Por PERE JÓDAR
Aunque he leído este libro en la edición francesa d’Editions du Seuil, el interés del texto y el reconocimiento debido al autor, ha merecido muy rápidamente una edición española. Pierre Rosanvallon, ha sido uno de los principales teóricos del socialismo y del sindicalismo francés; que fue adquiriendo ya hace tiempo un papel más académico en el Collège de France o a través del grupo de reflexión La République des idées. Autogestión, autonomía, estado, democracia, política y, más recientemente, populismo son conceptos a los que ha contribuido mediante unas reflexiones que han influido, e influyen, no sólo entre un amplio abanico de intelectuales europeos, sino también del otro lado del Atlántico.
Un título tan rotundo, El siglo del populismo, sugiere encontrarse con un texto importante, definitivo, posiblemente un futuro clásico de la materia. Dejando a un lado la introducción en la que remarca la relevancia del concepto y resume el contenido, la primera parte traza una abierta anatomía del concepto, al que sigue un amplio panorama histórico que enmarca la tercera parte de crítica a los componentes del populismo clásico y actual. Finalmente, una breve conclusión en formato alternativa y un interesante anexo con breves historias del populismo ruso y norteamericano o de su presencia en la literatura.
Un título tan rotundo, El siglo del populismo, sugiere encontrarse con un texto importante, definitivo, posiblemente un futuro clásico de la materia.
La base del populismo, según el autor, es la palabra pueblo, de la que Rosanvallon distingue dos acepciones: el pueblo nación (unidad histórica, política, cultural) y el pueblo social, en tanto grupo específico de personas más o menos humildes (clase obrera, clases populares, etc.); sin excluir en determinados momentos la conversión del pueblo social en el pueblo nación. Rosanvallon pasa seguidamente a citar a Laclau y Mouffe, de los que remarca una procedencia desde la tradición marxista, aunque quizás esto ya se podría obviar; en un momento u otro de la vida, los intelectuales se interesan por Marx o bien lo leen. No obstante, dada la importancia que en Laclau y Mouffe tiene Karl Schmitt, o sus propias recomendaciones de acción, quizás les acerca más a lo que podríamos denominar un post-peronismo. Un pueblo que, invirtiendo la cosificación propia del capitalismo, se ‘personifica’: emociones, sentimientos, demandas, llenando el ‘significante vacío’. Interesante la distinción que hace Rosanvallon entre las distintas emociones vinculadas al populismo: de posición (no reconocimiento personal), de intelección (pérdida de confianza hacia las instituciones), de intervención (expulsión de los gobernantes establecidos), todas ellas con un carácter negativo basadas en la indignación o en la rabia.
Dice el autor que la concepción populista de la democracia se basa en la importancia que concede a los referéndums y a la democracia directa, a la visión polarizada de la democracia (casta y pueblo; 1% y 99%) y a las ideas de inmediatez y espontaneidad de los movimientos (sociales) de expresión popular, que ilustra con diversos ejemplos de actualidad. De otra parte, afirma que la práctica populista se caracteriza también por diversas iniciativas: el nacional-proteccionismo, en ocasiones por un carácter difuso, y por una multiplicidad de regímenes y movimientos, tanto de derecha como de izquierda, en términos doctrinales, pero también en términos de políticas concretas.
Es el último capítulo de la anatomía del populismo, el que quizás puede ser más discutible y discutido. Rosanvallon, profundo teórico y más que interesante intelectual, no se libra de la animadversión con la que la socialdemocracia ha despreciado, tradicionalmente, a todos los movimientos que se sitúan a su izquierda. Como ya sucedió en los años 20 y 30 del pasado siglo XX, poner en el mismo saco a la extrema derecha y a la izquierda (sea o no extrema), quizás implique caer en el mismo error de aquella época, es decir, confundir los peligros y además dar alas a los verdaderos enemigos de la democracia: aquellos que, finalmente, también vienen a por ti. Además, en el terreno del análisis tampoco nos conduce a una explicación que tenga cierta utilidad -incluso los políticos y partidos de ‘centro’ actuales adquieren en ocasiones tintes populistas-, para contrarrestar la deriva autoritaria que sufren las democracias desde la hegemonía neoliberal, y no digamos para mejorar la democracia y, así, construir una sociedad menos desigual y más justa.
La crítica populista del mundo tal como es refleja el desasosiego, la ira y las impaciencias de un número creciente de habitantes del planeta”, sin ser una solución
La segunda parte dedicada a la historia contiene información muy útil y bien narrada. Arranca con el cesarismo napoleónico, especialmente de Luis Napoleón, llegado al poder de las manos del ‘pueblo’ (1848), para inaugurar una época de fastos burgueses y extremada desigualdad al ritmo de cancán, polkas y mazurcas de Jacques Offenbach. Napoleón III pone en marcha algunas de las señas de identidad del populismo: el jefe identificado con el pueblo, los plebiscitos, la política de proximidad, la polarización. Sigue con el movimiento populista norteamericano, nacido en el mundo rural y apoyado por el periodismo de denuncia, para hacer frente a la corrupción y al inmenso poder acumulado por los famosos capitanes de industria y su dominio oligopólico mediante el que la tierra de oportunidades se iba convirtiendo en su finca particular; algunos de sus rasgos perduran en el populismo exhibido en la órbita del Partido Republicano en la actualidad. Los boulangistes franceses (curiosa biografía la del general Boulanger) y su querencia al referéndum; incluso algunas veleidades populistas entre ingleses y alemanes. El conjunto adquiere ciertos elementos comunes a finales del siglo XIX, con el nacional-proteccionismo que destaca Rosanvallon al que opone la labor de los socialistas de la época quienes acudirían al rescate de la democracia representativa.
Otro episodio de interés, ya en el siglo XX, es el latinoamericano con dos fases, la de los 40-50, en la que destacan el colombiano Gaitán y el argentino Perón: el pueblo frente a la oligarquía; y la más reciente de Chávez, Kirchner, Morales y Correa.
Finaliza esta parte con una historia conceptual librada en forma de aporías estructurantes. La primera es el pueblo inalcanzable. Un pueblo que, como expresa el autor siguiendo a Mirabeau: “significa necesariamente tanto demasiado como demasiado poco”. Un pueblo electoral (lo hallamos en las urnas), un pueblo social (el que se asocia, reivindica, se expresa) y un pueblo-principio (el pueblo común formado alrededor de los derechos fundamentales y la igualdad).
La segunda aporía es la de los equívocos de la democracia representativa a la que el populismo antepone la democracia inmediata: sorteo frente a elección, proximidad frente a mérito, etc. La tercera es la de los avatares de la impersonalidad; masas y jefes carismáticos, disputando el puesto de mando. La cuarta aporía: la definición del régimen de igualdad; la democracia no sólo como régimen político, sino como forma de sociedad; una sociedad de iguales en derechos civiles, políticos y sociales. Este capítulo del texto eleva el nivel del debate hacia el terreno de la filosofía política y, en concreto, distingue tres grandes familias o concepciones de la democracia: las minimalistas (Popper, Schumpeter, Churchill), las esencialistas (o reales; Cabet, Marx) y las polarizadas (los populismos). Ésta últimas siguen el principio de indeterminación democrática: “El imperativo de representación se cumple a través del mecanismo de identificación con el líder, el ejercicio de la soberanía por el recurso al referéndum, el carácter democrático de una institución por la elección de sus responsables, la expresión del pueblo mediante su confrontación directa con los poderes, sin intermediarios.” Y siempre acompañada de polarización y radicalización.
Una democracia para tiempos complejos, plenos de multiplicidades, que diera paso a emociones auténticamente democráticas, a ideales como la solidaridad y la benevolencia
La tercera parte del texto, de crítica al populismo, acomete una por una las distintas categorías que le acompañan; se trata de unos capítulos extensos, plenos de reflexiones interesantes. El referéndum, que se critica aquí porque diluye la noción de responsabilidad política (la famosa rendición de cuentas) y porque confunde la decisión con la voluntad política; o sea, el decidir con el querer. La democracia polarizada que apunta a una “cultura política de la unanimidad”; de la comunidad a las mayorías-minorías buscando formas de expresión de la voluntad general. El pueblo imaginario mientras la democracia se debilita; la clase obrera, trabajadora frente a las doscientas familias. De nuevo el marxismo y el comunismo en el cajón populista, o en la parte equivocada de la historia. En la actualidad, dice Rosanvallon, estaríamos ante un capitalismo de innovación frente al capitalismo de organización de la época de Marx, que sustituye la explotación del trabajo por la individualización (identidad y reconocimiento individual) y, finalmente, ante una población con mayor nivel intelectual y cultural con demandas diferenciadas. En este panorama, el aumento de la desigualdad simplemente incrementa la división social según ocupación, lugar de residencia y uso de servicios públicos, las capacidades meritocráticas y el grado de invisibilidad social. Un escenario complejo proclive a la simplificación populista: el 1% y el 99%. Claro que ahí debieran añadirse las fracturas por género, origen, etnia, etc.
Culminan esta parte las ideas en torno al horizonte de la democradura y a la cuestión de la irreversibilidad. La democradura sería un “tipo de régimen esencialmente iliberal que conserva en lo formal los ropajes de una democracia”. La irreversibilidad sería la toma del poder (¿definitiva?) típica de los movimientos revolucionarios, pero también Rosanvallon la ejemplifica aludiendo a la famosa frase TINA (No hay alternativa) de la Thatcher, a la que podríamos añadir el pensamiento único neoliberal. Resulta interesante en esta parte la observación de cómo los tres poderes se funden en el populismo, el jefe reelegido una y otra vez, la asamblea constituyente y la magistratura apoyando al ejecutivo; una dinámica de la que hoy día tenemos tantos ejemplos, junto al dominio de los medios de comunicación, incluso de Internet.
¿Y qué alternativa? La desigualdad, la precariedad, la pobreza, la incertidumbre e inseguridad aumentan y ante ello, dice Rosanvallon, “la crítica populista del mundo tal como es refleja el desasosiego, la ira y las impaciencias de un número creciente de habitantes del planeta”, sin ser una solución. Según el autor debemos continuar experimentando con la democracia, renovándola y evaluándola. De este modo, hay que mejorar las formas de representación, de articulación de la ‘voz’, no sólo de las mayorías sino también de las minorías, e incrementar sus modalidades y expresiones. Aboga por una “democracia interactiva”: “dispositivos permanentes de consulta, información y rendición de cuentas”, entre representantes y representados. Formas de representación-delegación que permitan mayor transparencia y conocimiento mutuo. También el procedimiento de sorteo en la formación de consejos o de procesos de interpelación a los poderes instituidos, como formas de garantizar el control, no sólo el voto, de los ciudadanos. Finalmente, una “democracia de ejercicio”, que fije unos principios que rijan la relación entre gobernantes y gobernados (legalidad, responsabilidad y reactividad) que permitirían hablar de una “democracia de apropiación”; y que determine las cualidades personales del buen gobernante para fundar una “democracia de confianza”. En fin, una democracia para tiempos complejos, plenos de multiplicidades, que diera paso a emociones auténticamente democráticas, a ideales como la solidaridad y la benevolencia.
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Pere Jódar. Profesor Sociología UPF. Coeditor de Pasos a la Izquierda.
Reseña de El siglo del populismo. Historia, teoría, crítica, de Pierre Rosanvallon. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2010.