Por MARIANA MAZZUCATO
(Prólogo a la edición de 2018 de “The entrepreneurial State”)
Escribí “The entrepreneurial State”(*) en 2013, para combatir la idea de que, para volver al crecimiento de la economía después de la crisis financiera de 2008, todo lo que se necesitaba era reducir el déficit mediante el recorte del gasto público. Además de recordar a los lectores que la crisis financiera fue causada por la deuda privada, y no por la deuda pública, argumenté que no tiene sentido que los países piensen en “cortar” su vía hacia el crecimiento, dado que un vector clave del crecimiento económico ha sido la inversión pública en áreas como la educación, la investigación y el cambio tecnológico.
Es la calidad, y no la cantidad de la deuda lo importante, porque la calidad puede afectar a largo plazo a las oportunidades de crecimiento. Se necesita, en consecuencia, una mayor comprensión de la dinámica de las inversiones públicas que condujo a Internet, a los avances en la innovación en la salud, y en el momento actual a las que se sitúan como punta de lanza de la “revolución verde”. En todos estos ejemplos, los fondos públicos han permitido una estrategia paciente a largo plazo, que más tarde ha motivado a invertir al sector privado, más alérgico a los riesgos. El problema aquí, sin embargo, no es el de lo público frente a lo privado, sino cómo recuperar el debate sobre el papel del Estado en la economía, situándolo al margen de prejuicios ideológicos, y permitiendo un planteamiento práctico capaz de propulsar la economía de forma que tenga capacidad para afrontar los retos societarios y tecnológicos que se nos presentan.
Estoy encantada de que Penguin lance esta nueva edición, porque aquella línea argumental es más importante ahora que en ningún momento anterior, debido a dos razones.
El problema aquí no es el de lo público frente a lo privado, sino cómo recuperar el debate sobre el papel del Estado en la economía, situándolo al margen de prejuicios ideológicos, y permitiendo un planteamiento práctico capaz de propulsar la economía de forma que tenga capacidad para afrontar los retos societarios y tecnológicos que se nos presentan
La primera, que a la altura de 2018 vuelve a calentarse de nuevo un debate entre economistas con décadas de antigüedad: la austeridad, ¿favorece o daña el crecimiento? Hablando a grandes rasgos, los participantes en el debate se alinean en dos campos: el de los conservadores que llaman a la limitación del gasto público, y en consecuencia a un Estado más pequeño; y el de los progresistas que reclaman una mayor inversión en bienes y servicios públicos tales como las infraestructuras, la educación y la salud.
Por supuesto, la realidad es más compleja de lo que implica una línea de demarcación tan simple, e incluso instituciones ortodoxas como el Fondo Monetario Internacional dan vueltas a la idea de que la austeridad puede conducir a una auto derrota. Como argumentaba John Maynard Keynes en los años treinta del siglo pasado, si el gobierno corta el gasto en una fase bajista, una recesión puntual puede convertirse en una depresión de grandes proporciones. Es exactamente lo que ha sucedido durante el periodo de austeridad posterior a la crisis financiera de 2008.
La segunda razón, es que en el actual clima intelectual resulta mucho más fácil para los políticos llamar a la disminución del sector público que defender a un sector público que asuma riesgos. Y, de pasada, no solo atacan sencillamente la cuantía de los presupuestos del sector público que asume riesgos, sino toda la estructura organizativa del sector. No es una sorpresa que el presidente de los EEUU, Donald Trump, proponga eliminar el US Advanced Research Projects Agency-Energy (ARPA-E es la Agencia estatal clave en el Departamento de Energía para la innovación, hermana de la Defense Advanced Research Projects Agency, DARPA, en el Departamento de Defensa), mientras los congresistas republicanos toman por costumbre amenazar con la desaparición a la cadena pública de televisión PBS. En el Reino Unido, ni siquiera el prestigio de la BBC la ha protegido de ataques furibundos desde hace años.
El ataque a las organizaciones públicas, y no solo a los presupuestos públicos, indica que la agenda progresista no puede limitarse únicamente al crecimiento del gasto público. Debe también salvaguardar las estructuras y las organizaciones cuya reconstrucción, de ser desmanteladas, podría costar decenios. En tanto que los presupuestos vienen y van, con las organizaciones no ocurre lo mismo. Se necesita tiempo para construirlas, y para que evolucionen de acuerdo con la naturaleza de los movimientos que las crearon: ya sean movimientos verdes, o movimientos para la transparencia y la objetividad de la comunicación.
Como se explica en el libro, los padres espirituales del pensamiento creativo en el sector público fueron Keynes y Polanyi. Keynes llamó a los políticos a pensar no únicamente en un tipo de gasto anticíclico, sino a “pensar en grande” (think big). «Lo importante para el Gobierno no es hacer las cosas que los individuos están haciendo ya», escribió en su libro de 1926 El final del laissez-faire, «sino hacer las cosas que actualmente no está haciendo nadie.» En otras palabras, los gobiernos no deberían limitarse a “cavar zanjas” cortafuegos en proyectos apresurados, sino pensar estratégicamente en cómo la inversión puede modelar a largo plazo las perspectivas de la ciudadanía.
El historiador de la economía Karl Polanyi fue incluso más allá, en su clásico libro La gran transformación, al argumentar que «los “mercados libres” son ellos mismos producto de la intervención estatal. Dicho de otra manera, los mercados no son territorios libres en los que los Estados pueden intervenir para bien o para mal; son más bien un resultado de la acción pública, así como de la privada.»
Los gobiernos no deberían limitarse a “cavar zanjas” cortafuegos en proyectos apresurados, sino pensar estratégicamente en cómo la inversión puede modelar a largo plazo las perspectivas de la ciudadanía
Las empresas que toman decisiones inversoras y anticipan la emergencia de nuevos mercados comprenden mejor que nadie la necesidad de pensar sin condicionantes comerciales. Los grandes managers, muchos de los cuales se consideran a sí mismos “creadores de riqueza”, tienen en cuenta para sus decisiones las constataciones científicas, las estrategias del management, y el comportamiento organizacional. Es la consideración de estos tres campos lo que les estimula a asumir riesgos y luchar contra la inercia.
Pero si el valor se crea colectivamente, entonces, a quienes siguen una carrera en el sector público se les debería enseñar también a pensar al margen de las consideraciones comerciales, y a ser emprendedores. Pero no lo son. Muy al contrario, políticos y funcionarios han llegado a verse a sí mismos, no como creadores de mercados o de riqueza, sino en el mejor de los casos como meros delimitadores de las reglas del mercado, y en el peor como un obstáculo para la creación de riqueza.
Esta diferencia de concepción es en parte una consecuencia de la teoría económica dominante, que sostiene que los gobiernos deben intervenir solamente en casos de “fracaso del mercado”. El rol del Estado consistiría entonces en establecer y hacer obligatorias las reglas del juego: allanar el terreno de juego; financiar bienes públicos tales como las infraestructuras, la defensa y la investigación básica, y diseñar mecanismos para mitigar externalidades negativas tales como la contaminación.
Cuando los Estados intervienen de formas que exceden el mandato de corregir los fallos del mercado, con frecuencia se les acusa de distorsionar el mercado, y de perversiones tales como “elegir los ganadores” o “expulsar” del campo al sector privado. Es más, el predicamento de la teoría de la “nueva gestión pública”, secuela de la teoría de la “elección pública” nacida en los años ochenta del siglo pasado, ha llevado a los funcionarios a convencerse de que deberían ocupar un espacio tan pequeño como sea posible, ante el temor de que los fracasos del gobierno sean peores aún que los del mercado; y de aquí han derivado a una cultura de la austeridad.
Esta forma de pensar ha llevado a muchos gobiernos a adoptar instrumentos de contabilidad procedentes del sector privado, como el análisis costo/beneficio, o a externalizar las funciones que les son propias al sector privado, todo ello en nombre de la “eficiencia”. No solo esa externalización y privatización no han llevado a una mayor calidad o eficiencia1, sino que esas tendencias han disminuido la confianza en las instituciones públicas, y las han dejado mal equipadas para trabajar juntamente con las empresas privadas para abordar los desafíos del siglo XXI, como el cambio climático o la previsión sanitaria y social para una población en proceso de envejecimiento.
No siempre ha sido así. En el periodo de la posguerra mundial, dos agencias del gobierno de EEUU, NASA y DARPA, crearon lo que más tarde sería Internet. Ambas agencias, fundadas en los años cincuenta, fueron dotadas con una financiación amplia y objetivos claros. Su enfoque orientado a una misión2 les permitió atraer grandes talentos, y al staff se le animó a “pensar en grande” y asumir riesgos. De forma similar la agencia ARPA-E, creada en 2009, ha sido la responsable de innovaciones significativas en el campo de las energías renovables, en particular en el almacenamiento en baterías; y el National Institutes of Health (Instituto Nacional de la Salud, NIH) ha financiado durante decenios el desarrollo de muchos de los medicamentos más vendidos en el mundo. En el Reino Unido, el ambicioso programa de aprendizaje de la BBC en los años ochenta ─dirigido a enseñar a los niños a codificar─ llevó a una inversión en la venta de microcomputadores por piezas, que permitió a empresas como ARM crecer y convertirse en líderes nacionales en su sector. Estas experiencias implican lecciones sobre cómo llevar a cabo políticas de experimentación y aprendizaje.
Hoy está ocurriendo lo contrario. Se ha olvidado toda esa rica historia y se debilita a las instituciones públicas orientadas en función de objetivos. La NASA se ve obligada a justificar su existencia en términos de valor económico inmediato, y no de unos objetivos ambiciosos. La BBC es juzgada según criterios cada vez más estechos3 que permiten justificar inversiones en noticiarios y documentales de alta calidad, pero que son incapaces de medir la ambición, que es precisamente la clave del éxito de la BBC como creadora de valor público con independencia del formato.
El valor público no puede consistir en la simple corrección de los problemas en torno a los bienes públicos y en la redistribución de la riqueza existente. El valor público puede y debe convertirse además en un objetivo en sí mismo, y en una vía para la creación conjunta de valor en espacios diferentes con formas nuevas de colaboración centradas en la solución de problemas. Cuando los actores de un sector público orientado en función de unos objetivos colaboran para abordar problemas a gran escala, están co-creando nuevos mercados que inciden tanto en el ritmo del crecimiento económico como en su dirección.
El valor público no puede consistir en la simple corrección de los problemas en torno a los bienes públicos y en la redistribución de la riqueza existente. El valor público puede y debe convertirse además en un objetivo en sí mismo
Pero co-crear valor y dirigir el crecimiento exige experimentación, exploración, y ensayo y error. Por esta razón la concepción errónea de la acción pública como marco meramente “delimitador” ha hecho que los gestores públicos se sientan como viajeros en el asiento de atrás; en consecuencia, se han convertido en personas alérgicas al riesgo, temerosas de que el fracaso de un proyecto se convierta en titular de primera página. Y cuando llegan los éxitos, son interpretados como éxitos privados. En tanto que los fundamentalistas del mercado hacen llover críticas al gobierno de EEUU por financiar a la startup solar Solyndra, que eventualmente fue a la bancarrota, nunca mencionan el hecho de que Tesla S, ahora un éxito de envergadura, recibió aproximadamente la misma cantidad de financiación pública.
En 2018, el debate sobre el crecimiento debería enfocarse más hacia su dirección, y hacia la capacidad organizativa subyacente que resulta crucial para la implicación de todas las organizaciones dispuestas a asumir riesgos y experimentar. A pesar de este cambio en las mentalidades, la agenda progresista puede florecer de nuevo: puede, y debería hacer que todos los actores se sintieran en el asiento del conductor, minimizando de esa manera la capacidad de que un grupo más reducido de autoproclamados creadores de riqueza se dedique sencillamente a extraer valor, y creando una interacción más dinámica del sector público con la sociedad civil, de modo que ambas partes apuesten por llevar a cabo misiones conjuntas con objetivos compartidos.
[Traducción, Paco Rodríguez de Lecea]
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Mariana Mazzucato. Economista, doctora por New School for Social Research, NY. Profesora de Economía de la Innovación y Valor Público en University College London (UCL). Autora del reciente The Value of Everything (Penguin, Allen Lane-Penguin, London 2018.
NOTAS
* Existe edición en español: M. Mazzucato, El Estado emprendedor: mitos del sector público frente al privado. RBA, 2014. Trad., Javier San Julián Arrupe.
1.- Michael Jacobs y Mariana Mazzucato (eds.), Rethinking Capitalism: Economics and Policy for Sustainable and Inclusive Growth. Wiley-Blackwell 2016. [^]
2.- https://www.ucl.ac.uk/bartlett/public-purpose/publications/2017/oct/mission-oriented-innovation-policy-challenges-and-opportunities. [^]
3.- http://commonwealth-publishing.com/shop/rethinking-the-bbc-public-media-in-the-21st-century/. [^]