Por ALAIN SUPIOT
Alain Supiot es Profesor Honorario del Colegio de Francia (2012-2019) y profesor emérito del Instituto de Estudios avanzados de Nantes. El texto corresponde a la primera parte de la Lección de clausura del curso 2018-2019 del Colegio de Francia, el 22 de mayo de 2019. La segunda parte se publicará más adelante. Puede consultar el texto completo anotado en versión PDF este enlace. Publicamos esta traducción al castellano un Primero de Mayo cuando, por razones de la terrible pandemia que nos acomete, no se puede celebrar en la calle este Día del Trabajo. Vaya desde este modesto trabajo nuestro homenaje a todos los trabajadores y trabajadoras del mundo.
Contenido y sentido del trabajo en el siglo XXI
He publicado infinidad de dibujos; pero estoy descontento de todo lo que he producido antes de cumplir los setenta años. Fue a la edad de los setenta y tres cuando comprendí más o menos la forma y verdadera naturaleza de los pájaros, de los peces, de las plantas, etc. En consecuencia, a la edad de ochenta años, habré hecho muchos progresos, llegaré al fondo de las cosas; a los cien, un punto o una línea, todo estará vivo. Pido a los que vivan tanto como yo que vean si mantengo la promesa.
Katsushika Hokusai, Postfacio a Cien vistas del monte Fuji, 1834.
Llegamos ya –o por fin– al momento de la rendición de cuentas. Me ocuparé de las de este año, destinado a un análisis jurídico de las transformaciones del trabajo en el siglo XXI. Dos certezas se desprenden de este análisis. La primera es que el impacto de la revolución informática en la organización y división del trabajo es por lo menos tan formidable como el de la precedente revolución industrial, que dio lugar al Estado social. Pero las mutaciones tecnológicas de esta amplitud se acompañan necesariamente de lo que André Leroi-Gourhan llamaba una «reestructuración de leyes de agrupación de los individuos», es decir, de una reestructuración de las instituciones. Segunda certeza: nos enfrentamos a una crisis ecológica sin precedentes, imputable en muy buena medida a nuestro modelo de desarrollo. Estas dos certezas nos obligan a reconsiderar nuestra concepción del trabajo, tanto desde el punto de vista técnico de nuestra relación con las máquinas como desde el punto de vista ecológico de la sostenibilidad de nuestros modos de producción.
Este replanteamiento tiene evidentemente una fuerte dimensión jurídica. Al ser participante de la institución imaginaria de la Sociedad, el Derecho no puede estar ni separado de las condiciones materiales de existencia en la que se asienta, ni derivado de esas condiciones. En efecto, se presenta siempre como una de las posibles respuestas de la especie humana a los desafíos a que le someten sus condiciones de existencia. Pero esta respuesta se hace hoy especialmente difícil por una tercera crisis, aunque no sea reconocida, que afecta al Derecho mismo.
El orden jurídico, en cualquier nivel en el que se considere, es un orden ternario, que hace de la heteronomía de un tercero imparcial la condición de la autonomía reconocida a cada cual, ya se trate del contratista, del propietario o del dirigente político o económico. Ahora bien, ese carácter ternario tiene a ser borrado por el imaginario de la «tecno-ciencia-economía» contemporánea, que proyecta sobre las sociedades humanas el funcionamiento binario característico de los árboles lógicos en el funcionamiento de nuestras «máquinas inteligentes», del tipo < si p…entonces q, si non p… entonces x…>. No está excluido que estas máquinas tengan un día la capacidad de calcular todo lo que es calculable. Pero lo que sí es cierto es que la reducción de las relaciones entre los hombres a operaciones de cálculo de utilidad o de interés solo puede conducir a la violencia. Tal y como de forma divertida destacó Keith Chesterton son las vacas, los corderos y las cabras los que viven como economistas puros. Las sociedades humanas no son rebaños. Para subsistir y formarse necesitan un horizonte común. Un horizonte, es decir a la vez un límite y la marca de un más allá, de un deber ser que arranca a sus miembros del solipsismo y la autorreferencia de su ser.
Las sociedades humanas no son rebaños. Para subsistir y formarse necesitan un horizonte común. Un horizonte, es decir a la vez un límite y la marca de un más allá, de un deber ser que arranca a sus miembros del solipsismo y la autorreferencia de su ser
El horizonte que asume un universo en tres dimensiones está ausente del mundo plano, del Flatland del pensamiento binario. De hecho, nuestra investigación ha sacado a la luz múltiples síntomas de la erosión de la figura del tercero imparcial y desinteresado en el mundo contemporáneo en general y en las relaciones de trabajo en particular. Tal hundimiento del orden jurídico no es un fenómeno inédito. Fue una de las características comunes de los regímenes totalitarios que trataron de constituirse en el siglo XX, no sobre una referencia heterónoma sino sobre leyes pretendidamente científicas e inmanentes de la biología racial o del materialismo histórico. Los juristas que hoy día todavía pretenden reconocer en esos regímenes totalitarias las trazas de un estado de derecho dan prueba de una extraña ceguera. En la actualidad, este hundimiento del orden jurídico es un corolario de la gobernanza por los números, lo cual lleva a someter el Derecho a cálculos de utilidad, allí donde el liberalismo clásico sometía los cálculos de utilidad al imperio del Derecho. Una vez asimilado como un producto competitivo en un mercado de normas, el Derecho se metamorfosea en pura técnica, evaluado en función de la eficacia, excluido de toda consideración de justicia.
El espejismo del orden espontáneo del mercado
No es por tanto sorprendente que, entre otras profecías milenaristas del acabado siglo XX, el neoliberalismo haya anunciado la próxima disipación de lo que Friedrich Hayek denominó el «espejismo de la justicia social». Sin embargo, medio siglo más tarde, es más bien «el orden espontáneo del mercado» el que se revela haber sido un espejismo. El reflujo de las relaciones de derecho deja el campo libre a las relaciones de fuerza. Demasiadas injusticias engendran necesariamente, según los términos de la Constitución de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) adoptada hace exactamente un siglo, « tal descontento que constituye una amenaza para la paz y armonía universales». El crecimiento vertiginoso de las desigualdades, el abandono de las clases populares a la precariedad y el desclasamiento, las masivas migraciones de poblaciones expulsadas por la miseria o la devastación del planeta suscitan cóleras y violencias proteiformes que alimentan el retorno del etnonacionalismo y de la xenofobia. Existente hoy en la mayor parte de los países, comenzando por los que fueron campeones del neoliberalismo, la rabia sorda engendrada por la injusticia social provoca el resurgimiento por todas partes del cesarismo político –aunque de factura tecnocrática– y la dicotomía «amigo-enemigo». Se comprueban así las bien fundamentadas disposiciones del preámbulo de la Constitución de la OIT y de la Declaración de Filadelfia que, sacando las lecciones de la Primera y después de la Segunda Guerra Mundial, afirmaron «que una paz duradera solo se puede establecer sobre la base de la justicia social». Esta afirmación no es la expresión de un idealismo desfasado sino el fruto de las experiencias más mortíferas que ha conocido la historia humana.
La dificultad está en que mientras los principios sobre los que se había basado entonces la justicia social no han perdido para nada su valor, las condiciones de su ejecución han cambiado profundamente. Los desafíos ante los que nos emplaza la revolución informática y el agotamiento de la Tierra reclaman nuevas respuestas que corresponde a los seres humanos concebir y ejecutar. ¿Cuáles son específicamente estos desafíos?
La revolución informática conlleva tanto riesgos como oportunidades. Los riesgos son los de un hundimiento en la deshumanización del trabajo. Al dominio físico sobre el trabajador se añade de ahora en adelante un dominio cerebral. El trabajo de las personas se concibe a partir del modelo de los ordenadores, es decir como el ámbito de ejecución de un programa. Último avatar de las religiones del Libro, esta metáfora del programa –literalmente, de «eso que ya está escrito»-, después de haber sido imprudentemente extendido de la informática a la biología, hoy se aplica a los trabajadores. Convertidos en los eslabones de redes de comunicación destinadas a tratar 24 horas sobre 24 un número cada vez mayor de informaciones, son evaluados en función de indicadores de rendimiento aislados de su experiencia concreta de la tarea a cumplir. De ahí la subida espectacular de las patologías mentales en el trabajo, que en Francia se han multiplicado por siete en cinco años, entre 2012 y 2017. Esta gobernanza por los números se traduce también en un aumento del fraude y la malversación que no ahorra –ya volveremos a esto– la investigación científica. Finalmente, a pesar de la jurisprudencia que ha reconocido en la dirección por algoritmos todas las trazas de la subordinación salarial, los trabajadores «uberizados» son constreñidos a quedar en un subempleo por dirigentes políticos sometidos a una fuerte acción de lobbying por parte de las plataformas digitales.
Este sombrío cuadro no debe hacernos perder de vista las oportunidades abiertas por la revolución informática. Haciéndose cargo progresivamente de todas las tareas calculables o programables, la informática nos obliga a repensar la articulación del trabajo de los hombres y de las máquinas. A condición de domesticarlas, en lugar de identificarnos con ellas, estas últimas podrían permitir concentrar el trabajo humano sobre lo no calculable y lo no programable, es decir, sobre la parte propiamente poiética del trabajo, la que supone una libertad, una creatividad o una atención hacia el otro, acción de lo que no es capaz ninguna máquina. En la empresa informatizada, el cerebro de obra no es ya monopolio de los dirigentes. Se distribuye entre todos los trabajadores, de los que se espera responsabilidad e iniciativa, y que pueden y deben colaborar directamente, sea cual sea su lugar en la cadena de mando. La eficacia de tal empresa supone instaurar lo que Gilbert Simondon denominaba un «acoplamiento entre las capacidades inventivas y organizadoras» de todos sus colaboradores. Ahora bien, ese acoplamiento supone que la función dirigente no sea ya una función de poder sino que se convierta en una función de autoridad. Mientras que el poder se expresa dando órdenes, la autoridad se manifiesta confiriendo una legitimidad a la acción. A diferencia de una relación de dominación, una relación de autoridad supone por parte de aquel que la ejerce que él mismo esté al servicio de la realización de una obra que trasciende su interés individual y con la que puedan identificarse todos los miembros del colectivo de trabajo. Si admitimos que la inteligencia humana no se reduce a sus capacidades de cálculo, la revolución informática es por tanto una ocasión histórica de establecer, más allá del empleo asalariado, lo que la Constitución de la OIT denomina «un régimen de trabajo realmente humano». Todo lo contrario por tanto que esa otra profecía milenarista neoliberal, la del «fin del trabajo».
La revolución informática conlleva tanto riesgos como oportunidades. Los riesgos son los de un hundimiento en la deshumanización del trabajo. Al dominio físico sobre el trabajador se añade de ahora en adelante un dominio cerebral. El trabajo de las personas se concibe a partir del modelo de los ordenadores, es decir como el ámbito de ejecución de un programa
Esta vía de una libertad en el trabajo, y no solamente del trabajo, es también la que habría que adoptar para destacar el desafío ecológico. La preservación –o al contrario el deterioro– de nuestro ecosistema depende a todas luces de la organización del trabajo y de la elección de sus productos. No solo en tanto que consumidores sino también en tanto que productores, que trabajadores, especialmente jóvenes –particularmente sensibles a los peligros ecológicos–, deben optar a favor de una producción perdurable y sostenible, tanto en sus métodos como en sus resultados. El reconocimiento en curso a escala europea de un derecho de alerta ecológica de los trabajadores, asalariados o no, es una señal de la emergencia de una necesaria democracia económica, que reconoce a todos y a cada uno un derecho de control sobre los métodos y las finalidades de su trabajo.
Contrariamente a una tercera profecía milenarista del neoliberalismo, este último no marca el «fin de la historia», puesto que la historia no tiene fin. Esta no deja de escribirse y son los hombres quienes la escriben. Ningún determinismo presidió esta gran invención jurídica del siglo XX que fue el estado social. Fue la respuesta democrática al empobrecimiento de masas, a las masacres dementes y a las experiencias totalitarias engendradas por la segunda revolución industrial. Fue al calor de estos desastres cuando en 1943-1944 unos hombres y mujeres concibieron el programa del Consejo nacional de la Resistencia de Francia, del que salieron las bases constitucionales de nuestra República social, que algunos se empeñan hoy en «deshacer metódicamente». Pero esta deconstrucción metódica, que está en marcha desde hace al menos dos años, no puede constituir un horizonte político movilizador. No teniendo otra perspectiva que el darwinismo social y la destrucción de las solidaridades instituidas democráticamente, no tiene otro efecto que el agravamiento de las desigualdades y el ascenso de lo que se denomina de forma muy impropia los «populismos». No es ni deshaciendo el Estado social ni tratando de restaurarlo como un monumento histórico como encontraremos una salida a la crisis social y ecológica. Es repensando su arquitectura a la luz del mundo tal como es y tal como queremos que sea. Y, hoy como ayer, la clave de bóveda de esta arquitectura será el estatuto que se dé al trabajo.
La ficción del trabajo-mercancía
Uno de los rasgos característicos del capitalismo ha sido tratar al trabajo, la tierra el dinero como mercancías. Pero se trata de lo que Karl Polanyi llamó «mercancías ficticias». Se actúa como si fueran productos intercambiables en el mercado cuando se trata de las condiciones mismas de la producción y del intercambio. Sin embargo, para ser sostenibles, estas ficciones necesitan estar apoyadas en montajes jurídicos que las hagan compatibles con el principio de realidad. Por eso, tal y como afirma con fuerza la Declaración de Filadelfia (1944), «el trabajo no es una mercancía». El trabajo, en efecto, no es separable de la persona del trabajador y su ejecución moviliza un compromiso físico, una inteligencia y unas competencias que se inscriben en la singularidad histórica de cada vida humana. Para que la ficción del trabajo-mercancía sea duraderamente sostenible, ha hecho falta que el derecho inserte en todo contrato de trabajo un estatuto que tenga en cuenta el tiempo de la vida humana, más allá del tiempo corto del mercado. La noción de mercado de trabajo descansa así sobre una ficción jurídica. Sin embargo, las ficciones jurídicas no son ficciones novelescas, que permitirían liberarse de las realidades biológicas y sociales, sino lo contrario de las técnicas inmateriales que permiten acoplar nuestras representaciones mentales a esas realidades.
Tengo algo de vergüenza al tener que recordar estos datos elementales pero estoy obligado a hacerlo puesto que vivimos en tiempos en que se toman por realidades las ficciones jurídicas que sirven de base a los conceptos de «contrato de trabajo» y «derecho de propiedad». El concepto de «capital humano» se ha convertido también, junto con el de empleo, en el paradigma a partir del cual se aborda hoy la cuestión del trabajo. La presunta cientificidad de este concepto ha sido sancionada por el llamado «Nobel de economía» Gary Becker, pero se nos olvida que su primer inventor fue Josif Stalin y que el único sentido riguroso que se le puede dar al capital humano se encuentra en el activo de los libros de cuentas de los propietarios de esclavos. En ese mismo tiempo, la ecúmene, al que el hombre da forma –y llegado el caso devasta– por su trabajo es considerada como un «capital natural» sobre el que convendría poner un precio de mercado.
Para tener alguna oportunidad de escapar a esta hegemonía cultural del Mercado Total, hay que comenzar por tomar conciencia de la normatividad en auge en la economía y la sociología contemporáneas, cuando extienden a todos los aspectos de la vida los conceptos de «capital» y de «mercado». Razonar en estos términos nos recluye efectivamente en la representación del trabajo típica del siglo XX cuando por el contrario la revolución informática y la crisis ecológica deberían obligarnos a desprendernos de los mismos.
El núcleo normativo de esta representación todavía dominante es el contrato de trabajo, al que la economía se ató a partir de la segunda revolución industrial. En virtud de ese contrato, la causa del trabajo o, más exactamente, en la terminología jurídica más reciente, su contraparte, es el salario, dicho de otro modo una cantidad monetaria, objeto de un crédito del asalariado. Trabajar es para el asalariado un medio al servicio de ese fin. No hay, al contrario, ningún derecho sobre el producto de su trabajo, es decir sobre la obra realizada, que no tiene ningún lugar en este montaje jurídico puesto que esta es cosa exclusiva del empleador. Pero para este mismo empleador, esta obra no es sino un medio al servicio de un fin financiero. El objetivo de las sociedades civiles o comerciales, que ocupan frecuentemente la posición de empleador, es efectivamente según el Código civil «compartir el beneficio o disfrutar de la economía que pudiera […] resultar» de una empresa común a los asociados (art. 1832). Una vez más, estamos ante una instrumentalización de la obra concreta realizada por la empresa, que no tiene otro propósito que obtener un beneficio. Esta instrumentalización se ha agravado a finales del siglo XX por el giro neoliberal de la corporate governance, que ha tenido por objeto y por efecto someter a las direcciones de empresa al objetivo único de creación de valor para los accionistas.
Esta privación total del sentido y del contenido del trabajo la encontramos también a escala de las naciones. Los fines encomendados al Estado social han sido también definidos cuantitativamente, en términos de aumento del producto interior bruto o de reducción de la tasa de paro. Se ha abandonado la aspiración a la democracia económica, que había marcado antes la historia social, o bien ha tomado la forma de nacionalizaciones, sin incidencia sobre el régimen de trabajo en el sector privado. El giro neoliberal iniciado hace treinta años no ha llevado a reabrir un debate democrático sobre la cuestión de saber qué producir y cómo producir, sino que ha establecido para los Estados nuevos objetivos numéricos de disciplinas presupuestarias o monetarias y de reducción de impuestos y prestaciones sociales.
De modo que a tanto a escala de empresas como de naciones, la explotación del trabajo no descansa ya sobre la promesa de un enriquecimiento sino sobre la amenaza del desclasamiento, la pobreza y la miseria. En las empresas, esta amenaza toma la forma de lo que el Tribunal supremo francés ha llamado «la gestión por el miedo». En la esfera pública, consiste, tal como ha observado Jacques Rigaudiat, en utilizar la deuda como «un arma de disuasión social masiva».
Extendido así a empresas y naciones, el paradigma del trabajo-mercancía ha llevado a la reducción del perímetro de la justicia social a términos cuantitativos del intercambio salarial –intercambio de tiempo de trabajo subalterno contra garantías de seguridad física y económica–, y a excluir del mismo, por el contrario, estas dos cuestiones cruciales: ¿cómo y por qué trabajar? Dicho de otro modo, a excluir el trabajo en tanto que tal, su contenido y su sentido.
El trabajador en acción
Por supuesto, ello no quiere decir que tanto los trabajadores como los directivos de empresa sean de hecho indiferentes a estas cuestiones puesto que la mayoría sabe muy bien que, en el fondo, hacer dinero es todavía no hacer nada. Algunos de ellos se han comprometido recientemente para que la noción de «razón de ser de la empresa» se introduzca tímidamente en el derecho comercial. Y todas las encuestas muestran que muchos no están motivados solamente por el montante de su salario neto o de su activo circulante sino también por lo que Maurice Hauriou llamaba en su teoría de la institución, una «idea de obra». Las empresas prósperas y duraderas son por otra parte aquellas que tienen una «razón de ser», en la que los trabajadores se pueden reconocer puesto que es ella la que confiere un sentido a su trabajo. Es necesario efectivamente que ese sentido sea percibido claramente por los que trabajan en esa empresa si quieren que su obra tenga éxito. ¿Por qué, se pregunta Franz Kafka en La Muralla de China, hubo que construirla por segmentos y no de forma lineal? Según el narrador, solo esta construcción fragmentaria podía dar sentido a la vida de los que, a diferencia de los que trabajan por jornal y cuya única perspectiva es su salario, estaban animados por el placer del trabajo bien hecho y la ambición de ver un día su obra acabada. De lo contrario, escribe, «la futilidad de un trabajo, que excedía el término natural de la vida de un hombre, los hubiera incapacitado para la obra». Esa futilidad es la que amenaza hoy a todos cuyo trabajo no tiene otra razón de ser que la financiera.
El análisis jurídico confirma de esta forma el diagnóstico pesimista de Cornelius Castoriadis:
Y esta actitud –hacer siempre lo mejor sin esperar un beneficio material– no está presente en el andamiaje imaginario del capitalismo. De ahí […] el vacío moral actual […]. Bajo esta perspectiva, el capitalismo vive agotando las reservas antropológicas formadas durante los milenios precedentes. Igual que vive agotando las reservas naturales. (Cornelius CASTORIADIS, « Réponse à Richard Rorty» 1991)
Esta lúcida constatación debería llevarnos a repensar la justicia social en el siglo XXI. En su actual definición posee dos dimensiones: la distribución de las riquezas, que han aumentado y el reconocimiento de las identidades. Y, además, con la hegemonía cultural del neoliberalismo, la justicia cognitiva, vinculada al ser, ha hecho desaparecer de la agenda política la justicia distributiva, vinculada al tener. De ahí la urgente necesidad de reducir las desigualdades de riqueza, que han aumentado por la deconstrucción del Estado social. Pero por muy necesario que sea, este restablecimiento de la justicia distributiva no bastará para responder a los desafíos tecnológicos y ecológicos de los tiempos actuales. En efecto, hay que también tener en cuenta el carácter insostenible del modelo de desarrollo inherente a la globalización. En la perspectiva de una globalización respetuosa de la diversidad de culturas y de entornos naturales, conviene por tanto abrirse a una tercera dimensión de la justicia social: la de la justa división del trabajo que, vinculada a la acción, responde también al desafío provocado por la revolución informática.
Encontramos en la Declaración de Filadelfia una definición de esta justa división del trabajo, capaz de servirnos de brújula en estos tiempos de desorientación. Propone como objetivo a las «diferentes naciones del mundo» «emplear trabajadores en ocupaciones en que puedan tener la satisfacción de utilizar en la mejor forma posible sus habilidades y conocimientos y de contribuir al máximo al bienestar común». Poderosa y hermosa fórmula, que conjuga la cuestión del sentido del trabajo, del «¿por qué trabajar?» (contribuir al máximo al bienestar común) y la de su contenido, del «¿cómo trabajar?» (tener la satisfacción de utilizar en la mejor forma posible sus habilidades y conocimientos). La declaración define lo que desde Georges Canguilhem e Yves Schwartz, aunque en una acepción más amplia, hemos propuesto llamar una concepción ergológica del trabajo, es decir una concepción que, partiendo de la experiencia misma del trabajo, restaure la jerarquía de medios y de fines vinculando el estatuto del trabajador a la obra a realizar y no a su producto financiero.
A decir verdad, esta concepción sigue todavía presente no solamente de hecho entre todos aquellos que siguen trabajando lo mejor posible sin esperar un beneficio material, sino también de derecho, en el estatuto jurídico acordado en ciertas funciones. Es el caso del estatuto de las profesiones liberales, cuyos servicios no son (o al menos todavía no completamente) dejados a las leyes del mercado puesto que su calidad requiere el respeto de criterios técnicos propios a cada una de ellas. Es por tanto la naturaleza del trabajo la que manda sobre su régimen jurídico, mientras que su retribución permanece en principio inapreciable, justificando el pago de honorarios y no de salarios. Este estatuto está ahí para recordarnos que la ficción del trabajo-mercancía, como la de la tierra-mercancía, es reciente y no se materializó jurídicamente hasta el siglo XIX. Anteriormente, la noción de trabajo estaba reservada a tareas que no entrañaban la aplicación de cualidades incorporadas en la persona, hoy diríamos la aplicación de una cualificación profesional. Estas tareas eran el conjunto de las «gentes de pena», personas destinadas a trabajos penosos, o «gentes de brazos» (sin oficio, sin estado), las cuales, al contrario que las «gentes de oficio» podían ser identificadas con una cantidad de trabajo medida en el tiempo. Por el contrario, de aquellos cuya tarea suponía la aplicación de la inteligencia no se decía que trabajaban sino que ellos obraban, y la Enciclopedia de Diderot y d`Alembert clasificaba de esta manera en una misma categoría de «obreros» a artesanos y artistas, artes mecánicas y artes liberales.
Encontramos en la Declaración de Filadelfia una definición de esta justa división del trabajo, capaz de servirnos de brújula en estos tiempos de desorientación. Propone como objetivo a las «diferentes naciones del mundo» «emplear trabajadores en ocupaciones en que puedan tener la satisfacción de utilizar en la mejor forma posible sus habilidades y conocimientos y de contribuir al máximo al bienestar común». Poderosa y hermosa fórmula, que conjuga la cuestión del sentido del trabajo, del «¿por qué trabajar?»
El otro estatuto profesional que continúa escapando a la ficción del trabajo-mercancía es el de la función pública, regulada también sobre valores no mercantiles de interés general. Es interesante referirse a ella ya que algunos de sus rasgos parecen responder a problemas planteados por la revolución informática y la crisis ecológica. La crisis ecológica nos obliga a considerar el impacto del trabajo sobre ese bien público por excelencia que es nuestro ecúmeno. En cuanto a la revolución informática, su correcto uso supone la adhesión de todos los trabajadores a una obra común. Y es que el espíritu de servicio público reposa precisamente sobre esta idea de obra. El vínculo de subordinación no es un vínculo binario de dominación ya que la superior jerarquía se encuentra ella misma al servicio de lo público. Todo el trabajo en ese ámbito se encuentra regulado en torno a la realización de ese servicio, con el cual todos los agentes se identifican y que confiere una dignidad a la función de cada uno, por modesta que ésta sea. Este espíritu de servicio público es el que anima todavía a todos los agentes de una institución como el Colegio de Francia, y a quienes quisiera aquí rendir homenaje por su compromiso y dedicación a nuestra común misión de elaboración y de transmisión de conocimientos. Tal y como lo indica su cualificación jurídica, la retribución de quienes trabajan así en una misión de interés general no es sino un medio al servicio de ese fin: se trata de una remuneración cuyo montante debe permitirles vivir dignamente y no de un salario vinculado a la marcha del mercado de trabajo.
Es bastante evidente que la función pública así concebida está hoy amenazada por la extensión del paradigma del trabajo-mercancía a todas las actividades que todavía se le escapan. Tal es el sentido del proyecto de reforma de la función pública que está en proceso de discusión, que prevé la apertura a la competencia del sector privado y el público para la ejecución de ciertas tareas de dirección o el recurso al contrato en vez de al estatuto «cuando la naturaleza de las funciones o las necesidades del servicio lo justifiquen». Los sindicatos desde hace ya tiempo han abierto ellos mismos la mano a esta ampliación reivindicando la igualación de la situación de los agentes públicos a la de los asalariados, siempre que esta última les sea más favorable. Pero es sobre todo una franja reducida, pero influyente, de la alta función pública –la de los oligarcas a la manera francesa– , que ha comprometido a la misma en un proceso de degeneración corporativa, acumulando las ventajas de lo privado y de lo público, y cultivando la idea de una equivalencia funcional del servicio de interés general con el del mundo de los negocios. Esta fusión se refleja en Francia en el plan de estudios de la escuela de Ciencias Políticas, donde la noción de «asuntos públicos» se ha sustituido recientemente por la de «administración pública». Esta tendencia no ahorra las funciones gubernativas básicas. Al hilo de nuestro informe nos hemos encontrado con el caso pintoresco de la subcontratación de una empresa privada para el trabajo de redacción de la exposición de motivos de la ley de «movilidad». De forma mucho más frecuente, el trabajo de juez se halla hoy en competencia o relegado en el derecho norteamericano, o en los tratados internacionales de inversión, por los recursos a un mercado de arbitraje, que priva de facto a los justiciables de todo recurso a un tercero imparcial y desinteresado. Este caso es emblemático del carácter autodestructor del Mercado Total, porque no hay mercado concreto que pueda funcionar convenientemente en una comunidad política donde la justicia es ella misma gestionada como un mercado.
Esta dinámica del paradigma trabajo-mercancía nos podría llevar a ver en las formas de trabajo que aún se le escapan fósiles llamados a engrosar los manuales de historia del derecho. Pero los desafíos de la revolución digital y de la crisis ecológica nos sitúan al contrario a ver en ellos los gérmenes posibles de un nuevo estatuto del trabajo que incluya a su objeto –es decir a la obra culminada– y no solamente a su valor de cambio. O, por decirlo de otra forma, esos desafíos nos empujan a restaurar el orden de los fines y los medios, reemplazando la concepción mercantil del trabajo por la concepción ergológica subyacente en la Declaración de Filadelfia.
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Puede consultar el texto completo anotado en este enlace. Traducción de Javier Aristu y Javier Tébar