Por Mario Amadas
a car crawls slowly across the plain
in the dim light the radio blares its jazz
the heartbroken salesman lights another cigarette1
Allen Ginsberg
Las Adelitas
Para hablar del trabajo hay que tener en cuenta todo lo que no es el trabajo. Lo que lo rodea y acaba fagocitado por esas ocho horas centrales, que son las únicas inmodificables del día, también es parte del trabajo (aunque no se tenga nunca en cuenta). En Antagonía, en The Power Broker, en Esto es el agua (la conferencia de David Foster Wallace), tenemos ese territorio aledaño puesto en imágenes. En los tres textos2 vemos la misma imagen como representación de ese desgaste, de ese tiempo que queda como remanente fatigado del trabajo.
1) En Antagonía, la larga novela de Luis Goytisolo, describe el narrador los trayectos de ida y vuelta al trabajo, y cifra, en esa imagen, en esos recorridos, lo que define a la clase trabajadora. Con la condena de “…un trayecto frecuentemente más fatigoso que el propio trabajo” nos habla de una circunstancia obligada, de la que nadie o casi nadie puede escapar, y que influye en el trabajo pero que nunca se tiene en consideración como factor alienante. Todo ese tiempo hay que añadirlo, para entender bien lo mucho que nos afecta el trabajo, a las ocho horas de la jornada laboral. No es que no se paguen, que por supuesto que no (aunque se tendrían que compensar), sino que ni siquiera se tienen en cuenta a la hora de entender el impacto que tiene el trabajo en la vida de una persona. Esas horas sí se tienen en cuenta, en cambio, en caso excepcional de accidente, que se considera in itinere, pero sólo eso, como insignificante contingencia. Y cuando criticamos las injusticias que se dan en el entorno laboral también nos referimos al trayecto porque nunca son sólo las ocho pactadas horas de cada día –nunca–, sino que esas horas se hipertrofian, y se convierten, como mínimo, en cuarenta y cinco si te dan la de comer, y en cincuenta y cinco si tardas, como tanta gente, una hora en llegar al trabajo, que es una para ir y otra para volver. Ahí tienes quince horas semanales, que son sesenta al mes, no remuneradas, perdidas en el tiempo, que se acumulan en tu ánimo y en tus frustraciones. Que se añaden a tu cansancio y a tu creciente sensación de derrota, enfermándote. ¿Calculamos cuánto suman al cabo del año? ¿De los años? Y los trayectos nunca son cómodos, plácidos, cosa que también suma. Y ese tiempo es un remanente, como decía al principio, del trabajo, y por tanto son trabajo y se tienen que considerar tan intrínsecamente constitutivos del mismo como el sueldo o el horario. Y el narrador de la novela goytisoliana incide en el hecho de que lo peor de todo es no ser consciente de esto, de que lo peor es, simplemente, como sabemos todos, repetirlo con la acrítica puntualidad mecánica de lo que no está enteramente vivo (idea que retomará luego el para siempre joven David Foster Wallace).
Para hablar del trabajo hay que tener en cuenta todo lo que no es el trabajo. Lo que lo rodea y acaba fagocitado por esas ocho horas centrales, que son las únicas inmodificables del día, también es parte del trabajo (aunque no se tenga nunca en cuenta).
2) Y si en Antagonía entendíamos la importancia de ese cúmulo de horas que son tiempo perdido, tanto tiempo sepultado en la nada, a eso hay que añadirle ahora la más visual descripción que se haya hecho, o al menos que yo conozca, del impacto que tienen estos trayectos en las vidas de la gente trabajadora. The Power Broker, de Robert Caro, es un gigantesco estudio sobre el poder centrado en la figura de Robert Moses, funcionario de la comisión de parques públicos de Nueva York desde los años treinta del siglo XX hasta finales de los sesenta, y vemos que las palabras de Caro añaden una capa más de desgaste, de la lenta muerte en vida que es la rutina de quien, como casi todos nosotros, dependemos de nuestro salario. Corrección: de los que somos esclavos de nuestro salario. En el capítulo “Punto de no retorno”, en el que se extiende sobre las consecuencias físicas y emocionales de esos largos trayectos diarios, explica que, para entender el peaje emocional que pagan los trabajadores, “hay que describirlo en términos psiquiátricos”. Y lo escalofriante del caso es que Caro, en el cuadro puntillista que dibuja, nos acerca la realidad diaria de tantísima gente para que entendamos bien las consecuencias de esos trayectos sin abstracciones teóricas de ninguna clase. El deprimente golpe de los párrafos en los que describe a la gente que lleva cuatro o cinco años haciendo el mismo trayecto, gris y anestesiante, al trabajo, impresiona por lo vívido que es el retrato, porque todos nos podemos ver así. Y luego llega el golpe (maestro) definitivo de los párrafos, algo posteriores, en los que describe a la gente que no lleva cuatro ni cinco años, sino quince, haciendo ese tipo de trayectos, o a los cónyuges de quienes hacen estos trayectos, y el panorama es desolador: vemos que la influencia del trabajo se expande hasta los últimos confines del día y del entorno familiar.
Estos tramos hablan de “cosas / que cuestan la vida al ojo humano”, por usar unas palabras de Leopoldo María Panero. De cosas que no son el trabajo propiamente dicho, pero sí son parte de su onda expansiva y por tanto son su consecuencia. Lo que hay que tener en mente, para entender bien las cosas, es la unidad que forman el trabajo en sí y sus isótopos (por usar una metáfora ferlosiana), como lo son las entrevistas, la propia búsqueda de trabajo y todo lo que antecede y sucede a las ocho, innecesarias horas de la jornada laboral. Todo eso también es trabajo y lo tenemos que empezar a pensar así si queremos entender que, tal como se hace y como se lleva haciendo toda la vida, el trabajo asalariado es una enfermedad.
Y todo eso es consecuencia del trabajo; es la excrecencia del trabajo, como demuestran estos pasajes. Ese tedio, esa frustración, esa desilusión y, con el tiempo, la definitiva pérdida de la esperanza
3) Y luego llega David Foster Wallace, con su discurso Esto es el agua, para continuar esta secuencia de imágenes de los harapos de vida que quedan boqueando en el área de influencia del trabajo. Y lo hace ante un público universitario, deseufemizando el futuro que en aquel entonces les esperaba a los graduandos de 2005. Y escoge un imaginario muy norteamericano (qué otro podía escoger, claro, si era de ahí), con la mención a ese prestigioso trabajo white collar que iba a conseguir la mayoría de su público, trabajando entre ocho y diez horas al día, y pensando en llegar a casa y cenar algo bueno y descansar un rato, y dice esto último con esa expresión tan bonita que es to unwind y cuyo equivalente en castellano ahora mismo no se me ocurre. Habla de esa cena que no te puedes preparar porque no has tenido tiempo de hacer la compra y habla del viaje en coche hasta el supermercado y el frenesí que ves en la hora punta del final del día, de las colas, los cajeros y cajeras con sus caras largas y el tránsito que te espera para volver, cargado, a casa a cocinar algo que nunca estará tan bueno como te gustaría. Todo esto se lo está diciendo Foster Wallace a un público que sólo ha entrevisto esta realidad muy por encima. A quienes les espera esta “rutina de día tras semana tras mes tras año”.
Y todo eso es consecuencia del trabajo; es la excrecencia del trabajo, como demuestran estos pasajes. Ese tedio, esa frustración, esa desilusión y, con el tiempo, la definitiva pérdida de la esperanza, como veíamos por los testimonios ofrecidos por Robert Caro de la Nueva York de los años 60 y 70, está concentrado en el imaginario de estos libros para que quede como motivo de alarma hasta que alguna vez –alguna vez, tal vez– le hagamos caso y hagamos algo para mejorar las condiciones de quienes se pasan el día entero trabajando.
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Mario Amadas Sainati. Licenciado en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra. Ha publicado El día que pase algo (La Máquina, 2021), Brooklyn, después de todo (Ril editores, 2019). Publica en diversas revistas como “C” y Culturamas y también en Pasos a la Izquierda.
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un coche se arrastra lentamente por la llanura/ en la penumbra la radio hace sonar su jazz/ el vendedor desconsolado enciende otro cigarrillo
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Luis Goytisolo, Antagonía (Anagrama, 2012); Robert Caro, The Power Broker: Robert Moses and the Fall of New York (Vintage, 1975); David Foster Wallace, Esto es agua (Literatura Random House, 2014)