Por NORBERTO BOBBIO
¿CUÁL LIBERALISMO?
Cuando se habla del aumento del interés por el pensamiento liberal, es necesario aclarar las cosas, de manera que también se pueda plantear para el liberalismo la pregunta que expuse hace algunos años para el socialismo: ¿cuál liberalismo? Así pues, se pueden presentar los mismos interrogantes que se sugieren normalmente para toda ideología: cuándo nació, cuáles han sido sus diversas encarnaciones, qué autores comprende la historia del liberalismo, etc.
Sin embargo, a diferencia del socialismo, que desde hace más de un siglo se identifica en gran parte de su historia con la obra de un pensador, de suerte que la contraposición no es tanto entre liberalismo y socialismo como entre liberalismo ymarxismo, el liberalismo es un movimiento de ideas que pasa a través de diversos autores como Locke, Montesquieu, Kant, Adam Smith, Humboldt, Constant, John Stuart Mill, Tocqueville, por dar sólo los nombres de los autores que subieron al cielo de los clásicos. A pesar de ello, por numerosos que sean los aspectos bajo los cuales se presenta la doctrina liberal pasando de autor a autor, ya que es una buena regla no multiplicar los entes, considero que, para los fines del discurso que estoy haciendo, los aspectos fundamentales y que siempre merecen estar presentes son el económico y el político. Como teoría económica, el liberalismo es partidario de la economía de mercado; como teoría política es simpatizante del Estado que gobierne lo menos posible o, como se dice hoy, del Estado mínimo (es decir, reducido al mínimo indispensable).
La relación entre las dos teorías es evidente: cierto que una de las maneras de reducir el Estado al mínimo es el de retirarlo del dominio de la esfera en la que se desarrollan las relaciones económicas, lo que quiere decir que la intervención del poder político en los asuntos económicos no debe ser la regla sino la excepción. Sin embargo, las dos teorías son independientes y es conveniente considerarlas por separado. Son independientes, porque la teoría de los límites del poder del Estado no se refiere únicamente a la intervención en la esfera económica, sino que se extiende a la esfera espiritual o ético-religiosa. Desde este punto de vista el Estado liberal también es un Estado laico, es decir, un Estado que no se identifica con una determinada confesión religiosa (ni con una determinada concepción filosófico-política, como por ejemplo el marxismo-leninismo), aunque un Estado puede ser laico, es decir, agnóstico en materia religiosa y filosófica, a pesar de ser intervencionista en materia económica. Mientras es difícil imaginar un Estado liberal que no sea al mismo tiempo partidario de la libre iniciativa económica, y es inconcebible unEstado que sea liberal sin ser laico, es perfectamente concebible un Estado laico no liberal o no librecambista, como sin lugar a dudas lo es un Estado con gobierno socialdemócrata.
Por medio de la concepción liberal del Estado finalmente se hacen conscientes y constitucionalizadas, es decir, fijadas en reglas fundamentales, la contraposición y la línea de demarcación entre el Estado y el no-Estado; por no-Estado entiendo la sociedad religiosa y en general la vida intelectual y moral de los individuos y grupos, y la sociedad civil (o de las relaciones económicas en el sentido marxiano de la palabra). El doble proceso de formación del Estado liberal puede ser descrito, por una parte, como emancipación del poder político del poder religioso (Estado laico) y, por otro, como emancipación del poder económico del poder político (Estado de libre mercado). Mediante el primer proceso de emancipación, el Estado deja de ser el brazo secular de la Iglesia, por medio del segundo, se vuelve el brazo secular de la burguesía mercantil y empresarial. El Estado liberal es el Estado que permitió la pérdida del monopolio del poder ideológico, mediante la concesión de los derechos civiles, entre los cuales destacan el Derecho de libertad religiosa y de opinión política, y la pérdida del monopolio del poder económico, por medio de la concesión de la libertad económica, y terminó por conservar únicamente el monopolio de la fuerza legítima, cuyo ejercicio está limitado por el reconocimiento de los derechos del hombre, y de las diversas obligaciones jurídicas que dieron origen a la figura histórica del Estado de Derecho. Mediante el monopolio de la fuerza legítima —legítima porque está regulada por leyes (se trata del Estado legal-racional descrito por Max Weber)—, el Estado debe asegurar la libre circulación de las ideas y, por tanto, el fin del Estado confesional, y de toda forma ortodoxa, la libre circulación de los bienes y, por tanto, el fin de la injerencia del Estado en la economía. La característica de la doctrina liberal económico-política es una concepción negativa del Estado, reducido a simple instrumento de realización de los fines individuales, y en contraste una concepción positiva del no-Estado, entendido como la esfera de las relaciones en la que el individuo en relación con los otros individuos forma, desarrolla y perfecciona su propia personalidad.
No ignoro que al lado del liberalismo económico y del liberalismo político se suele hablar del liberalismo ético, pero éste es solamente una condición de los otros dos, que perfectamente puede tomarse como un supuesto en este contexto. Por liberalismo ético se entiende la doctrina que pone en primer lugar al individuo en la escala de los valores y, consecuentemente, la libertad individual en su doble significado de libertad negativa y de libertad positiva. Tanto la petición de libertad económica como la exigencia de libertad política son consecuencias prácticas, traducibles a reglas e instituciones, de la primacía axiológica del individuo. Cuando se discurre sobre el liberalismo, al igual que sobre el socialismo, se hace referencia a un conjunto de ideas que se relacionan con la conducción y reglamentación de la vida práctica, en particular con la vida asociada. Como la afirmación de la libertad de uno siempre se resuelve en la limitación de la libertad de otro, en un universo de bienes consumibles y de recursos limitados como es en el que viven los hombres, el postulado ético de la libertad individual vale como principio inspirador, pero debe ser aplicado concretamente. De aquí surge el problema que la doctrina liberal debe resolver, en cuanto doctrina económica y política; se trata del problema de hacer posible la coexistencia de las libertades, lo que se traduce en la formulación y aplicación de reglas prácticas de conducta, en definitiva, en la propuesta de un cierto sistema económico y de un cierto sistema político.
LA CRÍTICA A LOS SOCIALISMOS REALES
Esta insistencia sobre el doble carácter del liberalismo está justificada por la naturaleza del tema que me propongo tratar. En efecto, el creciente interés por el pensamiento liberal tiene dos caras: una es la reivindicación de las ventajas de la economía de mercado contra el Estado intervencionista, por otra es la reivindicación de los derechos humanos contra toda forma nueva de despotismo.
Son dos caras que se miran, pero que bien podrían no mirarse en cuanto tienen dos campos de observación diferentes. Pero aquí me interesa destacar que ambos grupos de reivindicaciones están dirigidos polémicamente contra las únicas dos formas de socialismo hasta ahora realizadas: el primer grupo, contra el socialismo democrático, él segundo, contra el socialismo de los países dominados por la Unión Soviética. Por tanto, desde el punto de vista histórico, el redescubrimiento del liberalismo se podría interpretar como un intento de reivindicación del liberalismo real, que se habla dado por muerto, contra el socialismo real, en sus dos únicas versiones históricas de la socialdemocracia que produjo el Estado benefactor y del comunismo que dio lugar a una nueva forma de Estado iliberal en la Unión Soviética y en sus más o menos forzadas imitaciones. En el siglo pasado, la polémica de los socialistas contra los liberales se apoyaba en la contraposición de un proyecto ideal de sociedad contra un Estado existente, y era una contraposición en la que podía tenerun buen juego quien contraponía a los maleficios presentes los presuntos beneficios de una sociedad futura, hasta entonces sólo imaginaria. Pero después de la primera, y, sobre todo, después de la segunda Guerra Mundial, el socialismo se volvió una realidad o una media realidad, y puede ser criticado en el mismo terreno en el que criticaba en el siglo pasado al Estado liberal, es decir, aduciendo hechos (y fracasos).
Hasta hace pocos años, fue sobre todo el liberalismo político quien conservó la carga polémica contra la destrucción de los derechos del hombre hecha por el estalinismo, y luchó por rechazar la tesis de que los derechosdel hombre, nacidos como consecuencia de los combates del Tercer Estado contra las monarquías absolutas, son derechos abocados a la defensa de los intereses de la burguesía y por tanto son derechos que carecen de una validez universal (pero ya la tesis del nacimiento exclusivamente burgués de estos derechos ha sido históricamente rechazada). No se puede negar que una batalla de este tipo haya obtenido algún resultado, como por ejemplo en la formación del comunismo «revisado» (¡absitiniuria verbo!) que es el eurocomunismo. Sin embargo, desde hace algunos años es el liberalismo económico, o librecambismo, el que ha levantado de nuevo la cabeza. Su contrincante no es tanto el colectivismo de los países en los que los partidos comunistas tomaron el poder, como el Estado benefactor, es decir, el experimento socialdemócrata. En cierto sentido, el ataque contra el sistema soviético se da por descontado. Ahora bien, que ahora exista el espíritu agresivo de los nuevos liberales es el efecto, considerado desastroso, de las políticas keynesianas, adoptadas por los Estados económica y políticamente más avanzados, especialmente bajo el empuje de los partidos socialdemócratas o laboristas. Los vicios que normalmente eran atribuidos a los Estados absolutistas –burocratización, pérdida de las libertades personales, desperdicio de recursos, mala conducción económica–son ahora atribuidos puntualmente a los gobiernos que adoptaron políticas de tipo socialdemócrata o laborista. Quien todavía cree poder contraponer un socialismo bueno a uno malo debería, de acuerdo con los neo-liberales, retractarse. Todo lo que huela, incluso lejanamente, a socialismo, aun en su forma más atenuada (y que los socialistas consideran no-socialista) apesta y debe tirarse a la basura. Si alguno habla pensado que entre los derechos de libertad debiesen ser excluidos los derechos a la libertad económica (como de hecho fueron excluidos de la Declaración universal de los derechos del hombre, que debió atender exigencias diferentes), deberían convencerse de acuerdo siempre con los neo-liberales, frente a la rendición de cuentas de los gobiernos que practicaron confiadamente políticas de asistencia y de Intervención pública que sin libertad económica no existe ninguna libertad, y se abre la vía, para retomar el famoso título de un libro de Von Hayek, «hacia la servidumbre» (por lo demás, la indisolubilidad del liberalismo político y del liberalismo económico fue la tesis sostenida en los años cuarenta por Einaudi en su conocida polémica con Croce).
Frente a una ofensiva como ésta, el mayor ataque lo sufre el socialdemócrata, quien, luego del fracaso que sufrió el colectivismo integral, creía que podía defenderse con buenos argumentos de las embestidas de la izquierda, rechazando la acusación de haber renunciado a perseguir el objetivo fundamental de una sociedad socialista y de haber aceptado un modus vivendi con el capitalismo. Hoy, el ataque más insidioso proviene de la derecha, para la que también el Estado benefactor estarla al borde del fracaso, si es que no ha fracasado ya, y caminando por la vía que conduce al totalitarismo, a pesar de sus pretensiones de no haber cedido a los coqueteos de la solución rápida de las dictaduras, como hizo el comunismo, hermano enemigo. De esta manera, el socialdemócrata está entre dos fuegos. Frecuentemente le sucede lo mismo que a quien quiere poner de acuerdo a dos contendientes y los hace enojar. En estos años hemos leído no sé cuántas páginas, cada vez más polémicas y cada vez más documentadas, sobre la crisis de este Estado capitalista enmascarado, como es el Estado benefactor, y sobre la hipócrita integración que ha llevado al movimiento obrero a la gran máquina del Estado de las multinacionales. Ahora estamos leyendo otras páginas no menos doctas y documentadas sobre la crisis de este Estado socialista que, si bien enmascarado, con el pretexto de realizar la justicia social (que Hayek declaró no saber exactamente de qué cosa se trataba) está destruyendo la libertad individual y reduciendo al individuo a un infante guiado desde la cuna hasta la tumba por la mano de un tutor tan atento como sofocante. Una situación paradójica, casi grotesca. ¿De qué otra manera se puede definir una situación en la cual la misma forma de Estado, y obsérvese que se trata de la forma de Estado que se ha venido aplicando en la mayoría de los países democráticos, es condenada como capitalista por los marxistas viejos y nuevos, y como socialista por los viejos y nuevos liberales? Los casos son dos: o estas categorías –capitalismo, socialismo, etc.– se han desgastado tanto que no pueden ser usadas sin crear confusión, o bien la doble crítica sólo aparentemente es contradictoria, porque de hecho el Estado benefactor fue (y supongo que será quizás durante mucho tiempo) una solución concertada que como todas las soluciones acordadas se presta a ser refutada por las partes.
Si de dos personas que observan desde lejos una figura, una dice que es un hombre y la otra dice que es un caballo, antes de conjeturar que ninguna sabe distinguir un hombre de un caballo, es válido pensar que vieron un centauro (a lo más, se podría sostener que como el centauro no existe, se equivocaron las dos).
CURSOS Y RECURSOS
La ofensiva que ya en parte lograron los liberales librecambistas contra el Estado benefactor plantea un curioso problema de filosofía de la historia, especialmente para la izquierda. El movimiento obrero nació en el siglo pasado bajo el signo de una concepción progresiva y determinista de la historia. Progresiva en el sentido de que el curso histórico se desarrollaría en una dirección en la que cada fase representa un paso adelante con respecto a la etapa anterior en la vía que va de la barbarie a la civilización; determinista, en cuanto que cada fase está dentro de un diseño racional (o providencial) y necesariamente debe tener lugar. En esta concepción de la historia, el socialismo siempre representó una nueva fase de desarrollo histórico, de cuyo éxito y bondad los partidos del movimiento obrero jamás dudaron.
Y en cambio ¿qué cosa sucedió? Allí donde el socialismo se, realizó, es muy difícil interpretarlo como una fase progresiva de la historia: en todo caso puede ser considerado como tal en los países atrasados en los cuales se logró imponer. Allí donde no se ha realizado o se ha realizado a medias, como en el Estado benefactor, no sólo no se ve bien cómo puede realizarse en un plazo perentorio la otra mitad, sino que se constata que se está desarrollando una fuerte tendencia al retroceso respecto a la otra mitad ya recorrida. Si es verdad que las falsas expectativas de la revolución burguesa que pretendía ser universal (la liberación del hombre y no de una clase) y no lo fue, pueden haber provocado la crítica de las diversas corrientes socialistas y en primer lugar del marxismo, igualmente es verdad que las falsas expectativas del socialismo, tanto total como parcialmente, no provocaron una fase siguiente del progreso histórico, que hasta ahora nadie ha podido prever y mucho menos delinear, sino la tentación de volver atrás. Cuando en un laberinto (la imagen del laberinto se está poniendo de moda) se da uno cuenta de que se terminó en un callejón sin salida, se regresa sobre los propios pasos. Regresando sobre los propios pasos puede suceder que nos demos cuenta de que antes se estaba en el camino correcto y que fue un error abandonarlo. Es así como se deben entender las palabras de los nuevos economistas para los cuales, sea como sea, el capitalismo es el menor de los males, porque es el sistema en el que el poder es más difuso y cada uno tiene el mayor número de alternativas.
De esta manera, la concepción progresiva y determinista de la historia es sustituida por una concepción cíclica e indeterminista (por prueba y error), para la cual, ante ciclos concluidos, se parte del principio. Se puede aplicar la categoría historiográfica de la «restauración» a esta idea del regreso. Por lo demás, fue precisamente en la época de la Restauración cuando el liberalismo conoció el mayor periodo de florecimiento intelectual (el periodo que Croce llamó de la «religión de la libertad»). Hablar hoy de restauración es naturalmente prematuro. Frente a gobiernos restauradores como el de la señora Thatcher o de Reagan, debe decirse «réspice finem». Sobre todo el concepto de restauración presupone una teoría de la historia extremadamente simplificada, dualista, como una monótona alternación de momentos positivos y de momentos negativos. En una concepción de la historia, más compleja y más apegada a la realidad de su desarrollo, se tiende a interpretar al neo-liberalismo como una tercera fase, una suerte de negación de la negación, en sentido dialéctico, en la que nada se pierde de lo que fue lo positivo del segundo momento. En este sentido deben ser entendidas las afirmaciones de los nuevos economistas que no rechazan la exigencia de una mayor igualdad, la lucha contra la pobreza, etc., de la que brotó el Estado social, pero si critican los medios, proponiendo otras alternativas, tales como la imposición negativa o la distribución de buenos servicios.
Réspice finem. Bajo ambas perspectivas, económica y política, el liberalismo es la doctrina del Estado mínimo: el Estado es un mal necesario, pero es un mal. No se puede prescindir del Estado y, por tanto, se rechaza la anarquía, pero la esfera en la que se extiende el poder político (que es el poder de mantener en la cárcel a las personas) debe ser reducido al mínimo. En contraste con lo que se dice habitualmente, la antítesis del Estado liberal no es el Estado absoluto, si por Estado absoluto se entiende el Estado en el que el poder del soberano no es controlado por asambleas representativas; el poder absoluto es un poder que fluye de arriba hacia abajo. La antítesis del Estado absoluto es el Estado democrático, o más bien el Estado representativo que, mediante la progresiva ampliación de los derechos políticos hasta el sufragio universal, se transforma paulatinamente en Estado democrático. La antítesis del Estado liberal es el Estado paternalista que cuida a los súbditos como si fueran eternos menores de edad, y prevé su felicidad. Esta antítesis es muy clara en los primeros clásicos del liberalismo, Locke, Kant, Humboldt y, naturalmente, Adam Smith. Tan es así que ninguno de los primeros partidarios del liberalismo puede ser enlistado entre los escritores democráticos y, viceversa, el primer gran escritor democrático, Rousseau, no puede ser enumerado entre los escritores liberales. El Estado que combaten los primeros liberales era el llamado Wohlfartsstaat, es decir, el Estado benefactor, dicho en el alemán de aquel tiempo.
Ciertamente el «bienestar» del que se ocuparon los príncipes reformadores era muy poca cosa frente al que aplican los Estados democráticos de hoy. Sin embargo, para los primeros escritores liberales, los términos de la polémica no fueron muy diferentes de los que presentan los escritores liberales de hoy, de acuerdo con los cuales el mejor bienestar es el que los individuos logran procurarse por sí mismos, cuando son libres de perseguir el interés propio. Ya que recurrí a la filosofía de la historia, es conveniente pensar en los cursos y recursos. El Estado mínimo surgió contra el Estado paternalista de los príncipes reformadores; el Estado mínimo hoy es propuesto de nueva cuenta contra el Estado benefactor, que es criticado porque reduce al ciudadano libre a súbdito protegido, en una palabra, contra las nuevas formas de paternalismo.
EL MERCADO POLÍTICO
El Estado paternalista de hoy no es la creación del príncipe iluminado, sino de los gobiernos democráticos. Aquí está toda la diferencia y es una diferencia que cuenta. Una diferencia que cuenta, porque la doctrina liberal en aquel entonces podía tener un buen éxito al combatir junto con el paternalismo al absolutismo y, por tanto, al impulsar al mismo tiempo la emancipación de la sociedad civil del poder político (el mercado contra el Estado, como se diría hoy) y la institución del Estado representativo (el Parlamento contra el monarca). Sin embargo, esta lucha en dos frentes llevaría inevitablemente al fin de la democracia (y ya se están dando las primeras escaramuzas).
Está fuera de dudas que el desarrollo anormal, como se considera hoy desde diversos puntos de vista, del Estado benefactor esté estrechamente vinculado al desarrollo de la democracia. Tanto ha sido dicho y repetido que incluso es banal sostener que el lamentado «sobrecargo de las demandas», de lo que derivaría una de las razones de la «ingobernabilidad» de las sociedades más avanzadas, es una característica de los regímenes democráticos, donde la gente puede reunirse, asociarse, organizarse, para hacer oír su voz, y donde también tiene el Derecho, si no precisamente de tomar ella misma las decisiones que le atañen, sí de escoger a las personas que periódicamente considera más aptas para cuidar sus intereses. El Estado de servicios, en cuanto tal, siempre más amplio y burocratizado, fue una respuesta, que hoy se critica con agudeza, a las justas demandas que venían de abajo. Hoy se sostiene que el fruto era venenoso, pero es necesario reconocer que el árbol no podía dar más que esos frutos.
Personalmente no lo creo así (por tatito no estoy de acuerdo con aquellos que quisieran cortar el árbol desde sus raíces): puede ser que la presencia en determinados países de los partidos socialdemócratas haya acelerado el proceso de crecimiento del Estado, pero el fenómeno es general. Los Estados Unidos de América es el país donde actualmente es más duramente atacado el Estado benefactor, y en ese país jamás ha existido un partido socialdemócrata. En Italia el Estado benefactor creció a la sombra de los gobiernos democristianos, es decir, de gobiernos dirigidos por un partido de clases medias. Cuando los titulares de los derechos políticos eran solamente los propietarios era natural que la mayor exigencia hecha al poder político fuera la de proteger la libertad de la propiedad y de los contratos. Desde el momento en el que los derechos políticos fueron ampliados a los desposeídos y a los analfabetos, fue igualmente natural que a los gobernantes –que además de todo se proclamaban y en un cierto sentido eran los representantes del pueblo– se les pidiese trabajo, ayuda.
para quienes no pueden trabajar, escuelas gratuitas, y así por el estilo, ¿por qué no?, casas baratas, atención médica, etc. Nuestra Constitución no es una Constitución socialista, pero todas estas exigencias son reconocidas como la cosa más obvia del mundo, e incluso transformadas en derechos.
La conclusión no cambia si se contempla este nexo entre proceso de democratización y crecimiento del Estado benefactor desde el punto de vista no solamente de los gobernados, es decir, de aquellos que presentan las demandas al Estado, sino también de parte de los gobernantes, es decir, de aquellos que deben dar las respuestas. Se debe sobre todo a los economistas el descubrimiento y desarrollo de la semejanza entre el mercado y la democracia. Se trata de una semejanza que debe ser tomada con la máxima cautela debido a que si bien muchas son las semejanzas aparentes también son muchas las diferencias sustanciales. Aun así, la idea de Max Weber, retomada, desarrollada y divulgada por Schumpeter de que el líder político es comparable con un empresario —cuya ganancia es el poder, cuyo poder se mide con votos, cuyos votos dependen de la capacidad de satisfacer los intereses de los electores y cuya capacidad de respuesta a las demandas de los electores depende de los recursos públicos de los que puede disponer— es ilustrativa. Al interés del Ciudadano elector de obtener favores del Estado corresponde el interés del político electo de concederlos. Entre uno y otro se establece una perfecta relación de do ut des: uno mediante el consenso confiere poder, otro a través del poder recibido distribuye ventajas y elimina desventajas. Se comprende que no se puede tener contentos a todos, pero también en la arena política como en la económica, existen fuertes y débiles, y la habilidad del político consiste, al igual que en el mercado, en comprender los gustos del público y quizás de orientarlos. También en la arena política hay ganadores y perdedores, aquellos a los que les va bien en los negocios y aquellos que fracasan, pero mientras la arena política está más formada con base en las reglas del juego democrático, donde todos tienen voz y pueden organizarse para hacerla oír, más necesario es que los organizadores del espectáculo mejoren sus prestaciones para que les aplaudan.
Si el núcleo de la doctrina liberal es la teoría del Estado mínimo, la práctica de la democracia, que es una consecuencia histórica del liberalismo o por lo menos su prolongación histórica (si no todos los Estados originalmente liberales se volvieron democráticos, todos los Estados democráticos existentes fueron al inicio liberales), ha llevado a una forma de Estado que ya no es mínimo, aunque no es el Estado máximo de los regímenes totalitarios. El mercado político, si queremos continuar usando esta semejanza, se sobrepuso al mercado económico, y lo corrigió, o lo corrompió, según los puntos de vista. Se trata entonces de saber si es posible regresar al mercado económico, como piden los nuevos liberales, sin reformar o incluso abolir el mercado político. Si no abolir, limitar su esfera de acción. Todas las propuestas políticas de los nuevos liberales van en esta dirección, que está en la lógica de la doctrina clásica de los límites del poder del Estado, no importa si el poder del Estado sea, como es en los regímenes democráticos, el poder del pueblo y no del príncipe.
¿SON COMPATIBLES EL LIBERALISMO Y LA DEMOCRACIA?
No discuto las propuestas políticas neo-liberales, porque el argumento fue ampliamente discutido en estos últimos tiempos1. Me interesa hacer resaltar que liberalismo y democracia, que desde hace un siglo hasta hoy fueron considerados siempre, la segunda, como la consecuencia natural del primero, muestran ya no ser del todo compatibles, toda vez que la democracia fue llevada a las extremas consecuencias de la democracia de masas, o mejor dicho, de los partidos de masas, cuyo producto es el Estado benefactor. Si los límites dentro de los cuales la doctrina liberal consideraba que se debería restringir el Estado fueron superados, es difícil negar que ello sucedió debido al impulso de la participación popular provocada por el sufragio universal. Se ha dicho muchas veces que la política keynesiana fue un intento de salvar al capitalismo sin salir de la democracia, en contra de las dos soluciones opuestas existentes: la de abatir al capitalismo sacrificando la democracia (práctica leninista) y la de abatir a la democracia para salvar al capitalismo (fascismo). Ahora se diría que para los liberales de nuevo cuño el problema es al contrario, es decir, el de salvar, si todavía es posible y por aquello que es todavía posible, a la democracia sin salir del capitalismo. En la crisis de los treintas pareció que fuese el capitalismo el que ponía en crisis a la democracia, hoy les parece a estos nuevos liberales que la democracia es la que pone en crisis al capitalismo.
Deseo exponer el problema en estos términos y no en aquellos de la relación entre Estado y mercado, según un dicho común que fue seleccionado como título de una revista. Prefiero no usar esta fórmula porque el término «Estado» es demasiado genérico. Existen diversas formas de Estado. En el lenguaje estereotipado de cierta izquierda se ha vuelto común hablar de «forma Estado» (como por lo demás de «forma partido»), como si todas las formas de Estado fuesen iguales (o fuesen iguales todos los partidos). Expresiones como «forma Estado» y «forma partido» solamente sirven para oscurecer (no me atrevo a decir intencionalmente) el hecho de que el poder político pueda ser ejercido en diversas formas, entre las cuales es necesario decidirse a considerar una mejor que otra si no se quiere caer en un genérico y veleidoso anarquismo (lo mismo vale para las acciones de los partidos). Dígase si se quiere que el Estado, como el mercado, es una forma de regulación social; pero la regulación social propia del Estado democrático no es la misma que la del Estado autocrítico. Tan es verdad que hoy lo que se discute no es la relación genérica entre Estado y mercado, sino la relación específica entre mercado y Estado democrático, una vez más entre mercado económico y mercado político. La crisis del Estado benefactor también es el efecto del contraste, del que ni los liberales, ni los marxistas, ni los demócratas puros se habían percatado, entre el empresario económico que tiende a la maximización de las ganancias y el empresario político que tiende a la maximización del poder mediante la caza de votos. El posible inicio de un conflicto entre los intereses que persiguen los dos personajes se muestra alrededor de la ingobemabilidad de las democracias, es decir, de los regímenes en los que el terreno en el cual tiene lugar la^ lucha política puede ser comparado con el mercado, y no hay ninguna mano invisible, por encima de los dos, que los ponga de acuerdo contra su voluntad. En el fondo, la petición concreta del neoliberalismo es la de reducir la tensión entre los dos cortando las uñas al segundo, y dejando al primero todas sus garras bien afiladas. En suma, para los neoliberales la democracia es ingobernable no sólo desde la parte de los gobernados por el sobrecargo de las demandas, sino también desde la parte de los gobernantes, porque éstos no pueden dejar de satisfacer al mayor número para mejorar su empresa (el partido).
Sintéticamente se puede describir este despertar del liberalismo mediante la siguiente progresión (o regresión) histórica: la ofensiva de los liberales históricamente ha sido dirigida contra el socialismo, su enemigo natural en la versión colectivista (que por lo demás es la más auténtica); en estos últimos años también ha sido orientada contra el Estado benefactor, es decir, contra la versión moderada (según un sector de la izquierda, falsificada) del socialismo. Ahora la democracia es pura y simplemente atacada; la insidia es grave. No solamente está en juego el Estado benefactor, o sea, el gran compromiso histórico entre el movimiento obrero y el capitalismo maduro, sino la misma democracia, es decir, el otro gran compromiso histórico anterior entre el tradicional privilegio de la propiedad y el mundo del trabajo organizado, del que directa o indirectamente nace la democracia moderna (mediante el sufragio universal, la formación de los partidos de masas, etc.).
Esta compleja problemática también puede ser presentada en los siguientes términos: no se puede confundir la antítesis Estado mínimo/Estado máximo, que frecuentemente es objeto de debate, con la antítesis Estado fuerte/Estado débil. Se trata de dos antítesis diferentes que no se sobreponen necesariamente. El neoliberalismo acusa al Estado benefactor no solamente de violar el principio del Estado mínimo, sino también de haber creado un Estado que ya no logra desarrollar su propia función, que es la de gobernar (Estado débil). El ideal del neoliberalismo es el de un Estado que al mismo tiempo sea mínimo y fuerte. El espectáculo cotidiano de un Estado que paralelamente es máximo y débil es la muestra de que las dos antítesis no se sobreponen.
UN NUEVO CONTRATO SOCIAL
Decía que la insidia es grave. Para mí la insidia es grave no sólo por razones de polémica política, sino también, en sentido amplio, por razones filosóficas. Me explico: el pensamiento liberal continúa renaciendo, incluso bajo formas que pueden irritar por su carácter regresivo, y desde muchos puntos de vista ostentosamente reaccionario (no se puede negar la intención punitiva que asume la lucha por el desmantelamiento del Estado benefactor contra quienes han querido levantar demasiado la cabeza), porque está basado en una concepción filosófica de la que, guste o no, nació el Estado moderno: la concepción individualista de la sociedad y de la historia, que a mi parecer es una concepción de la que la izquierda, excepto algunas formas de anarquismo, jamás se ha ocupado seriamente. Se trata de una concepción que ningún proyecto que contemple la liberación, una liberación cada vez mayor (¿de quién sino del individuo?), puede desechar. No es casualidad que hoy afloren ideas contractualistas y se hable de un nuevo «contrato social». El contractualismo moderno nace del cambio de una concepción general y orgánica de la sociedad (la concepción por la cual, de Aristóteles a Hegel, el todo es superior a las partes), es decir, nace de la idea de que el punto de partida de todo proyecto social de liberación es el individuo con sus pasiones (para corregir o domar), con sus intereses (para regular o coordinar), con sus necesidades (para satisfacer
o reprimir). La hipótesis de la que parte el contractualismo moderno de naturaleza, un Estado en el que solamente existen individuos aislados, pero tienden a unirse en sociedad para salvar la vida y la libertad. Partiendo de esta hipótesis la sociedad política se vuelve un artificio, un proyecto por construir y reconstruir continuamente, un proyecto que jamás es definitivo, que tiene que someterse a revisión continua. La actualidad del tema del contrato también depende del hecho de que las sociedades poliárquicas, como son en las que vivimos, al mismo tiempo capitalistas y democráticas, son sociedades en las que gran parte de las decisiones colectivas son tomadas mediante negociaciones que terminan en acuerdos, en las, que en conclusión el contrato social ya no es una hipótesis racional, sino un instrumento de gobierno que se utiliza continuamente.
Pero, ¿cuál contrato social? Un contrato social mediante el cual los individuos contrayentes piden a la sociedad política y por tanto al gobierno, que es su producto natural, solamente protección, como pedían los escritores contractualistas, y que hoy solicitan los nuevos escritores liberales (el caso típico es el libro de Nozick), ¿o un nuevo contrato social en el que se vuelva objeto de contratación algún principio de justicia distributiva? Precisamente desde hace algunos años tiene lugar un amplio debate sobre este punto; la izquierda democrática no puede ignorarlo. En pocas palabras, se trata de ver si, partiendo de la misma concepción individualista de la sociedad, que es irrenunciable, y utilizando los mismos instrumentos, seamos capaces de contraponer al neocontractualismo de los liberales un proyecto de contrato social diferente, que incluya entre sus cláusulas un principio de justicia distributiva y por tanto sea compatible con la tradición teórica y práctica del socialismo. En el seno del Partido Socialista Italiano se ha comenzado a hablar de socialismo liberal. Me parece que el proyecto de un nuevo contrato social es la única manera de hablar de socialismo liberal que no sea demasiado abstracto o incluso contradictorio. Por tanto, es un tema sobre el que será necesario regresar2.
[El texto corresponde a un extracto del capítulo V del libro de Norberto Bobbio El futuro de la democracia, editado en castellano por el Fondo de Cultura Económica (Mexico 1986). Traducción de José F. Fernández Santillán]
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Norberto Bobbio [1909-2004]. Profesor de Filosofía Política, senador vitalicio de la República italiana. Autor de obras fundamentales de teoría y filosofía política.
NOTAS
1.- Me refiero particularmente al conjunto de artículos sobre la crisis del welfarestate, publicados en Mondoperaio, núm. 4, 1981, concluidos por G. Ruffolo, «Neo-liberalismo e neo-socialismo», pp. 68-71. [^]
2.- Entre los diversos escritos que componen el volumen Socialismo liberale e liberalismo sociale que recopila las actas del congreso que tuvo lugar en Milán en diciembre de 1979 (publicado por Arnaldo Forni, Bolonia, 1981), deseo llamar la atención en la intervención de F. Forte y A. Cassone, La terza via per i servizi collettivi, que se mueve en esta dirección (pp. 393-404). [^]