(Algunas consideraciones sobre la entrevista de Giovanni Zagni a Nadia Urbinati)
Por MANUEL ALCARAZ RAMOS
Más allá de algún pequeño matiz, me encuentro básicamente de acuerdo con las opiniones de Nadia Urbinati, fundamentadas, me parece, en una seria reflexión a partir de un conocimiento profundo de la realidad en diversos Estados y situaciones. De hecho, considero que los futuros estudios de la autora merecerían un seguimiento pormenorizado, porque traza algunas cuestiones que marcarán, sin duda, aspectos del futuro. Desde esta apreciación apuntaré algunas reflexiones particulares.
Hace unos años hubiera sido imposible plantear un debate serio sobre las relaciones entre populismo e izquierda. Sin duda, algunos populismos trataron de apropiarse del lenguaje y de algunos gestos culturales del patrimonio de la izquierda, pero ello no los hacía más creíbles o respetables; incluso podemos afirmar que cuanto más trataban de mimetizarse en ropajes izquierdistas, más se inclinaban materialmente a la derecha. Más importancia tiene el hecho de que un rasgo consustancial a las autodefiniciones de la izquierda era la denuncia, el rechazo, a los populismos, tanto a los que alcanzaban el poder como a los movimientos que trataban de avanzar en regímenes democráticos. La razón esencial de ello era la negación de la existencia de clases intrínseca a toda propuesta populista. Incluso en los casos en los que se había renunciado a una praxis que incluyera la lucha de clases, la pervivencia de la diferenciación social y del conflicto ha venido siendo una característica de la izquierda.
Que el cambio provenga, ideológicamente, de América latina con Mouffe y Laclau y en concreto con una base de análisis en Argentina, debe querer decir alguna cosa. No puedo profundizar, pero seguramente, late en el hecho enunciado la multiplicación se sujetos subalternos, no siempre reducibles a la clase obrera industrial -o de servicios- que en muchos lugares nunca fue excesivamente numerosa, al menos como sujeto consciente y organizado. Por otra parte, en algunas palabras de los teóricos mencionados, me da la impresión, se percibe la extraña y, a veces, trágica conexión entre izquierdas marxistas y peronismo. En efecto, la izquierda argentina se encontró, en muchos momentos, en la desagradable tesitura de defender ideas sin masas frente a masas sin ideas, entregadas con anhelos y sueños de dudosa calidad a un líder filonazi y, por otra parte, sin capacidad teórica para enlazar con las fuerzas democráticas encarnadas en el Partido Radical – de un elitismo que hacía difícil el encuentro-. No digo que exista una línea absoluta de continuidad entre aquella experiencia y las formulaciones actuales, pero sí creo que hay ahí una genealogía capaz de mejorar la comprensión de los fenómenos que nos ocupan y preocupan. Y no debe ser el menor de ellos la capacidad -brillante muchas veces- para desarrollar conceptos que tratan de justificar desde los más altos ideales y fines lo que otrora fuera mercancía de contrabando teórico, palabras destinadas a construir el rompecabezas del oportunismo.
Esa deriva puede ser contemplada también desde otra perspectiva: el populismo que se reclama de izquierdas se hace posible cuando en las izquierdas realmente existentes ya no queda vestigio alguno de ensoñación autoritaria. Porque la utopía populista, como sabemos desde Rousseau, es posible en tanto que se reprima el pluralismo básico. Si la izquierda de estirpe comunista tardó décadas en apreciar positiva y activamente las virtudes democráticas y no sólo su utilidad histórica pero táctica, el populismo no puede renunciar a una consideración negativa del pluralismo en última instancia. El pluralismo puede padecerse, pero nunca será, para los populismos, una realidad axiológicamante valiosa. Es fácil hallar argumentos para esta posición: basta con relacionar pluralismo con manipulaciones informativas, abusos bancarios o, en suma, el capitalismo, para devaluar su significado. Que en ello haya mucho de mentira -se puede ser anticapitalista, por ejemplo, de varias maneras– no es obstáculo cuando existe el desparpajo y la voluntad para lanzarse a la senda populista. Eso y algunas condiciones objetivas, por supuesto, y en especial las impuestas por la crisis. El populismo así es característicamente una respuesta a la crisis que, precisamente, puede considerarse como un episodio de lucha de clases.
Pero el populismo de izquierdas es, a la vez, un recurso adaptativo, una reacción a la constatación de la imposibilidad de la revolución. Porque, digan lo que digan los populismos europeos, en ninguno hay un proyecto revolucionario. A mi modo de ver tal proyecto sólo puede ser aquel que: a) enuncia una alternativa real al capitalismo -y no sólo su crítica-; o/y b) promueve una auténtica escisión del Estado de la estructura de la UE. Ninguna fuerza considerable quiere esto o sabe cómo hacerlo. Ninguna, al menos, que busque razonablemente que exista un día después al día de la revolución. Y aquí incluyo a los grupos populistas/izquierdistas. O quizá, a ellos especialmente, visto que sus discursos chocan con su práctica en cuanto deben incorporarse, siquiera sea desde formas personalistas y centralistas, a las imposiciones del pluralismo. Entonces los populismos conservan lenguaje y gestos… mientras hacen denodados esfuerzos por encontrar recursos programáticos extraídos de los cansados yacimientos de la socialdemocracia.
Y con ello, y pidiendo perdón por la brevedad de los argumentos, llegamos a una estación término, que puedo formular así: la última y mayor paradoja de toda esta trama es que, quizá, los populismos no sean sino el aviso palmario de la crisis definitiva de la socialdemocracia como proyecto político, económico y moral; crisis que, sin embargo, no puede confundirse con el final de los partidos de estirpe socialdemócrata: pueden ser fenómenos concomitantes en algunos lugares, pero no necesariamente identificables. Populismo, pues, germinado en las cocinas del tardo comunismo fecundado por experimentos altermundistas, nostálgicos de verdades objetivables y fascinados por la capacidad de triunfo de la pasada socialdemocracia. Postsocialdemócratas, a la postre, atrapavotos porque todo el pueblo es digno de aportar su contribución de sufragios a la construcción de nuevas minorías capaz de condicionar el bipartidismo con más eficacia que otras fórmulas que antaño se presentaron como genuinamente de izquierdas. No es extraño que, como toda tormenta, aporten tanto clarificación a la atmósfera enrarecida como barro en su contacto inevitable con el suelo de la realidad.