Por PEDRO JIMÉNEZ MANZORRO
[Este artículo nace de una llamada en la que vibran dos nombres, Javier Aristu y Juan Bosco Díaz de Urmeneta. Esa es la razón por la que se escribe, aun a sabiendas de que ni a uno ni a otro les gustaría lo que a continuación vas a leer: a uno le parecería escueto, excesivo al otro.]
No se trata en esta ocasión del recuerdo de una persona que ha pasado recientemente a la inmortalidad, sino de poner, negro sobre blanco, las líneas maestras de su saber mirar y de su saber hacer. No podría tratar aquí de la visión de Bosco sobre la realidad, puesto que son muchas las conversaciones informales mantenidas a lo largo de décadas: ni él ni el lector ni quien escribe esto vivimos resguardados en frescas tinajas durante decenios. Nos gusta pensar que guardamos las esencias —siempre en tarro pequeño— para hacernos acreedores de la mejor inspección, aunque piense que muchos no nos reconoceríamos — afortunadamente— sino en el culo de la vasija. Esto es especialmente importante entre quienes, como Juan Bosco, han tenido a lo largo de su vida una enorme capacidad de reinventarse (Aristu dixerat) con saltos al vacío o, al menos, a jergones poco mullidos en la no muy generosa ciudad de Sevilla: brillante alumno de los jesuitas destinado a la Iglesia, conciencia social y pirueta a CC.OO., donde traba muchas simpatías, lealtades y amistades que conservará siempre y de ahí a la secretaría provincial del PCE. Este es un viaje en que podemos encontrar cierto rumbo medular, no por escrupulosa elección individual, sino como hombre al servicio de las circunstancias. El gran salto adelante fue su “reinvención civil” en el ayuntamiento de La Algaba, licenciatura y tesis sobre Isaiah Berlin, desempeño de profesor de Estética en la Universidad Hispalense y su labor de crítico de artes plásticas. Un nuevo Bosco que, sin abandonar lo mejor de lo anterior, reconduce su ser y su estar.
Aristóteles afirmó con seguridad, como era normal en él, que “es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada materia en la medida en la que la admite la naturaleza del asunto1”. La máxima, desde luego, engalana a Juan Bosco, que en todo momento nos aparece como un ilustrado. O un regeneracionista. O un institucionista. Una de esas personas que confía en que la extensión del conocimiento y de los saberes tiene, por fuerza, que conseguir un mundo más habitable y una sociedad más justa. Esto, ya lo discutimos, no tiene por qué ser así, pues la nación europea más culta y avanzada científica y tecnológicamente de su época fue la misma Alemania que incubó el nacionalsocialismo. En cualquier caso, ya sabíamos que en el mundo de las ideas no funcionan los automatismos. Bosco, decíamos, es, en cierta medida, un intelectualista moral, pero con una gran conciencia de realidad. De ahí su compromiso feroz con el trabajo —a veces, si quieres que te diga mi verdad, excesivo— leyendo, tomando notas, consultando con este o aquel el objeto de sus impresiones, sus hallazgos o sus investigaciones.
De lo anterior es fácil colegir que Juan Bosco sintiera profundo respeto por quienes de verdad se dedican a la formación y a la enseñanza, a la vez que era muy crítico con aquellos que educan sin pasión, sin complicidad o sin intencionalidad. No es que pensara que maestros y profesores de Primaria, Secundaria o Universidad tuvieran que ser aquellos hussards noirs de la République de Péguy, aunque sí docentes comprometidos, combativos del día a día, sin excentricidades heroicas, pero sabedores de que el futuro de los alumnos —y, por ende, de la sociedad— depende tanto de su formación y puesta al día como de su mirada crítica. Solo pedía un mínimo de honestidad en el trabajo de instruir o en la investigación universitaria, como después hará con los creadores plásticos. Carmen Laffón es para él una artista íntegra porque no ha dejado de trabajar, investigar e innovar en toda su vida. Así el catálogo razonado2 de esta pintora se convierte en summum opus de Bosco, que le dedicó mucho tiempo y esfuerzo.
De la misma manera, en la política. El abandono de una formación política de calidad en los partidos, reconvertida en sosas “escuelas de verano”, cuyo objetivo es llamar la atención de una prensa ensimismada hace imposible la discusión de posiciones verdaderamente enfrentadas. Por ello, se dolía de que el debate se hubiera convertido en la proyección de consignas más o menos felices para arrullar a los propios y desacreditar a los contrarios, mientras la política real quedaba en manos de las fuerzas hegemónicas de la economía y de la tradición. Es, en el fondo, la tragedia de aquella vieja viñeta de Forges en la que el orondo y corpulento señor importante espetaba: “Todos los políticos son iguales”, a lo que un enclenque ciudadano respondía: “Eso es lo que ustedes quisieran”. Al final, si nos despistamos, nos tenemos que aplicar la máxima recalentada de que la vida es eso que pasa mientras otros te la organizan. De ahí, la necesidad, señalada con anterioridad, de despertar las conciencias.
Bosco pensaba que España nunca había tenido la suerte de contar con una derecha democrática de altura. Cuando sus próceres se dieron cuenta de que no corrían peligro tras la muerte del dictador y de que entraban sin dificultad en el juego de gobierno/ oposición empezaron a comportarse como dueños legítimos del Estado, que exigen néctar y sangre cuando no gobiernan, pero no dan ni agua cuando lo administran. Es su orden de las cosas, orden eterno y de tradición, defendido, cuando hace falta, a bufidos. Eso que llamamos Transición, además de los gobiernos de González, habían dejado llagas y amarguras que explican nuestro presente socioeconómico y político. Pero se hizo, bien que mal, lo que se pudo hacer. El ataque populista al pasado reciente, convirtiéndolo en víctima propiciatoria para escurrir el bulto, era injusto y tramposo. Recuerdo que estuvimos muy de acuerdo en que, gracias a los dioses inmortales, quienes todo lo ven y saben, la izquierda real de este país tenía mochila, esa mochila tan denostada por Iglesias Turrión, a quien la cresta de la ola no le ha durado ni dos temporadas.
Creo que el último Bosco tendría infinitas dificultades para definirse como comunista, pero ninguna para aceptar con una sonrisa tal apelativo cuando se lo lanzaban como insulto o descalificación. Sus CC.OO., su PCE fueron instrumentostemporales para devolver su lugar a la ciudadanía, especialmente a aquellos menos afortunados en los repartos de bienes y servicios. En ellos encontró a muchas personas de fina humanidad de las que habló toda su vida con enorme orgullo y cariño. De ellas recibió afecto, reconocimiento y, a veces, hasta devoción racional.
En todas las épocas de su vida, JuanBosco contó con los demás. No le costaba demasiado conseguir equipos. Digamos que combinaba su buen olfato con una enorme confianza que, de cuando en vez, tutelaba. Me pidió, recién entrados en este siglo, la traducción de unos opúsculos de G. Bruno y de M. Ficino, que aún no estaban versionados en español, como apéndices del proyecto de lo que después fue La tercera dimensión del espejo (Ensayo sobre la mirada renacentista)3. Discutimos todas y cada una de las líneas de la traducción en varias ocasiones e insistió en que mi nombre apareciera en la portada. ¿Quién no querría colaborar con él? Pues así en todos los Boscos conocidos, por lo que yo sé: con sus alumnos, en los periódicos, en el complicado mundo de los artistas plásticos y galeristas, donde los egos, en ocasiones, especialmente entre los menos perspicaces, superan con creces las originalidades.
Precisamente la innovación llamaba sobremanera la imaginación de Bosco en las artes plásticas. Originalidad y no necesariamente novedad. Juan de Mairena las cataloga como elementos opuestos de un mundo donde los originales ahorcarían si pudieran a los novedosos, y los novedosos apedrean cuando pueden sañudamente a los originales4. Nuestro amigo ni ahorcaba ni apedreaba a nadie, porque compartía la doble máxima de Pepe Soto: pintar es muy difícil, pero no se habla mal de ningún artista; solo se comentan sus aciertos, si corresponde. Difícil para un crítico.
Releo estos párrafos y todo me da impresión de solemnidad en el personaje. Pero en él primaba, sobre todo, la mirada divertida: sonreía o reía a carcajadas, dependiendo de las circunstancias, con la patochada, la ironía fina o el chiste sin pulimento. Era un dejarse llevar por la sorpresa hasta darse cuenta de que el cerebro había resultado seducido, timado o engañado. Así entiende su mirada la originalidad. Uno de sus cuadros preferidos de los Museos Reales de Bruselas es La caída de Ícaro, obra de Peter Brueghel el Viejo —en principio—. Es una tabla de pequeño formato y muy entretenida en la que podemos ver un campesino arando, un pastor con su ganado, un pescador, unos arrecifes, distintas naves entre las que destaca lo que yo entiendo que es una carabela, vegetación, ciudad al fondo, un flamígero sol… Prácticamente en medio de la zona superior aparece el alado Dédalo, pero… ¿y el abatido Ícaro? Cerca de la nave se ven unas diminutas piernecillas y restos de alas antes de ser tragados por el mar. Todos los personajes están ajenos a la tragedia de Ícaro. Esto divierte mucho al espectador, que tiene que redescubrir la historia, que ha de despertar al cerebro aletargado por la, sin duda, experta mano del artista con su uso del color, de la figura y de la composición.
De ese despertar, que es despabilarse, pero también desvelarse, forma parte, ya lo hemos dicho, su mirada de izquierdas. Su época de activa militancia política dejaba suficiente constancia de ello, pero su posterior militancia cultural la enriqueció copiosamente. La política de la razón es para Bosco la razón de la política. Déjeseme añadir aquí, aunque sea al final, que él nunca estuvo personalmente tentado por la representación institucional, por la que sentía un gran respeto. No le interesaba. Habría sido un magnífico concejal, alcalde, diputado o senador, obispo, cardenal o papa, pero no le interesó. La altura del foro le turbaba más que la trinchera de la batalla diaria. Posiblemente, porque siempre cultivó más la auctoritas que la potestas. Su pensamiento, certero y envolvente, se desarrollaba mejor en petit comité, donde el argumento va y viene, si es necesario. Es cierto que su actividad pública más reciente, como profesor o conferenciante, liberó la palabra y simplificó el argumento hasta convertirse en el fino articulista que todos hemos conocido. En la última colaboración para el Diario de Sevilla que conozco, “Testigo de un punto cero del tiempo”5), publicada el 20 de julio de este año, estudia el significado de Átroposo Las Parcas, una de las Pinturas negras de Goya. Concluye así: Las Parcas son la confesión de un inhóspito punto cero entre las esperanzas ilustradas y las que pudieran suscitar los héroes anónimos del Dos de Mayo. No hay alternativa. Sólo silencio. Goya no intenta un nuevo clasicismo ni se refugia en la mística de lo sublime: guarda silencio en la hora gris (como el cuadro) que separa las dos épocas en que le tocó vivir. Siempre nos queda preguntarnos si solo el de Fuendetodos era entonces el objeto de tal comentario.
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Pedro Jiménez Manzorro. Profesor de Latín y de Lengua Castellana y Literatura, en la actualidad es profesor en la Escuela Europea de Bruselas y socio de la asociación Redes (Renovación de la Educación y Defensa de la Enseñanza) https://www.asociacionredes.org/sobre-redes/.
NOTAS
1.- Aristóteles, Ética a Nicómaco, I, 3. [^]
2.- Carmen Laffón: catálogo razonado, Sevilla, 2020, presentado en la Fundación Cajasol en febrero de 2021. Se puede consultar la ficha en https://www.juntadeandalucia.es/servicios/publicaciones/detalle/79571.html [^]
3.- Juan Bosco Díaz-Urmeneta, La tercera dimensión del espejo, Secretariado de publicaciones de la Universidad de Sevilla, 2004. [^]
4.- Antonio Machado, Juan de Mairena, XXX. [^]
5.- https://www.diariodesevilla.es/ocio/Testigo-punto-cero-tiempo_0_1594042295.html . [^]