Capitalismo canalla. César Rendueles. Ed. Planeta S.A. (Seix Barral), 2015. 231 págs.
Por PACO RODRIGUEZ DE LECEA
En la cubierta de “Capitalismo canalla”, su segundo libro publicado, César Rendueles subtitula «Una historia personal del capitalismo a través de la literatura.» En el prólogo, rebaja considerablemente esa propuesta: «Más bien he intentado trazar una crónica ficticia de los dilemas políticos de nuestro tiempo mediante novelas, poesías y obras de teatro.»
Las puntualizaciones (irónicas) prosiguen, en el prólogo: «Los textos literarios y los hechos históricos comentados en este ensayo han sido cribados con un procedimiento hermenéutico muy coherente: su interpretación se corresponde exactamente con la forma en que han sido entendidos en mi cabeza (a veces con nada más).» Lo mismo se predica de las vivencias del autor reseñadas a modo de ejemplos de sus argumentos: «A su vez, todos los hechos autobiográficos recogidos en este libro reflejan fiel aunque exclusivamente el modo en que los viví dentro de mi cabeza (en muchas ocasiones sólo allí).»
Una exposición de motivos tan desgarrada lleva de forma inevitable al lector a preguntarse si lo que va a leer servirá de algo, o a alguien. Voy a intentar razonar mi respuesta – personal también, vaya eso por delante – a esa pregunta.
Simpatizo con la tesis central de Rendueles. Al capitalismo le cuadra en mi opinión el calificativo de canalla. Más aún, el de asesino. Sus víctimas ascienden a miles de millones de personas en la historia de la humanidad. Muchas perecieron debido a una relación directa de causa a efecto: en las minas, en los campos de algodón, en la construcción de ferrocarriles, en accidentes de trabajo, encarcelados por deudas, suicidas, hambrientos, enfermos y faltos de los necesarios cuidados médicos. Otras, debido a una causalidad indirecta, en guerras adornadas con llamamientos ditirámbicos al deber, a la patria y al honor, cuando solapados detrás de la fachada de los ideales lo que había eran intereses territoriales o comerciales.
Pero si la intención del libro es señalar al asesino oculto (por cierto, disculpen el inciso: en la panoplia literaria de Rendueles no consta ni una sola novela negrocriminal; ¿no es paradójico, tratándose del subgénero seguramente más popular en la época del capitalismo maduro?), resulta obligado explicar con pormenores el cómo, el cuándo, el dónde y el por qué. Y en esas explicaciones, Rendueles naufraga de una forma lamentable. No es de recibo que en una requisitoria contra el capitalismo no aparezcan por ninguna parte el dinero, y sus correlatos: el crédito, la deuda, el peso de la econmía en las relaciones interpersonales. Raskolnikov mató a una prestamista para disponer del dinero que necesitaba para acabar una carrera universitaria que le permitiría “hacer el bien”. Rendueles cita varias obras de Dostoievsky, pero no “Crimen y castigo”. Si el objetivo era incidir sobre «los dilemas políticos de nuestro tiempo», ¿no están el crédito y la deuda, los equilibrios presupuestarios y las presiones bancarias sobre las decisiones políticas, en el primer plano de nuestras preocupaciones y de nuestras rebeldías?
Lo dicho en relación con el dinero vale para otros fenómenos inseparables del sistema capitalista: los progresos de la ciencia y la tecnología, la deriva clasista de la educación y la cultura, la eclosión de los nacionalismos e incluso la “economía política” de las religiones. (Puede argumentarse que las religiones eran muy anteriores al capitalismo, pero es solo un espejismo: hay diferencias sustanciales entre la teoría y la práctica de una religión como la católica, en la sociedad feudal y en la capitalista.) De todo esto, nada se dice.
¿Qué es lo que se dice, entonces? Indica Rendueles, aunque no lo afirma de una forma taxativa, que en los albores del capitalismo los mercados fueron disfuncionales con unos agrupamientos humanos basados en una economía autosuficiente de radio de acción corto y en los que predominaban la socialidad, el espíritu de cooperación y la solidaridad entre sus integrantes. Lo cual es manifiestamente falso, o por lo menos omite las características principales, de sobra conocidas, de la sociedad feudal. Dice que los primeros mercaderes fueron vagos y buscavidas, personas sin arraigo y de costumbres dudosas. Los argumentos literarios que ofrece son de una delgadez extrema. No hay sitio, por poner solo un ejemplo, para Marco Polo.
Con el trabajo asalariado le ocurre lo mismo. Es degradante, nos dice Rendueles. De acuerdo. Hay dos citas bien traídas al respecto, una de Marx-Engels en “La ideología alemana” y la otra, muy amplia, del alegato de Rafael Barrett, “La rehabilitación del trabajo”. En ambas citas se reclama el valor del trabajo como fundamento de una sociedad cohesionada por la norma común de la cooperación y por la aspiración a una autorrealización de las capacidades personales mediante una actividad útil y satisfactoria. Rendueles deriva, en cambio, por asociación de ideas, de la organización de la fábrica al colonialismo. Cita primero al monstruo del “Frankenstein” de Mary Shelley como trasunto del proletariado industrial, más fuerte, más inteligente y más rápido que su amo, y por tanto capaz de alzarse con el poder material. Y luego emprende un viaje de la mano de Conrad “al corazón de las tinieblas”, y otro de la mano de Céline “al fin de la noche”.
Keynes, el estado social y el sueño socialdemócrata del pleno empleo son despachados de la misma forma expeditiva. Ellos inocularon en el proletariado el espíritu de la rendición a través del impulso consumista, que falsifica todos los valores sociales. El pasaje se ilustra con otro monstruo, el Patrick Bateman de “American Psycho” de Bret Easton Ellis. Y con un recuerdo a su inspirador, el Norman Bates de “Psycho”: «Los asesinos en serie ya no son taxidermistas que viven en hoteles destartalados con el cadáver de su madre ni marginados que coleccionan mariposas. Esos son pobres aficionados. ¿Asesinar a un puñado de personas? Qué desperdicio de tiempo, esfuerzo y talento cuando moviendo números en Wall Street puedes masacrar a cientos de cientos de miles, países, continentes enteros. Hoy Norman Bates trabaja en Standard & Poor’s y esnifa coca en el asiento de cuero de un Bentley.»
Hay una epifanía, al final de esta larga exhibición de monstruos de feria. Pero, inevitablemente, se diluye en un anticlímax: «En mayo de 2011 salimos a las plazas y descubrimos la radicalidad de la normalidad más aburrida. […] Intentar llevar una vida convencional se había convertido en un experimento contracultural. Cuidar de las personas a las que amamos, adquirir un oficio, ser respetados por nuestros iguales, aprender y crecer como ciudadanos libres, poder vivir en el barrio donde nos criamos, estudiar aquello para lo que tenemos vocación, confiar en las instituciones públicas y tener la oportunidad de participar en ellas… Nos dimos cuenta de que todo ello nos obliga a transformar de arriba abajo el mundo que conocemos.»
Aceptémoslo, con una enmienda no intrascendente: estamos obligados a transformar el mundo que conocemos “de abajo arriba”, y no al revés. Es la única manera posible de hacerlo. Pero, ¿cómo? En este repaso de urgencia a la historia del capitalismo canalla se ha omitido, a sabiendas o no, toda mención a la “otra” historia del capitalismo, a las luchas esforzadas de millones de personas por una vida mejor, contra la arbitrariedad de unas clases dominantes que las condenaban al hambre y a la penuria. Un ejemplo: de “Ragtime”, de E.L. Doctorow, se entresaca la historia de Coalhouse Walker, el pianista negro cuyo automóvil fue dañado por unos bomberos voluntarios irlandeses. La relación con el capitalismo es más bien incidental, por más que el clima racista se inscribe bien en el marco de la época. Pero en el mismo libro se narra una gran huelga que paraliza la ciudad de Nueva York, dirigida por los wobblies, los sindicalistas de la IWW, y la represión feroz de los huelguistas y de sus familias por las fuerzas del orden capitalista constituido. Y esa historia no ha llamado la atención de Rendueles.
Entonces, después de seis capítulos del libro dedicados a la negación, la construcción de una alternativa sólida se deja en el epílogo sin ninguna propuesta concreta donde apoyarla, sin el menor atisbo de un método, y sin reconocimiento a los héroes anónimos de una lucha secular. Con un adanismo ingenuo: ahora empieza todo. Con un solipsismo enternecedor: nosotros solos vamos a hacerlo, no nos digáis cómo, ya se nos ocurrirá algo.
Aguardaremos pacientes un nuevo libro tuyo sobre el “cómo”, querido César. Un único consejo: cuando llegue ese momento, deja el narcisismo a un lado. No ayuda.