Por Mario Amadas
Y ¿por qué querría una empresa ejercer tanto control sobre las bases? ¿Por qué esa estratificación de la jerarquía? ¿Hay necesidad de tanto carguito intermedio? ¿De tanto encargadillo menor? ¿Es realmente útil que estos cargos –que son intermediarios– hablen por ti lo que podrías hablar tú directamente con quien tuvieras que hablar? ¿Todos estos cargos cumplen con alguna necesidad real, o son necesidades inventadas para justificar su existencia y aumentar esa estratificación de la jerarquía y por tanto el peso sobre las bases?
La intermediación es absurda y así lo vemos en nuestros trabajos: se entorpece el mensaje como en el conocido juego del teléfono, en el que, sentado en corro, tenías que susurrarle una palabra al de al lado y así hasta completar el círculo y a veces la palabra original llegaba intacta hasta el final del recorrido y otras muchas veces, en cambio, no. La intermediación enrarece la palabra y entorpece la comunicación: eso está claro. Pero además fortalece una estructura de poder, que es la vertical de la empresa y los ejércitos y las iglesias dictadoras.
«Y ¿por qué querría una empresa ejercer tanto control sobre las bases? ¿Por qué esa estratificación de la jerarquía? ¿Hay necesidad de tanto carguito intermedio?»
Ejemplo: sugieres una mejora a tu responsable. Que habla a su vez con el suyo (sabiendo de antemano la respuesta). Que toma una decisión hablando con otro cargo que está en otra ciudad y al que tú ni le suenas. Se lo comunican a tu responsable. Que te lo comunica a ti oficialmente en un correo (mal redactado). Eso es torpeza e ineficiencia (y por lo tanto absurdo).
Pero lo macabro es el significado que hay detrás: y es que tú, que estás en la base, no puedas hablar directamente con quien sería razonable que hablaras porque tienes que pasar por esos cargos que deciden por ti. Esta torpe manera de hacer es la que al poder le va bien. Los cargos estratificados la necesitan. Fuera de eso, su existencia no tiene sentido. Cargos que están ahí sólo para que se pase por ellos. Es una existencia que se justifica en sí misma. Y por eso ya no es sólo que la comunicación así sea peor. Es que esto crea una columna de jerarquías que intimida, que de sólo mirarla ya te coge vértigo e imposibilita la acción. O eso nos hace creer.
Un apunte al azar de una lectura reciente, que viene a cuento: sobre esa acumulación de cargos, esa superposición de egos con minucias de poder que curan a los acomplejados de su poquedad humana, escribió el historiador Marcus Rediker, en Entre el deber y el motín. Lucha de clases en mar abierto, que, en alta mar, aun sin tener, claro, el poder del capitán, estos carguitos en la marina mercante del siglo XVIII “ejercían un dominio concreto y considerable sobre la tripulación”.
Ya vemos que no ha cambiado nada esta realidad con el paso de los siglos ni las profesiones. No estamos mucho mejor que entonces, en este sentido.
Aunque no hagas nada más que ir a trabajar y hacer todo lo que se espera de ti, acabas notando esa presión porque todo está encaminado para que la notes. Llegará un momento en que te toparás con un procedimiento inamovible, con una vía de comunicación que tendrás que acatar, o te harán un comentario –siempre por tu bien– que te haga ver lo mal que has hecho algo, las terribles consecuencias de tu error, y esa columna caerá con todo su peso sobre ti y sobre tu futuro porque ya no irás a trabajar como siempre sino con el recuerdo y la advertencia de que hay algo, una estructura que te engloba, que te vigila y que espera ciertas cosas de ti. Que te puede modelar.
«una columna de jerarquías que intimida, que de sólo mirarla ya te coge vértigo e imposibilita la acción. O eso nos hace creer.»
Eso es el creciente peso que notas en los hombros.
Y ¿por qué creen las jerarquías, la cúpula de la autoridad final, que necesitan instaurar ese control, esa dominación? Por algo que ya he mencionado en otros artículos escritos para Pasos a la izquierda: miedo a perder el control, claro. Y tienen miedo porque son una minoría y saben que, si las bases se organizan, el poder estará con ellas y podrán limitar o regular el desembridado poder de las cúpulas, y por eso van sumando capas de cargos y cargos intermedios para que, como bloques de hormigón amontonados, ejerzan su presión sobre las bases. Pero lo que hay que tener en cuenta es que nosotros, como bases que somos, tenemos el poder. Sólo tenemos que darnos cuenta de ello y organizarnos.
«Y la tarea de todo el mundo es, primero, darse cuenta de que, como hormigas, tenemos la capacidad transformadora de quienes saben organizarse, y de que ahí, es decir, en nosotros, está el poder de cambio real y de que sí tenemos boca. Lo que no hay es oídos que quieran escuchar».
Desde las alturas de la jerarquía la base se ve insignificante y desenfocada como el errático (pero divertido) andar de las hormigas. Esas mismas hormigas que, organizadas, construyen obras de ingeniería admirable y son capaces de levantar, en equipo, pesos tantísimas veces superiores al suyo. Para prevenir estas espantosas posibilidades, esta posible brecha en su poder, a la cúpula le basta con aprovechar la velocidad a la que caen los objetos para lanzarle a las bases el recordatorio de todos los escalones que les separan, y dejar que el miedo coja velocidad y efectividad y selle a todo el mundo en su sitio, obediente y calladito. Cuando ves esa columna de jerarquía construida a base de carguitos intermedios por los que tienes que pasar para decir una palabra o, peor, hacer una pregunta, se te quitan las ganas y acatas y pronto llegan la amargura y la desesperación.
Las bases tendrán la oportunidad de sentir lo que decía aquel escalofriante cuento de Harlan Ellison: “[n]o tengo boca, pero necesito gritar». La victoria de esas jerarquías empresariales es que no tienen que convencer a quienes trabajan de que son hormigas ni convencerles de que no tienen boca por mucho que necesiten gritar: es la propia dinámica laboral, la mera existencia de cargos sobre cargos la que, subrepticiamente, instaura en las mentes trabajadoras la idea de que hablar no sirve, de que hablar es peligroso. De que no se puede hablar.
Y la tarea de todo el mundo es, primero, darse cuenta de que, como hormigas, tenemos la capacidad transformadora de quienes saben organizarse, y de que ahí, es decir, en nosotros, está el poder de cambio real y de que sí tenemos boca. Lo que no hay es oídos que quieran escuchar.
El sometimiento de las bases: ese es el objetivo de quienes tienen el poder de decidir. Pero como nuestra imagen nos acaba identificando en sociedad, o, por decirlo como Proust, “nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás”, para no proyectar una imagen demasiado dictatorial se inventan cargos que parecen necesarios porque se presentan como tal, como auténticamente indispensables, pero que en sí mismos ya son represión. En la Sagrada Familia, en Barcelona, en la fachada del Nacimiento de la calle Marina, hay dos tortugas en la base de unas columnas –que serán el símbolo de lo que quieran en su fantasía religiosa– pero que yo veo como imagen del lento paso del tiempo y como la carga que arrastramos en la vida. Así nosotros y nosotras en el trabajo. Como graníticas tortugas gaudinianas.
Basta con ir sumando cargos en esa columna.
Lo que consigue esa jerarquía es que aceptemos lo inaceptable. Cruzamos el umbral de la empresa en nuestro flamante primer día de trabajo y aceptamos que las cosas, simplemente, son así porque así han sido siempre. Todo está estructurado para que lo percibamos así y para que la simple idea de cambiar un hábito resulte absurda. Pero ante esto sólo se me ocurre recordar la apertura de El camino, de Delibes: “las cosas podrían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”.
La realidad no tiene por qué ser como es.
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Mario Amadas Sainati. Licenciado en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado El día que pase algo (La Máquina, 2021), Brooklyn, después de todo (Ril editores, 2019), Las fechas exactas. Sesenta días en Ghana (Colectivo La máquina, 2023). Publica en diversas revistas como “C” y Culturamas, así como en Pasos a la Izquierda.
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