Tras los resultados del 20D, entrevistamos a IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA a propósito de su libro La impotencia democrática. Por JAVIER ARISTU
Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política y director del Instituto Carlos III-Juan March de Ciencias Sociales en la universidad Carlos III de Madrid. Ha investigado sobre diversos asuntos como terrorismo, los gobiernos socialistas españoles, el comportamiento electoral de los españoles, la crisis de los actuales sistemas políticos y otros más. Autor de libros como Más democracia, menos liberalismo (Madrid, Katz, 2010), Años de crisis, años de cambios. Ocho años de gobiernos socialistas (Madrid, Catarata, 2012), Atado y mal atado. El suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia (Madrid, Alianza, 2014) y, el más reciente, La impotencia democrática. Sobre la crisis política de España (Madrid, Catarata, 2014). En este libro se acerca a la crisis política española, la relaciona estrechamente con la económica y establece una radiografía de la misma a través de su paralelismo con el proyecto europeo. Crítico con los llamados proyectos regeneracionistas españoles, Sánchez-Cuenca repasa muchos de los puntos que hoy día están en la diana del ataque de los nuevos grupos políticos emergentes. A su vez, el autor es profundamente crítico con la actual arquitectura financiera e institucional de la UE. Acerca de La impotencia democrática hemos mantenido una conversación a través del correo electrónico donde los resultados del 20D no podían ser obviados.
Javier ARISTU. Entre la euforia (2004) y la depresión (2008), tal como escribes en la pág. 9 de tu libro, ¿qué queda tras el 20D? Me gustaría que, si es posible y pecando de pintar con trazos gruesos, definieras esta etapa marcada por las elecciones del pasado 20D: ¿fin de ciclo? ¿fin del régimen del 78? ¿Nueva etapa ya definida claramente? ¿O un paso, pero no el más significativo, en lo que podría ser denominado como un largo y lento proceso de transformación de las estructuras sociales y, en consecuencia, políticas de este país?
Ignacio Sánchez-Cuenca. Me parece precipitado sacar conclusiones a partir de los resultados en las elecciones del 20-D. Es demasiado pronto para saber si los dos grandes partidos continuarán perdiendo apoyos o conseguirán revertir la tendencia. Desde luego, no es el fin de un “régimen”: un régimen es una forma de gobierno (democracia / dictadura) y creo que en España ningún partido defiende cambiar nuestro sistema democrático por otro dictatorial. Otra cosa es que se puedan realizar reformas institucionales profundas, o incluso que se abra una fase constituyente (algo que considero muy improbable). Tendríamos en ese caso una estructura institucional distinta, pero el régimen seguiría siendo el mismo. Podemos ha promovido un uso espurio del término “régimen”, sin duda jugando con la asociación automática que se establece en el lenguaje ordinario entre el “régimen del 78” y “el régimen” por antonomasia en el imaginario colectivo, que es el franquista.
Podemos ha promovido un uso espurio del término “régimen”, sin duda jugando con la asociación automática que se establece en el lenguaje ordinario entre el “régimen del 78” y “el régimen” por antonomasia en el imaginario colectivo, que es el franquista
A mi juicio, los cambios que se observan el 20-D no son un fin de ciclo, ni son tampoco resultado de una transformación lenta del país que se traduce ahora en cambios electorales. Más bien, creo que lo que estamos observando es el efecto brutal de la crisis y del vaciamiento de poder de los sistemas políticos nacionales en el seno de la UE y, especialmente, de la Unión Monetaria.
J.A. En tu libro argumentas sobre dos paradigmas de respuestas falsas a la crisis, a los que denominas tecnocrático y populista (págs. 82-83). En tu opinión y tras estas elecciones, ¿sale alguno de ellos reforzado o, por el contrario, ha habido una potenciación del modelo democrático de respuesta ante la crisis.
I. S-C. Se ha abusado tanto del término “populismo” que es necesario realizar algunas precisiones. El populismo consiste en atribuir todos los problemas de un país a su élite política. En la medida en que las élites ocupan las instituciones representativas, el populismo suele prescindir de dichas instituciones en su apelación directa al pueblo. La tecnocracia es el reverso (y a mi juicio el causante) del populismo: parte también de una desconfianza hacia las instituciones representativas, solo que por los motivos opuestos, es decir, porque dichas instituciones son demasiado dependientes de las preferencias de la gente. Por ello, opta por poner el poder en manos de expertos y técnicos, que, según esta peculiar doctrina, entienden mejor que el pueblo las soluciones a los problemas de un país.
Creo que durante esta crisis hemos visto una expansión y reforzamiento de los poderes tecnocráticos, en detrimento de los poderes representativos con legitimación democrática. Ante el bloqueo político a nivel europeo, causado por el conflicto de intereses entre acreedores y deudores, han sido dos instituciones tecnocráticas, como la Comisión Europa y el Banco Central Europeo, las que han tenido mayor protagonismo político.
Creo que durante esta crisis hemos visto una expansión y reforzamiento de los poderes tecnocráticos, en detrimento de los poderes representativos con legitimación democrática
Era lógico, pues, que surgieran fuerzas políticas contrarias a los poderes tecnocráticos supranacionales. Los partidos conservadores se han sentido a gusto en el contexto que acabo de describir; a su vez, los partidos socialdemócratas no han sabido o no han querido oponerse a las políticas de austeridad (por lo menos en los primeros años). Dado ese vacío, en muchos países europeos han aparecido fuerzas que reclaman el ejercicio de la soberanía nacional, en algunos casos lo hacen desde la derecha, desde un nacionalismo con tintes xenófobos y chovinistas, en otros desde la izquierda, con partidos a la izquierda de la socialdemocracia tradicional.
J. A. Diagnosticas tres estrategias erróneas de salida de la crisis política: 1) la llamada de proceso constituyente, que parte de la base de que la transición del 77 fue fallida y hace falta una nueva transición. 2) la recentralización de competencias económicas y políticas sustrayendo poder a las autonomías. 3) la lucha contra la corrupción a través de legislación de partidos y de contratos administrativos. De paso, aprovechas la oportunidad para asestar un buen azote al nuevo regeneracionismo presente en escritos de Muñoz Molina, César Molinas, Luis Garicano y otros. En tu opinión y a la luz de los resultados electorales, ¿es factible un proceso constituyente que blinde los derechos sociales y abra perspectivas de un nuevo modelo de estado federal? ¿estamos abocados a una larga situación de bloqueo al no haber fuerza parlamentaria suficiente para sustanciar reformas institucionales de calado?
I. S-C. Esta es una pregunta difícil. En primer lugar, considero un error que la izquierda apueste por blindar constitucionalmente los derechos sociales. La Constitución ya establece el derecho a la vivienda y es evidente que no ha servido de nada. A mi juicio, las constituciones tienen que ser lo más finas posibles, limitándose a establecer las reglas de juego y unos derechos fundamentales. Desde un punto de vista democrático, me parece mal blindar asuntos de política económica y social mediante la coraza constitucional. El Estado del bienestar y la redistribución deben ser resultados del juego político democrático, no un dogma escrito en la Constitución. Si en algún momento hubiera una mayoría amplia de españoles en contra de financiar la sanidad y la educación públicas, no veo por qué la Constitución tendría que impedirlo. Los problemas de nuestro Estado de bienestar no son constitucionales, sino de otro tipo: tenemos un Estado de bienestar infra-financiado, es muy poco redistributivo, no resuelve bien los problemas de pobreza y exclusión… Es sobre esos aspectos sobre los que hay que actuar. El blindaje constitucional de los derechos sociales me parece una medida perfectamente irrelevante, que no va a tener consecuencia práctica alguna.
En segundo lugar, creo prácticamente imposible, como antes mencionaba, que podamos entrar en un proceso constituyente. No veo una mayoría social a favor de un cambio así, que por lo demás generaría mucha incertidumbre. Por desgracia, los países con fuerte descentralización, como el nuestro, suelen tener constituciones muy rígidas, difíciles de modificar. Así ocurre en España, por lo que es muy difícil que se produzca una reforma constitucional profunda. En cualquier caso, pienso que los problemas más urgentes de España no son de orden constitucional, sino que tienen más que ver con las limitaciones que se derivan de nuestra pertenencia al área euro y de una estructura económica poco eficiente. El origen de nuestra desigualdad económica, de nuestra elevada tasa de paro, de nuestra desindustrialización, de la dualización en el mercado de trabajo, etc., no está en la Constitución.
J. A. Mantienes la tesis de que la crisis económica española, que va ya para más de 8 años, es claramente dependiente de la arquitectura financiera europea y de la existencia del euro. ¿Sigues pensando lo mismo? ¿Hasta qué punto se solapan la crisis financiera y económica y la crisis político-institucional —que algunos llaman de régimen— española? ¿Ves una concatenación entre ambas o piensas que la crisis política española (Cataluña, los problemas territoriales, la aparición de nuevas fuerzas emergentes críticas, el agotamiento del sistema bipartidista, etc.) tiene también cierta autonomía respecto a la crisis económica?
I. S-C. Depende de qué estemos hablando en cada caso. La crisis catalana venía gestándose desde bastante antes de la crisis económica. Yo diría que su origen se sitúa en el brote de españolismo centralizador de la legislatura de la mayoría absoluta de Aznar. La operación del Estatuto no sirve para frenar el proceso, al revés, se acelera una vez que el Tribunal Constitucional, en 2010, interviene con una sentencia que políticamente ha sido muy dañina y que a mi entender se basa en una concepción decimonónica y doctrinaria de la soberanía nacional. La crisis económica, en la medida en que desgasta y debilita al Estado central, agudiza la crisis catalana. Muchos independentistas piensan que es ahora o nunca, es decir, que hay que aprovechar como sea el momento de debilidad del Estado.
Por su parte, sigo pensando que la crisis político-institucional es consecuencia directa la crisis económica. Escándalos de corrupción, inversiones públicas sin sentido, partidismo en los nombramientos de cargos públicos, así como otras muchas disfunciones, ya existían desde mucho antes. De hecho, si se echa la vista atrás y se lee de nuevo la literatura política que se escribía en los tiempos de las mayorías absolutas de Felipe González, ya se decían entonces cosas muy parecidas a las que hoy se escriben desde tribunas regeneracionistas. Nada de esto, impidió, sin embargo, que en 2007 la satisfacción de los españoles con la democracia estuviera por encima de la de Dinamarca, el país que se ha convertido en modelo para los partidos emergentes.
Sigo pensando que la crisis político-institucional es consecuencia directa de la crisis económica
Esas mismas prácticas, sin embargo, en el contexto de la crisis se vuelven inaceptables. Cuando llega la crisis, arrasándolo todo, los niveles de tolerancia con la sociedad se reducen mucho, por razones fácilmente comprensibles. A muchos políticos este cambio les pilla a contrapié. Por ejemplo, prácticas que fueron normales, como las tarjetas black de Cajamadrid / Bankia, pasan a ser motivo de escándalo en un contexto nuevo marcado por la desigualdad y un reparto muy injusto y desequilibrado de los sacrificios, que se concentran sobre los sectores más vulnerables de la sociedad.
J. A. No habría por tanto idiosincrasia en nuestra crisis. Lo nuestro es una variante de la crisis económica europea o internacional y de lo que denominas impotencia de los gobiernos e instancias nacionales para afrontar los problemas.Pero, contradictoriamente, ¿no notas en todas las fuerzas políticas que se presentaron a las elecciones un excesivo nacionalismo a la hora de plantear el debate de los aspectos cruciales de nuestro futuro? ¿Falta perspectiva y mirada más allá de nuestras fronteras?
I. S-C. Me parece muy pertinente esta pregunta. A mí lo que más me choca de la campaña electoral del 20-D es que en los debates no se mencionan en una sola ocasión los problemas de la unión monetaria (salvo, de pasada y al final, en el debate entre Pedro Sánchez y Mariano Rajoy). En general, los partidos, todos sin excepción, hacen como que España es un país con plena soberanía, sin las limitaciones que nuestra pertenencia al euro impone. Cuando Podemos da la sorpresa en las elecciones europeas de 2014, Pablo Iglesias sale diciendo que España no puede seguir siendo una colonia de Alemania. La (mala) experiencia de Syriza, que ha fracasado en su intento de negociar la aplicación de los ajustes, hace que Podemos abandone completamente su posición crítica con el euro. Era el único partido que podía hacerlo y renuncia a ello. Los demás prefieren no hablar mucho del asunto, haciéndonos creer que todo sigue como siempre. España es quizá el país europeo en el que menos debate público hay sobre los pros y contras de nuestra pertenencia a la unión monetaria. En otros lugares el debate es más vivo e intenso. Este es uno de los aspectos más decepcionantes de nuestro debate público.
J. A. Esta Unión europea la defines como «el proyecto más radical en el proceso de adelgazamiento democrático que están viviendo muchos países». Hablas de un futuro institucional concebido como «un régimen liberal y tecnocrático, con formas residuales de democracia». Noto coincidencias con posiciones como la de Wolfgang Streeck (Buying Time: TheDelayed Crisis of DemocraticCapitalism, 2013) que analiza los cambios históricos que se están produciendo con el modelo de capitalismo financiero y propone renacionalizar los niveles de toma de decisiones políticas. En este sentido, ya es normal concebir dentro del amplísimo marco de la izquierda europea dos posiciones. Una, completamente en desacuerdo con el euro y la configuración de ese proceso de institucionalización de niveles de decisión por encima de los estados; el otro, que podría identificarse con la figura de Habermas, que siendo crítico con la actual arquitectura europea, habla de la necesidad de que la izquierda europea no vuelva a los rediles nacionalistas y sea capaz de ofrecer si no una solución —que es obvio que no la tiene— sí al menos una perspectiva, un objetivo a largo alcance que solo puede ser Europa. ¿Cómo crees que se puede compaginar esa impotencia institucional de los estados nacionales con la gran atracción (a pesar de la abstención) que todavía tienen los procesos electorales nacionales en sus sociedades? ¿Participamos en un gran baile de disfraces cuando vamos a votar, sabiendo que las soluciones a nuestros problemas no están entre los partidos que van a gobernar España (dependiendo de nuestros votos) sino en unas instancias que no controlamos ni nosotros ni esos partidos?
I. S-C. La mayor trampa de nuestros europeístas incondicionales consiste en presentar el proceso de integración supranacional como una exigencia ineludible del momento histórico que estamos viviendo. En los tiempos que corren, marcados por la globalización y el capitalismo financiero, los Estados nación no pueden sobrevivir, no tienen margen de acción, solo pueden actuar mancomunadamente. Esta es la historia oficial. Transfiriendo soberanía a Europa, la UE conseguirá ser un actor relevante en la esfera global y desde Europa se podrá gobernar la globalización. En concreto, se insistió en que la UE sería diferente del resto del mundo por su “modelo social”. Sin embargo, ¿alguien se acuerda ya de la defensa del “modelo social” europeo? ¿Hace cuántos años que no se habla de ello? Decir hoy que la UE es la garantía de supervivencia del “modelo social” europeo parece un sarcasmo. Simplificando un poco: la Comisión y el BCE buscan erosionar cuanto puedan la negociación colectiva, desregular el mercado de trabajo e imponer reglas fiscales rígidas. A su vez, se constriñe a los Gobiernos nacionales sin dotar de recursos fiscales a las instituciones supranacionales, con lo que la redistribución a escala europea resulta imposible. Esta es la situación actual en Europa, que tiene poco que ver con el proyecto original de integración, en el que la unión económica y europea vendría complementada por un “modelo social”, del que no se ha vuelto a saber nada.
Pero volviendo a lo que decía antes, la trampa está en considerar que la soberanía es una quimera, un atavismo nacionalista, y que no hay más remedio que someterse a los poderes tecnocráticos supranacionales. Sin embargo, debe recordarse que el experimento europeo es una experiencia relativamente menor dentro del mundo. El número de Estados-nación sigue creciendo en el planeta y hay muchos países, de tamaño pequeño y mediano, que se abren paso en el mundo sin necesidad de renunciar a su soberanía política: Canadá, Chile, Corea, Australia, etc.; son países que conservan sus estructuras políticas intactas. Ningún proceso ineluctable nos obliga en Europa a poner en manos de los tecnócratas neoliberales del Banco Central Europeo el futuro económico del continente. Esa es una decisión que hemos tomado los europeos y me temo que hay razones poderosas para cuestionarla y replantearse si el experimento ha ido demasiado lejos. Usando, no sin cierta provocación, la expresión que empleaba Hayek en su último libro, podríamos decir que el sueño europeísta ha pecado de una “fatal arrogancia”: en nombre de unos ideales probablemente inalcanzables, estamos condenando a amplios sectores de las sociedades europeas a la precariedad y la exclusión, y estamos comprometiendo el desarrollo futuro de los países deudores, que no tienen otra alternativa que tratar de imitar el capitalismo germánico, que se basa en un modelo de exportaciones que no es generalizable (no todos los países pueden ser exportadores netos).
Si no podemos avanzar en un plazo razonable de tiempo hacia una unión fiscal con solidaridad inter-territorial entre los Estados miembro y con un cierto control político de la economía a nivel supranacional, mejor abandonar el proyecto
En España, según decía en la anterior respuesta, apenas se habla de estos asuntos en nuestro debate público. Las élites siguen teniendo una profunda desconfianza en su país y consideran que no hay otra solución que no sea la de porfiar en más Europa. Yo estoy de acuerdo, por ejemplo, con muchas de las propuestas europeístas que lanza la izquierda tradicional europea, con Habermas a la cabeza. Mi diferencia, no obstante, es la siguiente: en caso de que esas aspiraciones no se materialicen, es mejor deshacer el camino andado que estar esperando eternamente en nombre de unos ideales que quizá nunca se vayan a materializar. Dicha espera es muy costosa para mucha gente. Por eso, si no podemos avanzar en un plazo razonable de tiempo hacia una unión fiscal con solidaridad inter-territorial entre los Estados miembro y con un cierto control político de la economía a nivel supranacional, mejor abandonar el proyecto. Lo que echo en cara a la izquierda tradicional es que no diga cuál es su plan B en caso de que no se lleven a cabo sus proyectos. ¿Qué nivel de sacrificio podemos exigir a las sociedades en nombre de los ideales europeos? En España los políticos y las élites intelectuales parecen considerar que el sacrificio puede ser ilimitado, que las generaciones actuales tienen que aguantarse porque quizá en 20 o 30 años la unión monetaria funcionará mejor. A mi este tipo de razonamiento me parece aberrante.