Por Richard Hyman
Palau Güell
«Los debates sobre la convergencia y la divergencia han tendido a dominar los puntos de vista sobre las relaciones industriales comparativas en Europa en los últimos años» (Smith, 1999: 16). ¿Proporcionan los tres movimientos nacionales1 examinados en los capítulos anteriores pruebas de una convergencia de ideologías e identidades? Hasta cierto punto, sin duda. Todos los movimientos sindicales se han enfrentado a retos similares en algunos aspectos: la disminución de la importancia de los grupos profesionales “centrales” y de la industria; el debilitamiento de los vínculos entre el trabajo y otras identidades sociales; incluso, a menudo, un contexto político menos amistoso; y, asimismo, los dilemas asociados a un entorno económico más duro y competitivo a nivel internacional. A este catálogo puede añadirse el hecho de que los responsables políticos de los sindicatos, ahora a la defensiva, están cada vez más atentos a las iniciativas de sus homólogos de otros países, por si es posible extraer lecciones.
Los debates sobre la convergencia y la divergencia han tendido a dominar los puntos de vista sobre las relaciones industriales comparativas en Europa en los últimos años.
Sin embargo, no hay que exagerar la convergencia. En primer lugar, la «globalización» no es en absoluto un proceso homogéneo y sin contradicciones. «La economía global que surge de la producción y la competencia basadas en la información se caracteriza por su interdependencia, su asimetría, su regionalización, su inclusividad selectiva, su segmentación excluyente y, como resultado de todos estos rasgos, una extraordinaria geometría variable que tiende a disolver la geografía histórica y económica» (Castells, 1996: 106). Una de las consecuencias es una distribución desigual de perdedores y (muchos menos) ganadores, entre (y también, por supuesto, dentro de) los países. En segundo lugar, como han demostrado claramente Locke y Thelen (1995), los acontecimientos que constituyen grandes retos para los sindicatos en algunos países, provocan poca inquietud en otros. Algunos logros históricos concretos pueden adquirir un estatus casi icónico, y solo es posible abandonarlos a un coste inmenso: la escala móvil en Italia es un ejemplo obvio. Si «los sindicatos europeos están bajo asedio» (Ross y Martin, 1999: 368), están bajo tipos de asedio muy diferentes. En tercer lugar, incluso cuando los movimientos sindicales se enfrentan a imperativos de acción comparables, sus respuestas se ven condicionadas por sus diferentes puntos de partida y pueden implicar una dinámica que depende de la trayectoria histórica. Y, en cuarto lugar, no por ello menos importante, las limitaciones objetivas resultan coercitivas, pero aun así ofrecen alternativas para la elección estratégica. Lo que se debe desprender claramente del examen anterior de los movimientos nacionales, es que la acción sindical no está determinada únicamente de forma externa, sino que también se genera como resultado de discusiones, debates y, a menudo, de conflictos internos.
La solidaridad y la construcción de los movimientos sindicales
¿Cómo resuelven los sindicatos las diferencias entre los trabajadores? Estamos moldeados por nuestras experiencias directas, nuestros entornos inmediatos, nuestros modelos específicos de relaciones sociales. Las identidades y afiliaciones más amplias se basan en lo directo, lo inmediato y lo específico, a través de intersubjetividades que las vinculan con lo externo y lo inclusivo. La solidaridad implica la percepción de unos intereses y propósitos comunes que amplían, sin suprimirla, la conciencia del juego de circunstancias distintas y particulares.
Los sindicatos reflejan estos procesos. Los primeros sindicatos surgieron como organizaciones de comunidades de intereses profesionales distintas dentro de mercados laborales locales. El desarrollo de un sindicalismo multiprofesional con un ámbito geográfico más amplio requirió normalmente la intervención externa de un proyecto de clase impulsado políticamente, o bien la experiencia gradual de la limitada eficacia de una base de representación muy estrecha. El «gran sindicato» de las aspiraciones sindicalistas seguía siendo un sueño.
Las fronteras de la inclusión sindical son también las fronteras de la exclusión. Los intereses comunes percibidos por los miembros de un determinado sindicato (o confederación) se definen en parte en contradicción con los de los trabajadores de fuera. Al compartimentar a los trabajadores, los sindicatos han compartimentado asimismo tradicionalmente la solidaridad entre ellos.
«Los intereses solo pueden satisfacerse en la medida en que son redefinidos parcialmente» (Offe y Wiesenthal, 1985: 184). Es un tópico sociológico que la elusiva noción de intereses tiene dimensiones objetivas y subjetivas, y que la relación entre ambas nunca se resuelve. A través de sus propios procesos internos de comunicación, discusión y debate –la «movilización de los prejuicios»–, los sindicatos pueden ayudar a dar forma a las propias definiciones de los trabajadores sobre sus intereses individuales y colectivos. De forma acumulativa, los resultados componen los patrones de coincidencia y conflicto entre los intereses de los diferentes grupos y, por tanto, contribuyen a las dinámicas del sectarismo o de la solidaridad dentro de los movimientos laborales.
Tomando a préstamo a Durkheim –aunque aplicando sus conceptos de forma idiosincrática–, se puede definir la forma clásica del concepto y representación de intereses como «solidaridad mecánica». Durkheim atribuyó el orden y la estabilidad de la sociedad tradicional a la imposición represiva de normas y valores estandarizados a unos miembros cuyas circunstancias eran relativamente homogéneas. El sindicalismo tradicional de muchos países presentaba algunas similitudes. La agregación de intereses que es esencial para cualquier acción colectiva coherente implica establecer prioridades entre una variedad de quejas y aspiraciones que compiten entre sí. Una de las razones por las que muchos empresarios, y también gobiernos, llegaron a percibir el valor (para ellos mismos) de la existencia de un vehículo reconocido como «voz» de los empleados, fue que los sindicatos ocultaron (o quizás suprimieron) ciertas demandas e insatisfacciones, mientras destacaban otras. Otra razón fue que se podía inducir a los sindicatos a compartir la responsabilidad de las iniciativas disruptivas y los cambios incómodos.
A menudo, el tipo de solidaridad subyacente al sindicalismo del siglo XX reflejaba y reproducía, por un lado, la disciplina y la estandarización impuestas por la producción en masa «fordista», y, por otro, las pautas de diferenciación dentro de la clase obrera entre unos trabajadores centrales en ese proceso de producción, y otros más marginales.
A menudo, el tipo de solidaridad subyacente al sindicalismo del siglo XX reflejaba y reproducía, por un lado, la disciplina y la estandarización impuestas por la producción en masa «fordista», y, por otro, las pautas de diferenciación dentro de la clase obrera entre unos trabajadores centrales en ese proceso de producción, y otros más marginales. Para reiterar un argumento expuesto mucho antes en este libro: dentro de las empresas y de los diversos sectores, las prioridades de la negociación colectiva eran normalmente establecidas por los empleados «centrales» (hombres, blancos, con un puesto de trabajo estable en el mercado laboral interno); y dentro de los movimientos laborales nacionales, las prioridades eran impuestas por los grandes sindicatos de trabajadores manuales, como los mineros, y por los ingenieros.
Esta forma de solidaridad iba acompañada de un sesgo implícito respecto de cuáles intereses contaban más. Pero también se vio afectada la concepción de qué intereses eran relevantes para la representación sindical y la política de negociación. En retrospectiva, se puede considerar que la organización de la clase obrera se basaba en una concepción específica de la relación entre el «trabajo» y la «vida»; una concepción que, en particular, contraponía a un trabajador asalariado (masculino) a tiempo completo en la mina, el molino o la fábrica, y a una trabajadora doméstica (femenina) a tiempo completo en el hogar. El hecho de que la realidad fuera siempre más compleja no impidió que este modelo diera forma a la concepción de qué cuestiones eran relevantes para el sindicato, y cuáles no.
En retrospectiva, se puede considerar que la organización de la clase obrera se basaba en una concepción específica de la relación entre el «trabajo» y la «vida»; una concepción que, en particular, contraponía a un trabajador asalariado (masculino) a tiempo completo en la mina, el molino o la fábrica, y a una trabajadora doméstica (femenina) a tiempo completo en el hogar.
Estas características estaban claramente vinculadas al sindicalismo de mercado. En el «juego del mercado» competían más fácilmente los que tenían ventajas en cuanto a la calidad de su fuerza de trabajo. Este sesgo a menudo se contrarresta, al menos retóricamente, cuando la clase o la sociedad son puntos de referencia más destacados. En este caso, el auge y la consolidación de los movimientos obreros nacionales solían implicar claros compromisos igualitarios: reducción de las diferencias de renta, política fiscal progresiva y derecho universal a las prestaciones y servicios sociales. En muchos sentidos, uno de los testimonios más impresionantes de la fuerza de los principios solidarios fue el grado en que las organizaciones de la clase obrera, que extraían sus cuadros de activistas y líderes de las categorías más educadas, mejor pagadas y más seguras de la mano de obra, defendían, sin embargo, políticas que beneficiaban especialmente a los menos favorecidos. Se consideraba que la mejor forma de perseguir los intereses sectoriales era a través de un compromiso general con la justicia social. La consolidación del estado del bienestar keynesiano en la posguerra –ya sea por la victoria política de los trabajadores, o por la aceptación por parte de los regímenes conservadores de la necesidad de reformar y humanizar el capitalismo– representó la aparente victoria de estos principios.
Se consideraba que la mejor forma de perseguir los intereses sectoriales era a través de un compromiso general con la justicia social.
Paradójicamente, la forma de esta victoria contenía las semillas de su propia derrota. El proyecto igualitario en la mayoría de los países europeos era una especie de «socialismo dentro de una clase» (y, la mayoría de las veces, dentro de un género). El principal logro de la mayoría de los estados del bienestar fue redistribuir los ingresos entre la población trabajadora a lo largo del ciclo vital (un proceso que llegó a generar crecientes tensiones con el cambio de la estructura demográfica). La política salarial igualitaria supuso, en primer lugar, la reducción de las diferencias dentro de los grupos de negociación, en beneficio, sobre todo, de los trabajadores manuales cualificados respecto de los menos cualificados. En sí misma, esta política ayudó a reducir las diferencias de género; pero en la medida en que el empleo tendía a segmentarse entre sectores principalmente masculinos (mejor pagados) y sectores principalmente femeninos (peor pagados), en aquellos países en los que el nivel más importante de negociación colectiva era la actividad o el sector, las desigualdades tendían a seguir siendo grandes.
En la mayoría de los países, en las décadas de posguerra se redujeron las diferencias de ingresos entre los trabajadores manuales y los empleados de cuello blanco. Sin embargo, en la medida en que estas categorías estaban representadas por separado a efectos de la determinación de los salarios, la nivelación era a menudo mayor en el interior de cada grupo; el resultado, como ocurrió en Suecia, podría ser que el rango inferior de los salarios de cuello blanco fuera más alto que los salarios manuales superiores. A medida que el cambio tecnológico difuminaba la frontera (siempre en cierta medida artificial) entre las dos categorías, la conciencia de la desigualdad era inevitable: los trabajadores manuales más cualificados escapaban mediante la reclasificación de su estatus personal o exigiendo una ampliación de las diferencias salariales (Kjellberg, 1992). Suecia es también un claro ejemplo de la erosión del papel anteriormente hegemónico del sindicalismo de los trabajadores manuales, ya que la proporción de la LO2 en el total de la afiliación sindical ha caído del 80% en 1950 a aproximadamente el 50% en la actualidad. Ambas tendencias desplazaron el equilibrio de poder hacia los más favorecidos.
En parte, pues, el retroceso del igualitarismo supuso una revuelta de los (relativamente) favorecidos contra las manifestaciones particulares (aumento de los impuestos, reducción de las diferencias) del carácter específico del proyecto igualitario. Esta revuelta puede adoptar la forma (como en Italia) de una militancia industrial sectorial, o (como en Gran Bretaña en los años 80) de un apoyo a las políticas de reducción de impuestos. Pero el retroceso también reflejaba la erosión de los fundamentos ideológicos clásicos de este proyecto.
El agotamiento del comunismo occidental, y el colapso del bloque soviético después de 1989, eliminaron un punto de referencia para las nociones tradicionales de solidaridad. Más bien, las mayorías de gran parte de los partidos comunistas abrazaron la socialdemocracia como una perspectiva alternativa que justificaba políticas que ya habían sido adoptadas pragmáticamente durante años o incluso décadas. En cierto sentido, el poscomunismo puso el sello formal a una evolución que, aunque por vías muy diferentes y en contextos históricos muy distintos, marcó la redefinición del sindicalismo dominante en toda Europa occidental en la segunda mitad del siglo XX. En los tres países examinados en detalle en este libro, cada movimiento sindical adoptó como ideología dominante una versión de la socialdemocracia: un proceso, como se sugiere en un capítulo anterior, que puede identificarse en toda la Europa occidental de posguerra en general. Sin embargo, la socialdemocracia de posguerra dependía de la existencia –o de la visión– del Estado del bienestar keynesiano. Su viabilidad quedó puesta cada vez más en entredicho, por razones tanto internas como externas.
En el ámbito nacional, la mayoría de los partidos socialdemócratas europeos identificaron un vínculo causal entre la disminución del éxito electoral y la reducción de su base tradicional de trabajadores manuales; la conclusión típica fue la necesidad de atraer a la «nueva clase media» en expansión, diluyendo o abandonando los compromisos políticos anteriores con el bienestar social generoso y universal, financiado mediante impuestos elevados y progresivos, y con formas de intervención en el mercado laboral que compensaran la dinámica desigual del mercado. Externamente, como se ha argumentado en un capítulo anterior, la intensa competencia transnacional parecía significar el fin del «keynesianismo en un solo país» (Pontusson, 1992: 33). Como descubrieron los franceses a principios de los años ochenta, y los suecos a finales de la década, las fluctuaciones especulativas de los mercados de divisas castigaron a los gobiernos nacionales cuya defensa del estado del bienestar keynesiano se opuso a la adopción general de los principios neoliberales de gobernanza fiscal. Las presiones de la competencia entre Estados –que subyacen al debate German Standort de los años 90– se intensificaron con la unión monetaria europea. Los partidos socialdemócratas europeos y los movimientos sindicales dominantes, tras haber apoyado el proyecto de Maastricht, se encontraron en una posición débil para propagar una alternativa programática al neoliberalismo en su núcleo. El economicismo político, como proyecto sindical global, había llegado al final del camino.
¿El fin de la ideología? Más allá de las identidades nacionales
El debate en este libro ha utilizado tres casos nacionales para abordar la interfaz entre la «economía moral» y la «economía política». Los tres movimientos sindicales han sufrido una intensa desorientación ideológica. Los ejes de identificación establecidos en las décadas de posguerra se han vuelto inestables; los sindicatos parecen estar cada vez más a la deriva en un mar de geometría variable. Una de las razones es que las concepciones del mercado, la clase y la sociedad que tradicionalmente han informado la acción sindical han estado limitadas por parámetros nacionales localistas (y a menudo idiosincráticos). La geometría de la ideología y la identidad sindical –el proyecto subyacente que da vida y misión a los movimientos– se ha inscrito hasta ahora en las tradiciones políticas e intelectuales nacionales y ha seguido la dinámica de los sistemas nacionales de relaciones industriales. Estas circunstancias intensifican el actual impasse ideológico. Negociación colectiva libre, compromiso histórico, mercado social: ninguno de estos ejes tradicionales de la política sindical conserva mucha credibilidad dentro de las fronteras nacionales individuales. Así acotados, los sindicatos parecen condenados a actuar como mediadores de las fuerzas económicas transnacionales, negociando la erosión de los logros anteriores en los ámbitos del bienestar social y la regulación del empleo (Mahnkopf y Altvater, 1995). ¿Existe una alternativa?
Los tres movimientos sindicales han sufrido una intensa desorientación ideológica. Los ejes de identificación establecidos en las décadas de posguerra se han vuelto inestables; los sindicatos parecen estar cada vez más a la deriva en un mar de geometría variable.
No hay soluciones fáciles, y los observadores académicos no poseen una visión privilegiada. Sin embargo, hay dos posibles elementos de respuesta. El ideal de la Europa social –rescatado de las actuales ofuscaciones evasivas y dotado de un significado concreto e inteligible– podría ser un punto de partida. Si la capacidad de regulación nacional, aunque no esté eclipsada, se ve cada vez más limitada, la búsqueda de una regulación supranacional debe ser una parte importante de la agenda sindical. Aunque la Unión Europea está lejos de constituir un Estado supranacional, o incluso un ámbito supranacional de relaciones laborales, existen elementos emergentes de un posible régimen de relaciones industriales, si los sindicatos transnacionales pueden elaborar un proyecto común y perseguirlo contra la poderosa resistencia de quienes se benefician de la desorganización laboral.
Si la capacidad de regulación nacional, aunque no esté eclipsada, se ve cada vez más limitada, la búsqueda de una regulación supranacional debe ser una parte importante de la agenda sindical.
En segundo lugar, parece claro que parte del problema es la erosión de las retóricas movilizadoras creíbles, de las visiones de un futuro mejor, de las utopías. La construcción de la solidaridad colectiva es, en parte, una cuestión de capacidad organizativa, pero también forma parte de una batalla de ideas. La crisis del sindicalismo tradicional se refleja no solo en los indicadores más obvios de pérdida de fuerza y eficacia, sino también en el agotamiento de un discurso tradicional y en la incapacidad de responder a los nuevos desafíos ideológicos. Aquellos cuyos proyectos son hostiles a lo que representan los sindicatos son los que han marcado la agenda de las últimas décadas. Los sindicatos tienen que recuperar la iniciativa ideológica. Para seguir siendo agentes significativos de la movilización social y económica, los sindicatos necesitan nuevas utopías, y es poco probable que estas tengan mucho éxito si se centran únicamente en el ámbito nacional.
La crisis del sindicalismo tradicional se refleja no solo en los indicadores más obvios de pérdida de fuerza y eficacia, sino también en el agotamiento de un discurso tradicional y en la incapacidad de responder a los nuevos desafíos ideológicos. Aquellos cuyos proyectos son hostiles a lo que representan los sindicatos son los que han marcado la agenda de las últimas décadas
En un mundo –y en una Europa– marcado tanto por la diferenciación como por la interdependencia, es necesario un sindicalismo que refleje el concepto alternativo de «solidaridad orgánica» de Durkheim, lo que se ha denominado «un tipo de sindicalismo que sustituya la conformidad organizativa por la diversidad coordinada» (Heckscher, 1988: 177). Cualquier proyecto que pretenda crear un modelo de este tipo debe reconocer y respetar las diferencias de circunstancias e intereses: dentro de las circunscripciones de los sindicatos individuales, entre los sindicatos dentro de los movimientos laborales nacionales, entre los trabajadores de diferentes países. La alineación e integración de los diversos intereses es una tarea compleja y difícil que requiere procesos continuos de negociación; la solidaridad real no puede ser impuesta por la administración, ni siquiera por el voto mayoritario.
Esto enlaza con las cuestiones de liderazgo estratégico y activismo democrático. Es fácil reconocer que una de las necesidades actuales más urgentes son los nuevos modelos de solidaridad transnacional y el aumento de la capacidad de intervención transnacional. Pero ninguno de los dos puede fabricarse desde arriba. El doble reto consiste en formular procesos más eficaces de dirección estratégica al tiempo que se mantiene y aumenta el margen de iniciativa y movilización en la base, para desarrollar tanto estructuras centralizadas más fuertes como mecanismos para una participación más vigorosa de las bases: lo que implica nuevos tipos de articulación entre los distintos niveles de organización, representación y acción sindical.
Dentro de la Unión Europea, uno de los dispositivos retóricos más fatuos de los últimos tiempos es la idea del «diálogo social». Los representantes de los trabajadores europeos dedican mucho tiempo y energía a debatir con sus homólogos de la parte empresarial.
Dentro de la Unión Europea, uno de los dispositivos retóricos más fatuos de los últimos tiempos es la idea del «diálogo social». Los representantes de los trabajadores europeos dedican mucho tiempo y energía a debatir con sus homólogos de la parte empresarial. Muy excepcionalmente, esto da lugar a un acuerdo, redactado en términos tan generales y con un contenido tan limitado que apenas tiene importancia práctica. Lo más frecuente es que las discusiones desemboquen en un «dictamen conjunto». Puede ser reconfortante (o quizás no) saber que los representantes sindicales pueden a veces alinear sus opiniones con las de los empresarios; pero el efecto en el mundo real es imperceptible. Pero dentro y entre los propios sindicatos, el propósito del diálogo y la búsqueda de una opinión común son requisitos vitales. De ahí que la tarea de los sindicatos europeos en la actualidad pueda resumirse en el lema: ¡Desarrollar el diálogo social interno! La mejora de la capacidad organizativa y la solidez exigen un alto nivel de debate, comunicación y entendimiento multidireccional. Para ser eficaz a nivel internacional, el sindicalismo debe basarse, sobre todo, en la experiencia a nivel nacional de los esfuerzos por reconstituir los sindicatos como organismos que fomentan las relaciones internas interactivas y sirven más como redes que como jerarquías3.
Uno de los problemas de los que pretenden crear un sistema europeo de relaciones laborales (una posible traducción de ese escurridizo término, espacio social) es una especificación inverosímil del objetivo. Normalmente, un sistema europeo de relaciones laborales se considera esencialmente una versión transnacional de los sistemas nacionales. Pero hay pocas perspectivas de crear analogías directas de la negociación colectiva y del «intercambio político» nacional a nivel transnacional, ya que –como se ha argumentado antes– la UE no es, en aspectos clave, un Estado supranacional, y los «interlocutores sociales» europeos tampoco son organizaciones sindicales y patronales nacionales con autoridad. El riesgo es que se invierta mucha energía y muchos recursos y todo lo que se consiga es una forma muy elaborada con una sustancia mínima.
Lo que falta es una economía moral a nivel europeo, más allá del tradicional compromiso abstracto con un «mercado social» por parte de los demócratas sociales y cristianos.
El defecto subyacente en la búsqueda de una regulación a nivel europeo mediante equivalentes supranacionales de la negociación colectiva o la promulgación de leyes es que tales procesos y los instrumentos resultantes carezcan del apoyo de las perspectivas compartidas y los compromisos normativos más difundidos, que les dan gran parte de su eficacia a nivel nacional. La búsqueda de un sistema europeo de relaciones laborales ha sido en su mayor parte un proyecto de élite, dirigido burocráticamente. Sin un compromiso fuerte con las preocupaciones y aspiraciones populares, a pesar del elaborado repertorio de comunicaciones de la Comisión, dictámenes conjuntos, borradores y reformulaciones de directivas y demás, es poco más que un espectáculo secundario con una relevancia mínima para el mundo real del trabajo y el empleo. Lo que falta es una economía moral a nivel europeo, más allá del tradicional compromiso abstracto con un «mercado social» por parte de los demócratas sociales y cristianos, un compromiso que (como se ha visto anteriormente) siempre fue ambiguo y que se ha visto cada vez más socavado por las presiones mercantilistas de las últimas décadas.
El objetivo de una regulación europea eficaz seguirá siendo una quimera a menos que se pueda movilizar el compromiso de la población en su apoyo. Sin embargo, en la medida en que existe una «opinión pública» dominante en la mayoría de los países europeos, esta desconfía de la idea de la integración europea, o incluso se opone a ella. La hostilidad generalizada de los ciudadanos hacia el proceso de unificación se ve reforzada por el discurso de la mayoría de los líderes políticos que presentan a la Unión Europea como la adaptación necesaria a la globalización, con el corolario del ajuste económico, la flexibilidad de los mercados laborales y la reducción del Estado del bienestar» (Castells, 1998: 326). Con demasiada frecuencia, los representantes de los trabajadores europeos han abrazado de forma demasiado acrítica el proceso de unificación como mercantilización, alimentando involuntariamente el desencanto con su propio estatus representativo.
Esta situación podría revertirse si fuera posible formular y difundir normas no ambiguas de economía moral, atractivas en todos los países y lenguas, que pudieran inspirar entusiasmo en lugar de alienación. ¿Cómo podría construirse una economía moral europea significativa? Las ideas, los ideales y las identidades suelen surgir a través de la oposición y la lucha; a veces representan acomodos entre intereses contrapuestos, pero a menudo también son los puntos de referencia por los que las mayorías oprimidas pueden desafiar a las minorías imperiosas. Son a la vez el producto y el fundamento de la sociedad civil, en el sentido que antes se ha definido como una esfera de relaciones sociales distinta del poder estatal y del dominio del mercado. A nivel nacional, los sindicatos de muchos países han derivado durante mucho tiempo su influencia en gran medida de su condición de actores clave dentro de la sociedad civil; o más recientemente han reconocido que únicamente pueden mantener o recuperar un papel importante forjando vínculos efectivos con los demás componentes de la sociedad civil. Por el contrario, la debilidad de la sociedad civil europea es un obstáculo importante para la creación de un verdadero sistema europeo de relaciones laborales.
Las organizaciones autorizadas desde arriba no pueden considerarse de forma realista como representantes de la voluntad popular
En principio, la sociedad civil europea ya existe. La Comisión Europea ha declarado su deseo de fomentar un «diálogo civil» europeo, y proporciona apoyo material a una amplia variedad de ONG que pueden funcionar como interlocutores (al igual que subvenciona la representación de los trabajadores dentro de las tradiciones más antiguas del diálogo social). Pero esto es una fachada. Las organizaciones autorizadas desde arriba no pueden considerarse de forma realista como representantes de la voluntad popular. Sin una conciencia generalizada de la ciudadanía europea, es fatuo hablar de la sociedad civil europea.
Sin embargo, no faltan indicios reales de una sociedad civil europea. Por ejemplo, la lucha de los años 60 por los derechos de las mujeres creó un clima de opinión que sirvió de base para las decisiones innovadoras del Tribunal de Justicia Europeo y las políticas intervencionistas de la Comisión en materia de igualdad de oportunidades. Otro ejemplo es la indignación causada por el cierre de la planta de Renault en Vilvoorde, que reforzó las demandas de una política europea de empleo eficaz. La consolidación de esta sociedad civil europea emergente debe considerarse una tarea importante para los sindicatos y para otros defensores de una regulación social eficaz en materia de empleo. Uno de los problemas es que los entusiastas de una «tercera vía» profundamente ambigua se han apropiado del concepto de sociedad civil y lo han devaluado, a menudo para dar un rostro humano a la política neoliberal; para recuperar un significado progresista es necesario adoptar el argumento de Standing (1999: 387) de que «se necesita una red de asociaciones ciudadanas para dar voz a todos los que se enfrentan a la inseguridad».
Será una lucha difícil, pero el objetivo debe ser construir una nueva integración de los procesos de mercado a nivel europeo y, por tanto, una nueva defensa del estatus de los empleados, y en particular de los más vulnerables dentro del emergente mercado laboral periférico.
Si los sindicatos quieren reafirmar su relevancia como representantes de los trabajadores y como actores a nivel europeo, tienen que adoptar un cambio radical de énfasis que abarque dicho concepto. Al mismo tiempo que se comprometen con el proceso de integración europea, deben hacerse oír mucho más y ser más enérgicos como opositores al avance deshumanizador de las fuerzas del mercado. Será una lucha difícil, pero el objetivo debe ser construir una nueva integración de los procesos de mercado a nivel europeo y, por tanto, una nueva defensa del estatus de los empleados, y en particular de los más vulnerables dentro del emergente mercado laboral periférico. Los académicos interesados tienen el deber de contribuir a esta lucha, que debería estar en el centro de un conflicto de perspectivas sobre el significado y el futuro de Europa.
Bibliografía
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CASTELLS, M. (1998) La era de la información. Vol. 3. Fin de milenio. Madrid, Alianza, 1998.
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ROSS, G. y MARTIN, A. (1999) ‘Through a Glass Darkly’ en A. Martin y G. Ross (eds.), The Brave New World of European Labor: European Trade Unions at the Millennium, 368–99. New York: Berghahn.
SMITH, M.P. (1998) ‘Facing the Market: Institutions, Strategies and the Fate of Organized Labor in Germany and Britain’, Politics and Society, 26 (1): 35–67.
WATERMAN, P. (1998) Globalization, Social Movements and the New Internationalisms. London: Mansell.
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Richard Hyman es profesor emérito de Relaciones Industriales en la London School of Economics, y una de las figuras más destacadas en la investigación de las relaciones laborales británicas y europeas durante las últimas cuatro décadas. Ha escrito extensamente sobre cuestiones de relaciones laborales comparadas, negociación colectiva, sindicalismo, conflicto industrial y política del mercado laboral. Destacan entre sus publicaciones: Strikes (Palgrave, 1989); con Rebecca Gumbrell-McCormick Trade Unions in Western Europe: Hard Times, Hard Choices (Oxford University Press, 2013); en español Relaciones industriales. Una introducción marxista (Blume, 1981). El texto aquí reproducido es el capítulo 8 de Richard Hyman Understanding European Trade Unionism. Between market, class and society. London, Sage 2001. Traducción Pere Jódar. Agradecemos al autor su autorización.
NOTAS
- N.T.: Recordemos que Hyman examina, a lo largo del libro, el sindicalismo británico, el alemán y el italiano.
- N. T.: LO Landsorganisationen i Sverige, Confederación de sindicatos suecos, el principal sindicato de dicho país, representativo de los obreros manuales.
- En varios aspectos, las modernas tecnologías de la información ofrecen el potencial para que los movimientos obreros rompan la jaula de hierro que durante tanto tiempo los ha atrapado en estructuras organizativas que imitan las del capital. El uso inteligente de los nuevos modos de información y comunicación puede contribuir a la labor de concienciación y representación. La invención del sindicato en red a nivel internacional tiene una credibilidad en la era del correo electrónico, la página web y el grupo de debate electrónico que era inconcebible hace unos pocos años. Con imaginación, los sindicatos pueden transformarse y construir un potencial emancipador para el trabajo en el nuevo milenio. En el «sindicato virtual» del futuro, la dialéctica del mercado, la clase y la sociedad puede reajustarse para disolver las antiguas limitaciones y generar nuevas oportunidades. Para un valioso debate, véase Waterman, 1998.
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