Por PACO RODRÍGUEZ DE LECEA
Hace ya bastantes años, no en la época de la crisis sino en la de la burbuja que la antecedió, una sobrina mía, casada y con dos hijos, contratada recientemente en una empresa cultural, contó a su jefe que estaba embarazada de nuevo.
– Pues ya sabes lo que te toca – señaló él en tono de broma.
El jefe en cuestión era un hombre reconocidamente progresista. Más aún, un amigo de la familia. De modo que ella se tomó el aviso con la idea de que lo que le tocaría era una colecta de los compañeros para una canastilla. No. Era una carta de despido, que apareció puntualmente sobre su escritorio aquella misma tarde.
El asunto siguió su curso hasta una sentencia de despido improcedente en la que no hubo readmisión. La indemnización fijada para el caso sigue sin haber sido abonada a estas alturas. El caso, sumado a otros cientos vividos o conocidos por mí, me llevó a esbozar un amago de hipótesis que de forma provisional he denominado de “aborrecimiento del útero” por parte de los dadores de trabajo. La hipótesis enuncia que, a pesar de numerosas pruebas en contrario, el dador de trabajo tiende a considerar todo útero fértil como una bomba de relojería asestada contra su empresa. El reloj que marca los horarios del centro de trabajo es incompatible, desde su punto de vista, con el reloj biológico incorporado a la fisiología de las mujeres. A mayor productividad menos fertilidad, y viceversa.
Se supone que las numerosas y sucesivas reformas laborales deberían haber suprimido las rigideces del mercado de trabajo e impuesto una flexibilidad omnímoda. Falso. No se ha impuesto la flexibilidad, sino la disponibilidad incondicional del empleado en relación con su empleador. Los horarios de trabajo se han difuminado, el lugar de trabajo se hace ubicuo, los descansos y las pausas pasan aceleradamente al desván de los trastos, las horas extra se hacen pero no se pagan, los ocios del fin de semana quedan pendientes permanentemente de una urgencia, de una llamada al móvil.
En este panorama de desregulación salvaje, la fisiología de las mujeres trabajadoras las ha dejado en precario en relación con sus compañeros. Como en la cubierta del Titanic, en la empresa postmoderna los varones son llamados a hundirse con el barco, y a ellas les corresponde el dudoso privilegio de ser arrojadas al agua las primeras.
Veamos los números. Los de España, en primer lugar. Según datos oficiales de los servicios de empleo, el antiguo Inem, en el mes de septiembre ha habido un repunte del paro en nuestro país: 26.087 personas han incrementado la lista del desempleo; de ellas, 3973 varones y 22.114 mujeres. Por cada varón, han ido al paro 5,5 mujeres.
En el total de parados inscritos, los varones ascienden a 1.849.241, y las mujeres a 2.244.801. Cuatrocientas mil mujeres más. Una cifra tanto más deplorable en la medida en que la tasa de actividad femenina es sensiblemente menor a la masculina, por razones estructurales que todos conocemos.
No es solo España. En el universo postindustrial marcado teóricamente por el flexitrabajo, la norma en cuanto a conciliación de trabajo y vida se ha endurecido hasta el punto de una inflexibilidad rigurosa. Anne-Marie Slaughter, ex directora de planificación del Departamento de Estado y profesora en Princeton, lo ha contado en un artículo revelador publicado este domingo en El País. Estas son las dimensiones del problema, en sus palabras (la traducción es de María Luisa Rodríguez Tapia): «42 millones de mujeres viven al borde de la pobreza en Estados Unidos. No ir a trabajar porque un niño tiene una otitis, los colegios están cerrados por nieve o hay que llevar a un abuelo al médico pone su puesto de trabajo en peligro, y, si lo pierden, no pueden seguir cuidando como es debido de sus hijos – alrededor de 28 millones – ni de otros familiares que las necesitan… Parece un “problema de mujeres”, pero no lo es… Cuando la abundancia de empresas demasiado inflexibles hace que 42 millones de estadounidenses tengan que vivir cada día con el miedo de que un solo fallo les impida seguir cuidando a sus hijos, no es un problema de mujeres, sino de todos.»
Hay una discriminación objetiva en función del sexo, combinada con una sutil división del trabajo que asigna roles predeterminados al varón y a la mujer. Slaughter lo describe como un entorno laboral “tóxico”, diseñado para que uno de los miembros de la pareja invierta todo su tiempo y sus esfuerzos en ganar dinero, y el otro sea el único que atienda al cuidado indispensable de los hijos, los enfermos y los discapacitados. Este sistema perverso se retroalimenta a partir de una vieja pero renovada división funcional y sustancial: trabajo (mal) pagado para el varón, trabajo no pagado para la mujer, y las plusvalías acumuladas por los esfuerzos de ambos, al bolsillo de unas clases dirigentes que siguen recortando de forma significativa el gasto público en la sanidad, la asistencia y la previsión social que podrían liberar de sus trabas estructurales a las familias, y en particular a las mujeres de las familias, siempre las primeras sacrificadas.
En la medida en que la humanidad está estudiando con toda seriedad la utilización de energías limpias y renovables para alcanzar un tipo de desarrollo sostenible y frenar las consecuencias indeseables del cambio climático ya en curso, ¿no le parece a nadie necesario poner a contribución para ese desarrollo las energías, el talento y la capacidad de innovación desperdiciada de la mitad de los componentes de esa misma humanidad? ¿A nadie le parecen un despilfarro intolerable el dolor, la miseria y el estrés traumático que genera un sistema productivo postindustrial deshumanizador, tal como está planteado?
La pregunta del millón es entonces si las candidaturas de izquierda que aspiran a gobernar nuestro país a partir de la jornada electoral del 20D, van a tomar nota de la urgencia del problema; y saber en qué términos se plantean abordar las posibles soluciones.