Por ALAIN SUPIOT
He publicado infinidad de dibujos; pero estoy descontento de todo lo que he producido antes de cumplir los setenta años. Fue a la edad de los setenta y tres cuando comprendí más o menos la forma y verdadera naturaleza de los pájaros, de los peces, de las plantas, etc. En consecuencia, a la edad de ochenta años, habré hecho muchos progresos, llegaré al fondo de las cosas; a los cien, un punto o una línea, todo estará vivo. Pido a los que vivan tanto como yo que vean si mantengo la promesa.
Katsushika Hokusai, Postfacio a Cien vistas del monte Fuji, 1834.
Llegamos ya –o por fin– al momento de la rendición de cuentas. Me ocuparé de las de este año, destinado a un análisis jurídico de las transformaciones del trabajo en el siglo XXI. Dos certezas se desprenden de este análisis. La primera es que el impacto de la revolución informática en la organización y división del trabajo es por lo menos tan formidable como el de la precedente revolución industrial, que dio lugar al Estado social. Pero las mutaciones tecnológicas de esta amplitud se acompañan necesariamente de lo que André Leroi-Gourhan llamaba una «reestructuración de leyes de agrupación de los individuos», es decir, de una reestructuración de las instituciones. Segunda certeza: nos enfrentamos a una crisis ecológica sin precedentes, imputable en muy buena medida a nuestro modelo de desarrollo. Estas dos certezas nos obligan a reconsiderar nuestra concepción del trabajo, tanto desde el punto de vista técnico de nuestra relación con las máquinas como desde el punto de vista ecológico de la sostenibilidad de nuestros modos de producción.
Este replanteamiento tiene evidentemente una fuerte dimensión jurídica. Al ser participante de la institución imaginaria de la Sociedad, el Derecho no puede estar ni separado de las condiciones materiales de existencia en la que se asienta, ni derivado de esas condiciones. En efecto, se presenta siempre como una de las posibles respuestas de la especie humana a los desafíos a que le someten sus condiciones de existencia. Pero esta respuesta se hace hoy especialmente difícil por una tercera crisis, aunque no sea reconocida, que afecta al Derecho mismo.
El orden jurídico, en cualquier nivel en el que se considere, es un orden ternario, que hace de la heteronomía de un tercero imparcial la condición de la autonomía reconocida a cada cual, ya se trate del contratista, del propietario o del dirigente político o económico. Ahora bien, ese carácter ternario tiene a ser borrado por el imaginario de la «tecno-ciencia-economía» contemporánea, que proyecta sobre las sociedades humanas el funcionamiento binario característico de los árboles lógicos en el funcionamiento de nuestras «máquinas inteligentes», del tipo < si p…entonces q, si non p… entonces x…>.
Las sociedades humanas no son rebaños. Para subsistir y formarse necesitan un horizonte común. Un horizonte, es decir a la vez un límite y la marca de un más allá, de un deber ser que arranca a sus miembros del solipsismo y la autorreferencia de su ser
No está excluido que estas máquinas tengan un día la capacidad de calcular todo lo que es calculable. Pero lo que sí es cierto es que la reducción de las relaciones entre los hombres a operaciones de cálculo de utilidad o de interés solo puede conducir a la violencia. Tal y como de forma divertida destacó Keith Chesterton son las vacas, los corderos y las cabras que viven como economistas puros. Las sociedades humanas no son rebaños. Para subsistir y formarse necesitan un horizonte común. Un horizonte, es decir a la vez un límite y la marca de un más allá, de un deber ser que arranca a sus miembros del solipsismo y la autorreferencia de su ser.
El horizonte que asume un universo en tres dimensiones está ausente del mundo plano, del Flatland del pensamiento binario. De hecho, nuestra investigación ha sacado a la luz múltiples síntomas de la erosión de la figura del tercero imparcial y desinteresado en el mundo contemporáneo en general y en las relaciones de trabajo en particular. Tal hundimiento del orden jurídico no es un fenómeno inédito. Fue una de las características comunes de los regímenes totalitarios que trataron de constituirse en el siglo XX, no sobre una referencia heterónoma sino sobre leyes pretendidamente científicas e inmanentes de la biología racial o del materialismo histórico. Los juristas que hoy día todavía pretenden reconocer en esos regímenes totalitarias las trazas de un estado de derecho dan prueba de una extraña ceguera. En la actualidad, este hundimiento del orden jurídico es un corolario de la gobernanza por los números, lo cual lleva a someter el Derecho a cálculos de utilidad, allí donde el liberalismo clásico sometía los cálculos de utilidad al imperio del Derecho. Una vez asimilado como un producto competitivo en un mercado de normas, el Derecho se metamorfosea en pura técnica, evaluado en función de la eficacia, excluido de toda consideración de justicia.
El espejismo del orden espontáneo del mercado
No es por tanto sorprendente que, entre otras profecías milenaristas del acabado siglo XX, el neoliberalismo haya anunciado la próxima disipación de lo que Friedrich Hayek denominó el «espejismo de la justicia social». Sin embargo, medio siglo más tarde, es más bien «el orden espontáneo del mercado» el que se revela haber sido un espejismo. El reflujo de las relaciones de derecho deja el campo libre a las relaciones de fuerza. Demasiadas injusticias engendran necesariamente, según los términos de la Constitución de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) adoptada hace exactamente un siglo, « tal descontento que constituye una amenaza para la paz y armonía universales». El crecimiento vertiginoso de las desigualdades, el abandono de las clases populares a la precariedad y el desclasamiento, las masivas migraciones de poblaciones expulsadas por la miseria o la devastación del planeta suscitan cóleras y violencias proteiformes que alimentan el retorno del etnonacionalismo y de la xenofobia. Existente hoy en la mayor parte de los países, comenzando por los que fueron campeones del neoliberalismo, la rabia sorda engendrada por la injusticia social provoca el resurgimiento por todas partes del cesarismo político –aunque de factura tecnocrática– y la dicotomía «amigo-enemigo». Se comprueban así las bien fundamentadas disposiciones del preámbulo de la Constitución de la OIT y de la Declaración de Filadelfia que, sacando las lecciones de la Primera y después de la Segunda Guerra Mundial, afirmaron «que una paz duradera solo se puede establecer sobre la base de la justicia social». Esta afirmación no es la expresión de un idealismo desfasado sino el fruto de las experiencias más mortíferas que ha conocido la historia humana.
La revolución informática conlleva tanto riesgos como oportunidades. Los riesgos son los de un hundimiento en la deshumanización del trabajo. Al dominio físico sobre el trabajador se añade de ahora en adelante un dominio cerebral
La dificultad está en que mientras los principios sobre los que se había basado entonces la justicia social no han perdido para nada su valor, las condiciones de su ejecución han cambiado profundamente. Los desafíos ante los que nos emplaza la revolución informática y el agotamiento de la Tierra reclaman nuevas respuestas que corresponde a los seres humanos concebir y ejecutar. ¿Cuáles son específicamente estos desafíos?
La revolución informática conlleva tanto riesgos como oportunidades. Los riesgos son los de un hundimiento en la deshumanización del trabajo. Al dominio físico sobre el trabajador se añade de ahora en adelante un dominio cerebral. El trabajo de las personas se concibe a partir del modelo de los ordenadores, es decir como el ámbito de ejecución de un programa. Último avatar de las religiones del Libro, esta metáfora del programa –literalmente, de «eso que ya está escrito»-, después de haber sido imprudentemente extendido de la informática a la biología, hoy se aplica a los trabajadores. Convertidos en los eslabones de redes de comunicación destinadas a tratar 24 horas sobre 24 un número cada vez mayor de informaciones, son evaluados en función de indicadores de rendimiento aislados de su experiencia concreta de la tarea a cumplir. De ahí la subida espectacular de las patologías mentales en el trabajo, que en Francia se han multiplicado por siete en cinco años, entre 2012 y 2017. Esta gobernanza por los números se traduce también en un aumento del fraude y la malversación que no ahorra –ya volveremos a esto– la investigación científica. Finalmente, a pesar de la jurisprudencia que ha reconocido en la dirección por algoritmos todas las trazas de la subordinación salarial, los trabajadores «uberizados» son constreñidos a quedar en un subempleo por dirigentes políticos sometidos a una fuerte acción de lobbying por parte de las plataformas digitales.
Este sombrío cuadro no debe hacernos perder de vista las oportunidades abiertas por la revolución informática. Haciéndose cargo progresivamente de todas las tareas calculables o programables, la informática nos obliga a repensar la articulación del trabajo de los hombres y de las máquinas. A condición de domesticarlas, en lugar de identificarnos con ellas, estas últimas podrían permitir concentrar el trabajo humano sobre lo no calculable y lo no programable, es decir, sobre la parte propiamente poiética del trabajo, la que supone una libertad, una creatividad o una atención hacia el otro, acción de lo que no es capaz ninguna máquina. En la empresa informatizada, el cerebro de obra no es ya monopolio de los dirigentes. Se distribuye entre todos los trabajadores, de los que se espera responsabilidad e iniciativa, y que pueden y deben colaborar directamente, sea cual sea su lugar en la cadena de mando. La eficacia de tal empresa supone instaurar lo que Gilbert Simondon denominaba un «acoplamiento entre las capacidades inventivas y organizadoras» de todos sus colaboradores. Ahora bien, ese acoplamiento supone que la función dirigente no sea ya una función de poder sino que se convierta en una función de autoridad. Mientras que el poder se expresa dando órdenes, la autoridad se manifiesta confiriendo una legitimidad a la acción. A diferencia de una relación de dominación, una relación de autoridad supone por parte de aquel que la ejerce que él mismo esté al servicio de la realización de una obra que trasciende su interés individual y con la que puedan identificarse todos los miembros del colectivo de trabajo. Si admitimos que la inteligencia humana no se reduce a sus capacidades de cálculo, la revolución informática es por tanto una ocasión histórica de establecer, más allá del empleo asalariado, lo que la Constitución de la OIT denomina «un régimen de trabajo realmente humano». Todo lo contrario por tanto que esa otra profecía milenarista neoliberal, la del «fin del trabajo».
Esta vía de una libertad en el trabajo, y no solamente del trabajo, es también la que habría que adoptar para destacar el desafío ecológico. La preservación –o al contrario el deterioro– de nuestro ecosistema depende a todas luces de la organización del trabajo y de la elección de sus productos. No solo en tanto que consumidores sino también en tanto que productores, que trabajadores, especialmente jóvenes –particularmente sensibles a los peligros ecológicos–, deben optar a favor de una producción perdurable y sostenible, tanto en sus métodos como en sus resultados. El reconocimiento en curso a escala europea de un derecho de alerta ecológica de los trabajadores, asalariados o no, es una señal de la emergencia de una necesaria democracia económica, que reconoce a todos y a cada uno un derecho de control sobre los métodos y las finalidades de su trabajo.
La preservación –o al contrario el deterioro– de nuestro ecosistema depende de la organización del trabajo y de la elección de sus productos. No solo en tanto que consumidores sino también en tanto que productores, que trabajadores, especialmente jóvenes, deben optar a favor de una producción perdurable y sostenible, tanto en sus métodos como en sus resultados
Contrariamente a una tercera profecía milenarista del neoliberalismo, este último no marca el «fin de la historia», puesto que la historia no tiene fin. Esta no deja de escribirse y son los hombres quienes la escriben. Ningún determinismo presidió esta gran invención jurídica del siglo XX que fue el estado social. Fue la respuesta democrática al empobrecimiento de masas, a las masacres dementes y a las experiencias totalitarias engendradas por la segunda revolución industrial. Fue al calor de estos desastres cuando en 1943-1944 unos hombres y mujeres concibieron el programa del Consejo nacional de la Resistencia de Francia, del que salieron las bases constitucionales de nuestra República social, que algunos se empeñan hoy en «deshacer metódicamente». Pero esta deconstrucción metódica, que está en marcha desde hace al menos dos años, no puede constituir un horizonte político movilizador. No teniendo otra perspectiva que el darwinismo social y la destrucción de las solidaridades instituidas democráticamente, no tiene otro efecto que el agravamiento de las desigualdades y el ascenso de lo que se denomina de forma muy impropia los «populismos». No es ni deshaciendo el Estado social ni tratando de restaurarlo como un monumento histórico como encontraremos una salida a la crisis social y ecológica. Es repensando su arquitectura a la luz del mundo tal como es y tal como queremos que sea. Y, hoy como ayer, la clave de bóveda de esta arquitectura será el estatuto que se dé al trabajo.
La ficción del trabajo-mercancía
Uno de los rasgos característicos del capitalismo ha sido tratar al trabajo, la tierra el dinero como mercancías. Pero se trata de lo que Karl Polanyi llamó «mercancías ficticias». Se actúa como si fueran productos intercambiables en el mercado cuando se trata de las condiciones mismas de la producción y del intercambio. Sin embargo, para ser sostenibles, estas ficciones necesitan estar apoyadas en montajes jurídicos que las hagan compatibles con el principio de realidad. Por eso, tal y como afirma con fuerza la Declaración de Filadelfia (1944), «el trabajo no es una mercancía». El trabajo, en efecto, no es separable de la persona del trabajador y su ejecución moviliza un compromiso físico, una inteligencia y unas competencias que se inscriben en la singularidad histórica de cada vida humana. Para que la ficción del trabajo-mercancía sea duraderamente sostenible, ha hecho falta que el derecho inserte en todo contrato de trabajo un estatuto que tenga en cuenta el tiempo de la vida humana, más allá del tiempo corto del mercado. La noción de mercado de trabajo descansa así sobre una ficción jurídica. Sin embargo, las ficciones jurídicas no son ficciones novelescas, que permitirían liberarse de las realidades biológicas y sociales, sino lo contrario de las técnicas inmateriales que permiten acoplar nuestras representaciones mentales a esas realidades.
Tengo algo de vergüenza al tener que recordar estos datos elementales pero estoy obligado a hacerlo puesto que vivimos en tiempos en que se toman por realidades las ficciones jurídicas que sirven de base a los conceptos de «contrato de trabajo» y «derecho de propiedad». El concepto de «capital humano» se ha convertido también, junto con el de empleo, en el paradigma a partir del cual se aborda hoy la cuestión del trabajo. La presunta cientificidad de este concepto ha sido sancionada por el llamado «Nobel de economía» Gary Becker, pero se nos olvida que su primer inventor fue Josif Stalin y que el único sentido riguroso que se le puede dar al capital humano se encuentra en el activo de los libros de cuentas de los propietarios de esclavos. En ese mismo tiempo, la ecúmene, al que el hombre da forma –y llegado el caso devasta– por su trabajo es considerada como un «capital natural» sobre el que convendría poner un precio de mercado.
Para tener alguna oportunidad de escapar a esta hegemonía cultural del Mercado Total, hay que comenzar por tomar conciencia de la normatividad en auge en la economía y la sociología contemporáneas, cuando extienden a todos los aspectos de la vida los conceptos de «capital» y de «mercado». Razonar en estos términos nos recluye efectivamente en la representación del trabajo típica del siglo XX cuando por el contrario la revolución informática y la crisis ecológica deberían obligarnos a desprendernos de los mismos.
El núcleo normativo de esta representación todavía dominante es el contrato de trabajo, al que la economía se ató a partir de la segunda revolución industrial. En virtud de ese contrato, la causa del trabajo o, más exactamente, en la terminología jurídica más reciente, su contraparte, es el salario, dicho de otro modo una cantidad monetaria, objeto de un crédito del asalariado. Trabajar es para el asalariado un medio al servicio de ese fin. No hay, al contrario, ningún derecho sobre el producto de su trabajo, es decir sobre la obra realizada, que no tiene ningún lugar en este montaje jurídico puesto que esta es cosa exclusiva del empleador. Pero para este mismo empleador, esta obra no es sino un medio al servicio de un fin financiero. El objetivo de las sociedades civiles o comerciales, que ocupan frecuentemente la posición de empleador, es efectivamente según el Código civil «compartir el beneficio o disfrutar de la economía que pudiera […] resultar» de una empresa común a los asociados (art. 1832). Una vez más, estamos ante una instrumentalización de la obra concreta realizada por la empresa, que no tiene otro propósito que obtener un beneficio. Esta instrumentalización se ha agravado a finales del siglo XX por el giro neoliberal de la corporate governance, que ha tenido por objeto y por efecto someter a las direcciones de empresa al objetivo único de creación de valor para los accionistas.
Esta privación total del sentido y del contenido del trabajo la encontramos también a escala de las naciones. Los fines encomendados al Estado social han sido también definidos cuantitativamente, en términos de aumento del producto interior bruto o de reducción de la tasa de paro. Se ha abandonado la aspiración a la democracia económica, que había marcado antes la historia social, o bien ha tomado la forma de nacionalizaciones, sin incidencia sobre el régimen de trabajo en el sector privado. El giro neoliberal iniciado hace treinta años no ha llevado a reabrir un debate democrático sobre la cuestión de saber qué producir y cómo producir, sino que ha establecido para los Estados nuevos objetivos numéricos de disciplinas presupuestarias o monetarias y de reducción de impuestos y prestaciones sociales.
Se ha abandonado la aspiración a la democracia económica, que había marcado antes la historia social, o bien ha tomado la forma de nacionalizaciones, sin incidencia sobre el régimen de trabajo en el sector privado
De modo que a tanto a escala de empresas como de naciones, la explotación del trabajo no descansa ya sobre la promesa de un enriquecimiento sino sobre la amenaza del desclasamiento, la pobreza y la miseria. En las empresas, esta amenaza toma la forma de lo que el Tribunal supremo francés ha llamado «la gestión por el miedo». En la esfera pública, consiste, tal como ha observado Jacques Rigaudiat, en utilizar la deuda como «un arma de disuasión social masiva».
Extendido así a empresas y naciones, el paradigma del trabajo-mercancía ha llevado a la reducción del perímetro de la justicia social a términos cuantitativos del intercambio salarial –intercambio de tiempo de trabajo subalterno contra garantías de seguridad física y económica–, y a excluir del mismo, por el contrario, estas dos cuestiones cruciales: ¿cómo y por qué trabajar? Dicho de otro modo, a excluir el trabajo en tanto que tal, su contenido y su sentido.
El trabajador en acción
Por supuesto, ello no quiere decir que tanto los trabajadores como los directivos de empresa sean de hecho indiferentes a estas cuestiones puesto que la mayoría sabe muy bien que, en el fondo, hacer dinero es todavía no hacer nada. Algunos de ellos se han comprometido recientemente para que la noción de «razón de ser de la empresa» se introduzca tímidamente en el derecho comercial. Y todas las encuestas muestran que muchos no están motivados solamente por el montante de su salario neto o de su activo circulante sino también por lo que Maurice Hauriou llamaba en su teoría de la institución, una «idea de obra». Las empresas prósperas y duraderas son por otra parte aquellas que tienen una «razón de ser», en la que los trabajadores se pueden reconocer puesto que es ella la que confiere un sentido a su trabajo. Es necesario efectivamente que ese sentido sea percibido claramente por los que trabajan en esa empresa si quieren que su obra tenga éxito. ¿Por qué, se pregunta Franz Kafka en La Muralla de China, hubo que construirla por segmentos y no de forma lineal? Según el narrador, solo esta construcción fragmentaria podía dar sentido a la vida de los que, a diferencia de los que trabajan por jornal y cuya única perspectiva es su salario, estaban animados por el placer del trabajo bien hecho y la ambición de ver un día su obra acabada. De lo contrario, escribe, «la futilidad de un trabajo, que excedía el término natural de la vida de un hombre, los hubiera incapacitado para la obra». Esa futilidad es la que amenaza hoy a todos cuyo trabajo no tiene otra razón de ser que la financiera.
El análisis jurídico confirma de esta forma el diagnóstico pesimista de Cornelius Castoriadis:
Y esta actitud –hacer siempre lo mejor sin esperar un beneficio material– no está presente en el andamiaje imaginario del capitalismo. De ahí […] el vacío moral actual […]. Bajo esta perspectiva, el capitalismo vive agotando las reservas antropológicas formadas durante los milenios precedentes. Igual que vive agotando las reservas naturales.
Esta lúcida constatación debería llevarnos a repensar la justicia social en el siglo XXI. En su actual definición posee dos dimensiones: la distribución de las riquezas, que han aumentado y el reconocimiento de las identidades. Y, además, con la hegemonía cultural del neoliberalismo, la justicia cognitiva, vinculada al ser, ha hecho desaparecer de la agenda política la justicia distributiva, vinculada al tener. De ahí la urgente necesidad de reducir las desigualdades de riqueza, que han aumentado por la deconstrucción del Estado social. Pero por muy necesario que sea, este restablecimiento de la justicia distributiva no bastará para responder a los desafíos tecnológicos y ecológicos de los tiempos actuales. En efecto, hay que también tener en cuenta el carácter insostenible del modelo de desarrollo inherente a la globalización. En la perspectiva de una globalización respetuosa de la diversidad de culturas y de entornos naturales, conviene por tanto abrirse a una tercera dimensión de la justicia social: la de la justa división del trabajo que, vinculada a la acción, responde también al desafío provocado por la revolución informática.
Encontramos en la Declaración de Filadelfia una definición de esta justa división del trabajo, capaz de servirnos de brújula en estos tiempos de desorientación. Propone como objetivo a las «diferentes naciones del mundo» «emplear trabajadores en ocupaciones en que puedan tener la satisfacción de utilizar en la mejor forma posible sus habilidades y conocimientos y de contribuir al máximo al bienestar común». Poderosa y hermosa fórmula, que conjuga la cuestión del sentido del trabajo, del «¿por qué trabajar?» (contribuir al máximo al bienestar común) y la de su contenido, del «¿cómo trabajar?» (tener la satisfacción de utilizar en la mejor forma posible sus habilidades y conocimientos). La declaración define lo que desde Georges Canguilhem e Yves Schwartz, aunque en una acepción más amplia, hemos propuesto llamar una concepción ergológica del trabajo, es decir una concepción que, partiendo de la experiencia misma del trabajo, restaure la jerarquía de medios y de fines vinculando el estatuto del trabajador a la obra a realizar y no a su producto financiero.
A decir verdad, esta concepción sigue todavía presente no solamente de hecho entre todos aquellos que siguen trabajando lo mejor posible sin esperar un beneficio material, sino también de derecho, en el estatuto jurídico acordado en ciertas funciones. Es el caso del estatuto de las profesiones liberales, cuyos servicios no son (o al menos todavía no completamente) dejados a las leyes del mercado puesto que su calidad requiere el respeto de criterios técnicos propios a cada una de ellas. Es por tanto la naturaleza del trabajo la que manda sobre su régimen jurídico, mientras que su retribución permanece en principio inapreciable, justificando el pago de honorarios y no de salarios. Este estatuto está ahí para recordarnos que la ficción del trabajo-mercancía, como la de la tierra-mercancía, es reciente y no se materializó jurídicamente hasta el siglo XIX. Anteriormente, la noción de trabajo estaba reservada a tareas que no entrañaban la aplicación de cualidades incorporadas en la persona, hoy diríamos la aplicación de una cualificación profesional. Estas tareas eran el conjunto de las «gentes de pena», personas destinadas a trabajos penosos, o «gentes de brazos» (sin oficio, sin estado), las cuales, al contrario que las «gentes de oficio» podían ser identificadas con una cantidad de trabajo medida en el tiempo. Por el contrario, de aquellos cuya tarea suponía la aplicación de la inteligencia no se decía que trabajaban sino que ellos obraban, y la Enciclopedia de Diderot y d`Alembert clasificaba de esta manera en una misma categoría de «obreros» a artesanos y artistas, artes mecánicas y artes liberales.
El otro estatuto profesional que continúa escapando a la ficción del trabajo-mercancía es el de la función pública, regulada también sobre valores no mercantiles de interés general. Es interesante referirse a ella ya que algunos de sus rasgos parecen responder a problemas planteados por la revolución informática y la crisis ecológica. La crisis ecológica nos obliga a considerar el impacto del trabajo sobre ese bien público por excelencia que es nuestro ecúmeno. En cuanto a la revolución informática, su correcto uso supone la adhesión de todos los trabajadores a una obra común. Y es que el espíritu de servicio público reposa precisamente sobre esta idea de obra. El vínculo de subordinación no es un vínculo binario de dominación ya que la superior jerarquía se encuentra ella misma al servicio de lo público. Todo el trabajo en ese ámbito se encuentra regulado en torno a la realización de ese servicio, con el cual todos los agentes se identifican y que confiere una dignidad a la función de cada uno, por modesta que ésta sea. Este espíritu de servicio público es el que anima todavía a todos los agentes de una institución como el Colegio de Francia, y a quienes quisiera aquí rendir homenaje por su compromiso y dedicación a nuestra común misión de elaboración y de transmisión de conocimientos. Tal y como lo indica su cualificación jurídica, la retribución de quienes trabajan así en una misión de interés general no es sino un medio al servicio de ese fin: se trata de una remuneración cuyo montante debe permitirles vivir dignamente y no de un salario vinculado a la marcha del mercado de trabajo.
Los desafíos de la revolución digital y de la crisis ecológica nos sitúan al contrario a ver en ellos los gérmenes posibles de un nuevo estatuto del trabajo que incluya a su objeto –es decir a la obra culminada– y no solamente a su valor de cambio
Es bastante evidente que la función pública así concebida está hoy amenazada por la extensión del paradigma del trabajo-mercancía a todas las actividades que todavía se le escapan. Tal es el sentido del proyecto de reforma de la función pública que está en proceso de discusión, que prevé la apertura a la competencia del sector privado y el público para la ejecución de ciertas tareas de dirección o el recurso al contrato en vez de al estatuto «cuando la naturaleza de las funciones o las necesidades del servicio lo justifiquen». Los sindicatos desde hace ya tiempo han abierto ellos mismos la mano a esta ampliación reivindicando la igualación de la situación de los agentes públicos a la de los asalariados, siempre que esta última les sea más favorable. Pero es sobre todo una franja reducida, pero influyente, de la alta función pública –la de los oligarcas a la manera francesa– que ha comprometido a la misma en un proceso de degeneración corporativa, acumulando las ventajas de lo privado y de lo público, y cultivando la idea de una equivalencia funcional del servicio de interés general con el del mundo de los negocios. Esta fusión se refleja en Francia en el plan de estudios de la escuela de Ciencias Políticas, donde la noción de «asuntos públicos» se ha sustituido recientemente por la de «administración pública». Esta tendencia no ahorra las funciones gubernativas básicas. Al hilo de nuestro informe nos hemos encontrado con el caso pintoresco de la subcontratación de una empresa privada para el trabajo de redacción de la exposición de motivos de la ley de «movilidad». De forma mucho más frecuente, el trabajo de juez se halla hoy en competencia o relegado en el derecho norteamericano, o en los tratados internacionales de inversión, por los recursos a un mercado de arbitraje, que priva de facto a los justiciables de todo recurso a un tercero imparcial y desinteresado. Este caso es emblemático del carácter autodestructor del Mercado Total, porque no hay mercado concreto que pueda funcionar convenientemente en una comunidad política donde la justicia es ella misma gestionada como un mercado.
Esta dinámica del paradigma trabajo-mercancía nos podría llevar a ver en las formas de trabajo que aún se le escapan fósiles llamados a engrosar los manuales de historia del derecho. Pero los desafíos de la revolución digital y de la crisis ecológica nos sitúan al contrario a ver en ellos los gérmenes posibles de un nuevo estatuto del trabajo que incluya a su objeto –es decir a la obra culminada– y no solamente a su valor de cambio. O, por decirlo de otra forma, esos desafíos nos empujan a restaurar el orden de los fines y los medios, reemplazando la concepción mercantil del trabajo por la concepción ergológica subyacente en la Declaración de Filadelfia.
Un caso de manual: el trabajo universitario
A modo de conclusión de este curso, les sugiero que exploren este camino llevando a cabo un caso práctico. Pero no un caso cualquiera, sino un caso de manual, que es lo que ahora les propongo, ya que se trata de la situación que he venido exponiendo aplicada al trabajo universitario. Tendrán la tentación de verlo por mi parte como una vuelta sobre mí mismo, y no se equivocarán, porque la apelación explícita a la experiencia personal nunca debe excluirse del campo de las humanidades. Pero la elección de este caso también se justifica por el hecho de que la transferencia a nuestras nuevas máquinas de todas las tareas relacionadas con el cálculo y la programación coloca el futuro del trabajo del lado del «trabajo creativo», al que está dedicada la cátedra de mi querido colega Pierre-Michel Menger. Los científicos ocupan solo una parte modesta de este vasto dominio, pero su situación es rica en lecciones sobre las condiciones más adecuadas para poner las máquinas al servicio de la inventiva humana y contribuir de la mejor manera al bienestar común.
Hace ya bastante tiempo que se viene reflexionando acerca de la situación del trabajo de los científicos. La controversia sobre esto se encuentra ya en Platón, para quien los sofistas, al cobrar por sus lecciones, se descalificaban al mismo tiempo que descalificaban su filosofía. En un hermoso libro titulado El precio de la verdad, Marcel Hénaff ha contado la historia de estos debates, desde la Antigüedad hasta el Siglo de las Luces. Pero este libro no hace justicia a la contribución crucial de gente de la Edad Media. En efecto, la condición jurídica de la profesión de científico nació con las primeras universidades en los siglos XII y XIII, y hoy seguimos siendo herederos de aquellas instituciones. Es cierto que este período estuvo, a su vez, marcado por una disputa entre los maestros seculares, que eran remunerados por los estudiantes, y los clérigos de las órdenes mendicantes, que proporcionaban su educación de forma gratuita. Estos últimos invocaban el adagio «Scientia donum Dei est, unde vendi non potest» (el conocimiento es un regalo de Dios, por lo tanto no se puede vender), proveniente de la lectura del Evangelio de Mateo X, 8. Pero los canonistas, representantes del Derecho canónico, consiguieron sin esfuerzo glosar este adagio de manera que legitimara la remuneración de los profesores universitarios. Con este fin, distinguieron entre “scientia” (conocimiento), que no podía venderse, y “labor” (trabajo) requerida por la educación, que, sin embargo, podía medirse y ser recompensada. Los propios recursos hermenéuticos se movilizaron cuando la invención de la imprenta dio paso a la posibilidad de que los autores recibieran una remuneración proporcional a la difusión de sus obras. Luego se hizo una distinción entre el derecho real generado por sus libros como un objeto material, fuente de ingresos legales, y su derecho moral, un derecho personal e intransferible, por ser caro o «sobrevalorado». Estas distinciones se han mantenido operativas hasta hoy, como muestra, por ejemplo, el extenso estudio que Gérard Lyon-Caen dedicó en 1965 a «la publicación de los cursos de profesores universitarios”.
A decir verdad, la cuestión de si los académicos pueden ser remunerados por su trabajo apenas merece consideración, por ser su respuesta tan obvia. Sin embargo, el problema es si el dinero que recaudan es el fin que persiguen o un medio para un fin: el conocimiento científico, que no tiene precio. En otras palabras, la pregunta es si el trabajo de los investigadores puede tratarse como una mercancía. A lo largo de estos años de enseñanza hemos visto que la dinámica del Mercado total iba en ese sentido. Se expresa de forma notable en el concepto de «mercado de ideas» acuñado por el llamado «Premio Nobel de economía» Ronald Coase, y que ahora es utilizado por la Corte Suprema de los Estados Unidos para definir los marcos legales para la democracia o la religión. ¿Por qué entonces no admitir que la ciencia es también un mercado de ideas y que los científicos están a la venta del mejor postor?
Si el Derecho puede prescindir de bases científicas, la ciencia, sin embargo, no puede prescindir de bases jurídicas
Por analogía, uno puede objetar el peso de una tradición milenaria, que demuestra que la investigación científica gratuita no puede existir sin un marco institucional que la garantice y proteja. Desde finales del siglo XII, fue el Derecho canónico el que, para evitar que mezclásemos a Dios con el arreglo de las disputas humanas, prohibió el recurso a las ordalías e impuso el uso de las llamadas pruebas «racionales», cuya jerarquía anuncia la aparición de las ciencias experimentales. En la ciencia como en el derecho, la verdad solo se descubre a partir del cumplimiento de tres condiciones: es necesario probar los hechos alegados; deben ser interpretados; y estos descubrimientos deben ser probados por medio de su contrastación. Su característica común es establecer jurídicamente una «República de las Letras», es decir, un orden ternario que somete las relaciones entre sus miembros a una misma referencia en la búsqueda de la verdad. Al fijar y sancionar algunas de estas reglas, la Ley participa de lo que Robert Merton llamó «la estructura normativa de la ciencia». En pocas palabras, si el Derecho puede prescindir de bases científicas, la ciencia, sin embargo, no puede prescindir de bases jurídicas. Sé que será muy difícil convencer de esto a muchos de mis colegas, inclinados a reclamar libertad sin prestar atención a las condiciones institucionales que la hacen posible, pero lo intentaré.
Para que la investigación científica se desarrolle libremente debe ser reconocida jurídicamente como un fin en sí misma, por lo que su curso no debe verse obstaculizado por consideraciones políticas, ideológicas, económicas o religiosas. Como legado de la Ilustración y de los ideales de la República de las Letras esta consagración no fue desmentida, sino más bien fortalecida tras la experiencia histórica de Estados que, afirmando descansar sobre bases científicas (como la biología racial o el socialismo científico), trataron de prohibir o desacreditar cualquier investigación que se desviase de estos dogmas. Una experiencia rica de enseñanzas, que demuestra que la libertad de investigación no puede autofundarse. Necesita una base legal que le dé valor y protección, y no está en ninguna parte más amenazada que en un sistema normativo basado en la verdad científica oficial. Esta incapacidad de la investigación científica para autofundarse se explica, como Max Weber percibió adecuadamente, por el hecho de que el significado y el valor de las acciones humanas no están dentro del alcance de las ciencias naturales:
Las ciencias naturales […] dan por sentado que vale la pena conocer las últimas leyes del devenir cósmico, hasta donde la ciencia pueda establecerlas. No solo porque este conocimiento nos permite alcanzar ciertos resultados técnicos, sino sobre todo porque tiene un valor «en sí mismo», ya que representa precisamente una «vocación». Sin embargo, nadie puede demostrar esta presuposición. Menos aún podemos demostrar que el mundo que describen merece existir, que tiene un «significado» o que no es absurdo vivir en él.
Este «valor en sí mismo» del trabajo de investigación está reconocido por la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, en virtud de la cual «Las artes y la investigación científica son libres. Se respeta la libertad de cátedra” (art. 13). Por lo tanto, aquí es la investigación científica la que tiene una base legal, y no el derecho una base científica. Entre estas bases legales para la investigación científica gratuita se encuentra el estatus profesional reconocido por los investigadores. Desde la Edad Media, la búsqueda de la verdad ha sido tarea de una categoría particular de intelectuales que, desde el principio, reclamarán el reconocimiento de la dignidad e independencia de sus funciones. Desde el siglo XII, los juristas eruditos de las primeras universidades europeas se autodenominaron domini o señores, como los nobles y prelados. Los estatutos de estas primeras universidades ya garantizaban su autonomía. Para defender sus libertades y privilegios, la de París recurrió a la huelga y la secesión, cuyo derecho fue reconocido en 1231 por la bula Parens scientiarum. Un caso más cercano en el tiempo se dio cuando en la Inglaterra del siglo XVIII, el ideal del científico, tal como lo encarnaba Robert Boyle, era el del gentleman, cuya fortuna y estatus garantizaban independencia e imparcialidad con respecto de cualquier tipo de influencia, incluso la de especialización profesional. Condición considerada necesaria para que la verdad se busque como un fin en sí mismo, como un bien común, que es incompatible con la búsqueda de intereses económicos, políticos o religiosos. En Francia, fue la figura del académico la que encarnó al mismo tiempo este ideal aristocrático del científico, trabajando a la vez por el avance del conocimiento y el bien público.
Al formar un ethos común, el requisito de independencia e imparcialidad del científico se tradujo así en diferentes formas de acuerdo con la cultura jurídica específica de cada país. En nuestros días este ensamblaje institucional ha tomado en Francia la forma de cuerpos especiales de funcionarios públicos, que disfrutan tanto de empleo de por vida como de una gran libertad en el ejercicio de sus funciones. En países donde los académicos no dependen del Estado, sino de la universidad que los emplea, se han incluido garantías comparables en un marco contractual. Este es el caso de las tenures de las universidades estadounidenses, cuyo origen medieval es explícito, y que confieren a su titular libertad económica y seguridad laboral en la gestión de un cargo. Equivalente secular de lo que en Derecho canónico se definía como el beneficium adjunto a un officium. Los países con mayor actividad científica también son aquellos que otorgan a los investigadores profesionales un estatus profesional que combina libertad académica y seguridad laboral. Este tipo de situación a menudo se compara con el de los jueces, que también deben estar en condiciones de servir al interés general con plena independencia.
El estatus universitario continúa descansando en los valores aristocráticos cultivados por el mundo erudito desde el siglo XVII: el desinterés, imparcialidad, compromiso con el servicio del bien público. Estos valores están en las antípodas de los ideales mercantiles búsqueda del beneficio y maximización del interés individual
Sin embargo, la efectividad de este tipo de estatus depende del respeto a un código deontológico particular, que obliga a los académicos o magistrados a demostrar que son dignos de los privilegios que les corresponden. Por lo tanto, el principio de independencia de los profesores universitarios reconocidos en Francia por el Consejo Constitucional debe entenderse tanto como una fuente de deberes como de derechos. El estatus universitario continúa descansando en los valores aristocráticos cultivados por el mundo erudito desde el siglo XVII: el desinterés, imparcialidad, compromiso con el servicio del bien público. Estos valores están en las antípodas de los ideales mercantiles búsqueda del beneficio y maximización del interés individual. Forman parte de lo que Émile Durkheim llamó una «moral profesional», esencial según él para proteger una función social del «desencadenamiento de intereses económicos”. La erosión de esta moral, por lo tanto, tiene inevitablemente como resultado una formalización jurídica de las reglas de la profesión, como podemos ver hoy con el florecimiento de textos destinados a prevenir conflictos de intereses y fraudes en el campo de la investigación científica.
De hecho, este estatuto universitario, que combina libertad, seguridad y responsabilidad, está hoy amenazado por la asimilación de la educación superior y la investigación a un mercado sometido a los requisitos de rendimiento y competitividad.
Así, según los términos del artículo 179 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, esta última «tiene por objetivo fortalecer sus bases científicas y tecnológicas, mediante la realización de un espacio europeo de investigación en el que los investigadores, los conocimientos científicos y las tecnologías circulen libremente, y favorecer el desarrollo de su competitividad, incluida la de su industria, así como fomentar las acciones de investigación que se consideren necesarias en virtud de los demás capítulos de los Tratados». Aquí encontramos el fantasma de un orden político «basado» en la ciencia y la técnica. En la medida en que estas bases deben favorecer el desarrollo de la competitividad, es el orden competitivo el que se revela, sin sorpresa, como la base última, «determinante en última instancia», de este ensamblaje normativo. Estamos tratando con un sistema autorreferencial, ya que se supone que el imperativo de la competitividad es el resultado de un orden espontáneo descubierto por la economía. La investigación ya no es un fin en sí misma, sino un instrumento al servicio del logro de objetivos económicos. Está sujeto a los mismos métodos de gestión por objetivos que los implementados en empresas con fines de lucro.
La «organización científica del trabajo» inherente a la segunda revolución industrial no había afectado a los académicos. Hoy es diferente con la gobernanza por números que extiende el imaginario cibernético a todas las actividades humanas. Como cualquier trabajador, el investigador es tratado como un ser programable, sujeto al logro de objetivos cuantificados y comprometido en un proceso interminable de benchmarking, (evaluación comparativa), aplicando las recetas del new public management (la nueva gestión pública con modelos de gestión privados). Creer que un buen investigador es un ser programable significa que nunca se ha topado con alguno de ellos. Los mejores son absolutamente improgramables e impredecibles, al menos en sus obras. Esta es la razón por la que la programación de la investigación los obliga a gastar una energía demencial comparada con el tiempo dedicado a las preguntas que se hacen a sí mismos sobre sus propias investigaciones. Bergson, Valéry, Foucault o Bourdieu habrían tenido sin duda dificultades para producir sus obras si hubieran tenido que ejecutar así su pacto contractual.
Como cualquier trabajador, el investigador es tratado como un ser programable, sujeto al logro de objetivos cuantificados y comprometido en un proceso interminable de benchmarking, (evaluación comparativa), aplicando las recetas del new public management
Hoy esta contractualización de la financiación de la investigación va de la mano de la desestabilización de sus instituciones, cuyos recursos estables no han parado de reducirse y que están involucradas en un movimiento de reestructuración perpetua. Considerada demasiado costosa, la evaluación cualitativa del trabajo universitario tiende a ser suplantada por un enfoque cuantitativo, a base de indicadores: no solo indicadores bibliométricos, número de patentes o publicaciones en revistas revisadas por pares y otros índices h-index, cuya consulta permite evaluar publicaciones sin leerlas; sino también de indicadores de fund raising [recaudación de fondos], que en resumen dan el «precio de mercado» de los investigadores, alentados a incluirlo de manera prominente en su curriculum vitae, porque es una promesa de enriquecimiento para las instituciones que puedan reclutarlos. Según este criterio, Grigori Perelman, uno de los mejores matemáticos de su generación, que publicó su trabajo fuera de revistas revisadas por pares y rechazó los premios más prestigiosos, es un investigador que no vale nada.
La búsqueda de objetivos cuantificados se ha convertido también en la prioridad de las inversiones públicas en investigación. El más famoso de estos indicadores es el ranking de Shanghai, que, sin embargo, debe recordarse que es un subproducto de la planificación soviética y de las «cifras de control» del que se dotaba el Gosplan para medir en las principales áreas de actividad el progreso de la construcción del socialismo científico. Para mejorar su puntuación, Francia se ha embarcado en la fusión de instituciones de investigación dando lugar a enormes mastodontes que supuestamente mejorarán su lugar en este ranking. No hace falta mucha experiencia legal para predecir que estos combinats se derrumbarán tan pronto como dejen de estar nutridos con fondos públicos. Si el objetivo es que la investigación francesa salte a la cima de este podio mundial, sería suficiente con fusionar todas sus universidades en una sola, que podríamos denominar «Universidad de Francia». Si el objetivo es crear condiciones institucionales óptimas para la investigación, sería mejor idea apoyar a las comunidades de trabajo a escala humana, donde se puede cultivar el arte de la conversación científica que, como ha demostrado la historiadora Françoise Waquet, ha desempeñado un papel primordial en el surgimiento de nuevas ideas desde el nacimiento de la ciencia moderna. El Institut d’Études Avancées donde tengo la oportunidad de trabajar en Nantes es una institución de este tipo, que actúa con el objetivo de una verdadera globalización de la investigación en el campo de las ciencias humanas. Este Instituto, reconocido por colegas como uno de los mejores del mundo, se ve amenazado de normalización a corto plazo por la política de investigación pública del gobierno francés.
Los efectos perversos de la gobernanza de la investigación a partir de las cifras son de hecho bien conocidos: incitación al conformismo, confinamiento de la evaluación en bucles autorreferenciales, maquillaje de resultados que llegan hasta el fraude, etc. Un estudio de 2012 en el campo de la investigación biomédica mostró que la tasa de rechazos por fraude de artículos publicados en revistas científicas se había multiplicado por diez desde 1975. Los conflictos de intereses afectan en la actualidad a todas las disciplinas, incluida la investigación jurídica, a pesar de que los casos más conocidos en los últimos años han sido principalmente en las áreas de economía, biología y medicina. Esto genera en el público una duda cada vez mayor sobre la fiabilidad de los expertos científicos, una duda que no descarta a las instituciones más valoradas del mundo dentro del ámbito de la medicina, comenzando por la Organización Mundial de la Salud (OMS). Consciente de esta creciente duda, el legislador vio en ello la oportunidad de asignar a las humanidades una misión que las alejara de la sospecha recurrente de inutilidad que se cernía sobre ellas. Según el artículo L.111-2 del Código de Investigación:
“La política de investigación a largo plazo se sustenta en el desarrollo de la investigación básica que cubre todo el campo del conocimiento. En particular, a las ciencias humanas y sociales se les dota de los medios necesarios para que puedan desempeñar su papel en la restauración del diálogo entre la ciencia y la sociedad”.
Por lo tanto, lo que sería fundamental en las humanidades y justificaría aún más su financiación sería promover las ciencias exactas. Muchos creen, además, que deben fusionarse por completo para merecer el nombre de «ciencia». Así, un informe reciente de la Alliance Athéna, que coordina todas las instituciones públicas de investigación en ciencias sociales, y con la finalidad de afrontar la radicalización religiosa, recomienda extender a los terroristas los métodos conductuales y neurobiológicos que se practican actualmente en animales. El problema es que, si bien hay muchos perros rabiosos, nadie ha encontrado un perro terrorista. El objeto propio de las ciencias humanas es el enorme aparato simbólico, técnico y lingüístico con el que está dotada la especie humana. El anclaje del homo faber en su aparato biológico es obvio, pero no puede reducirse a él sin hacer desaparecer el objeto que pretende esclarecer. Tampoco se puede reducir la medicina al arte veterinario.
La gobernanza por los números y el cientificismo se combinan hoy para amenazar la libre investigación en las humanidades. Y la mejor defensa contra esta amenaza es un estatus profesional que proteja al científico de las presiones económicas, políticas o religiosas. El estatuto y no el contrato es la condición para la libertad, la asunción de riesgos, el retorno crítico frente a los paradigmas establecidos y el pensamiento «mainstream», mainstream en el que, según la ex presidenta del Consejo Europeo de Investigación, solo nadan los peces muertos. Esta libertad, para desplegarse, necesita instituciones estables, que no se conciban como empresas que operan en un mercado universitario, sino como lugares de polinización del conocimiento y de serendipia. Instituciones donde la capacidad reflexiva de la ciencia no está amenazada por la hiperespecialización y por la primacía otorgada a la competencia sobre la cooperación. Es decir, instituciones cuya administración practica el arte del jardinero, presta atención a las condiciones de eclosión del genio propio de cada planta, y no el arte del pastor que empuña el palo para dirigir su rebaño.
Una vez que admitimos que nuestras nuevas herramientas pueden y deben conducir a la liberación de las capacidades de inteligencia de quienes las utilizan, el poder en la empresa debe dar paso a la autoridad, es decir, a un modo de organización jerárquica donde el gerente es responsable de la realización de un trabajo colectivo y el dinero es solo uno de los medios de su realización
Este arte de la jardinería es precisamente el que deberían cultivar todas las empresas que desean aprovechar al máximo las herramientas digitales y comprometerse en la transición ecológica. Frente a la bancarrota moral, social, ecológica y financiera del neoliberalismo, el horizonte del trabajo en el siglo XXI es el de su emancipación del reinado exclusivo del marchandise. El camino del futuro no es el de someter el trabajo de los hombres a máquinas supuestamente inteligentes, sino estimular y coordinar sus capacidades inventivas y organizativas, en otras palabras, otorgarles libertad en el trabajo. Cualquiera que sea la posición jerárquica de las personas, éstas deben tener una opinión individual o colectiva sobre lo que hacen y cómo lo hacen. Una vez que admitimos que nuestras nuevas herramientas pueden y deben conducir a la liberación de las capacidades de inteligencia de quienes las utilizan, el poder en la empresa debe dar paso a la autoridad, es decir, a un modo de organización jerárquica donde el gerente es responsable de la realización de un trabajo colectivo y el dinero es solo uno de los medios de su realización. Para que masas humanas enteras no sean relegadas a un «subempleo», la legislación laboral debe, por lo tanto, abrirse a ir «más allá del empleo». La ficción del trabajo-mercancía, que hace del trabajo un simple medio al servicio de los objetivos financieros, ya no es ecológicamente sostenible a escala planetaria. Debe dar paso a un estatuto del trabajo que combine libertad, seguridad y responsabilidad. La implementación de tal estatus laboral en las organizaciones productivas, incluso en las cadenas de subcontratación, supone que la responsabilidad de todos está vinculada al grado de libertad y seguridad que se les otorga, en otras palabras, a la capacidad de actuar que le es realmente reconocida.
Gracias al Colegio de France y gracias a una audiencia tan atenta y exigente, pude disfrutar de esta seguridad, usar esta libertad y sentir el peso de esta responsabilidad en el trabajo. Los académicos, por otro lado, a menudo se ven afectados por lo que podría llamarse «el síndrome de Josefina», tomar como una canción extraordinaria lo que en el fondo no es sino un chirrido bastante ordinario. Al emitir yo mismo desde hace demasiado tiempo chirridos de este tipo, simpatizo con Josephine cuando ella reivindica el derecho de no trabajar como todo el mundo. Pero el pueblo de ratones tiene razón al negarle este privilegio puesto que, en una sociedad justa, cada uno debe compartir su parte de penas y alegrías del trabajo. Estas penas además no serán eternas porque, con el tiempo –y estas son las últimas líneas del relato de Kafka–, Josefina «entrará, como todos sus hermanos, en la exaltada liberación del olvido».
[Traducción de Javier Aristu y Javier Tébar]
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Alain Supiot. Profesor Honorario del Colegio de Francia (2012-2019) y profesor emérito del Instituto de Estudios avanzados de Nantes. El texto corresponde a la lección de clausura impartida por Supiot en el Colegio, sesión celebrada el 22 de mayo de 2019.