Por RUBÉN PÉREZ TRUJILLANO
1.- Introducción
Este artículo es fruto del debate mantenido en privado con el profesor y maestro Bartolomé Clavero. Suya ha sido la invitación a publicar una versión concisa de mi aportación como réplica a su artículo “Andalucismo institucionalizado entre colonialismo marroquí y nacionalismo español”. Mi respuesta versa fundamentalmente en torno a tres de las tesis centrales que Clavero desarrolla en su texto. Según su punto de vista, el andalucismo habría sido o sería una ideología “criptonacionalista española” y “anticatalanista” o, incluso, “anticatalana”. En uno y otro sentido, por consecuente, el andalucismo desplegaría o habría desplegado un discurso “colonialista” partidario de la expansión colonial de España hacia África y Oriente así como de la hegemonía de España sobre Cataluña. Procuraré argumentar en las siguientes páginas por qué disiento acerca de dichas nociones.
A la oportunidad de una revisión del trabajo propio, siempre atractiva cuando se brinda, hay que sumar el agradecimiento a Clavero por su amabilidad. Cuando ofreció los borradores de su artículo propició una discusión y, de este modo, nos conminó a algunos al ejercicio de la autocrítica. Lo hizo animando, más que asumiendo, a que se sometiera a crítica su posición. Es posible que esto defina a pocos intelectuales, ya en la universidad, ya en la izquierda.
En cualquier caso, Clavero ha puesto sobre la mesa las carencias de la historiografía existente sobre el andalucismo, que no ha sabido o no ha querido ver algunas cosas o que, viéndolas, no ha conseguido darles una explicación rigurosa. Las objeciones más severas y los interrogantes más cordiales de Clavero inciden en un punto. Huelga reconocer que el grueso de la historiografía que trabaja el andalucismo –pero también del andalucismo académico y el andalucismo políticamente militante– lleva anquilosado desde hace décadas. Ha hecho poco por escapar de la complacencia hacia una producción bibliográfica repetitiva en cuanto a las fuentes y demasiado acostumbrada a unos enfoques sobreexplotados. La importación cacofónica de las teorías de la postcolonialidad –como si bastara con sustituir el vocablo “América” por “Andalucía”– tampoco ha terminado de infundir el oxígeno que tanta falta hace.
Clavero ha puesto sobre la mesa las carencias de la historiografía existente sobre el andalucismo, que no ha sabido o no ha querido ver algunas cosas o que, viéndolas, no ha conseguido darles una explicación rigurosa
La obligación de quienes hemos intentado paliar esta tesitura es doble. Procede coger el testigo de una crítica razonable: asumirla, interiorizarla. Al mismo tiempo, procede rendir cuentas ante ella: enmendar, afirmarse. Primero, por prolongar –justificando o rectificando– las investigaciones desarrolladas por uno mismo en el terreno de la historia contemporánea de Andalucía y el más específico del andalucismo histórico. Y segundo, porque es necesario soltar el lastre que a resultas de lo anterior puedan sufrir los proyectos de emancipación en esta parte del planeta. Pienso que la renovación de la izquierda exige la renovación del andalucismo, y que ambas cosas demandan la renovación del conocimiento sobre el pueblo andaluz y el andalucismo. Hablemos de Blas Infante.
2- La relación entre el andalucismo y el colonialismo
El artículo de Clavero –y la obra de Calderwood, de la que bebe– explora las relaciones entre el andalucismo y el colonialismo. El tema, o la perspectiva, ciertamente, no son usuales en la bibliografía disponible. Ambos autores coinciden en señalar un uso colonialista del relato andalucista para legitimar la dominación española sobre Marruecos. Más tarde, el nacionalismo marroquí se habría servido del mismo utillaje para primar a la población árabe sobre otras minorías. Ahora bien, a propósito de los vínculos entre andalucismo y colonialismo debido al uso alienante del primero por el segundo, creo que este planteamiento no refleja toda la realidad de dicha relación –que considero existente– y disuelve –dificultando su comprensión– lo real que pueda haber en el andalucismo, entendido éste como superestructura y como formación social producida y productora de ésta.
El foco principal de confusión puede provenir de haber tomado como eje explicativo o incluso como génesis de dicha relación la etapa franquista del colonialismo español. Esta premisa puede alumbrar numerosas hipótesis y prestar consistencia a algunas sentencias tajantes sobre el andalucismo. Pero, asimismo, puede estar eclipsando algunos puntos nodales de la problemática. Me da la impresión de que dicho presupuesto ha entorpecido un análisis dialéctico de la relación andalucismo/colonialismo distorsionando la complejidad de sus flujos y reflujos y, por tanto, ha dificultado que el estudio de una faceta del problema conduzca al examen de otras facetas indispensables para arribar a la contraposición principal, a saber: el verdadero efecto, sentido y alcance del colonialismo en un entramado concreto de la realidad.
Si retrotraemos la mirada hacia un poco más atrás, veremos que lo que pueda compartirse entre el andalucismo (como continente o contenido del “alandalusismo”, por seguir los términos de Clavero; es igual ahora) y el franquismo, es ocasionado no por hipoteca o contaminación del andalucismo con la dictadura, sino por hipoteca o herencia española. La comunicación con la identidad nacional española y con sus culturas políticas es la causa que ha podido hacer del andalucismo, en algunas aristas, un fenómeno próximo al colonialismo y, subsiguientemente, al franquismo. Por expresarlo con brevedad: el andalucismo –y hablo en términos históricos– es colonialista en lo que todavía tiene de español.
Los pilares del discurso de dominación “hispano-árabe” pueden reconocerse sin acudir a fuente hedionda como la simbolizada por un militar golpista de la talla de Juan Beigdeber. Basta con acudir al período 1931-1936, época de vigencia constitucional y de hegemonía de una cultura política republicana en España. La promoción de los dogmas islámicos y su fuerza vinculante como fuente de derecho, de un lado, y la primacía de la cultura y élite árabes en detrimento de las amazigh, de otro, no fueron invención franquista. Si el andalucismo arrastró estos elementos no fue por complicidad o connivencia con el imaginario de los facciosos, sino por su conexión con las fuentes sociales, culturales y epistemológicas de las culturas políticas y tradiciones literarias, artísticas y filosóficas de España incluso en sus manifestaciones más sensibles a un paradigma democrático de derechos y libertades.
Si retrotraemos la mirada hacia un poco más atrás, veremos que lo que pueda compartirse entre el andalucismo y el franquismo, es ocasionado no por hipoteca o contaminación del andalucismo con la dictadura, sino por hipoteca o herencia española
Es indudable que la excepcionalidad de la zona de influencia española en el Protectorado de Marruecos permitió incubar la fascistización de la ideología africanista y confirió a sus agentes un halo de impunidad sin parangón debido a la persistencia de un fuero castrense indeclinable. El estado de guerra regía para todo el territorio norteafricano ocupado por los españoles (art. 159 del Código de justicia militar), lo que tornaba imposible el control jurisdiccional de los actos de gobierno y justicia llevados a cabo por las autoridades militares. Este régimen de excepción abrigaba e impulsaba las acciones expoliadoras propias del colonizador.
Para ilustrarlo citaré un caso judicial ventilado entre finales de 1931 y mediados de 1932, en plena efervescencia republicana por tanto: una causa militar instruida contra el periodista José Padilla Orrán por injurias al Ejército vertidas en un artículo publicado por el periódico cordobés Política (abordo un estudio más detenido de éste y otros casos en mi tesis doctoral sobre la justicia política durante la II República, que vengo realizando bajo la dirección del profesor Sebastián Martín y el propio Clavero).
De este sumario se desprende que el mantenimiento de un estado de guerra perenne en la zona española de Marruecos propiciaba la derogación práctica de la distribución competencial de jurisdicciones operada por el decreto de 11 de mayo de 1931 y el art. 95 de la Constitución republicana. De acuerdo con un patrón de poder colonial al estilo tradicional, la reproducción solapada del poder colonial en las fuerzas armadas perjudicó la eficacia del orden constitucionalmente prescrito. Tradicionalmente, las colonias no se regían por la Constitución española. La República no revirtió esta inercia.
Esto desde el punto de vista de la legalidad constitucional en su conjunto. Bajo el ángulo sociológico, puede decirse que la fuerza política del africanismo heredado del antiguo régimen –el monárquico– se vio incrementada por la persistencia del blindaje jurisdiccional a su acción militar y civil, administrativa y política en sentido lato, en el Norte de África. Dicha área de impunidad e inmunidad gozó de un respaldo considerable que otorgó cierto privilegio de inviolabilidad ante eventuales críticas vertidas en ejercicio de las libertades de expresión e imprenta por los ciudadanos, pues la súper-protección no se ceñía al territorio de la jurisdicción militar africana. Contaba con la íntima colaboración de las auditorías de la península para garantizar su máxima eficacia (el caso de referencia fue seguido por la 2ª División orgánica, que abarcaba las ocho provincias andaluzas). El estatus de súper-ciudadanía conferido a las fuerzas armadas tuvo en África una expresión suprema a través de este sistema material de censura, propio, por lo demás, de los sistemas coloniales (Ho Chi Min divagó sobre la importancia de la censura para la dominación colonial en artículos periodísticos como “El martirio de Amdouni y Ben-Belkhir”, de 1922). Como es sabido, las consecuencias prácticas de este espacio de fortificación y fortalecimiento de las fuerzas armadas contrarias al régimen constitucional resultarían letales para la República.
El ámbito militar puede entenderse, con razón, peculiarmente resistente al nuevo sistema de poder republicano inaugurado el 14 de abril de 1931. No obstante, las regulaciones republicanas sobre la organización judicial en Marruecos no traslucen una idea muy distinta sobre las relaciones de dominación intercolonial (España sobre Marruecos) e intracolonial (Marruecos sobre Rif). Como muestra nítida de la negación de igualdad de derechos ante la administración colonial, conviene recordar que el régimen judicial se hallaba separado según la nacionalidad de los ajusticiados. Súbditos todos de un Estado, el español, poseían niveles desiguales de tutela judicial de los derechos, lo que se derivaba de –y a la vez modulaba– una titularidad desigual de los mismos. En la zona de Tánger funcionaba un Tribunal Mixto desde 1924 integrado por magistrados ingleses, franceses y españoles. Los fiscales eran franceses y españoles. Sus competencias eran juzgar a los súbditos de las naciones que antes del régimen de Protectorado disfrutaban allí del de capitulaciones o jurisdicción consular, para lo que se llegaron a aprobar algunos códigos ad hoc (permítaseme remitir de nuevo a mi tesis doctoral para no recargar con citas).
La población indígena iba por otro lado: por el fuero castrense en caso de delitos que afectasen a la autoridad colonial o a la población de origen metropolitano, o por sus propios tribunales, ya fueran los de derecho islámico (justicia xeránica o cheránica) o de derecho territorial (justicia majzení o majseniana). A grandes rasgos, la II República mantuvo intacta la estructura judicial heredada de la monarquía borbónica. En el primer plano, las contiendas jurisdiccionales eran decididas por el Consejo de ministros cuando existiera duda sobre la competencia acerca del conocimiento de determinado problema por la jurisdicción ordinaria o la militar, tal y como venía siendo desde, al menos, 1915. En el segundo plano, o sea, en el de la jurisdicción indígena, sólo durante el segundo bienio republicano se realizaron algunas modificaciones leves al respecto, a través del reglamento para la organización de los tribunales de justicia majsenianos en la Zona de Protectorado de España en Marruecos (1935). La intervención de la autoridad española en la justicia religiosa era posible teóricamente, pero escasa y desaconsejada en la práctica, por no avivar conflictos locales.
El reglamento de 1935 atribuía la competencia sobre las materias de índole criminal, civil y comercial, “siempre que ambas partes sean súbditos marroquíes, no protegidos de potencias extranjeras” (art. 3), a una estructura de tribunales integrada por tres escalones. En la primera instancia se hallaban los tribunales de Bajaes en las ciudades y de Kailes en las kabilas. Le seguían los tribunales de apelación y, en la cúspide, se situaba el Tribunal Superior de Justicia Majseniana, presidido por el gran visir (arts. 1-2). El gran visir ostentaba la categoría de ministro del Interior del jalifa Muley el Hassan Ben-el-Mehdi Ben Ismail, por lo que carece de sentido siquiera imaginar un esbozo de separación de funciones, máxime si se tiene en cuenta que la ejecución de los fallos se encomendaba a las autoridades gubernativas locales conforme al derecho consuetudinario del lugar (art. 25).
Además, la disposición general 1ª consagraba el principio de primacía de la jurisdicción xeránica, de manera que el litigio podía ser suspendido y pasar automáticamente a conocimiento de un tribunal del orden islámico a iniciativa de parte en cualquier fase del proceso. Esta cláusula confería carácter excepcional a la justicia secular marroquí respecto a la específicamente musulmana, lo que significa que la República abrazó un principio de no injerencia en la jurisdicción islámica, a diferencia de Francia. En este sentido, el panorama judicial del Marruecos sometido a la dominación española presentaba un perfil próximo a la unidad jurisdiccional –de tipo religioso–, sobre todo si se compara con el modelo francés, en donde jurisdicciones como la bereber y la rabínica se diferenciaban netamente de la jurisdicción árabe. Ahora bien, la afirmación ha de ser matizada, ya que el ministro de Justicia de la República española se reservaba ciertas potestades de control sobre las aptitudes morales de parte del personal de los kadidatos de la zona jalifiana: los adul. Por más que la jurisdicción xeránica gozara de gran autonomía respecto a las autoridades metropolitanas, aquella suponía una vía de intervención estatal en un asunto tan vital para la colonización como las enajenaciones de inmuebles, las cuales eran realizadas con arreglo a la ley musulmana por el kadí y el adul. Como había dicho en 1911 un colonialista como Cándido Lobera, “[c]olonizar es atraer á un país nuevos habitantes y fijarlos sobre el suelo; y nada fija verdaderamente como la propiedad”. La intervención por vía tangencial no ha de ser vista como un comedimiento metropolitano y de confianza en las instituciones indígenas, sino como un efecto derivado de la carencia de funcionarios especializados en derecho musulmán, carencia reconocida por militares como Constante Miquélez de Mendiluce.
Además, el criterio de delimitación competencial era deudor de un principio de discriminación en detrimento de las kabilas bereberes, ya que mientras que los tribunales de Bajaes podían conocer de causas criminales cuando la pena no excediera de cinco años de cárcel o de materia civil y mercantil cuando el montante de la demanda no superara 10.000 pesetas, el límite máximo para los tribunales de Kaides descendía a dos años de cárcel y 1.000 pesetas de cuantía (art. 3 del reglamento ya citado). A partir de dichos topes eran competentes en primera instancia los tribunales de apelación, que en verdad eran órganos unipersonales nombrados por la autoridad gubernativa marroquí (arts. 2 y 6). Así las cosas, las autoridades españolas respetaron cierto principio de desconfianza xenófoba existente en las autoridades indígenas de base, a las que reconocieron un alto grado de discrecionalidad: la asignación de penas a los distintos delitos y la subordinación a aquel criterio del reparto de competencias no disponía de reglas fijas y conocidas. Esta situación no cambiaría hasta la década de 1950. Por otro lado, las autoridades españolas prefirieron reforzar la autoridad teocrática del sultán y su gobierno antes que la autoridad democrática de las kabilas, cuya subdivisión en dáchara presentaba cierta semejanza con el jurado.
Ciñéndonos al proceso penal, cabe decir sin ambages que el mínimo de reglas jurídico-positivas establecidas por el reglamento no aseguraba ninguno de los derechos de seguridad personal preconizados por la Constitución española. El conjunto de medios de defensa de que disponía el acusado prácticamente se reducía al derecho a ser oído ante el órgano judicial. Sin embargo, no existía nada que se pareciera al habeas corpus: se exigía que el interrogatorio del acusado tuviera lugar dentro del plazo de setenta y dos horas desde su detención, sin que esto debiera hacerse ante la autoridad judicial competente (art. 10). Tampoco había un mínimo de igualdad ante los aplicadores del derecho, pues se permitía la libertad provisional del acusado previo pago de fianza sin que se detallara de ninguna manera algún criterio para la determinación de los montantes dinerarios (art. 11). Quizá en previsión de una evasión generalizada de la acción de la justicia majseniana, el reglamento admitía la posibilidad de una condena en situación de rebeldía (arts. 11, 24 y 27). En fin, la interposición de recurso de apelación desplegaba efectos suspensivos de la sentencia, pero esto era contrapesado mediante el reconocimiento de la potestad discrecional de imponer “castigos de privación de libertad” cuando los tribunales probasen la mala fe del apelante, sin que ello tuviera por qué ocurrir mediante un proceso reglado (arts. 29 y 30).
El panorama militar no se debió tan solo a una resistencia especial de los africanistas al régimen constitucional de la República, del mismo modo que la estructura judicial del territorio colonizado no obedeció a circunstancias extrañas al legislador republicano
A mi modo de ver, la ausencia de una norma de derecho penal sustantivo que concretase las penas, el mantenimiento del poder sultánico sobre los tribunales conocedores de las materias con más enjundia, el vigor expansivo de la jurisdicción militar y la escasez de reglas procesales minaban poderosamente la reforma judicial del período republicano. En el fondo, la justicia seguía dependiendo en exceso tanto de la equidad como del caid, bajá o gobernador dependiente del sultán, por lo que pueden acentuarse dos conclusiones: 1) el impacto del régimen constitucional sobre la población “protegida” fue mínimo, al prevalecer la justicia de tipo gubernativo y el control gubernativo sobre la justicia majseniana; y 2) pese a la supremacía de la jurisdicción específicamente religiosa –la xeránica– sobre la secular, las autoridades españolas rehusaron cuestionar la unidad interna del Imperio jerifiano, dando al traste con las aspiraciones bereberes y en particular rifeñas, no sólo de secesión política, sino de mero reconocimiento de sus órganos de justicia privativos y regidos por su propio derecho consuetudinario. Ambos hechos suponían una continuidad en la política española de respeto a las relaciones de dominación local, al colonialismo interno ejercido en perjuicio de la población amazigh y, a la larga, supondría un elemento de reforzamiento favorable a la soberanía unitaria e indivisible del sultán y al proceso de construcción nacional marroquí en torno a su autoridad, excluyendo toda pluralidad interna o concéntrica. Si se tiene en cuenta que administrar justicia era entendido como el primer estadio de la soberanía, dar peso directo al sultán en la justicia secular e indirecto en la teológica –por su naturaleza de descendiente de Mahoma– acarreaba nutrir la soberanía de aquel.
En síntesis, el panorama militar no se debió tan solo a una resistencia especial de los africanistas al régimen constitucional de la República, del mismo modo que la estructura judicial del territorio colonizado no obedeció a circunstancias extrañas al legislador republicano. Lo descrito formaba parte de cierta idea colonialista de España, perdurable incluso en el instante de su democratización. Así las cosas, hallamos un correlato en la política de orden público de todos los gabinetes republicanos.
La República no emprendió una tarea de ciudadanización de la población autóctona de las colonias. Lejos de eso, lo impidió bajo variados pretextos y, como hemos visto, auspició la tiranía colonial de la dinastía alauí. Esto confirmaría la peor de las sospechas de los radical-socialistas escindidos (Blas Infante entre ellos): que la acción republicana degenerase en “disfrazado imperialismo”, como se dijo en el I Congreso Nacional de la Izquierda Radical Socialista celebrado en Madrid el 5 de noviembre de 1932.
En el caso del protectorado marroquí, las autoridades republicanas persiguieron duramente a cuantas personas hacían “propaganda entre los moros” –a quienes Infante concebía como andaluces del Sur– relativa a derechos civiles, sociales y políticos. Se consideraba peligroso que los trabajadores de militancia anarquista consideraran iguales a los trabajadores indígenas, haciendo campañas de sensibilización y captación entre los segundos. Estaba prohibido que los marroquíes militaran en organizaciones obreras, por lo que si bien no figuraban como inscritos en las listas de afiliados de los sindicatos, éstos les extendían a menudo papeletas de cotización para disfrutar de los beneficios de la pertenencia. De entre los anarcosindicalistas, quienes además divulgaban “la promesa de la independencia de Marruecos” incurrían en una apología del “desprecio a toda clase de autoridades”. A las organizaciones anarcosindicalistas se las reprimió con determinación en el Norte de África en atención a estas tácticas. En tanto la autoridad judicial procediera a la “disolución definitiva” de los sindicatos anarquistas en Melilla, como leemos en un informe de 1932, el delegado gubernativo de la plaza acordaba la suspensión temporal de los mismos. Simultáneamente, proponía al ministro de Gobernación que desterrara a los dirigentes a la península en uso de las facultades conferidas por la ley de defensa de la República. Para ello mandaba listas con los nombres de los militantes obreros en contacto con la población indígena, a los que consideraba responsables de la “agitación” e “incitadores del acuerdo de organizar la confederación del Norte de África”. Los obreros eran clasificados según ideología, peligrosidad y cargo orgánico. Casares Quiroga, ministro de Gobernación, celebró el informe de referencia –que extraigo del Archivo Histórico Nacional– y solicitó algunos datos más para obrar en consecuencia a lo pedido.
Esta documentación militar, judicial y policial pone de relieve la continuidad esencial entre el colonialismo de la etapa monárquica y el de la republicana, ya se mire al rol del colono o al del colonizado. Al establecerse en el protectorado, los proletarios europeos perdían su estatuto de proletario. A decir verdad, era la única manera de obtener el estatuto de “europeo” (literalmente referenciado sobre todo en el caso de la colonización en Guinea, como sinónimo de “blanco”). Los trabajadores colonos pasaban a formar parte de una red difusa de cuadros de la administración colonial, en la que habían de ejercer funciones de control y vigilancia sobre la población autóctona. El fin de este procedimiento no era otro que impedir una coalición entre europeos e indígenas en base a los lazos de explotación compartida, según expresaba Foucault en Microfísica del poder. Dicha hipótesis era tan aborrecible como la propia unidad proletaria en la metrópoli. Por lo tanto, los sectores obreros que se zafaban de la ideología racista y chovinista y se resistían a la separación hostil entre comunidades de sufrimiento, rompían la lógica de la dominación colonial. La insinuación de una sociedad de iguales, que suponía una realización no necesariamente consciente del programa constitucional aprobado en 1931, era precisamente lo que convertía a estos obreros en criminales a ojos de las autoridades. La República arremetió contra ellos porque, pese a los amagos de reforma, conservó el estilo colonial de la monarquía.
3.- Entonces ¿qué es el andalucismo?
A mi parecer, lo que Bartolomé Clavero explica como el “alandalusismo” de Blas Infante requiere una comprensión global de lo que era el andalucismo; al menos, el que Infante fundara o abanderase. Su andalucismo hundía las raíces en una cultura política y en unos espacios de socialización muy concretos. En sus orígenes, el andalucismo fue una ideología republicana y, por escudriñar algo más, de adscripción federal (o más exactamente confederal, como he intentado exponer en mi libro Soberanía en la Andalucía del siglo XIX. Constitución de Antequera y andalucismo histórico). Por consiguiente, como modalidad o reformulación del republicanismo, el andalucismo ha de ser tratado en relación al republicanismo; para empezar, tal vez, por el republicanismo hegemónico en las realidades militar, judicial y gubernativa que he adelantado. En su desarrollo, el andalucismo fue un movimiento regeneracionista y filo-anarquista. Así pueden dilucidarse las fases “regionalista” (por supeditada a un ideal de regeneración nacional que aunaba ideas de Joaquín Costa, Henry George y Pi y Margall), “nacionalista” y “liberalista” de Infante en el primer tercio del siglo XX, como propuso José Acosta. Todas esas formulaciones del andalucismo contenían vasos comunicantes con los focos antimonárquicos y obreristas, incluida la germinal etapa regionalista, lo que ya advirtió la Historia de las agitaciones campesinas andaluzas publicada por Juan Díaz del Moral hacia 1929. Por consiguiente, el andalucismo debe ser estudiado a nivel diacrónico, en relación a otras ideologías y movimientos de oposición al sistema de la Restauración, empleados a modo de parámetro de contraste histórico (nacionalismo español de inspiración regeneracionista, españolismo republicano, nacionalismos periféricos, etc.).
En sus orígenes, el andalucismo fue una ideología republicana y, por escudriñar algo más, de adscripción federal (…) Por consiguiente, como modalidad o reformulación del republicanismo, el andalucismo ha de ser tratado en relación al republicanismo
En primer lugar, las ideas de Infante sobre España, Andalucía y Al Ándalus integran una corriente heterodoxa dentro del republicanismo hispánico que vio en Francisco Pi y Margall a un referente de máximo nivel hasta el final de sus días. El republicano barcelonés sabía que la mayoría de los proyectos de nacionalización o re-nacionalización española en clave republicana compartían un ingrediente con los de signo monárquico. Y lo cierto es que, salvo la tendencia representada por Pi, republicanos y monárquicos, demócratas y autoritarios, sostenían los mitos fundacionales de España, los cuales se basaban en el desprecio de Al Ándalus, reducido y a la vez magnificado como excepción negra o como rémora semítica que había sido superada por fortuna. Se trataba de unos mitos que asimilaban, conscientemente o no, el mito de la “Reconquista” como reconstitución de la trayectoria interna y ancestral de la patria y, en fin, la expulsión y la limpieza étnicas y culturales que le siguieron como absolutas y definitivas, si no como saludables. Infante se impregnó de aquella otra relectura humanista e integradora acerca de la formación del Estado y la nación española, imprimiéndole un sello propio en el contexto de la crisis de la Restauración y el experimento republicano.
Es preciso insistir en que, pese a su liderazgo, el republicanismo de Pi y Margall se distinguía del hegemónico en el siglo XIX. En contra del modelo nacionalista a grandes rasgos predominante incluso en la cultura política y constitucional del republicanismo (piénsese en la obra de Emilio Castelar, en el proyecto de Constitución de la I República, en los trabajos de Rafael Altamira…), Pi fue el único que se atrevió a defender el legado de la “España árabe” en la imprenta y la tribuna parlamentaria. Aparte de lo manifestado en sus notables obras, Pi y Margall no tuvo empacho en explayarse durante los dos períodos constituyentes que le tocó vivir, el de 1869 y el de 1873, acerca del pueblo andaluz como personificación más directa de un pasado andalusí enriquecedor, a su vez, de la España común. (He desarrollado estas ideas en “La Constitución deseada: la República federal entre Estado y Nación”, capítulo inserto en el libro Las dos repúblicas en España coordinado por Ana Martínez Rus y Raquel Sánchez García). En cierta medida, Infante fue a la República de 1931 lo que Pi y Margall a la de 1873.
También el andalucismo de Blas Infante se distinguía del republicanismo hegemónico –al menos, del republicanismo gobernante– y de los otros nacionalismos periféricos. Aunque autores como Gonzalo de Reparaz publicasen algunos opúsculos reinterpretando la “Reconquista” en los años de la II República, y el propio Manuel Azaña dejase escrito en La velada en Benicarló algunos pasajes “andalucistas” y “alandalusistas”, no parece que fuera una tendencia determinante del curso del republicanismo de los años treinta. Decía Azaña:
Los moros, en su mayoría, eran españoles secuaces de otra fe. Bastantes de ellos, de casta rural, convertidos al islamismo, más rancios españoles que los soberbios godos ganadores de tierras y poder. Abundaban las mezclas de sangre, pero en conjunto, como nación, se logró aislarlos, convencerlos de la diferencia, segregarlos y finalmente expulsarlos. Y no tan sólo del territorio, sino de la conciencia histórica de los otros españoles, de cuya enseñanza ha sido excluido durante varios siglos el conocimiento y hasta la simple noticia de la civilización andaluza en la Edad Media.
El pensamiento de Blas Infante se incardinaba dentro de este enfoque republicano de reconstrucción nacional pluralista, intercultural, secular y democrática, no en una comunidad –ni táctica ni siquiera casual– de intereses coloniales hacia dentro o hacia fuera de la península ibérica. La obra de Blas Infante se resume en el descubrimiento de la opresión colonial de Andalucía. Infante no mostró especial preocupación por otros colonialismos porque acababa de topar con lo que para él constituía una forma desconocida de colonialismo. La verdad sobre el complot de Tablada y el Estado libre de Andalucía (1931) es una obra paradigmática en este asunto. Infante no fue el gran crítico del colonialismo exterior de España porque fue el gran crítico del colonialismo interior, es decir, del que España y Europa ejercían sobre Andalucía. Mientras que no apreciemos este dato como constitutivo del andalucismo infantiano –parezca errado o iluminador–, será difícil entender los entresijos del andalucismo y los puntos de contacto y fuga en relación a otros nacionalismos, al republicanismo y al colonialismo.
La obra de Blas Infante se resume en el descubrimiento de la opresión colonial de Andalucía. Infante no mostró especial preocupación por otros colonialismos porque acababa de topar con lo que para él constituía una forma desconocida de colonialismo
En consecuencia, si hubo aportes originales de Infante al discurso “alandalusista”, como los hubo, han de ser entendidos como componentes de su ideología política (andalucista) y no como política o discurso independiente al andalucismo. En mi opinión, el andalucismo es un tipo de federalismo (y éste un tipo de republicanismo), al igual que el “alandalusismo” es un tipo de andalucismo. Llegados a este punto, hay que recordar varios aspectos del andalucismo infantiano, esto es, de la teoría y la práctica políticas de Blas Infante, para situarlo en las coordenadas ideológicas y políticas que con más exactitud le corresponden.
La llamada Candidatura Republicana Revolucionaria Federalista Andaluza estaba encabezada por republicanos revolucionarios como Ramón Franco o Pablo Uztarroz, comunistas como José Antonio Balbontín y andalucistas como Pascual Carrión o Infante, quien, a su vez, había pertenecido a lo que quedaba del partido republicano federal fundado por Pi y Margall. Dicha candidatura poseía vínculos con el nacionalismo catalán de izquierda. El ministro Maura se encargó de sacarlos a relucir en su maniobra de acoso al movimiento, ya fuera en las Cortes o en la prensa. De hecho, la verdad es que el plan andalucista pasaba por una suerte de emulación de la proclamación de la República catalana el 14 de abril para, desde Andalucía, dar un giro revolucionario y federal a la joven República. Franco concurrió a las urnas bajo dos siglas y distritos: en Barcelona, con Esquerra Republicana de Catalunya; en Sevilla, con la candidatura diseñada por Infante. Como se recoge en varios testimonios del sumario militar depositado en el Archivo Histórico del Tribunal Militar Territorial Segundo, el plan pasaba por proclamar la “República andaluza” para así favorecer el establecimiento de la “Tercera República” en España, esta vez de signo federal y marcado carácter social.
Después del complot de Tablada en plenas elecciones a Cortes Constituyentes, diseccionado por Manuel Ruiz Romero en su libro El bulo sobre el complot de Tablada, Blas Infante reorientó su militancia hacia las filas radical-socialistas, en lo que era una forma de ahondar en su compromiso republicano. Un sector del Partido Republicano Radical Socialista se escindió y, junto a republicanos revolucionarios de distinta inclinación, fundó la Izquierda Radical Socialista a finales de 1932. Entre estos últimos estaba Infante. Llevó la batuta dentro de la junta organizadora del nuevo partido. El manifiesto fundacional, en donde se aprecia su pluma de manera inconfundible, denunciaba el estancamiento de la política colonial española y abogaba por la independencia de Marruecos y el federalismo para satisfacer las voluntades de autogobierno regional o nacional existentes en España. Asistimos a uno de los pocos grupos políticos que abogaba por tales cosas ante el marasmo del régimen republicano en tan crucial cuestión, la del colonialismo externo e interno.
Las propuestas infantianas de Estatuto de autonomía para Andalucía siempre plantearon un régimen de hermandad con Marruecos que no partía de jerarquizaciones tácitas entre pueblos o comunidades y que, a la vez, presentaba el poderoso condicionamiento de los hechos: Marruecos (y no el Rif) era el sujeto protegido en el discurso colonial español (jurídico y político; monárquico y republicano). Dudo que esta correlación supuesta y limitadamente automática haga presumible una conformidad de Infante con la marginación del pueblo amazigh llevada a cabo por las autoridades españolas y el nacionalismo marroquí. Haciendo un juicio de valor, lo anterior no justifica la ausencia de pronunciamiento alguno en los textos de Infante sobre los crímenes españoles en el Rif o las aspiraciones del pueblo amazigh, pero quizá ayude a la enmarcación histórica de la maurofilia del andalucismo histórico. Sin dejar de ser grave, la elusión de los crímenes cometidos por los militares españoles contra la población civil en el Rif durante 1921-1927 no fue cosa privativa de Blas Infante. Todo el republicanismo –y podría añadirse el socialismo del PSOE y la UGT– participó de esta falta de atención. Ninguna de las comisiones de responsabilidades abiertas por el flamante Congreso republicano atajó el problema.
En la concepción de Infante, pues, no se trataba de echar la zarpa andaluza sobre Marruecos quitando la española, ni de mantener la española travistiéndola de andaluza, sino de sacudir las cadenas de dominación y establecer los lazos de amistad o cooperación en base –aquí, como en otros ámbitos del pensamiento infantiano, en deuda con el federalismo pimargalliano– al reconocimiento de soberanías originarias. No otra cosa quería decir Infante cuando hablaba de “convergencia creadora” en sus Fundamentos de Andalucía y apelaba impenitentemente a los proyectos de Constitución andaluza de 1883 como marco regulador y pacticio de la convivencia. Las consideraciones infantianas sobre Marruecos no pasaban por secundar el sultanato alauí ni mucho menos el colonialismo interno ejercido por sus estructuras de dominación. La diferencia respecto al republicanismo gobernante es ostensible, sin perjuicio de que indagar en las relaciones entre Blas Infante y figuras como Abel Gudrá o Abdesalam Bennuna –trabajo pendiente– podría suministrar algunas informaciones adicionales para perfilar las luces y las sombras de esta, pese a todo, ideología anticolonial que fue el andalucismo.
La elusión de los crímenes cometidos por los militares españoles contra la población civil en el Rif durante 1921-1927 no fue cosa privativa de Blas Infante. Todo el republicanismo –y podría añadirse el socialismo del PSOE y la UGT– participó de esta falta de atención
Eso en cuanto a la influencia de Infante sobre el discurso del colonialismo español en Marruecos. El andalucismo de Blas Infante marcó distancias en lo concerniente al colonialismo español en el Norte de África, por más que fueran autoridades republicanas las que lo ejerciesen. Lo que hiciera después el franquismo con estas ideas y, en concreto, la tergiversación que de ellas hiciera Rodolfo Gil Benumeya, es un proceso histórico diferente, y no por ello carente de interés. Si el andalucismo pudo convertirse en una “apología colonial” (Calderwood) esto fue como resultado de la colonización previa del propio andalucismo, a tal fin enajenado convenientemente de sus fundamentos originarios y sustraído de sus portadores al modo de un auténtico botín de guerra. Que Gil Benumeya pusiera el “alandalusismo” –nunca el andalucismo en su conjunto– al servicio del colonialismo franquista no invalida las ideas de Blas Infante, asesinado por los fascistas, o de Alfonso Lasso de la Vega, forzado al exilio. Da cuenta de un desarrollo ilegítimo de la ideología andalucista paralelo a su apropiación desvergonzada por parte de esa forma brutal del nacionalismo español que fue el franquismo.
Definitivamente, clavar el compás de forma exclusiva en la fase franquista del colonialismo español se me antoja un traspié metodológico. Impide la cabal comprensión de las relaciones entre colonialismo español y andalucismo porque estorba el estudio sobre la formación de este último. De esta manera, se corre el riesgo de obviar tres realidades históricas nítidamente diferenciadas: 1) la fase republicana del colonialismo –que no conoció puntos de inflexión respecto a la fase monárquica–, 2) la crítica anticolonial del andalucismo –y sus limitaciones, coherentes con la factura republicana del nacionalismo andaluz– y, por último, 3) el sometimiento del andalucismo a manos del nacionalismo español. Sostener que los textos de Infante llevaban dentro “las semillas de la dominación colonial” (como escribía Calderwood en el Journal of Spanish Cultural Studies) es un despropósito congruente con semejante error metodológico de partida. El sinsentido adquiere tanta envergadura que podríamos ilustrarlo si imputáramos a la obra de Marx la tecnología bárbara del gulag, o si achacáramos al discurso de ensalzamiento popular del movimiento obrero la retorsión acometida por los ideólogos nacionalsindicalistas.
Infante arrastraba el bagaje republicano y eso le hacía acarrear con ciertos residuos coloniales. Ahora bien, así como Marx no era Stalin, Infante no era Gil Benumeya. Infante fue de los pocos republicanos que se revolvió contra dicho lastre, bien es cierto que parcialmente. Pudo desoír los reclamos de justicia proferidos por el pueblo amazigh, y en esto hizo lo mismo que la izquierda española y andaluza de su momento. Pero, a diferencia de ésta, Infante sentó las bases del discurso anticolonial andalucista cuando en obras como Orígenes de lo flamenco y secreto del cante jondo (1929-1933) se atrevió a pulverizar el supremacismo racial y clasista sobre los que reposaban el españolismo y el eurocentrismo. En dicha obra amalgamó muchas de las ideas que venía rumiando públicamente relativas a la existencia de un nexo de unión entre los jornaleros andaluces y los labriegos marroquíes, necesitados ambos de redención. Este discurso era revolucionario y oscilaba alrededor de un propósito político y social igualmente revolucionario (consúltese, entre otros, Blas Infante: una propuesta política para la Andalucía de hoy, de Isidoro Moreno). Infante arrastraba el bagaje republicano, pero eso no quiere decir que se dejara arrastrar por él.
En lo tocante al “repudio al nacionalismo catalán” (expresión textual de Calderwood, que es abrazada por Clavero), considero poco recomendable adoptar dicho balance de manera estática. Estaríamos esquinando el meollo de la polémica –latente a veces y explícita otras– entre andalucismo y catalanismo. El rechazo al nacionalismo catalán no ha de tomarse como prius doctrinal y abstracto, sino como la resultante coyuntural y dialéctica y, como tal, sujeta a valoraciones de oportunidad política y a la propia naturaleza bidireccional de las relaciones “transperiféricas” entre el catalanismo y el andalucismo o, si se prefiere, entre Cataluña y Andalucía. Merece la pena traer a colación tres episodios que, bajo mi punto de vista, restarían solvencia a la hipótesis interesada en categorizar la condición anticatalana del andalucismo.
Definitivamente, clavar el compás de forma exclusiva en la fase franquista del colonialismo español se me antoja un traspié metodológico. Impide la cabal comprensión de las relaciones entre colonialismo español y andalucismo porque estorba el estudio sobre la formación de este último
Me refiero, por una parte, al desencuentro de Infante con Cambó, el dirigente principal del regionalismo catalán en el período anterior a la II República. Esto obedeció a desavenencias programáticas de gran calado. Mientras que uno comenzaba a desprenderse del reformismo georgista para empaparse de las ideologías revolucionarias (no en balde Infante dio La dictadura pedagógica a la imprenta en 1921), el otro se estaba convirtiendo en un sostén decisivo del rey. Y no es descabellado decir que la reforma agraria obsesionaba a Infante. La sintonía era, sencillamente, imposible; un abismo separaba al andalucismo emergente del catalanismo hegemónico. Durante el trienio bolchevique (1918-1920), Infante tomó partido por las clases trabajadoras, alejándose definitivamente de ciertos sectores que apostaban por una especie de andalucismo culturalista o ensimismado. Y en 1935, cuando Lluís Companys fue encarcelado en el penal del Puerto de Santamaría por proclamar el “Estado catalán dentro de la República federal”, la respuesta de Infante fue de contundente apoyo al reo de rebelión. Así puede verse en el epistolario rescatado por Juan Antonio Lacomba (“Blas Infante y Málaga”, en el libro colectivo Blas Infante. Perfiles de un andaluz). Ni la afirmación del carácter nacional de Cataluña, ni la merma de la unidad territorial de la República, chirriaron en el imaginario esencialmente republicano-federal e izquierdista de Blas Infante.
De otra parte, está contrastado el vínculo del andalucismo con el catalanismo de izquierda con motivo, al menos, de las elecciones constituyentes de 1931 a través de Ramón Franco, el candidato común a uno y otro nacionalismo periférico. Precisamente era esta alianza catalano-andaluza la que tanto se empeñó en desprestigiar, cortocircuitándola, Miguel Maura, el ministro de Gobernación. Además, en tercer lugar, ha de traerse a la palestra la matriz republicana y federal/confederal del andalucismo. En el plano teórico-político, dicha complexión había de conducir necesariamente a la confrontación con el catalanismo racista, conservador y monárquico de un Prat de la Riba o un Cambó. Ese choque jamás se habría dado –bajo un prisma teórico, insisto–, y en efecto no se dio en la práctica, con las formulaciones cívicas y herederas del ideal federativo de un Castelao, un Joan Peiró o un Rovira i Virgili. El primero representaba la enunciación más sólida del nacionalismo gallego, de declarado abolengo pimargalliano; Peiró ensayó un anarquismo catalanista de amplio espectro sobre el núcleo común de doctrinas federales y Rovira personificó la deriva catalanista del republicanismo federal. Todos tenían en común la consigna del “federalismo desde abajo”, tan acariciada por Infante.
4.- Conclusiones
El andalucismo originario fue anticatalán (o mejor dicho anticatalanista) cuando fue antinacionalista, o en la medida en que fue antinacionalista. Y el andalucismo fue colonial (o genéricamente españolista, o “criptonacionalista español” de acuerdo con los términos de Clavero) en la medida en que siguió siendo español. La lógica sugiere una tercera idea: el andalucismo fue español, o en todo caso españolista, toda vez que no pudo ser antinacionalista, lo que significaba ser, también, antiespañolista y no solo anticatalanista. La objeción infantiana al principio de las nacionalidades y la teorización de un “principio de las culturas” en Fundamentos de Andalucía puede servir para calibrar con mayor precisión las connotaciones colonialistas denunciadas por algunos autores en el corazón del andalucismo: tanto las motivadas o infundidas por el nacionalismo español, como las asumidas y manipuladas en provecho propio por el marroquí. Esto nos conduce a una última conclusión: aquella que sitúa la debilidad descolonizadora del andalucismo en su incapacidad, compartida con la familia republicana en la que se inscribe, a la hora de deconstruir con firmeza la identidad nacional española. El andalucismo inició de la mano de Blas Infante un proceso de deconstrucción o redefinición de la comunidad y el Estado que no han culminado Infante ni sus epígonos.
La izquierda andalucista enfrentaba y padecía problemas muy parecidos –si no los mismos– a los de la izquierda españolista o simplemente no andalucista. La diferencia radica en las respuestas que daban. El andalucismo de nuestros días tiene pendientes prácticamente las mismas tareas que Blas Infante tenía ante sí cuando su proyecto fue truncado por el fascismo. No puede decirse que la izquierda en su conjunto haya corrido mejor suerte.
_________________
Rubén Pérez Trujillano (San Roque, 1991). Es profesor de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universidad de Sevilla, donde ultima su tesis doctoral acerca de la justicia política durante la II República. Sus principales líneas de investigación son la historia constitucional y jurídica del período 1931-1936, el federalismo y el andalucismo, temas sobre los que ha publicado libros, capítulos y artículos en varios medios académicos. En 2016 obtuvo el Premio Memorial Blas Infante por su obra Andalucía y reforma constitucional, donde analiza la crisis actual del modelo territorial.
Recientemente ha aparecido su libro Creación de Constitución, destrucción de Estado: la defensa extraordinaria de la II República española.