Por JAVIER PRADERA
A diferencia de los sentimientos y las emociones, los asuntos de intereses muchas veces se prestan a arreglos, y las ideas pueden ser modificadas por el conocimiento de nuevos hechos o por el vigor de las razones contrarias. A lo largo de la transición hemos tenido ocasiones sobradas para contemplar el acomodo material a la reforma, con independencia del elevado coste económico y político que ha supuesto el respeto constitucional a los derechos mal adquiridos y los cambios ideológicos de gentes antes autoritarias.
Por supuesto, quedan en pie constelaciones de intereses que no se resignan a conservar lo ya atesorado, y que consideran como lucro cesante las dificultades para seguir alimentando sus imperios con negocios ilícitos, atracos al Tesoro público y abusos de poder. Esas urracas que desean seguir volando en un régimen autoritario, pese a que los frutos de su anterior rapiña estén a salvo bajo las instituciones democráticas, anidan lo mismo en el mundo de los caballeros de industria que medraron en el pasado con la especulación, los créditos privilegiados y las concesiones digitales que entre los voraces usufructuarios de una Administración pública patrimonializada por sus supuestos servidores. También hay construcciones ideológicas, cimentadas la mayoría de las veces sobre esos intereses, que se resisten a ser derribadas por la piqueta de la razón o de la información, tal vez porque no haya peor sordo que el que no quiere oír. Pero la convivencia democrática se halla amenazada no sólo por esos intereses e ideas irreductibles a los argumentos de las mayorías electorales, sino también por sentimientos y emociones cuyas hondas raíces los hacen susceptibles de manipulación por los adversarios de las libertades.
Hay sentimientos cultivados desde la infancia que se sienten ofendidos ante la alteración del paisaje habitual, tomado como natural, de usos y símbolos. La batalla de las costumbres, la única que la oposición ganó bajo el franquismo, quizá porque nunca supo que la estaba librando, es uno de los escenarios en los que las emociones, azuzadas por los estereotipos, se alían con el fanatismo a fin de ahogar la capacidad de los hombres y de las mujeres para disponer libremente de sus vidas y de sus cuerpos. Pero, sin duda, son los sentimientos vinculados con los símbolos comunitarios los que ofrecen mayor resistencia a aceptar el derecho del prójimo a la discrepancia, clave de arco de un sistema pluralista.
Así, frente a la idea de España como una comunidad humana formada por seres de carne y hueso, con un polémico pasado histórico detrás, pero con capacidad para decidir su presente y su futuro mediante el ejercicio de los derechos que su condición de ciudadanos libres les otorga, campea la emoción de una España definida como sustancia ajena e independiente a los hombres y mujeres que la habitan. Según esta interpretación, la condición de español no sería una cuestión de hecho, y ni siquiera un estado de conciencia o una manifestación de la voluntad, sino el resultado de una educación sentimental obligada y coercitiva para adecuarse a los valores unilateralmente dictados por la minoría que se autodesigna veladora de esa esencia arbitrariamente definida. España, así, se convertiría en un fetiche independiente de los españoles, la mayoría de los cuales serían excluidos de su seno para ingresar en la cárcel, refugiarse en la vida privada o tomar el camino del exilio.
Las cosas se complican todavía más por la circunstancia de que la comunidad española tiene la gloria de no haber culminado su proceso de unificación estatal con la completa aniquilación de las culturas y las lenguas, anteriores a la puesta en marcha de la trituradora centralista. Que España constituya una nación de naciones, una comunidad plurilingüe y pluricultural, representa en sí mismo una fortuna histórica, pero amenaza con transformarse en una maldición por el empeño de algunos de imponer a los españoles mediante la coacción una patria fantasmal despoblada de seres humanos y habitada por delirios ideológicos.
De otra parte, el esencialismo abstracto del centralismo, que toma sus sueños teratológicos por realidades y que antepone los símbolos a los hombres, ha producido como reacción un sustancialismo no menos nefasto. Porque si el País Vasco y Cataluña fueran también esencias, como pretenden los nacionalistas radicales de ambas comunidades, serían arrojados igualmente de su seno los millones de vascos o catalanes que se sienten, a la vez españoles.
Pero lo grave es que hay castellanos, hay vascos y hay catalanes que no sólo sienten sus emociones visceral y excluyentemente, sino que además exigen a sus coterráneos que participen en ellas con el mismo grado de intensidad y con idénticas manifestaciones simbólicas. La guerra de las banderas y de los términos pertenece a ese dramático combate presidido por la mutua incomprensión y abocado al desastre colectivo. Dado que sobre los sentimientos no mandan las metralletas, la única salida para este conflicto sería aceptar que la pluralidad abarca también a las emociones, y que la única España civilizada sería aquella que renunciara al fetiche de las sustancias, muchas veces alimentadas de un pasado inexistente, y entregara su futuro a la voluntad de los españoles, única vía para que todos ellos, hablen castellano, catalán, vasco o gallego, pudieran reconocer en sus símbolos y en su imagen la realidad de una colectividad tolerante y libre.
Javier Pradera (1934-2011) firmó este artículo en el diario El País el 5 de mayo de 1981. Pradera fue editor, periodista y ensayista. Firmó durante una época buena parte de las editoriales del periódico El País y su consejo y decisión está detrás de otra buena parte de los mejores libros editados en España durante las décadas 60, 70 y 80 del pasado siglo.
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Javier Pradera.