Por JAVIER ARISTU
(Lo que viene son notas sueltas a partir de una lectura de cuatro autores y de acontecimientos del presente)
Enzo Traverso ha montado su reciente libro Melancolía de izquierda1 sobre el eje reflexivo de la derrota como sustancia intelectual, no solo emotiva, de la izquierda. Para este autor esa melancolía de la derrota, sin embargo, tiene poco que ver con la cultura de la víctima o la cultura del derrotismo. Es un estado de ánimo intelectual que te sitúa ante el devenir político, social e histórico en una perspectiva crítica, nada complaciente ni con el pasado ni con el propio devenir del presente, pero que incorpora la pérdida del pasado como mochila para el presente y el futuro. El propio Traverso afirma, «es la melancolía de una izquierda, ni arcaica ni impotente, que no quiere desprenderse de la carga del pasado, aunque a menudo ésta es muy pesada de llevar. Es la melancolía de una izquierda que, comprometida en las luchas del presente, no evade el balance de las derrotas acumuladas».
Una parte muy consistente de la izquierda a lo largo del siglo XX se ha sustentado en una victoria extraordinariamente simbólica, la revolución de 1917 –hoy acabamos de celebrar su centenario– y posiblemente aquel deslumbramiento le provocó la ceguera ante los profundos movimientos subterráneos del adversario. En este caso, el viejo topo parecía alinearse más bien con el enemigo capitalista que, de forma sinuosa y lenta pero eficazmente, fue construyendo un tejido de complicidades sociales y de connivencias estatales hasta conseguir aislar y finalmente derrotar aquel proyecto de sociedad. El hundimiento de 1989 significó la puesta en marcha de todo un proceso de reasentamientos y conquistas por parte del capitalismo como nunca antes se había conocido en la historia del mismo.
Las derrotas históricas han sido muchas veces o mal interpretadas o envueltas en un ropaje retórico con fines de ocultación. En otros casos, se han sacado oportunas lecciones que han dado pie a su vez a programas de renovación de estrategias y proyectos. Me detengo en tres simbólicos: la Comuna de París (1871), la derrota de la 2ª República española y el golpe de estado de Chile de 1973. Las tres dieron aliento y aire a reflexiones poderosas que pretendían aprender y sacar lecciones de aquellos fracasos. No estoy seguro de que dichas reflexiones fueran realmente asimiladas por el conjunto de la izquierda.
Las derrotas históricas han sido muchas veces o mal interpretadas o envueltas en un ropaje retórico con fines de ocultación. En otros casos, se han sacado oportunas lecciones que han dado pie a su vez a programas de renovación de estrategias y proyectos
En el primer caso, nos encontramos con una lectura de la Comuna como “la primera revolución proletaria” donde el Estado burgués, símbolo de la opresión de clase, es sustituido por la democracia proletaria. Recordemos el colofón que Engels pone a su Introducción de 1891 al ensayo de Marx de 1871: «Mirad a la Comuna de París: ¡he ahí la dictadura del proletariado!». Habían pasado veinte años y la sociedad y la nación francesa habían tomado una senda histórica muy diferente a la que habían previsto los comuneros. Solo faltaban otros veinte años para que estallase «La Gran Revolución Proletaria». ¿Fracasó la Comuna? Es indudable, pero a su vez no es difícil pensar que aquella derrota germinó en unas líneas de desarrollo posterior que no son comprensibles sin entender lo que fueron los hechos de París de 1871. Como escribe Kristin Ross, «se puede hablar del desarrollo, a raíz de la liberación de la Comuna de París con respecto al poder y la autoridad del Estado, de una nueva visión de la revolución basada en la autonomía comunal y la federación o asociación laxa de estas entidades autónomas»2. Los 147 supervivientes del cementerio de Père Lachaise, inmolados posteriormente y enterrados en ese mismo lugar, más los otros miles de fusilados durante la Semana Sangrienta, los detenidos, reprimidos y exiliados, con su derrota, alimentaron el proyecto y el nuevo imaginario de posteriores luchas.
Nuestra 2ª República española es otra etapa en este curso de la historia de pérdidas por parte de la izquierda. En este caso más allá de la propia izquierda, dado que la 2ª República abarcó campos de representación que sobrepasan las fronteras ideológicas de esa cultura política. Con la derrota del régimen democrático republicano el país perdió aportaciones burguesas decisivas a la hora de construir un proyecto reformador y democrático; con la capitulación de 1939 se entierra la posibilidad de convivencia de comunidades territoriales y lingüísticas diferentes en un mismo proyecto federativo; y, especialmente, la victoria de Franco supone el exterminio de masas proletarias y campesinas que eran entonces el sustrato sobre el que se estaba construyendo un proyecto de cambio político desde la izquierda. No es, por tanto, extraño que Togliatti, testigo y parte privilegiada en esta guerra civil, saque sus consecuencias a partir de la misma recomponiendo y construyendo una estrategia nacional frente al fascismo que supera la anterior y sectaria de la Internacional. ¿Qué mejor símbolo de esa fecunda derrota que la tumba de Machado en Collioure? Tumba de un hombre, enterrado junto a su madre, un hombre enfermo, deshecho, agotado de vivir que, a pesar de todo y hasta poco antes, había estado escribiendo los textos más hermosos acerca del futuro de la humanidad. Tanto el político italiano, poderosa inteligencia que había captado el cambio de la guerra de movimientos a una de posiciones, como el poeta sevillano-castellano representarían dos versiones de una misma coherencia que nace de la conciencia de haber perdido una determinada batalla.
Por donde esparcimos la mirada encontramos ruinas, «campos de soledad y mustios collados» que diría otro poeta clásico. Realmente no estamos ante un paisaje ruinoso, devastado…pero casi
En el tercer caso, Chile abrió en todo occidente una fase de incertidumbre. En aquellos meses posteriores a septiembre de 1973 confluyó un conjunto de reflexiones que ya venían dándose desde agosto de 1968 (mayo francés e invasión de Checoslovaquia por las tropas del pacto de Varsovia). En ese conjunto destaca Enrico Berlinguer con sus tres artículos escritos en Rinascita entre septiembre y octubre de 1973 que darían luego pie a la elaboración de su política de “compromiso histórico”. Al margen de las vicisitudes y de la conclusión de este proyecto estratégico que trató de sacar adelante el PCI, las reflexiones berlinguerianas a partir del “caso de Chile” forman parte del patrimonio de una izquierda que antes que triunfante quiere ser crítica.
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Hoy tendremos que volver a hablar de un duelo por las batallas perdidas y de una sensación de desconcierto por las derrotas del presente. Por donde esparcimos la mirada encontramos ruinas, «campos de soledad y mustios collados» que diría otro poeta clásico. Realmente no estamos ante un paisaje ruinoso, devastado…pero casi. Se mantiene todavía en pie buena parte de aquellas construcciones sociales que se fueron levantando en Europa a partir de su segunda postguerra. El mayor y más interesante proceso de unidad política que se ha construido en el siglo XX, la Unión Europea, mantiene una presencia mundial y un predominio productivo y comercial que otros envidian. Bastantes de las conquistas sociales y culturales de aquellos años dorados perviven. Pero, a pesar de ello, tenemos la sensación y la conciencia –cercana a la realidad– de que se está desmantelando ese sistema de convivencia y bienestar que hemos disfrutado algunas generaciones durante muy pocos años de la historia humana. Y donde más se está notando ese desmantelamiento es precisamente en lo que ha sido el núcleo de su fortaleza como sociedad: la importancia y el valor dado al trabajo. Del capital ya sabíamos que era adorado y bendecido pero nunca pudimos sospechar que el valor del trabajo humano se fuera a marginar y minusvalorar como lo está siendo en estos años. Y decimos el valor del «trabajo», no del «empleo». La izquierda ha confundido muchas veces los dos términos, que no significan lo mismo.
Con la revolución tecnológica y productiva en marcha será necesario replantearse ambos significados, primando la vida activa del ser humano como un conjunto global, que se extiende más allá de la jornada empleada para conseguir un salario, y donde el significado de «trabajo» abarca su vida familiar, sus actividades voluntarias, su dedicación a la sociedad, su proceso formativo. Es posible que en un próximo futuro –si no ya presente– contemplemos otras formas de trabajo destinadas a desplegarse y desarrollarse, en un universo donde el trabajo asalariado podría aliviarse por el progreso de la robotización. Para ello es imprescindible asumir el proyecto social más allá de los parámetros con los que en muchas ocasiones la izquierda ha tratado este asunto. Es difícil y costoso desprenderse de los hábitos que han dado justificación y personalidad durante muchos años a una cultura de izquierda…pero es imprescindible si se quiere ser algo en el mundo nuevo.
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El panorama político de este último quinquenio es sencillamente deprimente. Aunque tendríamos que hablar más bien de décadas, bien arrancando en 1989 cuando se hunde el sistema del socialismo real o bien desde diez años antes de esa fecha, cuando se ponen en práctica los primeros supuestos de la llamada política neoliberal, con Margaret Thatcher. Hagamos un rápido balance de los últimos acontecimientos.
Es posible que en un próximo futuro -si no ya presente- contemplemos otras formas de trabajo destinadas a desplegarse y desarrollarse, en un universo donde el trabajo asalariado podría aliviarse por el progreso de la robotización. Para ello es imprescindible asumir el proyecto social más allá de los parámetros con los que en muchas ocasiones la izquierda ha tratado este asunto
- En los grandes países del sur de la Unión Europea (Italia, Francia, España) el sistema de partidos políticos ha sufrido un vuelco espectacular desde comienzos de siglo. De un sistema sustentado principalmente en el doblete de un partido de derechas, conservador pero democrático y defensor del estado de bienestar, y un partido de izquierda socialdemócrata, hemos pasado a un sistema en transición hacia no se sabe qué pero donde aquel doblete ya no existe o es intranscendente. Italia es un caso primero y original: la Democracia cristiana, baluarte mayoritario del sistema político, ha desaparecido del mapa; el PCI, el otro baluarte alternativo, ha pasado a ser un elemento de la historia, reemplazado por un PD que aunque con fuerte presencia y heredando bastante de los antiguos votantes del comunismo, hoy ha pasado a ser un partido de centro sometido, además, a múltiples escisiones por su izquierda. Como recambio a aquel sistema nos encontramos con modelos de organización y adhesión electoral diferentes a los partidos clásicos tanto en los contenidos como en las formas de funcionamiento: primero fue Forza Italia y la Liga Norte, fundadas ambas en los años 90 y precisamente en las zonas ricas del país. Posteriormente, ya a comienzos de siglo, surgió el Movimiento Cinco Estrellas, como respuesta populista y con tintes similares a aquel otro movimiento de los años cuarenta, el qualunquismo. Francia, tras las últimas elecciones de 2016, marca una tendencia similar. Por un lado, la vieja derecha gaullista que fue componente protagonista de la política francesa desde los años 50 se queda muy reducida, y, por otro, la izquierda representada por el partido socialista (el comunista había perdido desde los años 90 su fuerza y su influencia) llega a la reducción máxima. La alternativa político-electoral se fragua en torno a ejes políticos diversos aunque siempre han estado presentes en la sociedad francesa: Macron recompone un nuevo centro que es político y sociológico y que trata de superar los viejos alineamientos; Le Pen ha hecho aparecer de forma sostenida una extrema derecha política que se asienta también en el hecho sociológico de la vieja xenofobia y chauvinismo francés; y la izquierda social se aglutina en torno a un nuevo fenómeno de corte populista como es el proyecto de Mélénchon. Y, finalmente, en España, da la impresión de que venimos experimentando un proceso de transición de un sistema de partidos a otros nuevo: la derecha aglutinada histórica y hegemónicamente –desde 1982– en torno al PP puede estar perdiendo fuelle ante la irrupción de Ciudadanos; el PSOE lleva una década perdiendo apoyos, no da la impresión de que vaya a remontar, aunque tampoco hay datos como para pensar en un hundimiento, tiene un competidor importante a su izquierda como es Podemos, surgido del rechazo al sistema político por parte de las nuevas generaciones de clase media urbana. De cualquier modo el sistema bipartidista (PP-PSOE) que ha sido dominante entre 1982 y 2010 está siendo reemplazado por un sistema de cuatro partidos que hasta ahora han recogido el 80 por ciento de los votos.
- La otra cara de la moneda, relativamente, se da en las otras dos grandes democracias que, paradójicamente, simbolizan los dos modelos socio-económicos europeos dominantes, Reino Unido y Alemania. En ambos países no se ha producido el descalabro del sistema de partidos que antes hemos visto en el sur de Europa. Se mantiene la misma correlación de fuerzas partidarias que hace cincuenta años: en Reino Unido los conservadores y laboristas absorben casi toda la representación, con excepción de la presencia de los liberales y el UKIP. En Alemania viene manteniéndose desde 1945 el equilibrio entre la CDU y el SPD, progresivamente descompensado hacia el primero. Bien es verdad que en la última década se ha venido constatando el descenso electoral y la carencia de apoyo hacia laboristas y socialdemócratas por parte de sus tradicionales electorados.
- Una primera conclusión: el reemplazo de los antiguos sistemas de partidos políticos no se hace ya sobre la base de la confrontación o diversidad ideológica clásica. Nadie se declara ya claramente de derechas o de izquierdas. Ni el Movimiento Cinco Estrellas, ni la Liga Norte, ni Forza Italia, ni Francia en Marcha, ni Ciudadanos se declaran “partidos conservadores”. Cosa que sí habían hecho hasta ahora el Partido Popular español o el RPR francés (hoy Les Républicains). Por el otro lado, las nuevas fuerzas que surgen en el espectro sociológico tradicionalmente de izquierda tampoco se declaran explícitamente bajo esta identidad. En Italia hubo con Renzi un fatigoso debate sobre el “carácter nacional” del PD y nadie de este partido lo identifica con “la sinistra”. Sí adopta ese nombre un partido que surgió en 2017 (Sinistra italiana) y que recogía retales de otros grupos de izquierda y de una escisión del PD. Hoy forma parte del nuevo proyecto “de izquierda” que se denomina “Libres e Iguales”. En España el debate sobre el carácter y denominación que debía tener Podemos marcó las discusiones internas de esa formación durante 2015, llegando hasta la caída de unos de sus líderes máximos: lo que se discutía era si Podemos debía ser o no una nueva formación ‘de izquierda’ o bien una ‘fuerza del pueblo’. La paradoja es que, dos años después, quien ha recogido el estandarte de esa marca es un partido, el PSOE, que llevaba décadas difuminado entre vaguedades y entretelas: hoy “PSOE: somos la Izquierda”. Estamos asistiendo, por tanto, a un proceso desconcertante y enormemente confuso donde las clásicas –no digo viejas– identidades políticas que han dado sentido al debate social en Europa desde hace un siglo están siendo sustituidas por ejercicios de transversalidad, difuminación e indeterminación. Lo que se pide simplemente es el voto a todo el mundo para llegar al gobierno; no se sabe bien para hacer qué.
- Estamos, por tanto, ante un retroceso histórico del proyecto y de las culturas de la izquierda que están siendo sustituidas por nuevos discursos populistas, por “programas cívicos” donde la conflictividad y el antagonismo social (antagonismo de clase) son ocultados bajo una capa de sintagmas y proposiciones retóricas huecas pero con indudable efectividad entre la masa electoral. En el peor de los casos la gran crónica de la igualdad y del ius solis europeos viene a ser reemplazada por el cierre de fronteras ante el extranjero y el renacimiento de nuevo de unas identidades nacionalistas o regionales. Hay que citar estos nombres porque están relacionados con ese fenómeno: Hungría, Polonia, Lombardía, Austria, Cataluña. No son lo mismo…pero se parecen.
- Algo que hay que constatar es que el descenso de la calidad democrática, la pérdida de valor de la misma ante sectores importantes de las sociedades europeas, lo que Colin Crouch ha llamado «el declive de la parábola democrática» está relacionado con la pérdida de importancia objetiva de la clase obrera, del conjunto de los trabajadores, en la vida social de las democracias3. Los cambios en los modelos productivos, las transformaciones en los ámbitos económicos con las consecuentes mutaciones del factor trabajo, han ido arrastrando un debilitamiento, hasta casi desaparición en algunos casos alarmantes, de dicha clase en el conjunto de la estructura política de las democracias. Los parlamentos ya no tienen en sus listas de diputados personas que procedan del mundo productivo y tengan algo que decir a la clase trabajadora. Hasta los años setenta eso era posible en Reino Unido, en Francia, en Italia…hoy las cámaras electivas están repletas de funcionarios de la administración (una buena cantidad), profesiones liberales (pocas) y, especialmente, funcionarios de los partidos. Lo cual facilita que tanto en esas cámaras como en los propios gobiernos el papel de las élites influyentes –económicas y corporativas– sea decisivo.
Estamos, por tanto, ante un retroceso histórico del proyecto y de las culturas de la izquierda que están siendo sustituidas por nuevos discursos populistas, por “programas cívicos” donde la conflictividad y el antagonismo social (antagonismo de clase) son ocultados bajo una capa de sintagmas y proposiciones retóricas huecas pero con indudable efectividad entre la masa electoral
Atravesamos una larga etapa de cambios en la sociedad democrática que en buena medida no augura muchas cosas buenas. Al contrario, podemos estar asistiendo a un trance decisivo que está poniendo en peligro la permanencia de las «culturas de izquierda» en las sociedades europeas. Estas están sufriendo un cambio antropológico de sus elementos constituyentes. Un componente fundacional de aquella democracia –que quería ser política y social–, la clase trabajadora, está perdiendo visibilidad, centralidad y presencia dentro del mapa de las relaciones sociales. Lo cual provoca un reforzamiento del componente representativo de las élites económicas que, ocultándose tras un discurso y programa populista y anti-político, están reforzando su dominio sobre el conjunto de la sociedad.
Concluyamos. No se trata de mantener los mismos programas, contenidos y objetivos que se defendieron en las luchas históricas de la clase trabajadora de Europa; al contrario, hay que repensar los mismos a la luz de los cambios históricos que están sucediendo. Así nos avisa Fernando Díez Rodríguez: «El patrimonio completo del socialismo a lo largo de su periplo histórico puede ser un reservorio de sugestiones e inspiraciones críticas para nuestras sociedades actuales, pero asumiendo en cualquier caso que todo está por hacer, que deberán surgir nuevos imaginarios y que nada se conseguirá si se pierde la libertad de espíritu necesaria para crearlos por una incapacidad para dejar de reconocernos en creencias pasadas convertidas en verdaderas trampas.»4
Es muy posible que la izquierda surgida de los procesos victoriosos de comienzos del siglo XX –especialmente de la Revolución de Octubre– se haya visto sometida a esa atracción por un triunfo indudable y que redimía en su conjunto a toda la izquierda, perdiendo de vista con ello el valor que tenían las derrotas para construir un proyecto de trabajo seguramente más fecundo. El extraordinario poder de atracción que tuvo la toma del Palacio de Invierno sobre el conjunto del movimiento socialista impidió ver otros horizontes que se estaban manifestando tras los combates perdidos, tras las derrotas coetáneas, y que estaban mostrando, sin duda, otras vías y otros caminos distintos pero seguramente más fértiles que la simple remembranza de la victoria.
En definitiva, hay que saber a dónde se quiere ir y con quién se quiere marchar; y a partir de ahí tener conciencia de que queda todo un camino que recorrer.
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Javier Aristu. Ha sido profesor de Lengua y Literatura Española. Fue secretario provincial del PCE en Sevilla (1982-1988). Participó en la fundación de Izquierda Unida (1986). Coordina el blog de opinión En Campo Abierto y es coeditor de Pasos a la izquierda.
1.- Enzo Traverso, Mélancolie de gauche, La Découverte, 2016. [^]
2.- Ross, Kristin. Lujo comunal. El imaginario político de la Comuna de París, Akal, 2016 (Traducción de Juanmari Madariaga). [^]
3.- Colin Crouch, Posdemocracia, Taurus, 2004. [^]
4.- Fernando Díez Rodriguez, La imaginación socialista (Siglo XXI, 2016). [^]