Por IRVING HOWE
El New Deal de Franklin Roosevelt constituyó, digamos, una cuarta revolución americana. Introdujo los rudimentos de un estado del bienestar y convirtió “la socialización del interés” en un valor nacional. Lo cual no significó una sociedad igualitaria o incluso justa, pero sí al menos una que moduló la dureza del “robusto individualismo”. Todas las administraciones que vinieron después, al menos hasta la de Reagan, aceptaron de una u otra forma el legado del New Deal. Con Reagan, América ha experimentado, digamos, una cuarta contrarrevolución.
Sectores de la burguesía norteamericana nunca han aceptado la premisa general o la escasa práctica de lo que constituyó aquella experiencia norteamericana de estado de bienestar; vivieron, a falta de algo mejor, esperando una oportunidad para deshacerse de los sindicatos, de las medidas sociales y de las regulaciones económicas. Ideólogos de un modo primitivo, habrían mirado fijamente sin comprender si hubieras sugerido que su supervivencia como clase bien podría haber sido debido a las mismas medidas sociales que despreciaban. Y fue entonces cuando llegó su momento –con la desintegración interna del liberalismo bajo Carter, lo cual abrió el camino a Reagan1.
Los más duros y fanáticos reaganianos han llevado al gobierno un programa máximo: deshacer el New Deal, lo que significa demoler la parte del estado de bienestar que teníamos. Cuando el entorno gubernamental de Reagan vio claro cuáles eran los límites de esta perspectiva (más crudamente tras la derrota de su administración en el Congreso cuando trató de manipular la Seguridad Social), los reaganianos se replegaron, con bastante astucia, en su programa mínimo. Debilitarían, reducirían, lisiarían, matarían de hambre el estado de bienestar. Y en esto tuvieron éxito la mayor parte de las veces. Mientras dejaban intactas las estructuras externas de algunos programas, se dedicaron, con una firme malicia ideológica, a cortar y reducir una buena parte de otros programas. Provocaron una significativa redistribución de los ingresos y la riqueza en beneficio de los ricos, y resistieron cualquier intento de aprobar más legislación social, y eso que los tibios demócratas lo intentaron. Quizás lo más importante, los reaganianos lograron crear una atmósfera política en la que las fuerzas sociales favorables al estado de bienestar se vieron obligadas a actuar a la defensiva. La idea misma de una ley nacional de salud, por ejemplo, ya no se mencionaba nunca entre los pocos liberales que habían quedado en el Congreso.
Los más duros y fanáticos reaganianos han llevado al gobierno un programa máximo: deshacer el New Deal, lo que significa demoler la parte del estado de bienestar que teníamos.
Había sectarios —la derecha cuenta con una buena cantidad de ellos, igual que la izquierda— que se quejaban de que Reagan no iba lo suficientemente lejos. David Stockman juzgó a Reagan como «un político de consenso, no un ideólogo». Esta fue una observación estúpida, ya que Reagan ha dispuesto de una peculiar habilidad para combinar los dos roles – político de consenso e ideólogo – igual que ha puesto la política del teatro al servicio de la política ideológica. Después de todo, ser un ideólogo no significa necesariamente cometer un suicidio político; citando a uno de Washington, “Reagan no ha sido nunca una persona que se tira a un acantilado por una causa” (Newsweek, 17 abril de 1986). Los reaganianos más astutos entendieron que si se aferraban a toda costa a su programa máximo, ni siquiera podrían obtener el mínimo. Cuando se trata de la realidad política, Stockman no tiene nada que enseñar a Reagan.
Pero el principal logro de la administración Reagan no ha sido institucional ni programático. Ha consistido en una espectacular transformación de las actitudes populares, los valores y estilos, aunque no estemos todavía en condiciones de saber cuán profunda y duradera lo será. En un país donde hace sólo dos décadas una parte considerable de la población registraba una profunda desconfianza en la América empresarial, los reaganianos han logrado restaurar en gran medida la confianza popular en las virtudes del capitalismo, el beneficio místico del «libre mercado» y el atractivo de un «estado minimalista», aunque ese estado, que asiste fielmente a las necesidades de las empresas, nunca ha estado cerca de ser minimalista. A largo plazo, la brillante manipulación del sentimiento popular por parte de Reagan y su gente puede resultar más importante que sus decretos económicos y sociales.
Una cierta visión del mundo, no exactamente fresca pero con algunos adornos ingeniosos, ha llegado a dominar el discurso público. Permítanme examinar brevemente los principales elementos de la visión reaganiana.
En un país donde hace sólo dos décadas una parte considerable de la población registraba una profunda desconfianza en la América empresarial, los reaganianos han logrado restaurar en gran medida la confianza popular en las virtudes del capitalismo, el beneficio místico del «libre mercado» y el atractivo de un «estado minimalista»
La primacía del «éxito», la liberación de la codicia. Para el segmento de operadores y patrocinadores reaganianos que procedían o representaban a los nuevos ricos del Oeste y Sudoeste – promotores inmobiliarios, millonarios del petróleo, magnates del cine, en resumen, la burguesía arribista– las políticas de la administración Reagan fueron inmediatamente provechosas. Todavía más importante fue la generosidad con la que dichas políticas abrieron margen a los apetitos de codicia y avaricia que estaban ya presentes, por supuesto, antes de la presidencia de Reagan pero no tan descaradamente o con tanta desvergüenza. Es como si J.R. hubiera encontrado a sus camaradas espirituales en la Casa Blanca, o incluso hubiera tenido un despacho, pongamos, junto al de Michael Dever2. Los círculos de allegados reaganianos y sus directivos que les apoyan en todo el país se vieron perturbados de forma sublime por las advertencias de ciertos escépticos (Felix Rohatyn, por ejemplo) del establishment financiero del Este. La sórdida historia de Deaver –su explotación de las conexiones de la Casa Blanca en nombre de su empresa de lobby– es sólo un pequeño ejemplo de las ya habituales relaciones entre altos cargos del gobierno, especialmente en el Pentágono, y salas de juntas corporativas. Pasarán varios años antes de que conozcamos la historia completa de esta alborozada interpenetración entre la burocracia y las corporaciones pero no se necesitan dones de profeta para vaticinar que, en su sumisión al gran dinero, la administración Reagan es probable que iguale o supere a las de Grant y Harding.
El nuevo rico, degustando el poder y mareado con una pizca de ideología, ahora lo tendría de dos modos. Podían persuadirse a sí mismos de que era bastante legítimo, de hecho «al modo americano», agarrar todo lo que pudieras, y «Jódete, Jack», si sufres las consecuencias; mientras también eran consolados moralmente con el cuento de hadas de que el resultado de su egoísmo, a través del truco de «la mano invisible», resultaría como un bien público. Los bucaneros empresariales que ahora se han sentido libres para representar el espíritu del darwinismo social también podrían predicar que «el «mercado libre» trajo mucho para todos (lo cual, sin embargo, no impidió que las empresas norteamericanas presionasen de todas las maneras en busca de ayuda gubernamental que fomentase sus intereses económicos). Después de todo, pocas experiencias humanas pueden ser tan satisfactorias como la descarga simultánea de bajos deseos y altos sentimientos.
La fiebre se expandió. Mientras la América industrial estaba siendo devastada y miles de agricultores temblaban al borde de la bancarrota, la «comunidad» empresarial y financiera se lanzó a una juerga de ataques y fusiones, casi todas improductivas, estériles, asociales, pero decididamente rentables. Nuevos términos entraron en nuestro lenguaje: arbitraje, baraja de activos, (asset-shuffling), paracaídas dorado, bonos basura, entre otros. Nuevas generaciones de profesionales, yuppies con cerebros inteligentes, pero sin mentes, florecieron en la banca de inversión. Algunos terminaron en la cárcel por tráfico de información privilegiada. Newsweek (26 de Mayo de 1986) cita a un desilusionado bróker de Wall Street. “Hemos creado dos mitos en los años 80. Uno es que necesitas ser inteligente para ser un banquero de inversiones. Esto es falso. Las finanzas son fáciles. El segundo mito es que los banqueros de inversión crean de algún modo valor. No es así. Ellos barajan el valor que otras personas han creado. Es una industria parásita.”
Mientras la América industrial estaba siendo devastada y miles de agricultores temblaban al borde de la bancarrota, la «comunidad» empresarial y financiera se lanzó a una juerga de ataques y fusiones, casi todas improductivas, estériles, asociales, pero decididamente rentables
Leyendo sobre estos jóvenes de Wall Street, criaturas con cara de bebé del momento Reagan, uno siente, casi, una especie de lástima por ellos. Descubiertos en maniobras ilegales, y que al declararse culpables dicen ahora que eran conocidas por los que estaban por arriba en sus empresas, parecen pequeños chivos expiatorios, pequeños alevines que aún no han aprendido lo que los grandes saben: que puedes evadir la ley sin romperla o puedes hacerte con un fajo mientras permanezcas a este lado de la ley ya que, después de todo, es tu tipo de ley.
Un psiquiatra, Samuel Klagsbrun, que trata «a muchos abogados que se ocupan de fusiones y adquisiciones», dice que para estas personas «los negocios son Dios» (Wall Street Journal, 2 de junio de 1986). Un joven consultor financiero informa que todos «parecen querer hacer dinero rápido». Salen al carril izquierdo, ponen el coche a la máxima velocidad y esperan que los frenos no fallen cuando lleguen a la primera curva» (Newsweek, 26 de mayo de 1986).
Y más tranquilamente, Ira Sorkin, el director de la Comisión de Valores y Bolsa de Nueva York, dice: «La codicia no tiene límites. Siempre hay alguien que gana más que tú. La banca de inversión es la nueva mina de oro» (New York Times, 2 de junio de 1986).
Ganando alrededor de un millón de dólares al año, algunos de estos consultores y negociadores viven según una escala de valores que no puede sino repeler a los americanos que aún conservan algo de los valores que animan a la república. Aquí está Hamilton James, treinta y cinco años, de la empresa Donaldson Lufkin, que se lleva más de un millón al año pero dice que «si nosotros [su familia] queremos un cuarto librería y una habitación [¿querrá decir un apartamento?] para una chica de servicio, le podría costar un par de millones de dólares. Si es algo elegante, cuatro o cinco millones» (Wall Street Journal, 2 de junio, 1986). ¿Alguna apuesta sobre lo que le pagará a la chica de servicio?
Nada de esto es nuevo. Antes estaban Drew y Fisk, Morgan y Rockefeller en los días de y después de los capitanes de industria. Estaban los chicos del escándalo de Teapot Dome. Estaba Calvin Coolidge, quien declaró: «El negocio de América son los negocios». Estaba Charlie Wilson, que dijo: «Lo que es bueno para General Motors es bueno para los Estados Unidos». Sin embargo, algo es nuevo, al menos por los años que han pasado desde 1933, y esto es la sanción social y moral que el reaganismo ha dado al espíritu de codicia. La administración Reagan no «ha causado» los chanchullos de Wall Street que he mencionado; el mismo Reagan no necesita decir, como Richard Nixon, «Yo no soy un ladrón», ya que nadie supone que lo sea; pero la orientación de su política, el tono de su retórica, las señales de su respuesta han permitido, de hecho han animado, la atmósfera de codicia.
Hace unos años nuestros héroes nacionales eran personas como Jonas Salk, Martin Luther King o Walter Reuther3. Ahora es un gerente industrial como Lee Iacocca, famoso por el Ford Pinto, cuyo libro enseña, se supone que incluso a los imbéciles, cómo convertirse en millonarios. Iacocca protagoniza un anuncio de televisión que articula maravillosamente el espíritu de la época: atraviesa a zancadas una fábrica con estilo heroico, resaltando las virtudes de su producto, mientras que tras él sigue un grupo de trabajadores del automóvil, mudos y alegres, felices con la beneficencia de Lee el Primero.
La atracción de una América anterior, o las corrupciones de la nostalgia. Ya sea intuitivamente o por cálculo, los reaganianos comprendieron cuán profundamente la imaginación colectiva de este país respondía a las «imágenes» de una América anterior, a menudo mítica: «imágenes» de pequeños pueblos, sólidas virtudes personales, estabilidad familiar y robustos jóvenes que cultivaban sus propias granjas. Cuantas «imágenes» de este tipo menos tengan que ver con la realidad social, mayor es su atractivo, ya que obviamente es más agradable reflexionar sobre la América de Franklin y Jefferson que sobre la de Exxon e IBM. Y mientras buena parte de esta nostalgia pastoral es manipulada por los charlatanes políticos, que aparentemente han aprendido algo de los anuncios de los cigarrillos Marlboro y la cerveza Busch, hay todavía, es importante recordarlo, algo auténtico del que se aprovechan, un recuerdo bonito y endulzado, pero un recuerdo genuino, no obstante.
Los reaganianos comprendieron cuán profundamente la imaginación colectiva de este país respondía a las «imágenes» de una América anterior, a menudo mítica: «imágenes» de pequeños pueblos, sólidas virtudes personales, estabilidad familiar y robustos jóvenes que cultivaban sus propias granjas
Sacudidos por el Watergate, la guerra de Vietnam y los excesos contraculturales de finales de los años 60, muchos estadounidenses han llegado a anhelar el retorno a los «valores tradicionales», incluso si ese retorno estaba siendo patrocinado políticamente por una clase de nuevos ricos que aspiraba sobre todo al consumo ostentoso. En cualquier caso, ahora estamos pagando el burdo antiamericanismo, la irresponsable burla y quema de banderas que marcó una buena parte de la contracultura a finales de la década de 1960. Estamos pagando por su insensibilidad al discurso y al sentimiento autóctono, una insensibilidad que, extrañamente, es ella misma parte de la tradición americana. Gran parte de la reacción de los reaganianos, aunque se ha traducido en políticas socioeconómicas concretas, se basó en impresiones de agravio que así eran sentidas por personas que no eran necesariamente ni reaccionarias ni conservadoras. Estos sentimientos fueron explotados hábilmente; muchos de nosotros en la izquierda subestimamos bastante el poder de las apelaciones vagas y encantadoras a la «tradición», así como advertimos también, sin mucho éxito, que las jaranas de «los jóvenes» a finales de la década de 1960 serían pagadas más tarde por los trabajadores, los pobres, las mujeres y las minorías.
Vivimos en una situación curiosamente mixta. Por un lado, una pasividad controlada, la sumisión a los titulares de la televisión, la aparente indiferencia al sufrimiento social, las argucias políticas, y un insulso presidente, los supuestos elementos de una «sociedad de masas». Por otro lado, nuevos y potentes movimientos populares que movilizan a segmentos de la población anteriormente silenciosos para luchar por temas como el aborto, la oración en las escuelas, la pena de muerte, etc. Tales movimientos son difícilmente síntomas de una «sociedad de masas»; representan una astuta apropiación por la derecha de métodos y energías con las que el movimiento obrero y los liberales ayudaron a crear un (especie de) estado de bienestar.
El fundamentalismo es bastante familiar en la historia americana, pero la energía política y la virulencia moral que lo caracterizan hoy en día pueden ser una verdadera novedad. Cuando se alinean con la pasión religiosa y se lanzan como agentes de los valores tradicionales, la política de derecha adquiere una fuerza formidable…
Nostalgia bucólica, apelaciones individualistas, valores tradicionales, fervor religioso… los reaganianos han podido recomponer la mezcla de todo esto en una corriente de sentimiento colectivo. Y hasta cierto punto ha funcionado: muchos americanos «experimentan un sentimiento mejor acerca de su país», aunque solo sea porque tengan un presidente que les dice lo que desean escuchar. Una razón por la que esta estafa intelectual ha funcionado es que hasta ahora, quizás con la excepción de Mario Cuomo, ningún líder político de la oposición ha captado emocionalmente el poder del discurso y del símbolo autóctono. Si, como creo, estamos pagando por la irresponsabilidad de la izquierda contracultural, también estamos pagando por la desecación del liberalismo, que en la figura de Jimmy Carter se redujo a un código tecnológico.
Sería insensato intentar en unas pocas páginas tratar de ordenar los muchos hilos del individualismo americano, que sigue siendo uno de los componentes más fuertes del mito y la creencia nacional. Los reaganianos se reclaman de esta tradición: hay una clara línea genealógica desde un corrupto y tardío emersonianismo hasta un » feroz individualismo » de Herbert Hoover y el «individualismo posesivo» de hoy en día (poseer: aprovecharse)4. Pero la derecha no tiene una base histórica para reivindicar la exclusividad de la tradición individualista americana. En realidad, no hay una sola tradición; sólo hay un entrelazamiento de muchos elementos de manera compleja, confusa y a menudo contradictoria. Si bien el individualismo se ha utilizado a menudo para justificar la depredación económica, también ha servido de apoyo a los críticos sociales que se han enfrentado solos y de forma independiente al gobierno y a las muchedumbres, desde la guerra de México hasta la de Vietnam. Lo triste es que, por falta de voluntad e imaginación, se ha permitido que el discurso y los símbolos del individualismo caigan en manos de la derecha.
El poder de la ideología (o: en América con poco se hace mucho). El eslogan más efectivo de Reagan ha sido «Quitémonos el gobierno de encima». Apela a los norteamericanos que transfieren sus frustraciones a «los burócratas». Apela a los norteamericanos cuyos pequeños negocios han sido exprimidos o destruidos por competidores gigantescos. Apela a los estadounidenses desconcertados por la manía de las fusiones, conocida en otro tiempo como concentración de capital. Pero, sobre todo, apela a los ejecutivos y gerentes del Big Business cuyas instituciones fueron rescatadas de un probable colapso por el estado de bienestar pero que nunca se reconciliaron con los agentes de su rescate, y que ahora se sienten libres para soltar su anhelo por los buenos viejos tiempos del » feroz individualismo » y de las actividades antisindicales.
La gente sensata sabe que hablar acerca de sacar al gobierno de la vida económica no ha llevado a una disminución significativa de la intervención del gobierno en la economía. De hecho, no podría. Sólo ha cambiado, en una dirección reaccionaria, el carácter social y los objetivos de la intervención del gobierno. Las políticas de la Reserva Federal constituyen la mayor intervención en la vida económica. La disposición del gobierno federal para rescatar a Lockheed, Chrysler y Penn Central es una intervención tan decisiva como un programa, si lo hubiera, para ayudar a los granjeros en bancarrota o crear trabajos para los desempleados. Como observa acerbamente John Kenneth Galbraith, «el Senador Jesse Helms está firme y retóricamente a favor del libre mercado pero a la vez de un sistema de cuotas y licencias excepcionalmente riguroso para los productores de tabaco (o propietarios de tierras) que ayudan a asegurar su elección» (New York Review of Books, 26 de junio de 1986).
Presentar la idea de «quitarnos el gobierno de encima», aunque ello fuera necesario, no es suficiente. Porque la ideología detrás de tal discurso habla de realidades evidentes: la visible burocratización de las grandes instituciones, sean corporaciones privadas o sectores del Estado
De una cosa podemos estar seguros: la interpenetración entre estado y sociedad, gobierno y economía es un hecho ineludible de la vida moderna. Los conservadores serios saben esto. El Subsecretario del Tesoro, Richard Darman, dice en un momento de franqueza: «Hemos estado en el negocio de la planificación económica el mismo tiempo que hemos estado en el negocio de la política práctica» (New Republic, 5 de mayo de 1986). La única cuestión, aunque es la gran cuestión, es si el papel económico del gobierno será progresivo o regresivo.
Presentar la idea de «quitarnos el gobierno de encima», aunque ello fuera necesario, no es suficiente. Porque la ideología detrás de tal discurso habla de realidades evidentes: la visible burocratización de las grandes instituciones, sean corporaciones privadas o sectores del Estado. Pero esta ideología no habla con honestidad ni con realismo de estos hechos de la vida moderna. Sin embargo, especialmente cuando se fusiona con la nostalgia del individualismo americano, este gambito ideológico llega a ser efectivo, al menos hasta que la crisis lo ponga a prueba –¿qué puede decir sobre la creciente pobreza incluso en estos años de auge? – o bien se someta a la prueba de la práctica engañosa –¿qué credibilidad merece la retórica de «libre mercado» de un Jesse Helms cuando se contrapone a su insistencia en recibir los privilegios gubernamentales para su circunscripción tabacalera?
La ideología del reclamado laissez-faire está provocando una «carrera» en algunas partes del mundo industrializado, especialmente debido a las insuficiencias socialdemócratas y liberales, aunque sólo en los Estados Unidos y Gran Bretaña ha tenido un modesto éxito económico. La batalla entre los defensores y adversarios del estado de bienestar —que, nos guste o no, es hoy en día asunto de mayor urgencia política que una abstracta contraposición entre capitalismo y socialismo— continuará hasta el final de este siglo. Pero mientras tanto hay algunas nuevas enfoques ideológicos.
Las grandes empresas han descubierto la importancia de las ideas, o al menos la manipulación de las ideas. Hace unos nueve o diez años leí, en uno de esos anuncios institucionales que las empresas publican en la página de opinión del New York Times, una cita del crítico literario Lionel Trilling. Me pareció un punto de inflexión en la vida intelectual, o al menos en nuestras relaciones públicas, viniendo sólo unos pocos años después de que algunos escritores proclamaran «el fin de la ideología». En la última década, bajo la astuta tutela de los intelectuales neoconservadores –que brindan sus pensamientos a las grandes corporaciones, aunque no de forma gratuita– la América empresarial ha descubierto el uso pragmático de la ideología, la importancia de entrar en el debate intelectual, y consecuentemente ha vertido millones en fundaciones, revistas, conferencias. Mobil y Exxon, alquilando aparentemente las páginas de Public Interest, ofrecen pomposos ensayos sobre economía política; la casa de inversiones Shearson Lehman muestran rápidas informaciones en la televisión sobre las virtudes del capitalismo. El mérito de haber incitado a las corporaciones a la batalla ideológica debe atribuirse en parte a Irving Kristol, que se ha convertido en una especie de intermediario de trastienda entre las grandes empresas y el Partido Republicano por un lado y los intelectuales disponibles por el otro. Kristol Ha enseñado a los empresarios americanos, al menos a algunos de ellos, la lección elemental de que la lucha social tiene lugar, quizás más que nada, en la cabeza de las personas y que al igual que dejar caer algún cambio en los programas culturales de la radiotelevisión pública ayuda a crear un «aura», del mismo modo los intereses de la comunidad empresarial pueden ser tenidos en cuenta subvencionando revistas como New Criterion y Public Interest, así como la red de institutos, comités, fundaciones y revistas en las que los neoconservadores se mueven.
Hay veces, sin embargo, en que nuestros líderes corporativos olvidan todo el parloteo sobre la responsabilidad social y caen en la pura verdad. Como John Akers, jefe ejecutivo de IBM, hablando sobre la desinversión en Sudáfrica: «Si elegimos irnos, será una decisión comercial… No estamos en los negocios para llevar a cabo una actividad moral. No estamos en los negocios para llevar a cabo una acción socialmente responsable. Estamos en los negocios para llevar a cabo un negocio» (New York Times, 23 de abril de 1986). Uno casi puede oír a Kristol protestando suavemente: Sí, sí, John, pero ¿tienes que decirlo?
El grito de guerra del chovinismo. Aprovechando astutamente una reacción popular contra el antiamericanismo a menudo vulgar y sin sentido de finales de los años 60, la administración Reagan ha logrado en parte borrar los recuerdos de la desastrosa y destructiva intervención estadounidense en Vietnam. Se ha programado un nuevo espíritu nacional. Está simbolizado, mitad en el mito, mitad en la parodia, por Rambo. Se ha expresado en las manifestaciones antideportivas de las Olimpiadas de Los Ángeles. Se encarna, más concretamente, en la indefendible política reaganiana de intervención en Nicaragua. Y se eleva a un nivel de locura en el programa Guerra de las Galaxias (que E. P. Thompson ha descrito sagazmente como un ejemplo del «individualismo» americano llevado a la locura… el vaquero solitario ascendiendo ahora a los cielos para limpiarlos de cuatreros). Este nuevo espíritu nacional se basa en dos emociones contradictorias sostenidas con igual intensidad: primero, todos han estado maltratando a la pobrecita América; y segundo, somos el país más fuerte del mundo (como se demostró de una vez por todas en Granada) y vamos a enderezar las cosas, aunque tengamos que llamar a John Wayne para que ayude a Ron.
2.
Una consecuencia de estas transformaciones en el discurso público ha sido la degradación en el tono social de la vida americana, la consistencia de los sentimientos compartidos, los tácitos impulsos y prejuicios. Sobre tales cosas uno sólo puede hablar de impresiones, pero todos las constatamos. Nos sacan de quicio. Estamos viviendo un momento de gran pequeñez moral, una coagulación de la generosidad, un colapso del idealismo. No quiero sugerir que la mayoría de los estadounidenses comunes y corrientes se hayan convertido en moralmente malos, por supuesto que no; sólo que los estilos morales, los tonos del discurso y las cualidades simbólicas con que la administración Reagan y sus periodistas y aliados intelectuales alientan son desabridos y crueles, a veces francamente mezquinos.
¿De qué otra forma se explica la disposición de un consultor de treinta y cinco años para decir públicamente que añadir «una biblioteca y una habitación para la chica de servicio” equivaldría a cuatro o cinco millones de dólares, y esto en un momento en que miles de neoyorquinos no tenía casas el pasado invierno? Este tipo, en una época anterior, podría haber pensado lo mismo pero habría sido bastante cauteloso o tendría más vergüenza para decirlo. Ahora, en la era Reagan, esto es aceptable. No hay otra explicación para el caso de que alguien como Ed Koch puede ganarse el favor a través de un sonriente doble lenguaje que muestra a la gente que está delante de la tele cómo menospreciar a los negros sin decirlo5.
Vivir bajo una administración en la que figuran notables como James Watt y Rita Lavelle6; en la que el fiscal general declara que la pobreza en América es una mera «anécdota», y el propio presidente (ignorando la evidencia masiva, parte de ella acumulada por su propia administración) anuncia que la gente pasa hambre en América sólo porque carece de información sobre cómo obtener ayuda; en la que el jefe de la Comisión de Derechos Civiles es en parte el Tío Tom y en parte, parece, un charlatán; en la que el presidente se atreve a comparar a los contra somocistas nicaragüenses, algunos de ellos asesinos probados, con Washington y Jefferson; todo ello es recordar de nuevo la fuerza de la sentencia de Brecht sobre otro (aún más) tiempo maldito: «El que ríe aún no ha escuchado las terribles novedades».
El tono favorito de mundana, o a veces machista, indiferencia ante la difícil situación de los desempleados y los sin techo atraviesa todo el espectro de la gente en el poder y sus aliados intelectuales. Las sensibilidades de las élites del país, las que hacen política y forman la opinión, se endurecen. Lo vemos en el sistemático rechazo de la administración Reagan incluso para plantearse programas que proporcionarían puestos de trabajo para los parados; en el constante deterioro de las normas de seguridad laboral determinadas por la OSHA [Agencia Federal para la Seguridad y la Salud en el Empleo] en las fábricas; en el desdén que impregna la política oficial hacia negros; en los constantes esfuerzos de la división de derechos civiles del Departamento de Justicia para sabotear la acción afirmativa en ese terreno; en la rendición del gobierno municipal de Koch en Nueva York ante los promotores de lujo; en la admiración mostrada hacia un pistolero como Bernhard Goetz; en el mero hecho de que un papelucho como el New York Post pueda sobrevivir.
3.
¿Cómo es de profundo y duradero este cambio en el sentimiento público? ¿Continuará este giro hacia la derecha después de Reagan? De hecho, ¿hay un giro a la derecha? Un no muy profundo artículo en el Atlantic (mayo de 1986) argumenta que tal giro no se ha producido. Sus autores, Thomas Ferguson y Joel Rogers, presentan una serie de resultados de encuestas que muestran que la mayoría de los encuestados todavía están a favor de muchos de los programas asociados con el liberalismo. ¿Cómo entonces, se preguntará usted, se las arregló Reagan para ser reelegido? Muy simple, concluyen nuestros autores: la situación económica mejoró y la mayoría de la gente vota con sus bolsillos.
Para muchos americanos el atractivo de Reagan y al menos algo de lo que representa tuvo más fuerza que el apego a las medidas del estado de bienestar. Y eso parece significar un cambio a la derecha, ¿o no?
Esto sería reconfortante si fuera cierto, pero como mínimo exige una complicación. Si la mayoría de los estadounidenses están a favor de las medidas liberales, pero la mayoría de los votantes eligieron a Reagan, ¿no sugiere esto que el atractivo del presidente y sus lemas era más profundo, más revelador que cualquier (quizás desvanecido o residual o formal) apego a los programas liberales? Las encuestas no miden la intensidad del compromiso, ni cuál entre dos conjuntos de opiniones confluyentes celebradas simultáneamente puede ser la más fuerte. Evidentemente, para muchos americanos el atractivo de Reagan y al menos algo de lo que representa tuvo más fuerza que el apego a las medidas del estado de bienestar. Y eso parece significar un cambio a la derecha, ¿o no?
No pretendo saber cuán fuerte o duradero será este cambio. Sólo hay que mirar el estilo de opinión dominante en el Partido Demócrata para ver que el giro hacia la derecha ha superado a los que se supone que se resisten a él. (La palabra clave es «pragmático».) El mismo tono de la oposición, el que adoptan los líderes demócratas, muestra una clara evidencia de que los reaganianos han logrado fijar los términos del debate. Las propuestas liberales son virtualmente invisibles en la cúpula demócrata. ¿Cuándo fue la última vez que el Senador Ted Kennedy se pronunció a favor de su proyecto de ley de salud nacional que presentó una vez? ¿O cuál de los principales exponentes demócratas ha recordado la Ley de Pleno Empleo Humphrey-Hawkins? Aparte de su respuesta a la escandalosa sugerencia de Reagan sobre la cancelación del SALT II7, la postura de los dirigentes demócratas es defensiva o, peor aún, aquiescente, como cuando el senador Bill Bradley vota por la ayuda a los contras nicaragüenses.
4.
Pocas cosas sobre la condición nacional son más deprimentes que el colapso del liberalismo americano. Recordar el famoso comentario de Lionel Trilling de los años 50 —que en América el liberalismo es la única tradición política viable— es retroceder a otro mundo. Ante la victoria de los reaganianos, el colapso organizativo e ideológico del liberalismo americano ha sido asombroso. Casi ningún político se atreve a reconocerse como liberal, ya que la palabra misma ha llegado a parecer una desventaja política.
Se sigue oyendo en ocasiones a los más antiguos portavoces intelectuales del liberalismo, como Arthur Schlesinger Jr. y John Kenneth Galbraith, pero es comprensible que se hayan dedicado a escribir sus propios libros y tal vez, de nuevo es comprensible, están cansados de polemizar. Schlesinger propone una teoría consoladora, consoladora si fuera cierta, sobre la periodicidad de la política americana, según la cual el próximo giro del péndulo nos devolverá felizmente al liberalismo. (pero ¿por qué debe el péndulo seguir oscilando?). Galbraith dirige sus ingeniosos e irónicos dardos contra la Reaganómic, pero con un hastío del mundo que parece desesperado por volver a asestar un golpe del que se hable. En cuanto a otros analistas sociales que defienden las medidas y los valores liberales –escritores como Robert Kuttner, Barbara Ehrenreich, Michael Harrington, Robert Reich, Jeff Faux, entre otros–, son en su mayoría portavoces de la izquierda democrática que se ha visto obligada, en estos tiempos difíciles, a tomar el relevo del liberalismo. Lo que podría llamarse la corriente dominante del liberalismo parece bastante incapaz de atraer a nuevos e inteligentes defensores que puedan hablar a un público más allá de los límites de la academia.
¿Por qué, se pregunta uno, ha sufrido el liberalismo americano un declive tan severo? Que hubiera habido pérdidas; que la tripulación habitual de oportunistas desertara; que los veteranos se cansaran y se apartaran, todo era de esperar. Pero ¿una derrota tan absoluta? ¿Es posible, como han dicho algunos escritores de la izquierda sectaria, que el liberalismo en América se haya «agotado»? Una respuesta completa a esta pregunta tendrá que esperar a otras, pero permítanme aquí señalar algunas posibles causas que explicarían el desdichado estado del liberalismo americano.
Fundamentalmente, sugeriría, hemos sido testigos de la completa pero inevitable desintegración que afecta a todo partido o movimiento que ha mantenido el poder durante mucho tiempo. El éxito engendra complacencia, torpeza y corrupción, y estos a su vez hacen que sea imposible ver, y mucho menos confrontar, los problemas creados por el éxito. Mientras la economía americana estaba en expansión y las recetas de la economía keynesiana funcionaban más o menos bien, el liberalismo del New Deal y sus ramificaciones podían conservar la vitalidad. Pero una vez que tuvieron que enfrentarse a problemas que ya no tenían solución a través de las convencionales medidas del New Deal –problemas como la guerra de Vietnam, los estallidos del tercer mundo (Irán), la transformación radical de la economía mundial, las nuevas técnicas productivas, la inflación, etc.– el liberalismo se vino abajo. Había llegado la hora de políticas de sesgo socialdemócrata, pero a éstas no se acercaría un liberalismo cada vez más inseguro. Las comodidades de la administración, los temores de los innovadores de ayer ante los riesgos de las innovaciones de mañana, todo ello incapacitaba al liberalismo americano.
¿Por qué, se pregunta uno, ha sufrido el liberalismo americano un declive tan severo? Que hubiera habido pérdidas; que la tripulación habitual de oportunistas desertara; que los veteranos se cansaran y se apartaran, todo era de esperar. Pero ¿una derrota tan absoluta? ¿Es posible, como han dicho algunos escritores de la izquierda sectaria, que el liberalismo en América se haya «agotado»?
Mientras que en los años treinta el liberalismo se basaba, al menos en una parte, en movimientos de masas, particularmente los sindicatos, y podía reivindicar un amplio sufragio popular, en los años setenta se había reducido a un aparato electoral o a una «clase política» que se fue desarrollando con los años y demasiado a gusto consigo misma y con las ideas recibidas. Por el contrario, debe decirse honestamente, al menos algunos conservadores trataron de comprometerse con un pensamiento programático, especulando en sus nuevos think tanks sobre los problemas y contradicciones, algunas contingentes pero otras tal vez fundamentales, del estado de bienestar en una economía capitalista. (Que el estado de bienestar pudiera tener contradicciones inherentes era una idea que rara vez, si acaso, surgía en el pensamiento liberal). Después de un tiempo, los otrora mágicos nombres de Roosevelt y Kennedy perdieron su glamour; aparecieron nuevas generaciones que tenían poco interés en el pasado y menos capacidad de memoria. El liberalismo, alguna vez y ocasionalmente ligado a la insurgencia social, ahora se identificaba con un problemático status quo: un gobierno que nos había arrastrado a una guerra indefendible en Vietnam y que a mediados de la década de 1970 se encontraba con dificultades económicas (estancamiento, desempleo) para las que no conocía ningún remedio.
La burocratización del liberalismo, tal vez un inevitable costo de su éxito, significó también que pasó a depender cada vez más de la intervención del poder judicial, especialmente en asuntos tan difíciles como el transporte escolar antidiscriminatorio; y esto también contribuyó al declive de su base popular. A medida que el liberalismo perdía su carga de energía innovadora, el movimiento conservador se apropiaba de muchas de las técnicas que el liberalismo había usado antes, en días más heroicos. Lo que los conservadores se comprometieron ahora a hacer, y en parte han tenido éxito, fue construir grupos de apoyo popular articulados.
Con la victoria de Jimmy Carter en 1976, se aceleró la desintegración del liberalismo americano. Una tradición que en el pasado se había basado, al menos en parte, en el idealismo social y el compromiso popular, ahora se había reducido a la perspectiva de un inteligente tecnócrata. Mientras los politólogos celebraban el ascenso del «pragmatismo» (un término que alivia a muchas personas de la necesidad de pensar), otro triunfo estaba preparándose, el de los reaganianos ideológicamente estimulados.
Bueno, así pues, ¿está el liberalismo «agotado» –no de momento sino históricamente, definitivamente? ¿Está siendo barrido del escenario histórico, como dogmáticos de la derecha y la izquierda afirman alegremente? Si es así, la situación de la izquierda americana, que es ya bastante precaria, es mucho peor de lo que podríamos suponer, porque la lección de historia americana nos enseña que la izquierda en América florece sobre todo durante los tiempos en que florece el liberalismo. En cualquier caso, es claramente probable que un colapso del liberalismo beneficiará a la derecha más que a la izquierda.
La situación de la izquierda americana, que es ya bastante precaria, es mucho peor de lo que podríamos suponer, porque la lección de historia americana nos enseña que la izquierda en América florece sobre todo durante los tiempos en que florece el liberalismo
Debemos ser escépticos sobre las teorías del «agotamiento» del liberalismo, aunque sólo sea porque tienen un vergonzoso parecido con las dudosas teorías anteriores sobre el «colapso inevitable» del capitalismo. El liberalismo americano en el mejor de los casos tiene una rica tradición: una visión del mundo dirigida a la libertad política, a formas de vida pluralistas y a programas para el cambio social. Este liberalismo ha visto tiempos malos, pero se encontró a sí mismo de nuevo; algunas de sus principales figuras cedieron a tratos chapuceros, otras se mantuvieron firmes en sus principios. En un mal estado ahora mismo, podría recuperar la fuerza si tuviera que enfrentarse a problemas socioeconómicos más complejos, y que requieren respuestas más radicales que las de la era del New Deal. Ni el éxito ni el fracaso están predestinados: los hombres y las mujeres siguen todavía haciendo su historia, al menos parte de ella.
5.
Crítica y más crítica, esta es lo que demanda el momento, lo que se demanda para el mañana. Crítica a una administración que exalta la codicia e ignora la necesidad. Crítica al chovinismo militar. Crítica a todos aquellos que, en nombre de un igualdad abstracta, niegan a los negros avanzar unos pocos pasos hacia la igualdad a través de la acción afirmativa. Crítica a todo trato o acuerdo con dictaduras autoritarias. Y crítica a “los nuestros”, también, a la lentitud de sectores del movimiento obrero, del colapso de las esperanzas puestas en los socialistas franceses, de la rutina intelectual de gran parte de la socialdemocracia.
No hay que ser socialista para comprometerse con esta actitud crítica. En algunos asuntos, como el medio ambiente, no ser socialista puede incluso hacer que la crítica sea más efectiva. Pero analizar nuestra sociedad desde la perspectiva del socialismo democrático ofrece al menos esta ventaja: permite una crítica profunda de los desequilibrios de riqueza y poder en nuestra sociedad dominada por las grandes empresas, para que podamos ver esos desequilibrios no como meros defectos sino como injusticias incorporadas en la estructura misma de economía capitalista. Tal vez no sea una ventaja en el sentido táctico inmediato, pero sí para el trabajo intelectual serio.
Incluso si la actitud crítica no es tan “fundamental” como nos gustaría, tiene que ser oída. Dejemos que la gente con voluntad, los trabajadores con buen talante y sin fanatismo, sigan diciendo: «Esto no es lo que suponíamos que es América, no es así como los seres humanos deben vivir».
_________________
Irving Howe (1920-1993). Descendiente en primera generación de judíos emigrados a Nueva York a comienzos del siglo XX, Howe ha sido uno de los influyentes intelectuales judíos neoyorquinos pertenecientes a la izquierda marxista norteamericana. Posteriormente abandonó su militancia partidaria y formó parte de esa intelligentsia de izquierda antidogmática y favorable a amplias alianzas políticas. Fue fundador de Dissent, revista de pensamiento de izquierdas. Es considerado un agudo crítico literario, buen conocedor de la obra de William Faulkner y Sherwood Anderson. Entre sus numerosos libros, sin traducción al castellano, anotamos The American Communist Party: A Critical History, 1919-1957, World of our Fathers: The Journey of the East European Jews to America and the Life They Found and Made
El texto que presentamos fue publicado en 1986 y reeditado en el libro A voice Still Heard: Selected Essays of Irving Howe, Yale University Press, 2015. Traducción de J.A.M.
NOTAS
1.- El término liberalismo a la manera norteamericana se refiere a esa concepción política de respeto a las libertades del individuo combinado con la justicia social y la economía mixta. Refleja, por tanto, una mentalidad de izquierda. Un liberal norteamericano sería algo parecido a un socialdemócrata europeo. El lector puede ampliar esta interpretación leyendo el artículo de Robert Walzer A lo mejor eres liberal y ni siquiera lo sabes (El País, 30 agosto 2020) [NdelT]. [^]
2.- J.R. es un personaje ficticio de la serie Dallas, emitida en la CBS entre 1978 y 1991; caracterizado por su afán desmedido de poder y carencia de escrúpulos en los negocios. Michael Keith Deaver fue miembro del personal de la Casa Blanca del presidente Ronald Reagan como subjefe de gabinete de la Casa Blanca bajo James Baker III y Donald Regan desde enero de 1981 hasta mayo de 1985. [^]
3.- Jonas Edward Salk fue un investigador médico y virólogo estadounidense, principalmente reconocido por su aporte a la vacuna contra la poliomielitis. Martin Luther King fue un activista en la lucha por los derechos civiles de los negros. Walter Philip Reuther fue un líder sindical estadounidense y de derechos civiles. Convirtió a la UAW United Automobile Workers en uno de los sindicatos más progresistas de la historia de Estados Unidos. [^]
4.- Emersonianismo: término referido a la doctrina de Ralph Waldo Emerson (1803 -1882). [^]
5.- Ed Koch fue alcalde de Nueva York entre 1978 y 1989. [^]
6.- James Watt fue Secretario de Interior en el Gabinete Reagan entre 1981 y 1983. Rita Lavelle fue una política republicana. En 1984, Lavelle fue condenada por cargos federales de perjurio relacionados con una investigación sobre el uso indebido del dinero de la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos. [^]
7.- El Tratado sobre Misiles Anti-Balísticos o Tratado ABM fue un acuerdo entre los Estados Unidos y la Unión Soviética para limitar el número de sistemas de misiles antibalísticos (ABM) utilizados para defender ciertos lugares contra misiles con carga nuclear. El 26 de mayo de 1972 el presidente estadounidense Richard Nixon y el secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética, Leonid Brézhnev, firmaron este tratado, que estuvo en vigor durante 30 años, hasta 2002. El 13 de junio de 2002, seis meses después de anunciarlo, los Estados Unidos se retiraron del acuerdo. [^]