hombre de la providencia”, 2021), el novelista-historiador resigue de nuevo la figura histórica de Mussolini y esclarece los fundamentos de la derrota de la razón: «Después de la Gran Guerra, millones de italianos dejaron de esperar el cambio y empezaron a sentirse amenazados por él. El canto de las Plazas se estranguló en un grito. Un grito que ya no invocaba la llegada del futuro para redimir por fin el presente, sino que conminaba al futuro a no nacer nunca. No era un ruego, sino un conjuro.»
En octubre de 1927, en una carta sobre la ocupación militar-colonial de Libia, Mussolini revela a Luigi Federzoni –su ministro de las Colonias– el espíritu de aquel movimiento marginal a la democracia, que pasaría pronto a la apropiación total del Estado, de forma revolucionaria: «Yo digo que un solo camisa negra debe ser suficiente para mantener el respeto de la enrarecida población árabe de Libia.»
El odio de clase, el espíritu colonial imperial y la superioridad del “Homo fascio” están contenidos en la construcción de este mensaje histórico.
En 1999, en el programa “Câmara Aberta”, Jair Bolsonaro dijo sobre el Golpe del 64: «Deberían haber sido fusilados unos 30 mil, empezando por el presidente Fernando Henrique Cardoso».
En 1999, en el programa “Câmara Aberta”, Jair Bolsonaro dijo sobre el Golpe del 64: «Deberían haber sido fusilados unos 30 mil, empezando por el presidente Fernando Henrique Cardoso», para añadir después, en 2008 –en el Club Militar–, contra la Ley de Amnistía: «el gran error fue torturar, y no matar.»
El imperio de la voluntad como barbarie es el centro de la subjetividad revolucionaria del fascismo, y su objetivo es tener a los seres humanos sometidos a su esencialidad natural, en la disputa por la supervivencia con la fuerza salvaje de la autoridad total.
Si bien se producen en situaciones históricas diferentes, las apariciones de Mussolini y de Bolsonaro en el escenario de la democracia liberal ofrecen identidades esenciales. La amplia matriz interclasista de ambos movimientos políticos, la sustitución del argumento por el odio irracional a uno o más grupos adversarios, la amplia participación popular en la emergencia de ambos liderazgos, la irrelevancia de las “declaraciones de amor” políticas a la democracia, todo ello combinado con la adhesión deliberada de los líderes empresariales y de gran parte de las clases populares y sectores medios, anhelantes de convivir con la barbarie y apoyarla. Todo ello viene a cerrar el círculo material de esa voluntad majestuosa y apocalíptica.
La creación de una nueva identidad nacional específica, que transite desde la “identidad nacional-popular” –con base en las clases sociales (que negocian y pueden armonizarse)– hasta la creación de una “identidad mítica”, de cohesión social, en base a valores ancestrales o tradicionales –que habrían existido en tiempos remotos en una supuesta sociedad próxima a la perfección–, sería la amalgama política del nuevo orden de Bolsonaro, si él hubiese conseguido llevar a cabo su asalto golpista.
Lo que le faltó, empero, no fue voluntad mítica, sino el apoyo explícito de las Fuerzas Armadas y la capacidad organizativa para sus “Fasci di Combattimento”, de escasas convicciones ideológicas y alimentados por los subsidios estatales contra el hambre. Pero en el imaginario bolsonarista, innumerables frases lapidarias han tenido una repercusión social y una universalidad sorprendentes, hasta el punto de que incluso ahora resuenan a través de diversas formas verbales en los oídos del pueblo. Una de ellas: «tenemos que volver a la época en que las empleadas tomaban el café de la mañana con nosotros».
Todas sus fórmulas buscaban hacer la vida más sencilla y más sujeta. Desde que cada uno aceptase su lugar en la sociedad y condicionase su ambición de ”subir en la vida” a toda costa, al espacio permitido por el Líder, para así permanecer aislado en los círculos restringidos de sus corporaciones.
La subjetividad fascista es un arquetipo construido conscientemente para ordenar unas relaciones de dominación que emanan de la “naturaleza de las cosas”.
Desde que las mujeres “aceptasen su papel”, los negros se conformasen con su subalternidad, los pueblos aborígenes aceptasen pasivamente su extinción, y los hombres se convirtiesen, selectivamente, en “imbrocháveis”1. Y cada vez más armados, para “proteger” a sus familias del comunismo y de la disolución de las costumbres que les hostilizaban en tanto que “personas de bien”2. La subjetividad fascista es un arquetipo construido conscientemente para ordenar unas relaciones de dominación que emanan de la “naturaleza de las cosas”.
Otras actitudes para la construcción de los “valores” de la política bolsonarista, tales como el prestigio de que gozaron los grupos de ejecución sumaria “de bandidos” (licencia para matar de forma indiscriminada); el derecho de las personas a armarse para defenderse (solo las “personas de bien”, para su autoprotección); la oposición a la libertad de uso de drogas leves (combinada con la libertad, en la práctica, de las drogas pesadas en las altas esferas sociales); y la crítica a los costes gravosos y a la burocracia excesiva, para la contratación de trabajo asalariado (especialmente para pequeñas empresas de servicios y de producción industrial tradicional), aún siguen incrustadas en el imaginario popular, alimentando las fantasías justicieras del fascismo. En torno a todo eso tendremos que elaborar a corto plazo una estrategia.
La ausencia de una propuesta valiente de protección social y de protección laboral del nuevo mundo del trabajo, ya mayoritario, será siempre una falta visible en el inicio de cualquier gobierno democrático, y se suma a otras cuestiones clave que un gobierno como el de Lula habrá de tratar en el plazo más breve posible: un impuesto de la renta fuertemente progresivo, una protección estructural, fiscal y financiera a las pequeñas empresas de servicios y comercio, un espacio económico no monopolista donde formar grupos de pensamiento no autoritario para combatir la criminalidad que les agrede y los impuestos y tasas que les asfixian, prolongando de forma objetiva el imperio de los bancos y los monopolios.
La formación de gestores con experiencia, innovadores y creativos, destinados a operar en el corto espacio de libertad permitido a la gestión financiera del Estado, en los países “de fuera” del centro orgánico del sistema del capital, debe ser impulsada rápidamente. Los métodos tradicionales del pensamiento socialdemócrata, basados en el ritualismo presencial –cuando no integrado en los sistemas virtuales de información, comunicación, control y participación política fundada en las nuevas tecnologías de la información–, luego serán irrelevantes.
Estamos en la crisis política más grave del sistema-mundo, algo que más allá del brillo de nuestra política externa está apareciendo rápidamente. Este es el período histórico de mayor pragmatismo, amoralidad y perversidad en las políticas globales de los países capitalistas ricos, y en él los valores tradicionales de la democracia política y del republicanismo se vuelven meros instrumentos para la formación de alianzas militares con vistas a las próximas batallas geopolíticas.
Estamos en la crisis política más grave del sistema-mundo, algo que más allá del brillo de nuestra política externa está apareciendo rápidamente. Este es el período histórico de mayor pragmatismo, amoralidad y perversidad en las políticas globales de los países capitalistas ricos, y en él los valores tradicionales de la democracia política y del republicanismo se vuelven meros instrumentos para la formación de alianzas militares con vistas a las próximas batallas geopolíticas. Como alternativa a esta batalla estratégica entre los países más ricos, sin embargo, un país como Brasil, con sus inmensas riquezas naturales –y avezado a las guerras de conquista y al ejercicio imperial–, puede ser la gran novedad democrática de esta primera mitad de siglo, para infundir dignidad a la vida de su pueblo y ayudar a derrotar al ahora resucitado demonio del fascismo en una escala universal. Brasil será del mundo en la medida en que fue antes de América y de sí mismo, con su pueblo sufriente ya redimido.
***
Tarso Genro ha sido gobernador del estado de Rio Grande do Sul, alcalde de Porto Alegre, ministro de Justicia, ministro de Educación y ministro de Relaciones Institucionales de Brasil. Publicado el 22.2.2023 en “Sul21”, traducción Paco Rodríguez de Lecea.
NOTAS
- Neologismo inventado por Jair Bolsonaro, que se lo atribuyó a sí mismo hasta cinco veces, después de besar a su esposa Michelle durante su discurso en Brasilia de 7 septiembre de 2022. Su sentido aproximado sería: “de una potencia sexual apabullante e incontenible”.
- También apareció en el mismo discurso la expresión “personas de bien”, que ha tenido un reflorecimiento reciente en el discurso político del señor Núñez Feijoo, en nuestras latitudes. Nihil novum sub sole.
Deja una respuesta