Por BARTOLOMÉ CLAVERO
El viernes 27 de octubre de 2017 se producen casi simultáneamente la declaración de independencia de Cataluña en Barcelona y la intervención central de la autonomía catalana con disolución del Parlament y destitución del Govern. Dado que con esto se sobrepasan las previsiones del artículo de la Constitución que contempla la posibilidad de suspensión de la autonomía, el 155, no sólo Cataluña, sino también el Estado se han situado fuera del orden constitucional. Andalucía, flanqueada activa o pasivamente por buena parte de las Comunidades Autónomas, se significa por abanderarla defensa de un sistema territorial definitivamente tocado en su línea de flotación.
En las elecciones catalanas recién celebradas el 21 de diciembre, por imperativo constitucional y estatutario tras la disolución del Parlament aunque convocadas no tan estatutaria ni constitucionalmente por el Gobierno central, las listas independentistas, con candidatos no convictos en prisión o en el exilio, revalidan la mayoría absoluta de escaños. Así las cosas, con tamaño conflicto no sólo abierto entre Cataluña y el Estado, sino también larvado entre Comunidades, ¿qué salida constitucional hay? Voy a comenzar remontándome a la Constitución y a concluir afrontando el interrogante. Por medio espero que cobremos perspectiva para hacernos cargo de la gravedad de una situación que no viene de cerca. ¿Qué solución practicable tenemos? Procedamos.
1. Nacionalidades y regiones en la Constitución
[Esta primera parte recoge sustancialmente una charla mantenida el 9 de octubre de 2017 por invitación de la Asociación para el Diálogo. Integro la exposición con una segunda parte sobre Andalucía, otras Comunidades y el común desafío reconstituyente. Lo hago por incitación de Javier Aristu para Pasos a la Izquierda. Fecho y firmo tras el 21D. Agradezco comentarios, críticas, intercambios y sugerencias a quienes intervinieron en el animado coloquio que siguió a dicha charla, así como a Miguel Ángel Aparicio, Sebastián Martín, Ana Carmona, Rubén Pérez Trujillano y Carlos Ruiz de la Rosa]
La Constitución de 1978 entra en vigor el 29 de diciembre de ese año, el mismo día de su publicación en la prensa oficial. Trae una nueva, profundamente nueva, estructura territorial del Estado. En tal momento no está desde luego aún implantada, pero ya existe normativamente. Ya se tienen las directrices que habrán de presidir y los mecanismos que habrán de activarse para su obligada puesta en pie. La nueva estructura ya se encuentra ahí perfilada. Me dispongo a exponerla tal y como entonces se diseñó, no todavía como luego se ha desarrollado, pues son precisamente dos asuntos distintos.
Empecemos por una constatación negativa: no hay en la Constitución un modelo acabado de estructura territorial. Empieza por hacer referencia al asunto en más de una ocasión. No todo lo que interesa al respecto se contiene en el título correspondiente, el octavo, dedicado a Ayuntamientos, Diputaciones y Comunidades, pero que de lo queel mismo se ocupa en mayor medida con diferencia es de las últimas como lo más novedoso y lo aún no constituido. Ayuntamiento y Diputaciones existían. Ahí tenemos un complejo de mecanismos e instituciones con miras al acceso a una condición de autonomía territorial así como a su organización y desenvolvimiento.
No hay en la Constitución un modelo acabado de estructura territorial. Empieza por hacer referencia al asunto en más de una ocasión. No todo lo que interesa al respecto se contiene en el título correspondiente, el octavo, dedicado a Ayuntamientos, Diputaciones y Comunidades
No es a lo único que hemos de mirar en la Constitución. Tanto a su comienzo, en un Título Preliminar, como a sus finales, en algunas Disposiciones Adicionales, otras Transitorias y una Derogatoria, se registran pronunciamientos importantes para la implantación de la nueva estructura territorial. En ningún momento la Constitución relaciona esta serie de disposiciones entre sí ni hace por articularlas con el título específico, el octavo, pero esto es precisamente lo que intento hacer a continuación.
En el Título Preliminar, el artículo segundo de la Constitución “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran [a la Nación española] y la solidaridad entre todas ellas”. Situada en el frontispicio, la distinción entre nacionalidades y regiones parece que habría de ser de alcance. Las categorías de referencia, la de nacionalidad y la de región, no se definen. Ni se ofrece ningún criterio o alguna pista para identificar cuáles sean las nacionalidades y cuáles, las regiones. Habrá de estarse ante todo al significado mismo de las palabras.
Región se refiere, sin ulterior cualificación propia, a territorio de cierta extensión, algo más que una mera localidad, del cual así se predica un derecho a la autonomía. Nacionalidad es concepto que en cambio denomina una comunidad humana con título propio, por las características que sean, a la misma autonomía. Una región será autónoma porque la Constitución lo determina; una nacionalidad, porque cuenta con un derecho propio que viene así a ser reconocido por la Constitución.
Al final de la Constitución, una primera Disposición Adicional proclama que “ampara y respeta los derechos históricos de los territorios forales”. Se hace con esto una referencia más explícita a la existencia de casos dotados de derecho propio a la autonomía, diciéndosele histórico, anterior con creces a 1978. Foral es adjetivo de fuero y fuero significa derecho de tracto histórico, un derecho precedente a la Constitución.
Queda implícito que, como hay territorios con derecho histórico, los habrá sin él, pero ésta es una distinción que no se relaciona con la ya formulada entre nacionalidades y regiones. Esta vez hay un criterio para identificar cuáles sean los territorios con derechos históricos. Son los dichos forales, lo que no resulta del todo concluyente. La misma Constitución, en su título específico sobre autonomías, se refiere a “derechos forales”, en este punto para reconocer competencias sobre materia civil (familia, propiedad, sucesiones, contratos…), sin concretar nada sobre cuáles sean los casos interesados (art. 149.1.8). De todos modos, ahí se tiene otra distinción, ésta entre territorio foral y territorio no foral, que habrá de ser relevante.
En la Disposición Transitoria segunda de la Constitución se dispone que “los territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de Autonomía” tengan ahora el camino más expedito a un grado máximo de autogobierno, eximiéndoseles de una reiteración de dicha misma forma de iniciativa mediante referéndum. Por lo que se dice, pueden ahora identificarse los casos. Se trata de Cataluña. País Vasco y Galicia pues fueron los que celebraron dichos plebiscitos afirmativos durante la Segunda República. La Constitución no hace referencia a ésta, pero así está también reconociéndose un título histórico adicional a la autonomía, en este supuesto concretamente republicano. Si esto pudiera guardar alguna relación con la condición de nacionalidad, tampoco es cosa que se clarifique por la Constitución.
Tenemos finalmente, fuera del título específico, una Disposición Derogatoria con un pasaje de este tenor: “En tanto en cuanto pudiera conservar alguna vigencia, se considera definitivamente derogada la Ley de 25 de octubre de 1839, en lo que pudiera afectar a las provincias de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya. En los mismos términos, se considera definitivamente derogada la Ley de 21 de julio de 1876”. Fueron leyes que afectaron negativamente a una autonomía histórica, considerada foral, de dichos territorios vascos. Aunque la Constitución tampoco haga la conexión, así, derogando leyes adversas, se refuerza la adicional de reconocimiento de derechos históricos en lo que respecta a los referidos territorios, los forales de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya.
El signo de la distinción entre supuestos es lo que opera en esta materia a todo lo largo de la Constitución. Dicho en forma negativa, no hay en toda ella base alguna, por mucho que se le escudriñe, para un régimen homogéneo de autonomías territoriales
Pasemos al título específico, el octavo. Aquí no nos interesan sus pormenores, bastantes además transitorios aunque se contengan en el cuerpo de la Constitución. Nos importa el sistema de Comunidades Autónomas que se perfila. Y lo primero que ha de subrayarse es que responde al mismo principio de distinción que impera entre los prolegómenos y las adicionales, aunque nunca, como ya sabemos, la Constitución haga por relacionar sus diversos momentos de aplicación, el de la nacionalidad, el de la foralidad y, ahora, el del régimen sustantivo de las autonomías. El signo de la distinción entre supuestos es lo que opera en esta materia a todo lo largo de la Constitución. Dicho en forma negativa, no hay en toda ella base alguna, por mucho que se le escudriñe, para un régimen homogéneo de autonomías territoriales. Habría sus razones como veremos.
En el cuerpo de la Constitución la distinción se formula entre dos especies de autonomía que suelen identificarse por el número de sendos artículos que las contemplan. Tenemos así una autonomía 143, de entidad más administrativa, y la autonomía 151, de entidad más política. A los efectos más aparentes, se diferencian por los trámites de acceso y por el ritmo de la asunción de competencias. Por tratarse de cuestiones más bien transitorias, ninguna de ellas habría de resultar por sí sola esencial.
Los trámites de acceso son mucho más exigentes para la autonomía 151. En cuanto a competencias, una especie y la otra de autonomías, conforme a las previsiones de la Constitución, pueden acabar alcanzando un acervo muy similar, nunca en todo caso un nivel idéntico. Baste pensar que la atención referida a la foralidad en el artículo 149.1.8 y en la disposición adicional primera permite un empoderamiento en materia, como hemos dicho, civil y, como veremos, en la fiscal, fuera de alcance para las autonomías no forales. Advirtamos también que esta distinción no coincide con la existente entre autonomía 143 y autonomía 151. Ésta entraña diferencias más de fondo.
La diferencia fundamental entre una y otra radica en la naturaleza de los respectivos procesos de acceso y en el rango del Estatuto de Autonomía resultante. En términos comparativos, el proceso 143 es de carácter puede decirse que administrativo mientras que el proceso 151 lo es de una naturaleza que se califica ya de entrada como política. La voz cantante para el acceso a la autonomía en el primer supuesto corresponde a las instancias municipales y provinciales; en el segundo, el 151, a los parlamentarios del territorio. Éstos, diputados y senadores, diputadas y senadoras, de las provincias interesadas,se constituyen en Asamblea de Parlamentarios que elabora el proyecto de Estatuto de Autonomía y designa una delegación ante la Comisión Constitucional del Congreso “para determinar de común acuerdo” el texto final que se somete a referéndum de la ciudadanía del territorio. De previsiones constitucionales sobre incidencias del proceso no hace falta que aquí nos ocupemos (art. 151.2).
A la autonomía 143 se llega en cambio por un proyecto elaborado con concurrencia de las Diputaciones provinciales, o de órganos interinsulares en su caso, junto a los parlamentarios del territorio así como mediante el procedimiento legislativo ordinario de determinación de las Cortes Generales sin concurrencia de representación territorial (art. 146). El Estatuto 143 es una ley orgánica como tantas otras leyes orgánicas previstas por la Constitución. El Estatuto 151 resulta en cambio una norma singular sin parangón con ningún tipo de ley.
El Estatuto de Autonomía resultante en el supuesto 151 es una norma realmente extraordinaria. No es una mera ley orgánica. Es un instrumento bilateralmente acordado por la Asamblea parlamentaria del territorio y por una comisión de las Cortes Generales con el refrendo de la ciudadanía correspondiente. Dicho de otro modo, es una norma pactada. La Constitución no la califica con ninguna denominación especial, pues Estatuto de Autonomía, “norma institucional básica de cada Comunidad Autónoma” (art. 147.1), es designación común para todos los casos de autonomía territorial, pero resulta evidente que el Estatuto 151 es una norma de naturaleza distinta al Estatuto 143. Es ante todo bilateral. Marca una relación de fondo confederal entre el Estado y la Comunidad del caso. No hay federalismo general, pues el Estatuto 143 no presenta ningún rasgo de este tipo, pero hay relaciones de este carácter en términos de bilateralidad entre el Estado y cada Comunidad 151.
Estatuto de Autonomía, “norma institucional básica de cada Comunidad Autónoma” (art. 147.1), es designación común para todos los casos de autonomía territorial, pero resulta evidente que el Estatuto 151 es una norma de naturaleza distinta al Estatuto 143. Es ante todo bilateral. Marca una relación de fondo confederal entre el Estado y la Comunidad del caso
Hay más. La Constitución contempla una estructura política paraestatal, con parlamento y gobierno, para la Comunidad 151, no para la Comunidad 143. Así se consigna en el artículo 152.1: “En los Estatutos aprobados por el procedimiento a que se refiere el artículo anterior, la organización institucional autonómica se basará en una Asamblea Legislativa, elegida por sufragio universal, con arreglo a un sistema de representación proporcional que asegure, además, la representación de las diversas zonas del territorio; un Consejo de Gobierno con funciones ejecutivas y administrativas y un Presidente, elegido por la Asamblea, de entre sus miembros”.
No hay ninguna previsión similar para el supuesto de la autonomía 143. Tampoco es que la Constitución impida la generalización de esa estructura autonómica. Incluso más. Hemos dicho que contempla un horizonte de progresiva asunción de competencias por parte de las autonomías 143. En este diseño constitucional, aunque nada se diga al efecto, en un momento determinado podría requerirse la adopción de poderes legislativo y gubernativo por su parte.
Tal estructura netamente política es una eventualidad plausible para las autonomías 143; para las autonomías 151 resulta una necesidad ineludible. Esto es todo un indicio de la diferencia de fondo que subsiste en todo caso, cualquiera que sea la evolución del panorama contemplado por la Constitución. La norma fundamental de las autonomías 143, los respectivos Estatutos, son leyes orgánicas ordinarias. Las correspondientes a las autonomías 151 son instrumentos normativos de carácter bilateral y fondo confederal aunque así no los califique la Constitución.
Dicho de otro modo, los Estatutos 151 tienen de por sí una entidad formal y no sólo materialmente constitucional de lo que los Estatutos 143 carecen y no podrían en momento alguno llegar a asumir. Por mucho que se asimile entre unos y otros un acervo de competencias, la diferencia de naturaleza entre unas y otras autonomías, con todos los efectos prácticos que ello habría de comportar, persisten. Debieran hacerlo.
Ya sabemos que la Constitución no relaciona la distinción 143-151 con la de nacionalidad-región ni con la de foral-no foral, la que media entre territorios con fueros y territorios sin fueros. Tampoco identifica cuáles deban ser las autonomías 151 y las autonomías 143 o cuáles hayan de ser sus respectivos sujetos territoriales. Sobre este extremo fundamental la Constitución sólo dice que “las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica podrán acceder a su autogobierno y constituirse en Comunidades Autónomas” (art. 143). No hay más identificación, tal y como si ésta quedase enteramente a disposición de los mismos territorios interesados.
Todo esto puede dar la impresión de que el sistema de autonomías queda excesivamente indeterminado, pero no lo resulta tanto. Por una parte, como ya hemos apreciado, hay pistas en la propia Constitución para relacionar unos y otros criterios de distinción. Por otra, la misma hace referencia a unas determinaciones preconstitucionales que podían tener ya definidos sujetos de autonomía territorial: “En los territorios dotados de un régimen provisional de autonomía, sus órganos colegiados superiores, mediante acuerdo adoptado por la mayoría absoluta de sus miembros, podrán sustituir la iniciativa” referida de las Diputaciones o de órganos interinsulares en el caso de los archipiélagos balear y canario (Disposición Transitoria primera).
En efecto, existían regímenes preautonómicos que ya prácticamente dibujaban un mapa autonómico de España. También había, en zona vasco-navarra, algunas autonomías previas que concurrían a dicho efecto. Hay que referirse a ello porque, con dicha disposición transitoria y con la adicional referente a territorios forales, la Constitución lo asumía, implícitamente lo uno, lo preautonómico, y explícitamente lo otro, lo autonómico previo.
Por una parte, tenemos que ya existían autonomías territoriales. El 30 de octubre de 1976 se había producido la devolución a Guipúzcoa y a Vizcaya del “régimen económico-administrativo” del que les había privado la dictadura franquista. Álava y Navarra ya lo tenían pues lo habían mantenido a lo largo de la misma. En lo sustancial, se trata de un régimen de autonomía fiscal que capacita para hacerse cargo de la administración interior que por regla general correspondía al Estado por entonces. Ésas, las de zona vasco-navarra, eran las autonomías previas a la Constitución.
Por otra parte, estaban los regímenes preautonómicos. Entre finales de setiembre de 1977 y finales de octubre de 1978 se habían implantado como instancias provisionales, con previsión de la autonomía que iba a traer la Constitución, a lo ancho de España. Así, por orden cronológico y mediante acuerdos de las principales fuerzas políticas formalizados mediante decretos-leyes, se fueron estableciendo instituciones todavía de un muy relativo autogobierno en Cataluña, País Vasco, Galicia, Aragón, Canarias, País Valenciano, Andalucía, Baleares, Extremadura, Castilla y León, Asturias, Murcia y Castilla-La Mancha.
Ahí se tiene a los sujetos de autonomía territorial implícitamente asumidos por la Constitución. El mapa no cubría toda la geografía española. Madrid, Cantabria, La Rioja y los enclaves de Ceuta y Melilla, territorios en 1977 todavía inciertos como sujetos de autonomía, no pasaron por la fase de preautonomía. Navarra era un caso especial. No tuvo régimen preautonómico, pero tenía su autonomía previa y además, como enseguida veremos, comparece en el decreto-ley de la preautonomía vasca. A Ceuta y Melilla es la misma Constitución la que hace referencia previendo su conversión en Comunidades Autónomas por iniciativa de sus Ayuntamientos y autorización de las Cortes (Disposición Transitoria quinta).
El caso vasco, o vasco-navarro, es a su vez distinto porque el organismo preautonómico que se establece el 4 de enero de 1978 viene a superponerse a las autonomías previas existentes en su territorio
Los regímenes preautonómicos establecen instituciones de preautogobierno mediante determinación formalmente central; en concreto, por decisión gubernamental y aval parlamentario. En esos términos se presentan, salvo en lo que toca al primero de entre ellos, el catalán. Aquí también ya operaba un principio de distinción. El decreto ley correspondiente, de 29 de setiembre de 1977, no versa sobre “el régimen preautonómico”, como se dirá en los siguientes casos, sino sobre “restablecimiento provisional de la Generalidad de Cataluña”, arrancando además de esta guisa: “La Generalidad de Cataluña es una institución secular, en la que el pueblo catalán ha visto el símbolo y el reconocimiento de su personalidad histórica”. Los otros decretos-leyes comienzan en cambio afirmando que el pueblo del caso, el aragonés por ejemplo, “ha manifestado reiteradamente en diferentes momentos del pasado y en el presente su aspiración a contar con instituciones propias” o expresiones equivalentes de aspiración a la autonomía. Sólo en el caso catalán se restablece una institución histórica, lo que puede luego conectar con el reconocimiento constitucional de derechos históricos.
El caso vasco, o vasco-navarro, es a su vez distinto porque el organismo preautonómico que se establece el 4 de enero de 1978 viene a superponerse a las autonomías previas existentes en su territorio. Tal organismo, un Consejo General, se presenta “como órgano común de gobierno de las provincias o territorios históricos”, territorios que a su vez cuentan con sus propias instituciones de autonomía previa, principalmente “las Diputaciones Forales” de Álava, Vizcaya, Guipúzcoa y Navarra. Sólo los tres primeros “territorios históricos” se integran ahora bajo el Consejo General.
Especial es en efectoel caso navarro por separado del vasco: “Dadas las especiales circunstancias de Navarra, que posee un régimen foral, reconocido por la Ley de 16 de agosto de 1841, la decisión de incorporarse o no al Consejo General del País Vasco corresponde al pueblo navarro” (preámbulo del decreto-ley).Esta previsión de incorporación de Navarra a la autonomía vasca se reitera en la Constitución (Disposición Transitoria cuarta). La referencia normativa es de calado, pues de este modo, el título de la autonomía navarra se remite a una ley, esa de mediados del siglo XIX, que fue en su momento producto de un pacto político entre la Diputación de Navarra y el Gobierno de España. Si el derecho histórico de Navarra no resulta así más acentuado incluso que el del País Vasco es porque la disposición derogatoria vista respecto a Álava, Guipúzcoa y Vizcaya tiene un efecto parecido.
Y adviértase que todo ello, comenzando por el lenguaje foral, conecta luego inmediatamente con el reconocimiento constitucional de los derechos históricos de los territorios forales.Aunque no tenga por qué limitarse a ello puesto que el detalle no se registra, dicho mismo reconocimiento se hizo de hecho con miras al acomodo del caso vasco. En cualquier supuesto, el signo de distinción que la Constitución vendría así a potenciar ya operaba con anterioridad, a propósito del establecimiento de regímenes preautonómicos y del mantenimiento o restablecimiento de autonomías previas.
Para entender cabalmente todo lo que hay en la Constitución a nuestro efecto, todo lo que hemos señalado bajo el signo de la distinción, y a fin de averiguar lo que en ella se da por entendido, habríamos de colacionar más testimonios que el de los decretos preautonómicos. Todo el debate político del momento y, en especial, el desarrollado en las Cortes a efectos constituyentes puede y debe ayudar a dicho escrutinio. ¿Qué explica esa opción tan fuerte de la Constitución por la distinción o, si quiere también decirse así, contra la homogenización de las autonomías? El debate más importante para inferir una respuesta debiera ser por supuesto el de las Cortes, aunque se presenta el problema de que no fue muy transparente porque algunas cuestiones esenciales, como las nuestras de distinción, se debatieron y acordaron fuera de foro sin luz ni taquígrafos remedándose luego elusivamente para las actas parlamentarias. En todo caso, es debate expresivo.
Trasluce en el debate parlamentario ante todo el objetivo de la adopción del sistema de autonomías, un objetivo que opera efectivamente en la Constitución aunque nunca se manifieste con franqueza. De lo que se trataba era del acomodamiento del País Vasco y de Cataluña en una España constitucional. A esto viene el reconocimiento de las nacionalidades, el registro de la foralidad política y, sobre todo, el carácter bilateral de fondo confederal de los Estatutos 151. ¿Por qué no se articularon estos dispositivos bajo los imperativos explícitos de dicho objetivo?
Por una razón que se hizo más manifiesta en el debate público que en el parlamentario, poco inclinado éste a reconocer entonces sus condicionamientos, como si se estuviera determinando con plena libertad. Era algo bien notorio: una doble presión a cual más fuerte, la militar disimulada y la terrorista a la luz del día impedía el planteamiento y el debate francos del sistema que se estaba diseñando. Y de esto se deriva otra circunstancia que se reconoce en momentos más francamente en el mismo debate parlamentario. Entendiéndose que no se podía hacer otra cosa, el sistema se dejaba deliberadamente un tanto indefinido y abierto entre bastantes flecos. En un futuro podría reconsiderársele sin tantos tapujos.
Todo esto nos está diciendo algo clave. Las distinciones iban en serio. No podían compararse los casos del País Vasco y de Cataluña con el resto. Porque no se les quisiera singularizar abiertamente, no dejaban de distinguirse. Aunque se les sumase el caso de Galicia o incluso algún otro, seguían siendo tanto el vasco como el catalán casos distintos. La distinción primera entre nacionalidades y regiones debía marcar la pauta presidiendo el entendimiento y la práctica del conjunto y del despliegue del sistema. El signo mismo de la distinción que permea la estructura territorial del Estado en la Constitución no era algo gratuito. La distinción entre nacionalidad y región es la fundamental por cuanto que interesa neurálgicamente al título de la autonomía, ya precedente a la Constitución en el primer caso, ya derivado de ella en el segundo. En su frontispicio mismo, la referencia a nacionalidades y regiones como sujetos distintos de autonomía era mucho lo que significaba. Mucho era lo que debía significar.
La homogeneización autonómica no podía tener sentido con aquel objetivo primordial del encaje y la acomodación constitucional del País Vasco y de Cataluña en el seno de España. No se trataba, con todo, de una opción política, sino de un imperativo constituyente para un Estado de carácter constitutivamente plurinacional, aunque tampoco es así como se dijera entonces. Dígase plurinacionalitario si se prefiere.
La Constitución no dice cuáles son las nacionalidades ni vincula con su reconocimiento la autonomía 151 o el registro de la foralidad. No se sentía capaz de hacer nada de esto en aquellas circunstancias de acoso a dos bandas contrarias, la militar y la terrorista. Mas ahí dejaba planteado el reto con toda la apertura de horizonte que requiere el caso de la existencia efectiva de nacionalidades no porque viniera finalmente a identificarlasalgún que otro Estatuto, sino por unas evidencias independientes de los registros normativos, lo que quiere también decir precedentes a la Constitución. Una nacionalidad no es algo que se pueda improvisar por declaración estatutaria.
El Tribunal Constitucional comenzó desde un primer momento a figurarse un sistema autonómico en lo sustancial distinto, bajo el signo de la homogeneización, al perfilado por la Constitución
Imagino la perplejidad de quien me esté leyendo con un mínimo de información, por estudio académico o por experiencia ciudadana, sobre el sistema autonómico español. Todo lo dicho es hoy apenas reconocible salvo la existencia de las mismas autonomías. El cambio se perpetró tempranamente. El Tribunal Constitucional comenzó desde un primer momento a figurarse un sistema autonómico en lo sustancial distinto, bajo el signo de la homogeneización, al perfilado por la Constitución. A estos efectos, ha sido, más que un Tribunal Constitucional, un tribunal constituyente. El constitucionalismo académico o profesional, casi sin excepciones (yo no soy profesionalmente constitucionalista, sino historiador del derecho), empezó a presumir que la Constitución no es tanto lo que diga ella misma como lo que replique el Tribunal Constitucional. Más aún, tras el golpe militar del 23 de febrero 1981, no tan fallido como se pretende, los dos partidos mayoritarios de ámbito español se conjuraron para sustituir con sus acuerdos políticos el imperio de la Constitución en relación a los principios que han de presidir y las reglas que deben ordenar la estructura territorial.
El remate vino en la primera década de este siglo con la puesta en marcha de una reforma constitucional solapada a través de la renovación de Estatutos de Autonomía. El problema vino por el procedimiento. No se revitalizó la Constitución y se acabó dando otra vuelta de tuerca a la cancelación de sus principios de distinción por nacionalidad, por foralidad y por 151.La condición de norma pactada del Estatuto de Autonomía de Cataluña, el nuevo de 2006, fue cercenada por la obra acumulada previa de la Comisión Constitucional del Congreso y posterior del Tribunal Constitucional. La crisis actual del caso catalán es tan sólo un síntoma de una deriva española, el más grave en este momento. Sortearlo sin un horizonte de recuperación de la Constitución con su signo confederal de relaciones bilaterales en el caso de las nacionalidades no parece la mejor salida. De ello me ocupo ahora en la segunda parte.
Permítaseme recomendar una lectura para concluir esta primera y situarnos mejor ante la siguiente. Pertenece a un constitucionalista que figura entre quienes justifican el “casi sin excepción” con que apostillé mi diagnóstico sobre la tendencia general del constitucionalismo español profesional en materia de estructura territorial, no digo por supuesto que en otras. Ayuda a comprender la deriva referida entre el momento de la Constitución y el momento actual. He aquí tal lectura acerca de los últimos cuarenta años de reorganización territorial en España.
2. Nacionalidades estatutarias y revisión constitucional
El actual Estatuto de Autonomía de Andalucía, de 2007, sienta en su preámbulo lo siguiente: “Desde Andalucía se dio [entre 1977 y 1980, esto es, entre una manifestación y un referéndum] un ejemplo extraordinario de unidad a la hora de expresar una voluntad inequívoca por la autonomía plena frente a los que no aceptaban que fuéramos una nacionalidad en el mismo plano que las que se acogían al artículo 151 de la Constitución. (…) Hoy, la Constitución, en su artículo 2, reconoce a Andalucía como una nacionalidad”. En consecuencia, así arranca su artículo primero: “Andalucía, como nacionalidad histórica y en el ejercicio del derecho de autogobierno que reconoce la Constitución, se constituye en Comunidad Autónoma”.
Hay en dichas manifestaciones problemas de historia y problemas de derecho. Me referiré a ambos. En el primer Estatuto de Autonomía de Andalucía, de 1981, no había registro tan enfático de nacionalidad (lo había algo indirecto en su primer artículo: “Andalucía, como expresión de su identidad histórica y en el ejercicio del derecho al autogobierno que la Constitución reconoce a toda nacionalidad, se constituye en Comunidad Autónoma”). Operaba como si ser una Comunidad 151 no implicase de por sí nacionalidad y como si la Constitución en su artículo segundo no dijera nada acerca de que Andalucía la constituyese, todo lo cual sabemos que es precisamente así, diga ahora lo que diga el nuevo Estatuto. Y hay más. En rigor. Andalucía no accedió a la autonomía por la vía 151. Lo intentó el 28 de febrero de 1980 con un referéndum de iniciativa para dicho acceso, pero el mismo fracasó.
No hubo tal “unidad a la hora de expresar una voluntad inequívoca” en el momento decisivo de aquel referéndum. Hizo falta que la voluntad regional se complementase por decisión de las Cortes Generales, posibilidad que la Constitución sólo contempla para la vía 143 (art. 144.c), no, lógicamente, para la 151. Y digo que esto es lógico porque en el segundo caso se trata de exigencia de acreditación de la aspiración de autonomía netamente política del territorio y no de concesión alguna por parte del Estado. Por no decir que fuera a través de una vía inconstitucional, Andalucía accedió a la autonomía por un procedimiento no previsto en la Constitución que no guarda coherencia ni con las mimas previsiones constitucionales ni con las pretensiones proclamadas por el actual Estatuto.
Ahora, el preámbulo del Estatuto pretende en cambio que “Andalucía ha sido la única Comunidad que ha tenido una fuente de legitimidad específica en su vía de acceso a la autonomía, expresada en las urnas mediante referéndum”. Ya sabemos que Cataluña, el País Vasco y Galicia tienen exactamente esa legitimidad por derecho histórico procedente del constitucionalismo republicano, pero el Estatuto andaluz se ha empeñado en la figuración de una narrativa contrafactual para situar a la propia Comunidad en una posición gratuitamente superior a cualquier otra. Y digo lo de gratuito porque ello no tiene mayor efecto en la configuración ulterior de la autonomía.
Ya sabemos que Cataluña, el País Vasco y Galicia tienen exactamente esa legitimidad por derecho histórico procedente del constitucionalismo republicano, pero el Estatuto andaluz se ha empeñado en la figuración de una narrativa contrafactual para situar a la propia Comunidad en una posición gratuitamente superior a cualquier otra
El predicamento no es tan sólo andaluz, pero Andalucía lo acentúa. En sus desvaríos históricos, el actual Estatuto llega a pretender que la singularidad de la posición 151 de Andalucía, superior a todo el resto, arrancó mediante una manifestación antes que un referéndum. La primera se celebró en Sevilla y en las otras capitales de provincias andaluzas el 4 de diciembre de 1977 con una asistencia en la primera espectacular, aunque no tanta como la previa catalana, más o menos equivalente, en Sant Boi de Llobregat con ocasión de la diada el 11 de setiembre de 1976. Puedo atestiguarlo porque participé en ambas manifestaciones, en Sant Boi y en Sevilla. Ésta no alcanzó la significación que ahora se quiere. Expresó una aspiración a la autonomía ante el temor, sin ulteriores implicaciones, de que sólo se le implantaseen Cataluña, País Vasco y Galicia. El proyecto de Constitución se había elaborado en secreto y apenas, a finales del mes de noviembre de dicho mismo año, acababa de filtrarse.
La Junta de Andalucía se apresta estos días a celebrar el cuadragésimo aniversario de aquella manifestación como si hubiera sido efectivamente el inicio de la conquista de la nacionalidad andaluza a través de la vía 151, intentando así reforzar la referida imagen de una unidad de la ciudadanía andaluza que flagrantemente no hubo en el momento más decisivo del referéndum de iniciativa el 28 de febrero de 1980, referéndum además fracasado como está dicho. La invocación de la manifestación de 1977 sirve también para encubrir ese dato tan incómodo de 1980. Así lo expresa el preámbulo del actual Estatuto: “Las manifestaciones multitudinarias del 4 de diciembre de 1977 y el referéndum de 28 de febrero de 1980 expresaron la voluntad del pueblo andaluz de situarse en la vanguardia de las aspiraciones de autogobierno de máximo nivel en el conjunto de los pueblos de España”. Todo esto es históricamente incierto, comenzando por ese nexo tan directo entre la manifestación de 1977 y el referéndum de 1980, bien que la falsedad histórica puede producir sujetos políticos si se impone como mito. Las mismas naciones son un ejemplo, pero en esto no hace falta entrar aquí.
Con todo, se han multiplicado los problemas históricos y han comenzado los problemas jurídicos. Es hora de ir saliendo de la historia y de regresar, historia misma mediante, al derecho. En la primera hornada de Estatutos, la inmediata a la Constitución, sólo tres Comunidades se constituyeron directa y explícitamente como nacionalidades, Cataluña (“Cataluña, como nacionalidad y para acceder a su autogobierno, se constituye en Comunidad Autónoma…”), el País Vasco (“El Pueblo Vasco o Euskal-Herria, como expresión de su nacionalidad, y para acceder a su autogobierno, se constituye en Comunidad Autónoma…”) y Galicia (“Galicia, nacionalidad histórica, se constituye en Comunidad Autónoma para acceder a su autogobierno…”), lo cual, dentro de lo que cabe como ya sabemos, respondía al diseño de la Constitución. Tales son las manifestaciones de entrada del cuerpo articulado de los respectivos Estatutos.
En la segunda oleada, la de la primera década de este siglo a la que ya he hecho referencia, otros Estatutos, además del de Andalucía, se suman resueltamente. Valencia (2006): “Es motivo de esta reforma [del anterior Estatuto, de 1982] el reconocimiento de lo Comunitat Valenciana como Nacionalidad Histórica”. Aragón (2007): “El presente Estatuto sitúa a Aragón en el lugar que, como nacionalidad histórica, le corresponde dentro de España”. Ambas son manifestaciones de los respectivos preámbulos, a lo que también responden las entradas del cuerpo articulado: “El pueblo valenciano, históricamente organizado como Reino de Valencia, se constituye en Comunidad Autónoma, dentro de la unidad de la Nación española, como expresión de su identidad diferenciada como nacionalidad histórica…”; “Aragón, nacionalidad histórica, ejerce su autogobierno de acuerdo con el presente Estatuto…”.
Similar pie de entrada adopta también el nuevo Estatuto de las Islas Baleares, de 2007: “La nacionalidad histórica que forman las islas de Mallorca, de Menorca, de Ibiza y de Formentera, como expresión de su voluntad colectiva y en el ejercicio del derecho al autogobierno que la Constitución reconoce a las nacionalidades y a las regiones, se constituye en Comunidad Autónoma”. El Estatuto de Canarias presenta, desde una reforma de 1996, una fórmula indirecta casi idéntica a la del primero de Andalucía: “Canarias, como expresión de su identidad singular, y en el ejercicio del derecho al autogobierno que la Constitución reconoce a toda nacionalidad”. El carácter de región también se convierte en identidad histórica. Puede ilustrar Extremadura desde su primer Estatuto, de 1983: “Extremadura, como expresión de su identidad regional histórica…”, lo que se integra de mejor modo en la fórmula del Estatuto de 2011: “Extremadura, como expresión de su identidad regional histórica y por voluntad democrática de los extremeños…”, de la ciudadanía extremeña, ellas y ellos, se entiende. Digo de mejor modo que el de una pretensión de nacionalidad sobre el vacío y sin incidencia interior.
El Estatuto de Autonomía de Valencia ofrece una clave elocuente sobre la posible función de la identificación como nacionalidad: “La Comunitat Valenciana velará por que el nivel de autogobierno establecido en el presente Estatuto sea actualizado en términos de igualdad con las demás Comunidades Autónomas” (Disposición Adicional segunda). Así se establece un criterio para ulteriores asunciones de competencias que explícitamente depende, no de necesidades y aspiraciones propias, sino de la emulación con otras Comunidades, planteamiento que sin duda también operaen el caso de la política autonómica andaluza, no sé de primera mano si tanto de la aragonesa, de la valenciana, de la balear o de la canaria como para arriesgar un parecer. La asunción misma de la condición de nacionalidad en esta serie sobrevenida de supuestos por virtud de la declaración estatutaria va en todo caso en dicha dirección.
Por constituir autonomía 143, la fórmula valenciana resulta también una forma voluntariosa de liquidar definitivamente la diferencia con la autonomía 151, como si fuese además la única distinción. Es algo en todo caso nuevamente gratuito. Si hay autonomías 143, como la misma Valencia, que han sobrepasado los límites competenciales establecidos originariamente por la Constitución, no es por venir a predicarse como nacionalidad, sino por un procedimiento extraordinario de participación de competencias mediantes leyes orgánicas, leyes centrales, previsto por la Constitución misma (art. 150.2). La gratuidad, si es que esto cabe, sigue operando.
El detalle de que la identificación como nacionalidad no alcanza efecto práctico en cuanto a la determinación de la autonomía se comprueba en todos los casos, inclusive en los de las nacionalidades históricas primigenias o de primera generación. Para la asunción de competencia sobre policía interior por Cataluña y el País Vasco se alegó derecho histórico en un caso y recuperación foral en el otro, no la condición de nacionalidad. Es por dichos títulos de historia por los que el País Vasco y Navarra puedan disponer de una autonomía fiscal o Cataluña de un Código Civil. Son posibilidades que no se ponen al alcance de otras Comunidades porque se prediquen nacionalidades, pues no se ha hecho derivar o depender de esto.
El detalle de que la identificación como nacionalidad no alcanza efecto práctico en cuanto a la determinación de la autonomía se comprueba en todos los casos, inclusive en los de las nacionalidades históricas primigenias o de primera generación
En el escenario de la competición retórica por la predicación de nacionalidad, el segundo o, contando el de la República, tercer Estatuto de Autonomía de Cataluña, el de 2006, opta por la identificación como nación. Lo registra en su preámbulo: “El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación. La Constitución Española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como nacionalidad”. En 2010, la sentencia del Tribunal Constitucional desactiva el registro privándole de todo valor: “Carecen de eficacia jurídica interpretativa las referencias del preámbulo del Estatuto de Cataluña a Cataluña como nación y a la realidad nacional de Cataluña”, una vez que entiende que no la tiene normativa por figurar en un preámbulo. En todo caso, como registros estatutarios, ni nacionalidad ni nación surten de por sí efectos de potenciación de la autonomía.
Al final, al día de hoy, España es un Estado descentralizado en Regiones Autónomas, unas más que otras, pero sin que la calificación como nacionalidad o, en el caso de Cataluña, como nación implique nada al respecto a efectos prácticos dentro del actual orden constitucional. No es evidentemente lo que se tiene en la vista en la carrera por la nacionalidad, como si esto fuese lo que habilitare para acceder a una autonomía que se entiende, no distinta, sino superior. Que, con la Constitución y los Estatutos en la mano, haya competencias no asequibles a todas las Comunidades por mucho que se prediquen nacionalidades es algo que sin más se desconoce o se desprecia, por ignorancia, por obcecación o por electoralismo regional de cortas miras, cuando demagógicamente se enaltece la igualdad constitucional entre autonomías heterogéneas como si esto fuera un corolario obligado del principio de la no-discriminación entre una ciudadanía sólo entonces española en exclusiva, sin concurrencia de ciudadanías nacionalitarias o regionales. Otra cosa es la solidaridad interterritorial que es además a escala europea como debiera reforzarse.
La identificación como nacionalidad en segunda generación mira de hecho menos a autonomía propia que a autonomías ajenas. Se pretenda o no conscientemente en todos los casos, produce un efecto superior hacia el exterior que hacia el interior. La inflación de nacionalidades por mera declaración estatutaria devalúa la categoría. El hiperbólico preámbulo andaluz de 2007 implícitamente se plantea frente al referido registro catalán como nación. En Andalucía, las alegaciones oficiales de nacionalidad usualmente se producen, no para determinar la propia posición, sino para boicotear las posibilidades de relación bilateral entre el País Vasco o Cataluña y el Estado. La hemeroteca está ahí, a mano o en pantalla, para quien necesite y quiera comprobarlo.
Al final, al día de hoy, España es un Estado descentralizado en Regiones Autónomas, unas más que otras, pero sin que la calificación como nacionalidad o, en el caso de Cataluña, como nación implique nada al respecto a efectos prácticos dentro del actual orden constitucional
Con la nacionalidad andaluza las cosas podrían ser desde luego de otro modo, pero no parece de momento que vayan a serlo dadas las posiciones imperantes de un concreto nacionalismo andalucista bastante transversalizado. Junto a otras nacionalidades más o menos consistentes, Andalucía podría concurrir, dada su actual posición 151, al planteamiento y desarrollo de un sistema español confederal por plurinacional, no por plurirregional. El plurinacionalismo se alegó en vano por Cataluña en las alegaciones del Govern ante el Tribunal Constitucional. Tomarse algo así en serio no parece que quepa en el horizonte de la huera retórica oficial andalucista desdeRafael Escuredo hasta Susana Díaz, si se me disculpa la personalización en unos presidentes andaluces bien significados al propósito.
Con la posición 151 compartida, Andalucía no es que pueda ofrecer por sí sola servicio constitucional alguno ante el desapego de Cataluña. Es que podría concurrir en el terreno del confederalismo, el que las nacionalidades precisan. Sin embargo, con la inflación nacionalitaria, lo que tenemos no es una sucesión de procesos de naciogénesis, los de Andalucía, Valencia, Aragón, Baleares o Canarias, en esa línea de concurrencia confederal, sino una dinámica de emulación y hasta una estrategia de laminación que deshabilitan las mejores posibilidades del diseño territorial de la Constitución de 1978, un diseño que ha llegado a ser irreconocible, tan irreconocible que la recuperación sencilla parece a estas alturas bastante más difícil que la reconstitución compleja.
Difícil como ciertamente lo es, puede hoy resultar más plausible la apertura de un proceso constituyente que la recuperación de la norma constitucional, la que está en vigor o debiera estarlo. Cuesta un buen esfuerzo hasta el simple reconocimiento de que lo que se registra en la Constitución no es algo que case con lo que tenemos en el mapa territorial realmente existente. ¿Y quién comienza por ponerle el cascabel al gato de la problemática consistencia de más de una Comunidad Autónoma, comenzando por algunas de las que no estaban previstas entre los regímenes preautonómicos, mejor dicho preconstitucionales? Mal iría una mera reforma territorial con el mapa dado.
La Comunidad Autónoma de Andalucía, satisfecha con su ficción de nacionalidad estatutaria, no parece que esté por la labor de un replanteamiento algo más que cosmético. No está por promover un horizonte confederal ni siquiera ante la acentuación de la crisis por causa de la huida de Cataluña, hacia atrás o hacia adelante que sea. Se está hoy incluso acomodando en la irresponsabilidad fiscal de suprimir impuestos propios, rebotar al Estado las necesidades de ingresos y confiar en transferencias de medios como si de una corporación dependiente se tratara.
La regresión de la autonomía andaluza se produce hoy en paralelo a la progresión de la demagogia nacionalitaria competitiva con nacionalidades que comienzan por ejercer, como el País Vasco, o por reclamar, como Cataluña, la responsabilidad fiscal de fondo confederal. ¿O no es tal el sistema de Concierto vasco y de Convenio navarro que rige la foralidad fiscal referida de estas dos Comunidades?
Entre demagogia y dejación, no está hoy Andalucía ni por la recuperación de la Constitución ni por el tratamiento reconstituyente vía reforma constitucional a fondo o “revisión total” que la propia norma constitucional permite (art. 168.1: “Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución…”). Por muy improbables que a estas alturas parezcan, merecen encarecerse estas posibilidades para no incurrirse en algo que está, con la crisis catalana, proliferando; a saber, en la alegría de dar la Constitución de 1978 por desahuciada y en el aventurismo de la fuga fuera del marco de un sistema que, con todas sus deficiencias, viene garantizando pasablemente derechos civiles, aunque no tanto otros como los sociales. La crisis puede ser buena ocasión para enfrentarse también a esto. Un problema, el nacional, no es más serio ni más urgente que el otro, el social. Ni éste es de menor importancia para la integración no forzada de la ciudadanía. Olvidarlo, como está ocurriendo, supone la pérdida definitiva del norte de la política.
Mucho es, además del reto territorial, lo pendiente: potenciación y blindaje de derechos sociales, desjerarquización y democratización de la justicia, descentralización del control de constitucionalidad, justiciabilidad del derecho internacional de derechos humanos, responsabilidad política con revocatoria por incumplimientos electorales, sujeción constitucional del poder ejecutivo, condicionamientos constitucionales a la integración europea…;en el mismo orden territorial, constitucionalización como Estados confederados del País Vasco y Cataluña, con participación autónoma en la Unión Europa y otras instancias supraestatales, revisión del mapa de las Comunidades, admisión de federalizaciones entre los unos y las otras… Con todo ello, reaccionar en modo constituyente no significa ceder a presión catalana, sino asumir problemas comunes de los que esta crisis con Cataluña representa un síntoma bien patente. Ante las fuertes resistencias política y territorialmente transversales a cualquier cambio constitucional de cierto calado que vienen arrastrándose, la coyuntura la pintan calva.
El 27 de octubre el Parlament ha declarado la independencia de Cataluña, a lo que ha seguido la intervención central de la autonomía catalana invocándose el artículo 155 de la Constitución. Se adoptan medidas tan problemáticas como la disolución del Parlament y la destitución del Govern cuando dicho artículo de lo que habla es de poder “dar instrucciones” a las autoridades de la Comunidad Autónoma. En otro caso, de no atendérseles, no hay otra vía que la judicial, pero he aquí que ésta también se pervierte.
A la fiscalía, a la justicia y hasta al Tribunal Constitucional se les utilizan por el Gobierno central como batería política. Cabe prever que este último, recurso ya mediante, se mostrará entre deferente y evasivo con esa aplicación del 155, lo cual no solucionará, sino que agravará el vaciamiento constitucional en curso. Y es impensable quepudiera detenerlo de plantearse un giro a su trayectoria dependiente y errática de los últimos años. Por el curso que llevamos, de no haber insurgencia reconstituyente, seguirá lloviendo sobre mojado y anegándose nuestra convivencia.
Se nos está poniendo en efecto ante el dilema de optar entre mantener la ficción de que seguimos regidos por Constitución de un lado o, de otro, afrontar de una vez la necesidad de reconstitución. Las partes enfrentadas en la crisis catalana están ya paladinamente situadas fuera de la Constitución sin un camino de retorno. ¿Qué recuperación del orden constitucional, realmente tal, cabe sin reconstitución previa?
Los requisitos marcados por la Constitución para la revisión a fondo que precisa son ciertamente exorbitantes, ya de por sí y también por comparación a lo que ella se exigió a sí misma, unas elecciones generales ordinarias más un referéndum. He aquí lo que ahora requiere; “Cuando se propusiere la revisión total de la Constitución (…) se procederá a la aprobación del principio por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes. Las Cámaras elegidas deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitucional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras. Aprobada la reforma por las Cortes Generales, será sometida a referéndum para su ratificación” (art. 168).
Son requerimientos difícilmente practicables en una situación ordinaria. Pero la actual no lo es en absoluto. Estamos en una crisis de quiebra constitucional. El problema inmediato radica en que las principales fuerzas políticas de ámbito español, si en algo están de acuerdo hoy por hoy, es en el empeño de recluir la crisis a Cataluña y negar que afecte a la Constitución. ¿Va a esperarse a que estalle para afrontarla? Ya sabemos que esto es malo para las crisis económicas. No lo resulta en menor grado para las constitucionales, mas con la ventaja éstas de que son mucho más diagnosticables y bastante más manejables si realmente se les encara.
La receta no es ningún secreto. Ante la situación de crisis aguda, la Constitución perdida como mejor cabe que se le recupere es superándola conforme a sus propias previsiones de revisión a fondo; cuanto más, mejor, agradeciéndole a la misma los servicios prestados, que han sido muchos, inclusive este que sería último de haber previsto su “revisión total”. En otro caso, las crisis constitucionales también pueden arrastrarse y enquistarse a costa no desde luego de los poderes constituidos, los españoles, los catalanes, los andaluces y demás, sino de las ciudadanías todas. La nacionalista catalana opta por la insolidaridad de desentenderse de la revisión necesaria de la Constitución española no menos de lo que lo hace la sedicentemente solidaria del Gobierno de Andalucía. Entre centrífugos y centrípetos, el pulso contribuye, a pesar de la buena voluntad de los dos polos si se quiere, al bloqueo y al enquistamiento.
Bueno sería que se emprendiera la reforma constitucional sin limitaciones ni condiciones; no tan bueno que se produjera con la finalidad exclusiva del reacomodo de Cataluña en España como si fuera lo único que ha descarrilado o como si no hubiera elementos que no han funcionado cual debieran o que nunca deberían haber estado ahí. Tampoco sería bueno que, tal y como ocurriera con la estructura territorial tras la Constitución, se persiguieran reajustes por procedimientos opacos y torcidos. Y malo, definitivamente malo, sería que se mantuviera el envite de nacionalidades bisoñas, como Andalucía, contra nacionalidades curtidas, esto es naciones, como Cataluña.
Óptimo sería que, tras las inminentes elecciones catalanas recién celebradas el 21 de diciembre, con resultado muy pluralista y con una gruesa representación de candidaturas independentistas, el Parlament tuviese la iniciativa, por mayoría transversal cualificada, de proponer una revisión de la Constitución que no se limitara a mirar al propio acomodo constituyente. Cuenta ya con la experiencia del procés fallido de constituir una República. Y el procedimiento está previsto por la Constitución (arts. 87.2 y 166).No hay visos de que la propuesta fuera a prosperar a plazo inmediato, pero generaría una dinámica hacia una apertura de posibilidades frente al estancamiento en el que, entre unos y otros, se nos está instalando.
Adoptemos iniciativas a la altura de la situación. Las cancelas de la ley están abiertas. Ignoremos a los guardianes y atrevámonos a atravesarlas. No nos quedemos impotentes a las puertas. Ya sé que al Prozess al que estoy ahora aludiendo es el de Franz Kafka. Entiendo que viene a cuento. Constituere audemus. Salgamos del bucle haciendo Constitución. Hagamos Constitución o Constituciones pues una nacionalidad en serio difícilmente se recluye en un mero Estatuto. Entre dependencia e independencia hay espacio constitucional, quiero decir no subconstitucional, el confederal. O llámesele como se quiera siempre que se le dé cabida a la composición plurinacional de España.
Hace apenas un mes, tras el 155 y antes del 21D, se ha producido una seria propuesta de ideas para una reforma de la Constitución ante el conflicto catalán por parte de un gruposin significación partidista de juristas de prestigio. En sustancia, lo que se propone es la recuperación del Estatuto de 2006, el anterior a la mutilación efectuada por el Tribunal Constitucional, en el contexto de una reforma constitucional de momento ceñida a la estructura territorial en línea abiertamente federal con el añadido de una disposición adicional que reconociera la singularidad de Cataluña. Es ciertamente plausible, pero me temo que llega tarde o que queda definitivamente obsoleto, como otras propuestas más o menos similares, tras el 21D. No olvidemos además que el Estatuto de 2006 ya había pasado por la poda de la Comisión Constitucional del Congreso. No es el texto que se acordara en Cataluña. La recuperación de éste tendría tal vez más posibilidades al menos como base para un entendimiento a estas alturas, tras un 155 y un 21D que afectan no sólo a Cataluña.
El referéndum tendría que responder a negociaciones, la de los requerimientos para que fuera vinculante, cualificando participación y mayoría; la de las consecuencias de un resultado no resolutivo, y la de las condiciones y las garantías, en su caso, de la separación. Y esto haría ineludible, para la España restante, la reforma de la propia Constitución
Estoy concluyendo y se me dirá que no me he referido al Catexit, a la eventualidad de un referéndum de independencia de Cataluña. Esto nos situaría en un terreno distinto a aquel en el que me estoy moviendo, el del constitucionalismo vigente. También nos colocaría fuera de las actuales previsiones del orden tanto europeo como internacional, lo que no quiere decir que nos pusiera ante su rechazo. No tendría por qué producirse si, ante la división profunda de la ciudadanía catalana prácticamente por la mitad, hubiera acuerdo político pacífico, con respeto escrupuloso para con los derechos.
El referéndum tendría que responder a negociaciones, la de los requerimientos para que fuera vinculante, cualificando participación y mayoría; la de las consecuencias de un resultado no resolutivo, y la de las condiciones y las garantías, en su caso, de la separación. Y esto haría ineludible, para la España restante, la reforma de la propia Constitución. Sería en total más trabajoso que la revisión constitucional en común. Lo que no hay son salidas fáciles unilaterales de ningún signo, ni de intervención 155 ni de mayoría 21D. Todos, comenzando por Cataluña, tenemos “un pollastre de collons”, como ha soltado con irresponsable alegría un triste responsable del actual atasco.
Por cuanto me concierne como ciudadano de a pie, volvería a participar con igual entusiasmo en la concentración de Sant Boi de 1976 y en la manifestación de Sevilla de 1977, en ambas. De ser ciudadano catalán, no sé, sinceramente, si en la actual coyuntura mi posición sería la misma, confederalista y no independentista,o quizás mis sentimientos, otros distintos. Imagino que, para mantener aquella, habría de pugnar con éstos. Lo haría por razón ante todo de solidaridad con mi conciudadanía tanto catalana como española. Lo que con certeza sí sé es que me siento, como ciudadano andaluz, frustrado; como ciudadano español, estafado; como ciudadano europeo, afligido..
Anexo: Un acreditado jurista y apreciado amigo me transmite por comunicación privada, y como tal con lenguaje coloquial, una crítica sensible: “No estoy completamente de acuerdo con todo lo que ahí sostienes (…). [Acerca de] lo que dices sobre el art. 155, yo creo que una interpretación simplemente razonable (lo que supone que no quede anclada en el formalismo jurídico) del mismo permite sin grandes problemas entender que ese artículo no sólo permitiría, sino exigiría, tomar medidas como las que se tomaron, e incluso más drásticas”, lo que contrapone a mi entendimiento de que dicho artículo sólo permite subordinar a las autoridades de la Comunidad intervenida, no deponerlas. No tengo empacho en reconocer que esta de mi crítico es la posición predominante en el seno del constitucionalismo profesional, comenzando notoriamente por la de quien fuera Presidente del Tribunal Constitucional y es el mayor especialista en materia de excepción, Pedro Cruz Villalón.
El artículo 155 consta de dos párrafos. En el primero se dice que, si “una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España”, el Gobierno central “podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general”. Lo que añade el segundo es lo siguiente: “Para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas”. La lectura predominante interpreta que esto segundo es un “también podrá”, pues lo primero ya permite “adoptar todas las medidas necesarias”. Así, según esta interpretación, el párrafo segundo no agrega nada, con lo que una disposición constitucional quedaría vacía de sentido.
Ha de reconocerse que, con ese doble “podrá”, el artículo 155 de la Constitución no es un dechado de técnica normativa. La única interpretación lógica que le encuentro para que sus dos párrafos mantengan sentido es la de que el primero se refiere al objetivo de intervenir la autonomía y el segundo al procedimiento para hacerlo, el de las “instrucciones”. Por esto comienza expresando que es el modo “para la ejecución de las medidas previstas en el apartado anterior”. Es la interpretación que además abonan los trabajos preparatorios de este artículo durante el proceso constituyente. Personalizando, Rajoy tendría que haber dirigido a Puigdemont la instrucción de convocar elecciones autonómicas para el 21 de diciembre. No entro en el arduo problema de que hubiera procedido si no se hubiese atendido la instrucción porque lo previsible era que Puigdemont, ya predispuesto, habría procedido salvando su responsabilidad: “Conforme a la instrucciones recibidas del Gobierno del Estado en aplicación de las previsiones del artículo 155 de la Constitución…”.
Ante la situación creada, lo procedente ahora sería plantearse el desarrollo legislativo en dicha línea restrictiva del artículo 155. La restricción interpretativa de las disposiciones de excepción es lo que corresponde. En otro caso, la aplicación abusiva ya habida se convertiría en precedente y, lo que no es menos malo, doce ciudadanos, los que componen el Tribunal Constitucional, decidirían finalmente por todos.
Lecturas:
– B. Clavero,1978: La extraña Monarquía, en S. Martín y V. Vázquez (eds.), Monarquía y Constitución, a publicarse por Thomson-Reuter, 2018.
– J. Fontana, La formació d’una identitat. Una història de Catalunya, Barcelona, Eumo, 2014.
– R. Pérez Trujillano, Andalucía y reforma constitucional, Córdoba, Almuzara, 2017.
– J.M. Portillo, El sueño criollo. La formación del doble constitucionalismo en el País Vasco y Navarra, Madrid, Nerea, 2006
Directorio:
– http://ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/36/30/02aparicioperez.pdf: M.A. Aparicio, Los últimos cuarenta años de reorganización territorial del Estado en España, en Ius Fugit, 20, 2017.
– http://idpbarcelona.net/docs/actual/ideas_reforma_constitucion.pdf: S. Muñoz Machado y otr@s, Ideas para una reforma de la Constitución, 2017.
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Bartolomé Clavero Salvador. Catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universidad de Sevilla. Especialista en historiografía del derecho y en instituciones medievales, ha ido ampliando sus investigaciones al derecho indígena. Últimamente se dedica a una historia constitucional comparada en unos términos además comprensivos del derecho internacional que tampoco resultan los usuales. La historia constitucional se ciñe convencionalmente a instituciones y poderes mientras que la de Clavero se centra en culturas y derechos. Cuestión esencial resulta entonces la del sujeto del constitucionalismo que se identifica históricamente con el varón, padre de familia, propietario, europeo. Escribe sobre estos y otros asuntos habitualmente en su blog http://www.bartolomeclavero.net.