Por PERE JÓDAR
La Real Academia Española de la Lengua (RAE) define igualdad como el “principio que reconoce la equiparación de todos los ciudadanos en derechos y obligaciones”. En consonancia, define lo desigual como “no ser igual o trabajar con desigual fortuna”.
Remarquemos que esto de la fortuna es importante, puesto que es muy común que el éxito dependa de la suerte y no sólo de lo talentoso que uno sea; también menciona el esfuerzo de trabajar, con independencia de lo bien o mal que se trabaje y en qué se trabaje. Y ahí hemos de tener en cuenta la oportunidad: “momento o circunstancia oportunos o convenientes para algo”; aquí el momento temporal o circunstancial, pero sobre todo la cuna o la herencia (material o cultural) pueden aportar oportunidades extras a unos, por encima de los otros. Por tanto, la igualdad de oportunidades, que se toma como punto de partida para juzgar el trabajo, la economía, la vida en las sociedades capitalistas, liberales y de mercado, debería ser denominada -siempre que la consideremos como inicio- desigualdad de oportunidades. Para compensar esta desigualdad inicial, que no tiene nada que ver con la persona concreta – si es más o menos agraciada, inteligente o trabajadora-, sino con la fortuna de su nacimiento, la sociedad liberal dispone de unos mecanismos (educación, profesión…) que, en teoría, permiten la movilidad entre las distintas posiciones iniciales, lo que se denomina movilidad social. Si la movilidad social genera igualdad, es decir, ‘verdaderas oportunidades’ (mediante el trabajo, el esfuerzo, el estudio…) para los más, podemos afirmar la existencia de igualdad de oportunidades como objetivo o finalidad de la sociedad y no como suposición inicial. Sí no hay, o apenas, movilidad social las personas sólo se desplazan socialmente hacia posiciones próximas o, como mucho, habrá sustituciones puntuales de posiciones; la desigualdad inicial, se agranda, porque crecen las diferencias sociales, económicas y políticas. Esto es lo que sucede en los países occidentales desde los años 80, con la implantación y expansión de las políticas y prácticas neoliberales. Y este es el sustrato a partir del cual se debate, en la actualidad, sobre desigualdad, meritocracia, populismo.
Efectivamente, en los países más desarrollados, de democracia liberal y capitalismo globalizado y financiarizado, ha aumentado la desigualdad, aunque no entre países (argumento neoliberal para autoafirmarse), sino en el interior de los países. Mientras que la movilidad social se ha estancado o incluso ha empujado hacia abajo a numerosos grupos sociales y ocupacionales. Es un juego de suma cero: para que unos suban, otros deben bajar: esas son las oportunidades reales del capitalismo y los mercados actuales. Quizás por ello los ricos y poderosos, se muestran tan celosos por conservar su posición y privilegios a cualquier precio y con cualquier medio; son conscientes no sólo de que los pobres les podrían cuestionar, sino que otros ricos y poderosos les pueden arrebatar todo en aras de la competencia y la libertad1. Sin embargo, la movilidad social continúa siendo un factor extremadamente atractivo, tal como señala Selina Todd: “ha ayudado a los de arriba a justificar su posición”2; también a la expansión del sentido común neoliberal: la idea de unos individuos compitiendo en cualquier tipo de mercado (de rentas, poder, matrimonio, prestigio) es el sustrato en el que la acumulación de méritos para escalar posiciones constituye un elemento legitimador de primer orden para un establishment reducido, pero ampliamente soportado (y sufrido).
El discurso meritocrático, en tanto que complemento de la supuesta igualdad de oportunidades, tiene una enorme capacidad de sugestión
La desigualdad está al alza y está bien vista o tolerada, no nos engañemos, a pesar de las críticas cada vez más clamorosas que se van alzando frente a ella. Pero, para justificar o legitimar las desigualdades, no es suficiente sólo con el punto de partida de la igualdad de oportunidades, tampoco con la competencia de mercado como instrumento de distribución; hay que tener en cuenta también el final -la realidad cotidiana que vivimos- y, ahí, juega un papel fundamental el concepto de meritocracia. Siguiendo con la RAE: sistema de gobierno en el que los puestos de responsabilidad se adjudican en función de los méritos personales. Donde se dice sistema de gobierno, podemos suponer un sistema social en el que los puestos de prestigio comportan privilegios a conservar. Tal como argumenta Sandel3, el ideal meritocrático parte de la premisa de la igualdad de oportunidades iniciales, pero no se propone como “un remedio a la desigualdad”. De hecho, añade una nueva distinción entre quién posee méritos y quién no los tiene, lo que conduce a la peligrosa dinámica de exitosos y fracasados, ganadores y perdedores. Sobre todo, cuando una buena parte de la ciudadanía pierde la confianza en la justicia de los mecanismos que asignan méritos (o premios) a unas y otras personas.
El discurso meritocrático, en tanto que complemento de la supuesta igualdad de oportunidades, tiene una enorme capacidad de sugestión. La igualdad de oportunidades es ex ante, de manera que se supone que la sociedad de mercado otorga, mediante la mano invisible u otro mecanismo esotérico, esa ‘gracia’. Pero hay que prever todos los escenarios, gozar de dicha igualdad no nos garantiza alcanzar la meta del éxito personal; hay que esforzarse para acumular méritos: estudiar lo que se debe, trabajar en lo que toca, con eficacia, responsabilidad, productividad, calidad, flexibilidad. Claro que, si venimos de abajo, casi siempre nos faltará alguno de los adjetivos, sea el talento o la excelencia, para alcanzar la gloria. Este es el papel de la meritocracia, si la idea de igualdad de oportunidades es cuestionada, no es culpa del sistema. Si unos son más iguales que otros, es porque unos son más inteligentes y trabajadores que otros. Y, esta supuesta ‘verdad’ conlleva penas y problemas sociales graves.
De hecho, es una trampa en la que caemos fácilmente la mayor parte de los mortales. Incluso políticas supuestamente progresistas siguen la consigna de que es la economía la que debe gobernar y que es cosa de expertos. Globalización, financiarización, privatización, flexibilidad y sus consecuencias: precarización, incertidumbre, pobreza, tratados según la magia de números anónimos y abstractos. Incluso los gobiernos socialdemócratas, dada su escasa soberanía en el campo de la economía, impulsan innovaciones culturales y de libertades sociales y políticas, también lo políticamente correcto, pero se muestran impotentes ante el incremento de la desigualdad, cuando no la estimulan, como en los casos de Clinton, Schroeder, Blair, González…
Las expresiones de estas élites de ‘izquierda’, se rigen por criterios de alta educación y cultura; un lenguaje exclusivo y excluyente. Han perdido su prédica ideológica entre las clases populares, han olvidado la lucha de clases, su lenguaje e instrumentos; el glamour del dinero y el poder no está ahí. Derivado de ello, el problema principal es que si no hay clases económicas (objetivas), la batalla es política y cultural, pero aquí los conservadores llevan la delantera. Como escribió Franck4: “Al separar la clase de la economía, han construido una alternativa pro-republicana [conservadora] que atrae el descontento obrero”.
Meritocracia
Michael Young sociólogo y relevante miembro del partido laborista británico propuso, con enorme visión, el concepto que describiría el fenómeno, mientras exponía una enorme preocupación por sus efectos; no en vano fue una persona sensible a lo social, lo local y comunitario. Young publicó en 1958 un libro de ficción distópica5, una especie de sátira sobre la educación, el trabajo y la sociedad basada en la evaluación de los méritos individuales, a la que denominó meritocracia.
En la nueva sociedad jerárquica así configurada las clases bajas se encontrarían frustradas y subordinadas, abrumadas por la injusticia de la nueva situación. Es ahí, dice Young, donde surge el populismo
En líneas generales, Young previene sobre las distopías, como hicieron previamente Huxley con Un mundo feliz o George Orwell con 1984, concretamente sobre el hecho de que la evaluación de las personas por méritos acumulados, practicada en la sociedad británica, llegara a convertirse en hegemónica. A su parecer, las pruebas de inteligencia, los filtros evaluadores en escuelas y universidades acabarían, a lo largo de los años, generando una nueva desigualdad basada en el mérito educativo que condicionaría las oportunidades laborales. Una sociedad, que no sería de educación y formación continuada, sino de evaluación continuada, ya que el filtro inicial en la escuela marcaría el resto de la trayectoria vital. Sobre la base de una supuesta libertad de elección de la escuela a la que enviar a los hijos, se introduciría una nueva aristocracia del mérito y del talento. Un panorama agravado, como dice Rendueles6 porque “la derecha meritocrática jamás ha creído que la educación pueda cambiar la sociedad”.
Lo peor del nuevo sistema sería, al parecer de Young, el orgullo que podría generar entre las clases altas, alimentando una gran indiferencia o desprecio hacia los que se quedaran al principio o a medio camino de la escala de excelencia. Al mismo tiempo en una sociedad de competencia por el mérito, las clases altas harían todo lo posible con tal que sus hijos lo adquirieran; heredar el mérito, produciría inmovilidad social. Mientras, en la nueva sociedad jerárquica así configurada las clases bajas se encontrarían frustradas y subordinadas, abrumadas por la injusticia de la nueva situación. Es ahí, dice Young, donde surge el populismo. Sus advertencias tenían fundamento.
Situando los orígenes de la expansión de la meritocracia, Sandel recuerda que, en Estados Unidos, unos años antes de Young (los 40 del pasado siglo), James Bryan Conant rector de la Universidad de Harvard, en su aspiración por cambiar el acceso exclusivo a la universidad de las élites hereditarias, ideó una forma de expandir la prueba de aptitud académica (SAT) en la selección y admisión del nuevo alumnado en las universidades norteamericanas. Con ello intentaba introducir una forma de acceso que favorecería a los talentosos e inteligentes de todo origen social. Su aspiración, dice Sandel, no era crear una sociedad más igualitaria, sino una sociedad con mayor movilidad social, en la que el poder y el privilegio fuera ejercido por los más capaces. Pero tuvo más razón Young que Conant; esa selección meritocrática ni tan sólo fue capaz de frenar el acceso por herencia y, en cambio, sirvió, para que los privilegiados tuvieran aún más argumentos para ensoberbecerse. Como apunta Rendueles esta pretensión de limitar los privilegios heredados o bien era desproporcionada o bien era una farsa. Aunque lo peor no es que los del mérito acreditado (títulos) obtengan reconocimiento y estima, sino que éste se niegue a los que trabajan sin credenciales académicas.
Esto es lo que Young en 2001, en plena era Blair, lamentaba en un artículo de The Guardian: en lugar de contener la meritocracia, el laborismo la ensalza y expande. Si bien, es de sentido común que el mérito sea más valorado que los orígenes y la herencia familiar en una sociedad democrática, el problema es que el filtro sea el sistema educativo. Ahí se cuela el origen y la herencia, mientras se deja de lado el mérito de la mayor parte de los trabajadores que hacen posible que la sociedad realmente funcione cumpliendo con las necesidades vitales. Se exigen títulos y credenciales, formación continuada, cualificación, preparación (basta ver los informes OCDE o FMI sobre flexibilidad laboral) mientras se crean, para actividades necesarias para la buena marcha de la sociedad, puestos de trabajo indignos y poco decentes, además de escasos.
El hecho de que la clase meritocrática controle los ‘medios mediante los que se reproduce’, permite que sus hijos pasen sin mayores problemas esos filtros educativos en escuelas e institutos; además, su capacidad adquisitiva, les facilita el acceso a los centros superiores de prestigio. En cambio, para las clases trabajadores, pobres o desfavorecidas, la señal educativa negativa inicial las aproxima a la precariedad y al desempleo. Como dice Young: orgullo y arrogancia de las clases altas, frente a desmoralización y desprecio entre los de abajo: “ninguna clase baja ha sido jamás tan desnudada moralmente como ésta’. Un periodista con formación de historiador como Owen Jones7 narrará certeramente “la desigualdad y el odio de clases en la Gran Bretaña de inicios del siglo XXI”. Algo que apuntan también Thomas Franck o Selina Todd.
¿Sólo economía y capital humano para hacer méritos?
En la misma década que Young, Gary S. Becker y Theodore W. Schultz, propusieron el concepto de capital humano. Esta teoría sitúa la educación como otra forma de capital. Los agentes, principalmente la oferta trabajadora, invierten en educación para incrementar sus habilidades o capacidades productivas individuales, aplazando el beneficio inmediato de obtener un empleo; con ello esperan que la inversión en formación redunde en el prestigio de su ocupación y en su volumen de rentas futuros. La idea será una de las bases de los términos empleados en el Reino Unido Thatcheriano de empleabilidad y “empresario de ti mismo”. La inversión en capital humano -méritos- como elemento clave del presente y el futuro de las personas.
Aceptar que somos capital humano es aceptarnos como mercancía a intercambiar en el mercado; los conceptos de capital humano y de meritocracia se alimentan mutuamente. La diferencia entre ambos es que quién acumula méritos forma parte de una élite que se distancia del resto; mientras que la ideología económica niega la mayor bajo el credo de la igualdad de oportunidades y del equilibrio garantizado por la mano invisible del mercado. De hecho, tanto la meritocracia como el capital humano son ideologías ‘voluntariosas’, normativas; los liberales y neoliberales que suscriben con coherencia la idea de libertad de mercados -Sandel apunta a economistas como Frank Knight o Friedrich Hayek-, se alejan del mérito, la formación o la cualificación para suscribir que sólo es la oferta y la demanda la que asigna o premia.
Aceptar que somos capital humano es aceptarnos como mercancía a intercambiar en el mercado; los conceptos de capital humano y de meritocracia se alimentan mutuamente
Frente a estas ideas economicistas, en los sesenta del pasado siglo, Pierre Bourdieu8, desarrolló los conceptos de capital cultural, simbólico o social. Con ello hizo entrar en juego la acción social motivada no sólo por expectativas instrumentales racionales y pulsiones psicológicas guiadas por ganancias materiales, sino por el honor, la buena fe, el voluntarismo, las relaciones sociales. La historia, el contexto, la experiencia, hace que la mayor parte de la gente sepa cuál es su lugar y actúe en mayor medida de manera razonable que de forma racional; es decir, plantea sus expectativas en función no sólo de sus necesidades y deseos, sino de las posibilidades reales de satisfacerlas. Según Bourdieu: “La práctica económica es producto de una condición económica particular, la definida por la posesión del capital económico y cultural necesario para aprovechar efectivamente las `oportunidades potenciales’ formalmente ofrecidas a todos, pero realmente accesibles sólo a los poseedores de los instrumentos necesarios para apropiarse de ellas”.
En ese cuestionamiento de la igualdad de oportunidades real, la educación es uno de los argumentos clave. Bourdieu9 opina que: “Las posibilidades de acceder a la educación superior se pueden leer como resultado de una selección que, a lo largo de la carrera escolar, se realiza con un rigor muy desigual en función del origen social de los sujetos; de hecho, para las clases más desfavorecidas, es pura y simplemente eliminación”. No sólo son la propiedad y la herencia material las que facilitan, por ejemplo, ir a las mejores escuelas, es también la herencia cultural en forma de prebendas la que acrecienta los méritos individuales de quienes la reciben. Las familias de clase trabajadora o incluso de clase media, tienen más probabilidad de equivocarse en las asignaciones o apuestas escolares de sus hijos; su libertad de decidir o elegir está condicionada. La distancia entre unos y otros se ahonda mediante el capital social, la red de relaciones sociales que privilegia a aquellos que pertenecen o descienden de las clases altas o dominantes. Estar o no estar en los círculos selectos aporta seguridad o incertidumbre.
Más adelante, Piketty10, con sus referencias a las vidas de los rentistas del siglo XIX extraídas de novelas de Balzac o Austen, acentúa el papel que propiedad y herencia juegan en el auge de la desigualdad. Así, mientras que, para Becker, “la herencia tiende a perder su importancia a lo largo de la historia, simplemente porque los capitales… pierden su importancia”, para el autor francés esto no es más que una “idea optimista … que impregna toda la teoría moderna del capital humano”, mediante la que el énfasis educativo conduciría hacia una sociedad ‘meritocrática’ en la que la herencia habría perdido incidencia. La realidad es muy diferente; según Piketty, los datos estadounidenses muestran que “el ingreso de los padres se ha vuelto un mecanismo de predicción casi perfecto del acceso a la universidad”. Y esto se constata, en “la cima de la jerarquía económica”, ya que el coste de las universidades más prestigiosas reduce al mínimo la entrada de candidatos meritorios de clases trabajadoras. Para Piketty, la selección por la fortuna económica es sustituida en Europa, por los mecanismos de tipo sociocultural expuestos por Bourdieu y Passeron. La misma creación de la renombrada Sciences-Po, un año después de la Comuna de París, reforzaba el papel hegemónico de las clases altas, con los méritos adquiridos en centros y facultades especializadas y de prestigio. Piketty subraya las palabras del fundador de Sciences-Po, de que estas instituciones “tienen el mérito de recordar una verdad esencial: es de vital importancia dar sentido a las desigualdades y legitimar la posición de los ganadores”. Esa es la verdadera misión de la meritocracia y de la machacona idea de la igualdad de oportunidades: legitimar la diferencia y la desigualdad.
Es de vital importancia dar sentido a las desigualdades y legitimar la posición de los ganadores
Para Daniel Markovits11 el mérito es una farsa y, sin embargo, “la mayoría está de acuerdo en que la ventaja debe obtenerse mediante la habilidad y el esfuerzo, en lugar de heredarse junto con la casta”. Logros frente a cuna; meritocracia frente a aristocracia. Y, sin embargo, según el autor (consciente de ser un meritócrata), la meritocracia no es más que “un mecanismo de concentración y transmisión dinástica de riqueza y privilegios entre generaciones. Un orden de castas que genera rencor y división. Incluso una nueva aristocracia”. No transforma la élite, ni la amplia, simplemente la hace digerible en su injusticia; la legítima. Por su intervención: “las élites monopolizan cada vez más no solo los ingresos, la riqueza y el poder, sino también la industria, el honor público y la estima privada”.
La meritocracia, para Markovits, pone deberes imposibles, como el de conseguir la movilidad social ascendente, partiendo del estudio, el esfuerzo y el trabajo. Los candidatos de clase modesta, también los de clase media -Markovits acentúa mucho la exclusión de ésta-, se esfuerzan; sus familias se comprometen, se endeudan, ayudan. Pero se hacen trampas en el tablero, se “organizan concursos de admisión que los estudiantes de clase media no pueden ganar”. Una vez garantizados los méritos educativos, la puerta de entrada a los puestos de trabajo se adaptan para garantizar buenas posiciones a los meritocratas de la élite: “ser competentes y mantener una ética profesional honesta en las ocupaciones ya no garantizan un buen trabajo”. Aunque, para Markovits, la trampa meritocrática atrapa también a unas élites que, en la selva del mercado, pugnan entre ellas, de manera que sus jóvenes, integrados en procesos selectivos meritocráticos sufren «ansiedad colectiva» en su afán por alcanzar “el prestigio» que asigna ingresos y estatus.
A pesar de los posibles efectos sobre sus vástagos, las élites siguen sosteniendo con encono el mantra de la igualdad de oportunidades; bastan talento y esfuerzo, para alcanzar la excelencia y el éxito. A ello contrapone Sandel que, el ‘sueño americano’, de una sociedad abierta y móvil en la que el hijo de un bracero o de un inmigrante pobre puede ascender hasta convertirse en alto ejecutivo, es más bien “algo parecido a lo que Platón llamó una «mentira noble», una creencia que, aun no siendo verídica, sustenta la armonía cívica porque induce a la ciudadanía a aceptar la legitimidad de ciertas desigualdades”. Lo que se esconde es una pesadilla, una carrera de ratas (rats race) trucada. Y, sin embargo, empresas, administraciones, universidades, mantienen una competencia feroz para atraer y retener el ‘mejor talento’12. Y la mejor forma de hacerlo es incrementar, fuera de toda lógica, las remuneraciones de los altos ejecutivos. Una ‘histeria’, dice Suzman, que surgió con motivo de una campaña de márquetin de la consultora McKinsey & Co., titulada ‘la guerra por el talento’. Muy bien recibida por los directores de recursos humanos que vieron como sus procesos de reclutamiento y selección se revalorizaban para reclutar a gerentes y directivos. Una guerra inventada, sin datos que la avalaran. Eran tiempos neoliberales, la desigualdad no importaba, la confusión del valor de la contribución de las personas con su remuneración (precio), legitimó la espiral alcista de la diferencia de rentas. Igual que las subprime e hipotecas tóxicas, el autor califica esta situación de compleja conspiración empresarial. Y cita a Pfeffer13, recomendable experto organizativo, que califica todo esto como una estrategia de poder peligrosa también para la organización; sobre todo para aquellos que están bajo las órdenes de los ‘talentosos’.
El mérito … es una simulación, construida para racionalizar una injusta distribución de la ventaja
Según Markovits: “al igual que la aristocrática, la desigualdad meritocrática establece una jerarquía duradera y autosuficiente, respaldada por circuitos de retroalimentación entre las partes móviles de la meritocracia. El mérito … es una simulación, construida para racionalizar una injusta distribución de la ventaja”.
Sandel, en línea con Young, se detiene en desmontar la idea de que la educación meritocrática aporta igualdad de oportunidades y, a diferencia de Markovits, le interesa más la diferencia entre élites y clases trabajadoras. Así, es en el circuito educativo donde se genera la dinámica que divide a ganadores y perdedores; estigmatizados y soberbios. Para Sandel, “a diferencia del privilegio aristocrático, el éxito meritocrático reporta una sensación de logro personal, de que uno se ha ganado el lugar que ocupa. Desde ese punto de vista, es mejor ser rico en una meritocracia que en una aristocracia… Aun así, por razones similares, ser pobre en una meritocracia es desmoralizador”. Para el autor, en una sociedad feudal, el siervo puede tener una vida dura producto de su nacimiento, pero no fruto de su responsabilidad puesto que no hay movilidad social; tampoco nadie le recuerda que el señor feudal sea más meritorio que él “sino sólo un tipo con más suerte”.
Sin embargo, este argumento sobre el pasado no me acaba de convencer, ya que abundan los relatos de desprecio de la aristocracia a sus siervos: podían golpearlos, violarlos o incluso matarlos; algunos autores de la época liberal dudaban sobre quién sufría las peores condiciones de vida, si los esclavos de las colonias o los asalariados de las metrópolis14; quizás estaban más resignados, pero no es éste un sentimiento positivo y de ello da buena cuenta los motines y levantamientos periódicos. La diferencia principal quizás no sea ese ‘estar cada uno en su sitio’ de la época aristocrática, sino en lo que Thompson denomina economía moral de la multitud. La existencia de una sociedad que podía reconocer el agravio, en función del grado de protesta o rebelión (producto de la injusticia contra la moral de la época) y corregir el desajuste. Hoy día no hay ningún mecanismo similar. La profunda mercantilización e individualización empuja a la ley de la selva, a hacer de la necesidad virtud: justificar o legitimar la diferencia aumentando la complacencia de los ganadores; leyes parlamentarias y decisiones judiciales incluidas. En estas circunstancias, sí es importante la distinción de Sandel: “Si la meritocracia es una aspiración, quienes no llegan siempre pueden culpar al sistema, pero, si la meritocracia es un hecho, quienes no llegan están invitados a culparse a sí mismos”. Rendueles califica el elitismo meritocrático de chantaje comparativo alejado de líderes generosos y respetuosos. Por ello, la respuesta popular se mueve entre la resignación, el resentimiento y la indignación, enardecidas por los múltiples nichos de identidad y diversidad que van apareciendo. Para legitimarse los de arriba aumentan la presión hacia los perdedores que pueden optar por respuestas explosivas. Quizá, también, tras unos años de relativa igualdad, simplemente estamos avanzando hacia una nueva era de servidumbre y subordinación, facilitada por la post-industrialización.
En todo caso resulta paradójico que se afiance una sociedad en la que las personas que procuran y garantizan las necesidades básicas: alimentos, vestimenta, vivienda, transporte y almacenamiento, seguridad, cuidados y atenciones, educación, sanidad, incluso ciencia, sean consideradas fracasadas y perdedoras, mientras se ensalza y endiosa a los jugadores del casino financiero, los oligopolistas y plutócratas que simulan competir en un mercado que ya han capturado previamente. También deportistas, artistas y otros miembros de profesiones restringidas, cuya aportación al bien común podría ser muchas veces discutible; naturalmente, sin quitarles el mérito de sus respectivas habilidades, ese mérito que regatean a los trabajadores de a pie. Es más, aunque los hechos que llevaron a la Gran Recesión de 2008 fueron provocados por meritocráticos y “sofisticados banqueros de inversiones” (Sandel) y poderosos ejecutivos, con el visto bueno de economistas de prestigio que ocupaban puestos clave en la administración y en las agencias decisoras, no se han responsabilizado de sus errores, ni han rendido cuentas, ni han sido expulsados; continúan decidiendo.
Quizá, también, tras unos años de relativa igualdad, simplemente estamos avanzando hacia una nueva era de servidumbre y subordinación, facilitada por la post-industrialización
El impulso globalizador y financiarizador de la economía son factores a la sombra de los cuáles los meritocratas han ganado posiciones en las grandes empresas, mercados financieros y centros de poder. El meritócrata se transforma en tecnócrata, según Sandel todo es inteligencia a su alrededor y estupidez en las afueras, olvidando “lo mucho que les ha ayudado la fortuna y la buena suerte”. La falacia meritocrática se sustenta también en la ficción de los mercados como maximizadores del bienestar general y garantía de la libertad de elegir.
Aunque quizás lo más agudo, según Sandel, sea que el prejuicio credencialista socava la dignidad del trabajo y degrada a los que no tienen título superior. La era neoliberal remata la faena, incrementando la jornada, bajando los sueldos, endeudando a una mayoría de personas empleadas en la minería, la agricultura, la industria, la construcción, los servicios. Y, no obstante, dado que “el empleo, es un modo de ganarse la vida, pero también una fuente de reconocimiento y estima sociales”, la desigualdad socava la base material del bienestar de las personas, mientras la meritocracia acaba con el reconocimiento y estima social de los trabajadores. “Cuando los políticos repiten hasta la saciedad una verdad hueca, comienza a haber motivos para sospechar que es una falacia. Así ocurre con la retórica del ascenso. No es casual que esta retórica alcanzara su máxima expresión en un momento en que la desigualdad rozaba proporciones sobrecogedoras”. Lo mismo puede decirse cuando hablan de restablecer la dignidad del trabajo, mientras invisibilizan a precarios, desempleados, trabajadores pobres o informales; o mientras se destruye un modo de vida, pensado en un cierto equilibrio entre posiciones sociales. Las contradicciones del credencialismo y la meritocracia alcanzan el summum en un país como España, no sólo porque el cinismo de un ministro de educación dijera que los estudiantes se equivocaban (al elegir las carreras), sino también porque tras tanto insistir en las virtudes de ‘hacer méritos’, una buena parte de los titulados académicos se ven obligados a emigrar o a subocuparse (las empresas no generan suficiente demanda de puestos de trabajo de calidad), o como prefieren los neoliberales y académicos, a sobreeducarse (y así el estigma recae en los jóvenes trabajadores).
A veces es posible pensar que ni tan siquiera nos quieren como productores, a lo sumo como consumidores, como personas atrapadas en las deudas (para pagar los estudios, por la hipoteca para conseguir una vivienda, por la hipoteca inversa sobre esa vivienda para pasar los últimos años…). Ya ni siquiera los mensajes son de progreso y mejora, todo puede empeorar, por las nuevas tecnologías, por las migraciones, por el cambio climático, las pandemias. Incertidumbre, austeridad, resignación ante la pérdida de derechos. La disciplina por el autocontrol.
De la meritocracia al populismo
Ya advirtió Young en los años cincuenta, algo que Sandel remacha: “No es difícil ver en qué sentido la fe tecnocrática en los mercados preparó el camino para la llegada del descontento populista. Esta globalización impulsada por el mercado trajo consigo desigualdad, y también devaluó las identidades y las lealtades nacionales”. Las clases populares que realmente trabajan en servicios e industrias esenciales para el funcionamiento de las sociedades se sienten doblemente menospreciados: materialmente por las condiciones de empleo (precarias) y las condiciones de trabajo (jornadas interminables, salarios bajos) que les conduce a una precariedad vital, pero también moralmente, dado el desprecio, culpa y odio que perciben desde los mensajes hegemónicos. Una penalización en la que Sandel distingue, de manera precisa, que “la política de la humillación difiere de la política de la injusticia. La protesta contra la injusticia se proyecta hacia fuera; uno se queja de que el sistema está amañado, de que los ganadores han engañado o han manipulado para llegar arriba. La protesta contra la humillación tiene una mayor carga psicológica. En ella la persona combina el rencor hacia los ganadores con una irritante desconfianza hacia sí misma”. Es más, los personajes populistas, como Trump, Salvini, Bolsonaro, consiguen que se proyecte ese resentimiento e indignación provocados por la humillación, la incertidumbre, la precariedad y la pobreza hacia aquél que tenemos al lado o aquél que está más abajo.
A veces es posible pensar que ni tan siquiera nos quieren como productores, a lo sumo como consumidores, como personas atrapadas en las deudas
El populismo es una de las preocupaciones claves de los autores aquí mencionados. ¿Cómo es que esos grupos de personas trabajadoras votan en las elecciones, lo mismo que aquellas que las explotan? Young aporta una explicación. Con la meritocracia, los trabajadores, cualificados o no, ya no acceden a puestos de responsabilidad en partidos, organizaciones, administración y gobierno. Y explica los ejemplos del gobierno laborista de 1945, en el que buenos ministros tenían orígenes humildes y habían ejercido de obreros manuales; conocían los problemas de la gente e implementaban políticas para solucionarlos. En los gobiernos actuales, conservadores o socialdemócratas, la meritocracia es hegemónica. Una consecuencia en la que abundan Sandel o Piketty, al cuestionar que la acreditación permita más eficacia en el gobierno; en todo caso les resta representatividad y les aleja de los problemas reales de sus gobernados: viven en un mundo más confortable que el de la mayoría. También les conduce a inventar un lenguaje propio (una neolengua) para camuflar esos problemas reales, o para actuar de manera diferente a lo que se predica; por ejemplo, cuando se habla de bajar impuestos, esto sólo está dirigido hacia los de arriba, el resto sufre los aumentos salvajes de los impuestos indirectos como el IVA; cuando se habla de reforma, siempre es pérdida de derechos y protecciones (salario, seguridad, bienestar, pensiones). No sólo estamos en una sociedad que ofrece muy escasa movilidad social, sino que además hay muchas trabas e inconvenientes a la libertad de elegir y de decidir, más allá de cuando tomar una cerveza o comprar el último modelo de móvil (objetivo máximo de algunos), mientras lo que nos acongoja es: ¿qué escuela?, ¿qué sanidad?, ¿qué profesión?, ¿qué vivienda?, ¿cómo asegurar un trabajo y una vida digna y decente?
Una espiral o vorágine difícil de detener, decía Young a Blair en 2001: “La élite se ha vuelto tan segura de sí misma que casi no hay control sobre las recompensas que se arrogan. Se han eliminado las viejas restricciones hacia el mundo de los negocios y, como también predijo el libro, se han inventado y explotado todo tipo de nuevas formas de enriquecerse”. Mientras que los trabajadores, “ya no tienen a su propia gente para representarlos”.
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Pere Jódar. Profesor de Sociología UPF. Coeditor de Pasos a la Izquierda. Co-autor con Jordi Guiu de Parados en movimiento. Historias de dignidad, resistencia y esperanza. Icaria, 2018.
NOTAS
1.- Pierre Bourdieu (Anthropologie économique, Seuil 2017), decía que la competencia es ‘entre productores’, ‘entre competidores reales y potenciales’ más que entre estos y los consumidores. En tiempos de grandes multinacionales, poderosas entidades financieras, enormes fondos de inversión, los que forman parte de las élites en la realidad sólo se temen entre ellos. [^]
2.- Selina Todd El pueblo (Akal, 2018) y Snakes& Ladders. The great British social mobility myth (Chatto & Windus, 2021). [^]
3.- Michael J. Sandel La tirania del merito: ¿Qué ha sido del bien común? (Debate, 2020). [^]
4.- Thomas Frank ¿Qué pasa con Kansas? (Antonio Machado Libros, 2015). [^]
5.- Michael Young El triunfo de la meritocracia 1870-2033: ensayo sobre la educación y la igualdad (Tecnos, 1964). [^]
6.- César Rendueles Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista (Seix Barral, 2020). [^]
7.- Owen Jones, Chavs. La demonización de la clase obrera (Capitán Swing, 2012). [^]
8.- Pierre Bourdieu Las estructuras sociales de la economía (Anagrama, 2006). [^]
9.- Pierre Bourdieu y Jean Claude Passeron Los herederos. Los estudiantes y la cultura (Siglo XXI, 2007). [^]
10.- Thomas Piketty El capital en el siglo XXI (Fondo de Cultura Económica, 2014). [^]
11.- Daniel Markovits The Meritocracy Trap (Penguin books 2019). [^]
12.- James Suzman. Trabajo. Una historia de cómo empleamos el tiempo (Penguin Random House, 2021). [^]
13.- Jeffrey Pfeffer Power: Why Some People Have It―and Others Don’t (HarperBusiness, 2010). [^]
14.- Domenico Losurdo, Contrahistoria del liberalismo (El Viejo Topo, 2005). [^]