Por MARIO AMADAS
Jacques Vergès es famoso por varias cosas, la primera de las cuales, probablemente, sea la de haber sido el abogado defensor del nazi Klaus Barbie, también conocido como el carnicero de Lyon. Barbet Schroeder le dedicó en 2007 un fascinante documental llamado El abogado del terror en el que repasaba su trayectoria profesional y vital (hasta donde se sabe), y hacía un análisis de su pensamiento, de su crítica al poder estructural. En el espacio de trabajo, de cualquier trabajo que tengamos, se puede ver ese mismo poder, y, como resultado, unas dinámicas de dominación a las que oponerse implica un riesgo real. Las ideas de Vergès pueden ser una buena herramienta para cambiar esas estructuras.
Para llegar a entender una injusticia, un abuso de poder o un crimen, Vergès, lo que hace (y ésa es la lección de su obra Los fedayín), es buscar contexto e historia a unos hechos, la fragua que los forja, por así decir. Quiere encontrar el porqué de un crimen, que es lo que de verdad importa, para entenderlo en su totalidad. Plantea una situación fosilizada, perpetuada y asumida por todos, en la que están, “por una parte, los que lo poseen todo, por otra los condenados”. Esta bipartición de la vida se da también en el trabajo, cosa que impide que veamos las dinámicas de la dominación que imperan, o que, si las vemos, tengamos la sensación de no poder hacer nada. Por eso hay que buscar el contexto de esas injusticias, ver por qué se dan. “Un conflicto se aprecia no en sus preámbulos sino en su contenido”, dice Vergès, y a eso hay que llegar. Así, en nuestros trabajos hemos entrado en un entorno laboral que nos condena ya de antemano a una palabra mutilada (volveré sobre esto más adelante), que nos ha condenado a no tener razón o, posiblemente, a tenerla y que sea en vano tenerla y decirla.
Y si vamos al origen de los problemas veremos que hay muchos responsables beneficiándose del nepotismo, de normativas absurdas impuestas porque sí, de lo que me gustaría llamar una impunidad selectiva. Pero no ganamos nada constatando esa evidencia. Esto son hechos que se ven en todos los trabajos; lo que hay que hacer es hurgar en el hondo pozo que hay debajo de los hechos.
En nuestros trabajos hemos entrado en un entorno laboral que nos condena ya de antemano a una palabra mutilada
Porque, así como Vergès indagó en el pasado para encontrar la fragua de los hechos, el porqué de un crimen, y, al hacerlo y sin des-responsabilizar a los acusados, forjó un cuadro mucho más preciso de la realidad –o de la verdad– para que podamos entender mejor ese cruce de circunstancias, de la misma manera tenemos que ver qué hace de nuestros trabajos un entorno injusto, desesperante, de exigencias absurdas. Qué tienen de perpetuado error que anula las vidas de la gente.
Vayamos a lo fácil. ¿Qué quiere decir que nos pagan poco? Quiere decir que el sueldo es insultantemente insuficiente, que más que sueldo es una propina, una falta de respeto estructural al cuerpo de trabajadores y trabajadoras, y que no se puede vivir una vida adulta, independizada, con esos pseudo-ingresos. Sólo llegan (cuando llegan), para pagar alquiler y gastos. Nada más. Es decir: dan para sobrevivir, no para vivir. Y parece que cobres más de lo que cobras porque te retienen poco de IRPF. Y el día que asalta un imprevisto, ¿ese día qué? Tiras de ahorros. Vale. Al tercer imprevisto, ¿qué? El dinero se lo pedirás ¿a quién? O el día qué quieras ir a cenar fuera, o al cine, o de viaje. Ese tiempo libre se tiene que poder vivir. Ah, ¿tú quieres que te sobre dinero a final de mes? Pues sí, evidentemente. Elizabeth Duval lo escribió, hace poco, así: “hay que extender en la izquierda ánimos más de carnaval y menos de cuaresma, más de vacaciones y menos de sufrimiento”, y tiene toda la razón. Se puede extender a todo el ámbito de la vida social, de hecho, esa exigencia. No hay que disculparse por querer irse de viaje, ni por querer dinero para cenar por ahí. También es eso la vida, no sólo las obligaciones y las responsabilidades. ¡No lo olvidemos!
En su Estrategia judicial en los procesos políticos dice Vergès que “la ruptura trastorna toda la estructura del proceso”. Bien: cambiemos proceso por ‘entorno laboral’, y tendremos un primer paso, quizá, hacia un entorno donde sea posible el cambio real. Esa ruptura no es necesariamente metafórica: es la argumentada deconstrucción de una estructura jerárquica, constituida por la acumulación de cargos y más cargos hasta llegar a la cima, que empuja hacia abajo sin tener en cuenta a la base trabajadora. No basta con negarle la razón a tus jefes, por decirlo así; hay que explicar bien por qué esas relaciones verticales entorpecen el trabajo y la eficiencia en el trabajo; hay que explicar por qué anula al cuerpo de trabajadores y cómo afecta eso humanamente, primero, y laboralmente, después. (Más adelante pondré ejemplos). Esa es la ruptura que se necesita. Y se necesita una ruptura porque esa estructura fomenta la imposición de una voluntad sobre la otra, y esa imposición está garantizada porque la palabra de la base, simplemente, no vale. Pero hay que ir un poco más allá: romper con ese orden no se puede dentro de ese orden, por eso estas ideas, estos gestos, tienen que llegar lejos. Así veremos lo mucho que se parecen las injusticias y los abusos de poder, por diferentes que sean los trabajos. En los procesos de ruptura, leemos en Vergès, “la defensa persigue, más que la absolución del acusado, sacar a la luz sus ideas”. Así, nosotros.
No basta con negarle la razón a tus jefes, por decirlo así; hay que explicar bien por qué esas relaciones verticales entorpecen el trabajo y la eficiencia en el trabajo
Y ¿cómo se adopta un proceso de ruptura en un entorno laboral? No hay fórmulas de nada, así que, de lo que se trata, me parece, es de entender qué está pasando, en qué consisten esas injusticias, ese principio de autoridad, cómo se aplica y en qué y cómo afecta a la gente. Hay que trazar esos caminos hasta los responsables que toman las decisiones que se traducen en autoritarismo y en el omnipresente ordenancismo, y, de ahí, a decirlo. Claro: el riesgo es enorme, pero si se lleva afuera, si se sale del cerrado espacio de trabajo, quizá llegue a otros oídos, a otros espacios, y se propague. La potencia moral de nuestros argumentos no es garantía de unión, pero se evidenciaría esa injusticia estructural conocida por todos.
Hablo de un gesto que no cree en la moral de las estructuras asentadas y legitimadas, precisamente porque arrastran, como válidas, prácticas y juicios injustos. Impunidad y autoritarismo. Rafael Sánchez Ferlosio, en God & Gun. Apuntes de polemología, dijo, hablando de la legitimidad del Estado, que ésta “no puede estar a merced de eventuales variaciones de opinión o de creencia, necesita las garantías de una ortodoxia exclusiva e inalterable”, y, más adelante, añade que, en el fondo, “basta la oficialidad de un modelo formal y constante de organización”. Palabras que se pueden adaptar a ese modelo organizativo que es todo trabajo (y no es casualidad que todas estas estructuras de dominación, coercitivas y absorbentes, como la empresa, la iglesia, el ejército o el Estado, se parezcan tanto). En todos nuestros trabajos hemos visto esa ortodoxia, ese modelo formal que es, esencialmente, inamovible. Aunque esté equivocado y puedas demostrarlo. Es sencillo: dado que la palabra no se despliega con naturalidad y posibilidad en los espacios de trabajo, hay que sacarla afuera. Cosa que también ocurre en los trabajos bien remunerados, en los entornos laborales más humanizados. De aquí que los procesos de ruptura sean tan liberadores.
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A partir del momento en que aceptamos el débil papel que nos toca cumplir en el organigrama de una empresa, en cualquier trabajo, ya estamos condenados; a partir del momento en que hay una relación desigual entre cargos, una subordinación y un sometimiento, ya no puede desplegarse con naturalidad y transparencia la persona contratada: sólo puede hacerlo supeditándose a lo que se espera, y exige, de ella. Cualquier palabra fuera de esos márgenes es un riesgo. Cualquier intento de demostrar el absurdo o el error de la estructura, de la máquina, es en vano. Cuando hablar implica el riesgo muy real a ser despedido, de perder el trabajo y por tanto los ingresos que necesitas, ya no hay un espacio horizontal, justo, de diálogo transparente y constructivo. Hay coerción. Hay autoridad y acatamiento de esa autoridad. La palabra del trabajador y de la trabajadora está condicionada por esa relación de desigualdad. Está secuestrada.
El trabajo es un espacio antidemocrático, en esencia, porque la palabra no vale lo mismo según qué puesto ocupes
Este es el primer paso en la larga serie de injusticias y abusos que ocurren en nuestros espacios de trabajo; esa impunidad selectiva que mencionaba antes es fruto de esta desigualdad. Esa impunidad, aparte de generar desconfianza y resentimiento hacia quien te paga, es la base de un ambiente totalmente antidemocrático en el que la palabra dicha no sirve para cambiar nada, en el que esa corrupción menor que vemos a diario queda impune, selectivamente impune. Es curioso, además, porque todos los cargos se jactan de ser grandes demócratas en las urnas, y sí, claro: todos votan. Pero en el trabajo no hay espacio para la democracia porque al manifestarse en un entorno más reducido, al desplegarse, la democracia, en un espacio en el que puede llegar a funcionar, se notarían sus capacidades transformadoras y eso, la ortodoxia, no lo acepta. El trabajo es un espacio antidemocrático, en esencia, porque la palabra no vale lo mismo según qué puesto ocupes y, si se da, si el atrevimiento de la palabra osada florece, no tendrá más consecuencias que la nada. En el mejor de los casos. ¿Qué sentido tiene que no sea democrático un espacio de trabajo? ¿Por qué iba a ser mejor lo antidemocrático? La pasión antidemocrática de los cargos viene del miedo a ceder la palabra a los trabajadores y trabajadoras y que eso se acabe convirtiendo en una pérdida de poder y control.
Pareciera que estamos predestinados a ello, a estos desequilibrios. Luego están los y las que aceptan, golosos, esta bipartición, y aspiran a ascender en la cadena de mando. De ahí que el proceso de ruptura sea la clave para el cambio. Trabajamos en un entorno que es, repito, esencial, demostrablemente antidemocrático, donde la impunidad selectiva, el abuso verbal, la coerción y el desprecio institucionalizado (representado por nuestros infrasueldos, aunque no sólo por eso), campan a sus anchas. Donde la palabra no cuenta lo mismo y no tiene poder performativo.
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Cuando llegas nuevo a un trabajo y te presentan sus normativas y te fundes en ellas, de alguna manera te disuelves, te anulas en esa totalidad que te coopta. Tu palabra así ya no es tuya sino de ese todo laboral que te domina. Converge todo tu ser hacia unas pautas en las que da igual si crees o no crees porque necesitas acatarlas. Esa es la estructura dominante, la viga maestra y antidemocrática que hay que revertir. En este ambiente tienes que aprender y sonreír porque te pagan, que es un argumento (delirante) que a menudo se oye, como si el sueldo justificase los abusos o tuviéramos que estar agradecidos. El que se oye menos es el de la constante criminalización del error: si alguien se equivoca en la gestión de un caso, o en un determinado proceso de resolución de X, o en una particular gestión de lo que sea, los cargos intermedios u otros representantes del poder estructural, piramidal, de la empresa, se encargarán de hacértelo saber, ensañándose en el hecho de tener razón, abusando del privilegio de su razón legitimada por la fuerza. Sólo faltaría: tienen todo su derecho a corregir, pero tal como lo hacen –tal como se suele hacer– no hay afán corrector, sino censor, castigador. La cantidad de ansiedad que genera esto es completamente ignorada. Pero presente. Aún.
Si bajamos un poco más hacia lo específico, veremos que existen, en ocasiones, lo que se conoce como incentivos. Cuando lo hay, el incentivo se vende como algo positivo, como un estímulo. Pero no es una meta o un objetivo sano. Está sujeto a un bono económico que determina tu llegar-a-final-de-mes, y lo que genera ese incentivo es angustia, es desgaste por lo que implica no obtenerlo, es presión y competitividad malsana. Angustia por llegar. Sólo llegaré si lo hago todo bien. Si, en cambio, no cumples con lo que se espera de ti (da igual los motivos porque en el trabajo no hay tiempo para el matiz y la circunstancia), pagarás tus errores. Es un sistema de control macabro. Son dinámicas de dominación que no cuesta mucho adecentar hasta hacerlas pasar por incentivos.
Exigen lo que no dan. Exigen una excelencia que no tienen. ¿Por qué? Porque tienen la autoridad para hacerlo
Cada espacio de trabajo tiene su propia idiosincrasia y su propia normativa, claro. No todos tienen estos bonos, como zanahorias o sonajeros, pero de lo que todos carecen es de autoridad moral para exigir nada. Y aun así exigen. Exigen lo que no dan. Exigen una excelencia que no tienen. ¿Por qué? Porque tienen la autoridad para hacerlo, para exigir aquello que no hacen. Exigen puntualidad los que se pueden permitir el lujo de llegar tarde. Eso es impunidad selectiva y, lo que crea esto, como todos sabemos, es un choque de placas tectónicas, un sustrato de frustración y desgaste emocional diario que condiciona el trabajo, el rendimiento y el estado anímico de una plantilla que tiene la palabra secuestrada. Y es fácil no verlo porque esa lujuria por la dominación está convenientemente camuflada.
«Al menos tenemos trabajo», se suele oír: o «en otros sitios están peor». Sí, lo sabemos. Pero que en otros sitios estén peor no significa que nosotros estemos bien. Lo único que significa es que están peor. Además: hay que analizar cómo estamos en el lugar en el que vivimos. Hay que estar bien aquí, ahora. No en una situación hipotética, no en comparaciones ficticias. Vengamos de dónde vengamos, hay que estar bien. «Al menos no estoy trabajando 14 horas al día». Insisto: es un argumentario pobre, éste, porque nadie duda de esto. Sí, cierto, no trabajamos esas 14 horas (al menos no en general), pero eso no significa que las 8 que trabajamos estén bien trabajadas ni que sean razonables. Son un poco menos excesivas que las 14, pero excesivas igual. Y lo que importa es la dinámica de cada trabajo, porque 8 horas en un entorno antidemocrático y coercitivo no me parece que sea un buen entorno en el que trabajar bien. Porque debajo de todo esto que menciono hay angustia y sufrimiento. Los cargos ni siquiera se cuestionan si su manera de hacer su trabajo puede tener consecuencias heridoras para las mentes de la gente. Les da lo mismo porque hacen lo que hace todo el mundo: cumplir con lo que se espera de ti.
El poder de tomar decisiones y que se lleven a cabo, es decir, el poder ejecutivo en los trabajos, lo tienen sólo los cargos, la estructura laboral. ¿Qué sentido tiene eso? Y que cada cual adapte estos pensamientos a su propio trabajo, pero ¿por qué un cargo A puede decidir sobre toda una plantilla B, si está alejado de esa plantilla y no les tolera el uso de la palabra? En realidad, si una plantilla se uniese y se organizase bien, ese poder sería sólo suyo. Rafael Sánchez Ferlosio, en su ya citado God & Gun, escribía que la “historia es la historia de la dominación”, y se centra, por decirlo con esas cláusulas tan suyas, en “los residuos de vida que tras sí había dejado el vendaval depredador de la dominación”. Esos residuos de vida son los que recogemos hoy, nosotros, en nuestro contemporáneo entorno laboral.
Y recojo la palabra ‘residuos’ porque mientras tanto la vida ¿qué? Nuestra vida-qué. Nuestra vida-cuándo. Nuestra vida-cómo. Nuestra vida-por-qué. ¿Qué tiempo residual tenemos? ¿Es un tiempo sin horizontes, distenso y calmo? No: es los residuos que menciona Ferlosio y con eso no hay mucho que se pueda hacer ni mucha vida que vivir. Hasta nuestro tiempo libre está subordinado a las exigencias de un trabajo. Remedios Zafra lo dice así: “es el trabajo el que debe subordinarse a nuestra vida y no a la inversa”. La autora, en su reciente ensayo Frágiles, que es la secuela, por así decir, de El entusiasmo, se pregunta, en un contexto de aceptación auto-explotadora de encargos, “¿De qué tenemos miedo?”. La respuesta es sencilla: a perder el trabajo. Ella, en sus volúmenes sobre el trabajo, habla de trabajos creativos (así los llama), que no son, precisamente, a los que me refiero yo aquí en estas páginas, pero hay autoridad y subordinación igual en ese ámbito cultural, prestigiado. Su concepto de “vida-trabajo” es, da miedo pensarlo, la constatación actual de que otras, anteriores, palabras, de Rimbaud, fueron videntes, proféticas: “la verdadera vida está ausente”. Hasta ese punto ha dominado el trabajo nuestras vidas.
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La pirámide laboral empuja con fuerza hacia abajo, y eso se traduce en presión, en desgaste y, en última instancia, en miedo a perder el trabajo y por tanto en capitulación y conformismo. En amargura. Tenemos la oportunidad de, en ese caso, hacer como Vergès y expandir el radio de acción hacia atrás, con las preguntas pertinentes, y averiguar el motivo de ese disgusto que se nos afea. El porqué de nuestras caras largas. Pero lo malo de esto es que las respuestas nunca serán del agrado de los que ostentan el poder porque les responsabiliza. ¿Tú quieres saber por qué estoy a disgusto en tu empresa? ¿Quieres saber por qué hablamos mal de ti y de tu empresa?
El abuso de poder de los cargos es tan común que a veces cuesta verlo. Lo peor es que lo aceptamos, como dice Remedios Zafra en Frágiles (páginas. 49 a 56, donde argumenta, entre otras cosas, que “la negativa es un reto para la emancipación, pero también un abismo para quien es pobre o tiene miedo”, y eso explica buena parte del porqué y el cómo de esos abusos). Además, parece que te debas a tu trabajo. ¿Cuántas veces habremos oído lo de estar agradecidos por tener trabajo? ¿Y si ellos nos agradecieran a nosotros el hecho de trabajar? De entregar cuarenta horas semanales (más la hora de la comida, en la mayoría de los casos), con lo que ya suman 45, y la hora de ida y la hora de vuelta, con lo que suman 55 horas de trabajo a la semana. ¿Esto no merece un agradecimiento de la empresa? De todos modos, no queremos que nos den las gracias: queremos un sueldo digno, menos horas en el trabajo (para trabajar mejor y más contentos, para tener más tiempo libre para vivir mejor), un trato horizontal (frente al vertical militaroide codiciado por las empresas), y más inclusivo. Queremos transparencia y que nos escuchen. Porque quienes toman las decisiones no suelen estar muy capacitados para hacerlo. La trabajadora o el trabajador desafiante lo es por motivos razonables, y lo punible aquí no es su actitud de desafío sino la granítica estructura de poder a la que desafía.
Se espera de ti que cumplas y cumplir no implica cuestionar ni exponer: implica obediencia y sometimiento
Y no es por un trabajo o un gremio en particular. Es que en todos hay abuso y aprovechamiento, impunidad, nepotismo, absurdos y agresividad verbal, coerción e intimidación. Hablamos, por eso, y sin querer caer en una irritante pedantería, de una especie de ur-trabajo en el que ya todo se hizo mal, de una relación clientelar en la que la empresa, el trabajo, es el cliente que te paga, ¿y tú?, tú el indefenso empleado que tiene que cumplir con las exigencias del cliente en condiciones desacordes a la vida adulta en la ciudad. Estas prácticas se han extendido, se han ido heredando hasta que las damos por sentadas porque no nos preguntamos el porqué de las cosas, porque es tan férreo el control que no creemos que se pueda cambiar y porque está tan extendido que ver sus ramificaciones y el origen de su idiosincrasia es disuasorio si ante esas estructuras uno solo no puede hacer nada. Sobre todo, cuando no llegas a fin de mes y el miedo asedia. Se espera de ti que cumplas y cumplir no implica cuestionar ni exponer: implica obediencia y sometimiento. Que nunca o casi nunca son explícitos: quedan resguardados bajo el amparo de la legalidad y las dinámicas corrientes del mundo laboral. Bajo el extendido convencimiento de que esto, simplemente, es así.
Cuesta dar contexto y circunstancia a estos abusos, en estas condiciones. Pero hay que intentarlo para, como mínimo, entender qué pasa y por qué me quedo donde me quedo si tan a disgusto estoy. Ese poder tiene que ser analizado y entendido. Hecho esto, razonado e inventariado, tocará pensar en revertirlo, y aquí Jacques Vergès nos dio una herramienta brillante, un refrescante giro copernicano con sus procesos de ruptura. No somos nosotros los que estamos equivocados: sois vosotros. Si hablo en plural es porque trabajar, trabajamos todos y todas, y a este panorama desigual hemos asistido todos en algún momento u otro. La organización de la semana en torno al trabajo entorpece la vida; mejor dicho, la desplaza, desplaza la vida-libre, la vida-vivible en favor de esa hundidora vida-trabajo que ha descrito Remedios Zafra en sus ensayos. Y se ha convertido en un espacio que no es, ni quiere ni le conviene ser, democrático. ¿Por qué habría de serlo si el miedo de la base le garantiza que no tiene necesidad de serlo? Parece que el espacio de trabajo ya dé pie a los abusos. La propia relación cargo-subalterno (expresado en ese odioso lenguaje militar, como la tan citada cadena de mando) ya lo fomenta.
Le oponemos palabras al abuso laboral, con unos últimos arranques de esperanza. Hay que salir de las madrigueras, entender lo que pasa, e intentar cambiar el orden de las cosas.
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Mario Amadas Sainati. Licenciado en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado El día que pase algo (La Máquina, 2021), Brooklyn, después de todo (Ril editores, 2019). Publica en diversas revistas como “C” y Culturamas.