Por JAVIER ARISTU
Lo peor es creer
que se tiene razón por haberla tenido
o esperar que la historia devane los relojes
y nos devuelva intactos
al tiempo en que quisiéramos que todo comenzase.
José Ángel Valente, Melancolía del destierro
1. Las elecciones del pasado 20 de diciembre, que en muchas sedes mediáticas y políticas, se consideraban “históricas” ya pasaron. Dentro de pocas semanas esa “jornada histórica” será una hoja del calendario, no tendrá posiblemente ninguna validez para nuestras vidas. El tiempo se la ha llevado. Ahora estamos, una vez más, ante una nueva “jornada histórica”, esta veraniega, en la que se pretende atraparnos a través de discursos y retóricas sobre esa irrepetibilidad del acontecimiento, sobre la importancia única y original del suceso. Parece como si antes y después del 26J no existiera ni vida política ni siquiera la vida misma.
Manuel Cruz es filósofo, presidente de Federalistes d’Esquerres y este 26 de junio ocupa la segunda plaza en la candidatura por Barcelona del partido de los socialistas catalanes (PSC). Escribió hace pocos años un libro titulado Adiós, historia, adiós, donde interpreta a dos pensadores de enjundia, Hanna Arendt y san Agustín. Citando a ambos, Cruz nos advierte de lo mucho que se ha abusado en la historia de la humanidad de la «irrepetibilidad» de los acontecimientos humanos. Para san Agustín la posibilidad de que los acontecimientos humanos pudieran repetirse no representaba ninguna inquietud; Hanna Arendt decía —según nos cita Manuel Cruz— que para san Agustín «el problema era que ningún acontecimiento puramente secular podía o debía ser nunca de importancia central para el hombre». Será en la época moderna cuando el concepto de irrepetibilidad de los hechos humanos adquiere carta de naturaleza. Ya conocemos aquel aforismo del barbudo de Tréveris sobre la historia primero como tragedia y luego como farsa.
Estamos, por tanto, ante dos acontecimientos, el 20D y el 26J, que no sabemos todavía qué tendrán en común entre ambos, si serán planetas irrepetibles cada uno de ellos o si uno será tragedia y el otro farsa. Analistas como Andrés Ortega nos hablan de que las del 26J no serán una mera repetición de las anteriores elecciones, sino unas nuevas que producirán una inédita situación política. ¿Irrepetible? Otros como Íñigo Errejón, protagonista directo el 20D y el 26J, nos recuerda esta fecha como “la segunda vuelta del partido”. Por la cuenta que nos trae como ciudadanos de un país sometido a una crisis de envergadura, habrá que esperar a que el resultado de estas próximas elecciones no propicie las mismas respuestas políticas que se dieron tras las del 20D.
Estamos, por tanto, ante dos acontecimientos, el 20D y el 26J, que no sabemos todavía qué tendrán en común entre ambos, si serán planetas irrepetibles cada uno de ellos o si uno será tragedia y el otro farsa
2. Lo que fracasó durante las semanas posteriores al 20D fue precisamente la política, entendida como «la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre los distintos Estados o, dentro de un mismo Estado, entre los distintos grupos de hombres que lo componen» (Max Weber). Ahora bien, si no fracasó la política, así en abstracto, sí fracasaron los profesionales de la misma. Parece como si los políticos de estas nuevas hornadas, en el medio ecológico en el que se sienten como peces en el agua —unos más que otros, ciertamente— fuera el de las campañas electorales, mientras que el medio natural de la política democrática como es el parlamento, la comisión o la mesa negociadora fuera algo hostil para precisamente su supervivencia como políticos. Así, de nuevo nos hemos instalado en época electoral, lo cual quiere decir discursos, mítines, voces en alto, superficialidad de los mensajes, cortos pero contundentes: el grado máximo del llamado “espectáculo de aclamación” del que habló Habermas. El riesgo de mantener de forma tan continuada —casi un año— esta dimensión espectacular de la política, propiciada y alimentada por la dimensión mediática que esta ha alcanzado con la revolución de las redes sociales, puede suponer el peligro de que los políticos entiendan esta, la política, como una sola dimensión, el espectáculo, olvidando las otras más discretas, prudentes, reservadas y silenciosas pero mucho más eficaces que nos ofrece la política en estado contaminado. Porque nunca es posible hallar la política en estado puro, siempre está sujeta a las circunstancias de la vida social pública y a las llamadas correlaciones de fuerzas.
3. ¿Podemos aprender alguna lección del periodo transcurrido entre el 21 de diciembre y el 3 de mayo? Cada elector seguramente está procesando ya en su cerebro dicha enseñanza y el resultado de dicho proceso lo va a expresar con la papeleta de voto el próximo 26 de junio. No queda claro si cada uno de los políticos que repiten candidatura, y previsiblemente van a salir elegidos como diputados o senadores, están procesando también en sus propios cerebros los hechos ocurridos en las semanas de este invierno pasado. Si nos atenemos a las declaraciones, valoraciones y juicios que hacen del pasado inmediato, el proceso es de resultado cero. Para nada ha servido que se expresara el 20D la pluralidad, difícil de gobernar, evidentemente, de la actual ciudadanía española. Para nada, tampoco, sirve que las encuestas y sondeos indiquen que esa pluralidad cuatripartita no se va a ver afectada en sus fundamentos el próximo 26 de junio. Al contrario, siguen los mismos discursos, los mismos soniquetes, las mismas arengas destinadas a convencer de lo bien que cada uno lo hizo las pasadas semanas cuando la mayoría de los españoles sabemos y tenemos conciencia clara de lo mal que lo hicieron todos ellos.
Nunca es posible hallar la política en estado puro, siempre está sujeta a las circunstancias de la vida social pública y a las llamadas correlaciones de fuerzas
4. La derecha política española, nucleada en torno al PP, piensa que repitiendo los resultados será absuelta del pasado de estos cuatro años. No es consciente de que más tarde o más temprano —mejor cuanto antes— tendrá que hacer una reconversión de sus métodos políticos, de sus cuadros, de sus estructuras internas de participación política, antes o después de que los jueces tomen sus decisiones. No es posible sobrevivir mucho tiempo en política con tal grado de corrupción o pudrimiento como el que manifiesta el PP. Si nos fijamos en los casos que la historia nos ofrece, un cierto grado de corrupción política es sostenible, pero ese nivel de consunción destructiva no es compatible con la supervivencia de una estructura política de partido. ¿Por qué, sin embargo, es posible que sobreviva el PP y lo haga precisamente como partido dominante sobre los demás si nos atenemos a los sondeos? Más razones habrá que la simple tolerancia con la corrupción por parte de una sociedad cansada y frustrada. Frente a las moralidades que dominan muchos de los análisis sobre la corrupción y sobre el PP (o el PSOE, o Convergencia, o cualquier otro) habrá que insistir en la importancia de aquellos análisis que inciden en las conexiones sociales entre la gente y sus representaciones políticas. ¿Por qué se sigue votando, y no de forma residual, al partido de la derecha española? ¿No es acaso cierto que no aplicamos a ese pueblo de derecha los mismos instrumentos analíticos que nos aplicamos a nosotros mismos, pueblo de izquierda?
El filósofo Jean-Claude Michéa, tratando de comprender la Francia de este comienzo de siglo, se cuestiona la dificultad de que un prototipo de votante de la izquierda, un profesor de bachillerato parisino por ejemplo, entienda la angustia moral y material a la que está sometido el pequeño campesino que vota a la derecha. Y es difícil, sigue Michéa, que el doblete «conservadurismo/progresismo», que sigue marcando el debate político contemporáneo y que es tan ferozmente propagado por una parte considerable de los medios «progresistas», Le Monde o Libération por ejemplo, recoja con garantías de éxito la complejidad de las actuales sociedades, el laberinto de «la vida real» de nuestras colectividades. Apliquemos eso a nuestra actual composición social española y rechacemos los análisis simplistas y dicotómicos que hablan de un electorado pepero, conservador y retrógrado, frente a otro progresista, dividido hoy entre Psoe, Podemos y otras formaciones periféricas. Me niego a aceptar que el mejor instrumental de análisis de lo que nos está pasando, y de por qué la gente sigue votando al PP, proceda de El País o la SER, o, en la otra vertiente, de El Diario.es o Público. No se puede entender lo que de verdad mueve al voto de derecha si solo nos fijamos en lo que se produce desde las cátedras de sociología o ciencias políticas —que bienvenidas sean— o desde las tribunas de un medio de comunicación.
¿Por qué es posible que sobreviva el PP y lo haga precisamente como partido dominante sobre los demás si nos atenemos a los sondeos? Más razones habrá que la simple tolerancia con la corrupción por parte de una sociedad cansada y frustrada.
5. La izquierda necesita recuperar —o inventar— sus propios sensores, sus propios testigos de la temperatura social, que han sido siempre los que le han dado la información indispensable para elaborar su proyecto social. El problema es que parece que la izquierda política, casi toda ella, ha cedido esa tarea de conexión con la sociedad a los propios medios de comunicación y a las llamadas redes sociales. Ninguno de esos terrenos los controla; al contrario, esos ámbitos han invadido la cultura de la izquierda y la han transformado en no se sabe qué. Hoy día la izquierda se comunica a través de tuits, sus mensajes solo tienen 140 caracteres, una frase rotunda sintetiza el discurso complejo y no siempre fácil que surge de esta crisis… cuando no se recurre a las emociones, los patetismos y las sentimentalidades que permiten el primer plano de una cámara de televisión en directo. ¡Qué diferencia de escenario y de comunicación espectáculo entre aquel momento de 1983 cuando Roberto Benigni, sonriente, coge en brazos a un Enrico Berlinguer sorprendido que también se ríe, y un Pablo Iglesias recibiendo entre lágrimas a un Julio Anguita también conmocionado por la vibración del instante! Nuestra izquierda, nuestro magma confuso y diverso de la izquierda, necesita recuperar racionalidad y dimensión política en sus exactos términos, requiere desprenderse de la emocionalidad, del patetismo, de cualquier atisbo de cólera o de magia. «Puede que los tiempos de indignación sean también momentos de especial desorientación y por eso prestamos más atención a la corrupción que a la mala política», nos dice Daniel Innerarity, otro pensador que ha decidido entrar en el ruedo político a través de la coalición navarra Geroa Bai. Buena noticia.
6. La caída electoral y territorial del Partido socialista, que viene de antes de Pedro Sánchez, merece algunas reflexiones. La primera tiene que ver precisamente con «la mala política» que ha venido practicando en los últimos años ese partido. Y no solo en España; al contrario, los socialistas españoles, a su manera, practican el mismo «estilo» que sus colegas franceses, británicos (antes de Corbyn, todo sea dicho), por ejemplificar. Hablamos de un «lyfestyle» (Tom Angier), un estilo de política centrado en determinadas demandas de nuevas capas medias urbanas, socializadas en torno a ciertos medios de comunicación y redes sociales, estampadas por un conjunto de reivindicaciones «identitarias o culturales» como las de género, de formas de vida u otras, surgidas de los movimientos urbanos y convertidas hoy en núcleo reivindicativo de estos sectores y donde no hay conexión con una genérica reivindicación de clase. Es un núcleo que ha sustituido a la clásica centralidad de lo social entendido como trabajo. Así, los intereses básicos y colectivos (es decir, unificadores) de la gente como son el derecho al trabajo, la defensa del empleo o la cobertura de las necesidades económicas y vitales básicas han dejado paso a estas demandas sectoriales o particulares de cada segmento de esta compleja sociedad. El PSOE pareciera que ha dejado de ser un partido «de los trabajadores» para llegar a configurarse como un partido «de los progresistas». Progresistas con más de 60 años, según los últimos estudios.
El PSOE pareciera que ha dejado de ser un partido «de los trabajadores» para llegar a configurarse como un partido «de los progresistas»
Otra explicación de esta derrota histórica puede estar en la pérdida de relevancia del paradigma del estado-nación. El modelo socialdemócrata clásico —Alemania, Gran Bretaña, Austria como emblemas— se basaba en la correlación entre esa nación, un partido de los trabajadores de la misma (partido de masas, con instituciones de intervención propias, con sindicato correa de transmisión,) y una concepción del mismo como «partido de la nación», es decir, cohesionador no solo de sus trabajadores sino incluso de gran parte del pueblo. Hoy el paradigma estado-nación va camino de desaparecer, nuevas identidades nacionales le desafían y, lo que es decisivo, el paradigma global, la supranacionalidad está desbordando y vaciando esas estructuras nacionales de la izquierda. Lo grave no es que eso ocurra, lo realmente trágico es que los grupos dirigentes del socialismo europeo siguen haciendo la guerra nacional en vez de estar diseñando un nuevo espacio europeo de intervención desde la izquierda.
Finalmente, el tercer apunte: España se puede estar configurando social y territorialmente en dos grandes piezas. Por un lado, un «norte» más desarrollado, más urbano, con más posibilidades de dar el salto, o saltito, a la nueva economía digital, representado por el País Vasco, Navarra, Cataluña y, en cierto modo, País Valenciano. Allí el partido socialista va progresivamente difuminando su otrora carácter estructural y cohesionador (el ejemplo catalán era sintomático) por un nuevo papel subalterno y, a veces, incluso marginal. Por otro lado, un «sur» asolado por cifras espectaculares de desempleo, por una desindustrialización de los pocos enclaves que antes tenía y una fuerte dependencia del estado (en este caso de la correspondiente autonomía), con una estructura socio territorial basada en las pequeñas y medianas ciudades-agrarias donde se concentra, en paralelo a las grandes capitales, una parte considerable de su población. Y con destacados y difundidos ejemplos de clientelismo social y político. Su marca son Andalucía y Extremadura pero se pueden incluir Castilla la Mancha y otras regiones meridionales. Aquí el partido socialista sigue siendo hegemónico aunque con visos de ir perdiendo también su antaño poder dominante. De ese modo, algunos tratan de potenciar un planteamiento de las «dos velocidades», en cierto modo de dos países, al cual el fenómeno nacionalista e independentista no es ajeno, que llevaría a un futuro descohesionador y de consecuencias creo que incalculables para la configuración social de España. Pero en ninguno de los dos segmentos, ni en el norte ni en el sur, parece que el partido socialista está respondiendo con decisión y clarividencia a dichos retos. Otros protagonistas políticos, todavía ambiguos o inestables, parecen querer ocupar los espacios que este ha dejado.
España se puede estar configurando social y territorialmente en dos grandes piezas. Por un lado, un «norte» más desarrollado, más urbano. Por otro lado, un «sur» asolado por cifras espectaculares de desempleo
7. ¿PSOE o Podemos? ¿Podemos o PSOE? Así se está planteando, aunque no se diga o no se explicite, la contienda electoral. Y depende de cómo se resuelva la pareja, si primero PSOE o si primero Podemos, parece que sería posible, o no, un gobierno de ambos. Para ello, lo primero es alcanzar los 176 escaños, umbral de la mayoría necesaria para formar gobierno. Y lo segundo, conciliar un acuerdo entre ambos más allá de las matemáticas. Si nos atenemos a lo que ha dicho Pablo Iglesias en el foro del Círculo de Economía (Sitges, 26 de mayo) es perfectamente posible entre ambos un gobierno, incluso ¡un gobierno con un programa socialdemócrata! Si atendemos a otra parte de la confluencia de Unidos Podemos, la parte de Alberto Garzón, las cosas parecen plantearse de otro modo: ruptura con el régimen, del que el PSOE sería parte constituyente, con lo que se plantea la difícil cuestión de pactar un gobierno con una fuerza, para destruirla junto con el régimen al que soporta.
8. Y en estas llegaron los nuevos… Desde que en 2014 irrumpió Podemos las cosas ya no son como antes, ciertamente. Podemos era la novedad, la inocencia que desde las plazas del 15M, nos decían, llegaba al palacio. Todavía no se han alcanzado, o no se ha querido alcanzar, las primeras verjas que rodean al poder político y ya se ha producido el acuerdo electoral entre la inexperiencia de Podemos y la clásica izquierda política que siempre ha andado en los arrabales, Izquierda Unida. No es fácil de entender, en esa óptica, el discurso de que la socialdemocracia y el comunismo son dos especies extinguidas (Errejón dixit) cuando a la vez se pacta con el núcleo posiblemente más rancio del pensamiento de la izquierda española como es el que representa la actual dirección del PCE. Mucha gente ha saludado positivamente la confluencia entre estas dos expresiones de la política a la izquierda del PSOE, animando de este modo a una suma de voluntades. No seré yo quien lo desdiga. Sin embargo, siguen sin resolverse incógnitas que han venido sobrevolando durante estos últimos meses: ¿Qué quiere ser Podemos aparte de proclamar su voluntad de cambiar el país? ¿Cómo se encuadra esta fuerza en el mapa de una Europa mucho más diversa y problemática de lo que podía ser en el pasado? ¿Cuál es el modelo sobre el que querría asentar su estilo de gobierno de la gente? ¿Se trata de la captura del patrimonio socialdemócrata abandonado por el PSOE o es otra cosa que todavía no se explicita? Bastantes cosas que resolver tras las elecciones.
No es fácil de entender el discurso de que la socialdemocracia y el comunismo son dos especies extinguidas (Errejón dixit) cuando a la vez se pacta con el núcleo del PCE
Sé que es difícil dotar de completa coherencia a propuestas políticas en medio de una crisis tan bestial como la que nos rodea. Nadie está libre de pecado. Las izquierdas europeas, y entre ellas la española, son los restos de un naufragio sobrevenido a una larga tormenta. Han arribado a la playa residuos de aquellas antiguas embarcaciones, despojos de velas, remos y materiales diversos. Lo que se trata ahora es de decidir si enterrar los restos y tratar de sobrevivir en la isla en la que hemos desembarcado o bien recomponer con esos restos y de mala manera una embarcación; o, una tercera opción, con los materiales que descubramos y las herramientas que seamos capaces de diseñar, tratar de fabricar un barco que pueda navegar de nuevo y pueda embarcar a la máxima cantidad de gente que ha quedado en la playa y a los nuevos que se han acercado a la misma. Los que construyan ese barco tendrán que inventar muchas cosas, adaptar materiales y métodos; pero tampoco deberían olvidar los planos de aquel antiguo barco que naufragó, si no para repetir sus defectos sí desde luego para saber cómo se pilota una nave que quiere surcar grandes singladuras.
9. Hablemos un poco del pasado, repasemos los antiguos planos del barco y los viejos mapas que ayudaron a navegar. Durante los años sesenta del pasado siglo (han pasado ya cincuenta años) en España se desarrolló uno de los procesos de cambio más profundos de su historia. Posiblemente no haya habido en la historia de nuestro país —como en la de otros países europeos de similar naturaleza— un proceso de cambio tan intenso y profundo en tan poco tiempo. En una decena de años la estructura social se transformó, de una sociedad agraria, se pasó a una sociedad eminentemente industrial y de servicios; la población campesina emigró por millones a las ciudades industriales y fuera de España, despoblando regiones enteras; de una sociedad campesina, de subsistencia y que había vivido sin cambios durante siglos, se pasó en un corto espacio de tiempo a una sociedad fuertemente consumidora de bienes. La irrupción industrial, tecnológica, turística y consumista cambió la forma de vida de los españoles. Nada fue igual que antes. Pero de aquellos años, en plena dictadura política, surgieron unas prácticas políticas, culturales y sindicales que dieron sentido a lo que luego fue la transición y la democracia. Recogiendo enseres de naufragios anteriores e inventando mapas y planos, se construyó un país y un modelo social de convivencia que ha durado razonablemente bien y que todavía tiene gasolina para seguir funcionando convenientemente. Con sus grandes y poderosas contradicciones, que hoy todavía calientan debates y enfrentamientos, pero ¿qué país no las tiene? A los que creen que hay en algún lugar países limpios y en los que inspirarse les recomiendo que vean la película El caso Fritz Bauer. Sugerente.
Pues bien, hoy andamos en algo parecido pero nada igual que en los años sesenta. No padecemos aquella gigantesca emigración, no somos objeto de los procesos de urbanización salvaje que dejaron a las ciudades exhaustas y tampoco sufrimos los tirones de una industrialización forzada y en cierto modo cruel. En estos años de la segunda decena del siglo XXI son otros los procesos que están cambiando la sociedad y el modo de vida de la gente. Algunos de ellos son ya conocidos: la revolución digital, los cambios tecnológicos en la producción que provocan una mayor complejidad de las antiguas clases sociales, la llamada financiarización de la economía que rompe los parámetros clásicos de la teoría del valor y del dinero, la intercomunicación a través de las llamadas redes sociales, la cultura del nuevo individualismo que margina al ser humano de procesos de organización colectivo, etc. Sabemos que la sociedad industrial y de servicios que se ha venido desarrollando a lo largo del siglo XX está dando paso a otra muy distinta. No somos todavía capaces ni tenemos la perspectiva suficiente como para desentrañar sus leyes y sus claves. Pero sí hay que saber que a esta nueva configuración social se debe responder con nuevos instrumentos y con nuevas estrategias. Por eso ya no valen como ejes vertebradores ni el discurso clásico de la socialdemocracia ni tampoco el de las viejas radicalidades provenientes de una cosmovisión del siglo XIX. Se trata de perfilar, modesta y paulatinamente, un nuevo lenguaje que, precisamente por lo que tiene de lenguaje, no es ruptura radical ni rechazo del anterior (¡ningún lenguaje surge de la nada, siempre evoluciona de otro anterior!) sino transformación creativa a partir de su precedente, lo cual conlleva dentro de sí una parte de destrucción de lo viejo pero, a la vez, una cierta continuidad de lo anterior. Tiempos inciertos, sí.
10. Y hablemos del futuro, de nuestro futuro que se llama Europa. Una parte no desdeñable de la izquierda española — bien por una específica tradición que nos ha encerrado en un aislacionismo histórico bien por el renacimiento de un pensamiento que propugna la vuelta a las soluciones nacionales como la clave de bóveda para resolver la crisis— está confrontada no con una determinada visión de Europa, sino con Europa misma. Es cierto que la tecnocracia que gobierna la UE desarrolla desde hace años un agresivo desmantelamiento de las conquistas sociales alcanzadas en decenios de batallas y luchas; es obvio su afán privatizador y desregulador que domina toda su política. Todo ello nos puede hacer creer que en Europa no hay solución y que esta solo es posible fuera de aquella. Si así pensara y así decidiera actuar, la izquierda cometería un error histórico de envergadura, posiblemente sin enmienda posterior. Europa como ámbito y esfera de acción social y política es hoy el único terreno donde la izquierda de sus países puede actuar. Pero para ello debe agruparse, crear instancias de colaboración y de acción conjunta. No entendimos cómo se hurtó al debate público durante la campaña de las pasadas elecciones el asunto de las relaciones entre España y la UE; confiamos en que en esta nueva competición electoral los partidos digan lo que piensan hacer caso de que gobiernen. Nos tienen que hablar de cuáles son las propuestas concretas sobre la deuda (cien por cien del PIB), el déficit del estado y las políticas ante los recortes en el estado social; hay que hablar de si se pretende un continuismo con la política del PP o, en caso contrario, cuáles son las vías y los instrumentos para cambiar la política económica. Y, especialmente, hay que plantear a los electores cómo se piensa actuar ante los poderes europeos e internacionales a la hora de posibles correcciones de esas políticas. Por eso es indispensable explicitar, por parte de la izquierda, con quién y cómo se quiere cambiar Europa; es decir, qué política de alianzas a nivel europeo se quiere construir o desarrollar. Asunto nada fácil y bastante complejo pero imprescindible porque, como dice Enzo Traverso, «la xenofobia no es el único resultado posible de la crisis de la UE, y el retorno a las viejas soberanías nacionales no es la única alternativa al neoliberalismo y la globalización del capital. También muestran que con el fin de construir una alternativa tenemos que cambiar a la propia izquierda, y trascender los paradigmas heredados del siglo XX».
11. Rupturas, reformas, continuidades. España es país tendente a la exageración, a las extremidades. Nos falta columna vertebral, espina dorsal. Algunos siguen planteando, si no en estas elecciones sí en esta fase, el dilema entre reforma o ruptura. Viejo cuento que creo que ya no convence a nadie. No es creíble el planteamiento de que hay que «inventar un nuevo país» (como metáfora literaria es indudable que atrae) o el de que se trata de «romper con el régimen del 78». Si alguien trata de construir precisamente una nueva sociedad y un nuevo pacto social con ese mensaje va listo. Si algo debiera enseñarnos la historia europea del siglo XX, tanto la historia de los “buenos” como la de los “malos”, es que posiblemente el desarrollo social de esta parte de la humanidad ya no encaja con procesos de ruptura histórica, es decir, con procesos «revolucionarios» que suponen una escisión completa con el pasado. Asistimos, creo, a una fase de la historia donde en esta parte del mundo (creo que ya en casi todo este orbe globalizado) los procesos sociales de cambio pueden ser de gran profundidad sin suponer a su vez rupturas drásticas. ¿Por qué no hacemos la analogía con los procesos de innovación tecnológica y productiva que vienen trascurriendo en la industria a lo largo de los últimos años? Dichos fenómenos suponen sin ningún género de duda procesos de mutación completa de los sistemas, las formas y los modos de producir; han supuesto modificaciones sobre la fuerza de trabajo similares o mayores a las que hubo a comienzos de la revolución industrial; están transformando las sociedades de tal forma que nuestros nietos vivirán y se comportarán de una forma completamente diferente a nosotros. Pero, sin embargo, toda esta histórica convulsión social se está desarrollando sin el espasmo revolucionario, sin ningún «octubre de 1917». Apostar, por tanto, a esa carta de un «cambio de régimen» visto desde un prisma exclusivamente político —y, por tanto, muy limitado— es apostar por la frustración, el desengaño o la melancolía. Se trata, por el contrario, de aprender y asimilar las lecciones de la parte contraria, que ha demostrado inteligencia y sabiduría a lo largo de los últimos decenios, para darle la vuelta al proceso. Como muy bien detectó Bruno Trentin, esa inteligencia del adversario, traducido en las revoluciones sociales del fordismo y el taylorismo, llegó hasta a seducir al más acérrimo régimen revolucionario, que se dejó enredar en la concepción del mundo de esos sistemas productivistas. Hay una reflexión de este sindicalista y teórico social que no me resisto a citar, (el texto completo se publica en este mismo número de Pasos a la Izquierda). Nos dice Trentin:
«una revolución social y cultural madurada por «intelectuales del capital» en el corazón de la sociedad civil («desde abajo» se decía entonces), como fue el taylorismo, vino a marcar el tránsito, ante todo en la cultura del movimiento socialista, hacia un redescubrimiento del papel taumatúrgico del Estado, como fuente de legitimación de la organización de la sociedad, y como «motor» de la historia. Y, finalmente, el tránsito al redescubrimiento de la «política en el Estado», como momento creador de la misma sociedad civil».
Es decir, la izquierda, la reformista y la revolucionaria, a partir de un determinado momento, se dejó seducir por dos grandes principios de la revolución social taylorista: el culto a la productividad sin límites, donde el propio trabajo estaba sometido a ese objetivo, y la visión del estado como instrumento global del cambio social, despreciando la autonomía y el predominio del movimiento social histórico. Dos presupuestos, según Trentin, que explican en gran medida el fracaso de esa izquierda en las décadas posteriores.
La pregunta que nos queda por hacer es: ¿Han aprendido los restos de esas formaciones reformistas o revolucionarias y las nuevas culturas políticas emergentes las lecciones de esa historia?
(El texto está terminado en los últimos días de mayo de 2016)
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Javier Aristu. Ha sido profesor de Lengua y Literatura Española. Fue secretario provincial del PCE en Sevilla (1982-1988). Participó en la fundación de Izquierda Unida (1986). Coordina el blog de opinión En Campo Abierto.