Por BARTOLOMÉ CLAVERO
He aquí el texto de mi presentación del libro Los Grandes Debates Actuales en el Derecho del Trabajo y la Protección Social. Estudios en Recuerdo del Profesor Doctor Manuel Ramón Alarcón Caracuel (AA.VV. Consejo Andaluz de Relaciones Laborales, 2016) en la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla el 21 de junio de 2016. Lo he retocado bastante tras sugerencias, que agradezco, y ulterior reflexión, particularmente sobre la Universidad que padecemos, cuyo impulso debo al interés mostrado por la audiencia. Manuel Ramón Alarcón falleció el 26 de mayo de 2015.
Estamos aquí reunidos para presentar el libro Los Grandes Debates Actuales en el Derecho del Trabajo y la Protección Social. Estudios en Recuerdo del Profesor Doctor Manuel Ramón Alarcón Caracuel. Estamos aquí reunidos para recordar a Manuel Ramón, compañero, maestro, amigo.
Recordándole ante todo como amigo, permitidme que comience disintiendo de los coordinadores del libro, Jesús Cruz, José Manuel Gómez Muñoz y Patrocinio Rodríguez-Ramos. Nos dicen en el paratexto de la contraportada: “No se trata de un liber amicorum, porque habría sido una empresa editorial imposible publicar cientos de estudios en distintos volúmenes”. Cierto es esto de que los amici de Manuel Ramón, sus amigos académicos, serían tantos y bien capaces como para completar cantidad de volúmenes en su recuerdo, pero no menos cierto resulta que todo el esfuerzo de coordinación hubiera sido poco para discernir la amistad ante una avalancha tamaña.
Los homenajes académico multivolúmenes suelen convertir los Libri amicorum en Libri amicorum inimicorumque, libros de amigos y enemigos, pues, en el mundo académico, nunca faltan quienes se apresuran a celebrar no una vida, sino una muerte, la desaparición del presunto destinatario de amistad. No es para nada nuestro caso. Aquí, en estos Grandes debates actuales, amigos somos todos los que estamos, aunque no estén ciertamente todos los que son. Y quienes estamos hemos sido coordinados para ofrecer, no una miscelánea informe, sino una publicación centrada en temas claves del derecho del trabajo y la protección social girando en torno al legado de Manuel Ramón.
Puestos a adscribir nuestro libro a un género más apropiado, cabe hacerlo a una variedad que ya está en uso durante los últimos tiempos. No es invención mía. Me refiero al género literario de los Libri amicorum amicarumque, así sin discriminación de género en el título. Si me lo permiten los coordinadores, éste es un libro de amigos y amigas además cabales. Quiero pensar que, si no se han decidió a titularlo así, es por el buen gusto de no ceder a la jerga académica de latinajos gratuitos, porque el latín ya no es lengua franca ni siquiera eclesiástica, no digamos jurídica.
Amigas y amigos somos los “discípulos, compañeros y colaboradores más inmediatos”, que es como el mismo paratexto nos identifica a quienes contribuimos. Lo hacemos sin necesidad de presentarnos como amici et amicae. Éste es, sin embargo, un libro de amigas y amigos en la mejor de sus modalidades, si se me permite decirlo aun siendo parte interesada. Con la sintonía y el aprecio, se dedica a potenciar las aportaciones del amigo recordado y, todavía más, añorado. Acude a fomentar cultivo y a recoger cosecha de su obra como profesor, como investigador y, para los últimos años de su vida, desde 2010, como magistrado. Así se han cocinado estos Grandes Debates Actuales en el Derecho del Trabajo y la Protección Social. ¿Es un título excesivo?
Depende como se entienda. No se trata de que este libro traiga tales grandes debates, provocándolos, sino que los mismos se encuentran ahí fuera, entre nosotros, desde que está poniéndose en juego la propia razón de ser del derecho del trabajo y de la seguridad social mediante políticas de fuertes restricciones presupuestarias a efectos de garantía y prestación de derechos sociales, y no en igual grado a muchos otros, unidas además tales políticas al asalto directo sobre derechos laborales individuales y colectivos. Está en riesgo la existencia del derecho del trabajo y de la seguridad social como sector normativo e institucional justificada y suficientemente diferenciado de unas matrices civil-mercantil y administrativo-prestacional con independencia de que la especialidad académica siguiera vivita y coleando como rabo de lagartija amputado.
El trabajo de Manuel Ramón, el profesoral y el judicial, también el judicial como magistrado del Tribunal Supremo, incide sobre extremos claves en esta coyuntura desde posiciones justamente reivindicativas de los derechos laborales y críticas de las políticas antisociales, por decirlo con brevedad. Y las contribuciones a su homenaje vienen, como está dicho, a potenciar su obra. El título, grandilocuente y todo, resulta ajustado.
En esta concurrencia, no me siento el más cualificado para hacer la presentación. No soy iuslaboralista, sino iushistoriador, por lo que mi evaluación del contenido pudiera no resultar todo lo necesariamente aquilatada. No voy a ser yo quien niegue que la historia pueda aportar perspectiva, pues a ello acude precisamente mi contribución al libro, pero no es ni la única ni la principal vía de abordaje. Ya que me conocen bien, cuando los coordinadores del libro me han confiado su presentación, he de pensar que no me han encomendado que me manifieste sobre la obra, sino, una vez más, sobre el compañero y amigo. Manuel Ramón no necesita aquí presentación aunque sólo fuera porque está presente en esta obra que le recuerda, pero tampoco se trata de esto. Los coordinadores, y ustedes con vuestra presencia, me ofrecen la oportunidad de hablar de nuevo de cosas suyas, lo que os agradezco sinceramente. La amistad y el compañerismo de toda una vida, desde los tiempos de estudiante, son los títulos que me acreditan.
Pues el Manuel Ramón profesor, investigador y magistrado está suficientemente vivo en estos Grandes Debates Actuales en el Derecho del Trabajo y la Protección Social, voy a hablar del Manuel Ramón estudiante, de Manuel Ramón antes de ser profesor doctor Manuel Ramón Alarcón Caracuel, y del Manuel Ramón candidato a rector en su último periodo universitario, esto por no privarme de decir algo también sobre nuestra Universidad, la Hispalense, en el siglo XXI. Hablaré de nuestros tiempos de estudiante y de nuestros tiempos de catedrático senior no por desahogarme con nostalgia de los años mozos o, por ese fracaso de una candidatura al rectorado y lo que vamos a ver que implicara, con frustración de la edad adulta, sino porque creo que, tratándose de una persona de notable coherencia intelectual y política a lo largo de su vida, el Manuel Ramón joven explica bastante del Manuel Ramón maduro y viceversa.
Que no cunda el pánico: no voy a necesitar extenderme mucho. Traigo escrita mi intervención para aprovechar mejor el tiempo. Y para medir bien mis palabras, pues en momentos será preciso. Ya de verdad arranco. En primer lugar me ocupo de la forja de un universitario y un magistrado comprometido institucional y políticamente, institucionalmente comprometido con la Universidad y con la Magistratura desde unas posiciones políticas forjadas en la juventud que nunca dejaría luego aparcadas a las puertas de ninguno de sus diversos lugares de trabajo. Regresemos a aquellos tiempos de la juventud de Manuel Ramón, de la mía y de bastantes más amigas y amigos.
Estábamos en un ambiente social intolerante y represivo bajo una dictadura política con respaldo militar y eclesiástico. Sin tener presente estos vectores no se entiende bien cómo comenzamos a convertirnos, ya de estudiantes, en personas públicas […] Nos vimos pugnando por libertades tanto políticas como personales, por unas costumbres sociales de libertad. En aquel medio apenas distinguíamos lo personal de lo político. Era política hasta el sexo
Desde nuestros años como estudiantes en esta Facultad de Derecho, en la antigua sede de la Fábrica de Tabaco, cobramos conciencia del medio en el que nos estábamos socializando y lo hicimos a la contra. Hablo en plural para experiencias que fueron comunes. Conviene recordar cómo era aquel medio aunque haya de hacerlo de la forma más sumaria. Hay extremos de nuestra historia reciente que andan desdibujados en una conciencia ciudadana bastante complaciente con el último franquismo. Estábamos en un ambiente social intolerante y represivo bajo una dictadura política con respaldo militar y eclesiástico. Sin tener presente estos vectores no se entiende bien cómo comenzamos a convertirnos, ya de estudiantes, en personas públicas. Fue comprometiéndonos en la pugna no sólo por una Universidad mejor en un sistema político mejor, sino también por una sociedad también mejor. Nos vimos pugnando por libertades tanto políticas como personales, por unas costumbres sociales de libertad. En aquel medio apenas distinguíamos lo personal de lo político. Era política hasta el sexo.
Aquel medio también lo modelaba desde luego la Universidad, una Universidad autoritaria desde un rector de designación gubernamental hasta un jefe de conserjería que era agente policial, al menos por entonces el de la Facultad de Derecho. Nuestra Universidad, la Hispalense, allá por la segunda mitad de los años sesenta, era manejable. El campus ya andaba algo disperso, pero no tanto como para dificultar la comunicación entre estudiantes. A mediados de los sesenta, en derecho la matrícula rondaba los cuatrocientos alumnos (con apenas un cinco por ciento de alumnas). En cuanto a la Universidad, la suma del total de matrícula de entonces puede alcanzarse hoy entre un par de centros. En derecho nos conocíamos pronto los alumnos de todos los cursos y nos comunicábamos bastante con los compañeros de la Fábrica de Tabacos (filosofía y letras, ciencias exactas, químicas…) y, aunque menos cotidianamente, con los de centros dispersos (medicina, arquitectura, ingeniería industrial, peritajes…). Para más señas, era una Universidad de clase media hacia arriba y algún escaso becario.
En aquella Universidad, Manuel Ramón y otros éramos estudiantes aplicados y alumnos inquietos. No sólo nos dedicábamos, legalmente, a frecuentar clases y exámenes, sino también, ilegalmente, a organizar, representar y movilizar, movilizar por una Universidad democrática para una sociedad democrática. Entiéndase. En una Universidad sin derechos del estudiantado y en una sociedad sin derechos de la ciudadanía, comenzamos a ejercer libertades organizándonos entre nosotros, convocando asambleas, cosechando apoyos de los compañeros, exigiendo representación estudiantil y, con la misma energía, responsabilidad profesoral. Ejercíamos derechos sin ninguna vocación de clandestinidad, aunque alguna que otra organización clandestina naturalmente existía y también comenzamos a relacionarnos de forma consciente con los contados compañeros así ya organizados políticamente. Eran cosas ilegales, las abiertas y las clandestinas, porque había un código penal tipificando como delito el ejercicio de libertades y una política que las perseguía.
En una Universidad sin derechos del estudiantado y en una sociedad sin derechos de la ciudadanía, comenzamos a ejercer libertades organizándonos entre nosotros, convocando asambleas, cosechando apoyos de los compañeros, exigiendo representación estudiantil y, con la misma energía, responsabilidad profesoral
Por lo que toca a Manuel Ramón, en abril de 1965 ya está fichado por la policía política de la dictadura, la Brigada Político-Social. Es entonces cuando el gobernador civil y jefe provincial del Movimiento, el partido único franquista, José Utrera Molina, le impone una multa de tres mil pesetas, luego condonada, por participar en la convocatoria de una asamblea y en la organización de una manifestación contra la expulsión de catedráticos antifranquistas de otras Universidades. En ese curso 64-65, el tercero de su carrera y el primero de la mía, que es también cuando se consigue la desmantelamiento del Sindicato Español Universitario falangista de afiliación y cuota obligatorias, ya andaba Manuel Ramón en las dinámicas de la representación por asambleas, las de grupo, las de centro y la de distrito, y con responsabilidad ante ellas. Puede que aquel empeño de estudiantes en el recinto relativamente privilegiado de una Universidad clasista se merezca hoy una mirada algo más distante e incluso irónica, pero así nos educábamos en prácticas democráticas. Además arrostrábamos riesgos, como se demostraría. Y fue aquello una escuela de izquierda plural, como insistiré.
Por los diversos centros comenzó a conseguirse representación estudiantil en las Juntas de Facultad o Escuela al margen y por encima de ley y de reglamentos. Recuerdo sesiones de la de derecho en las que, junto a Manuel Ramón y algún otro representante como Camilo Tejera a quien luego me referiré, porfiábamos, por ejemplo, porque se resolviese de una vez el escollo de las tres marías (las asignaturas de formación política, falangista, de formación religiosa, católica, y de educación física, sexista, que habían de aprobarse para concluir la licenciatura y poder colegiarse y ejercer o presentarse a oposiciones) o porque contásemos con clases prácticas exigentes de valor reglado (había catedráticos que nombraban ayudantes a paniaguados incumplidores a cambio de trabajo mal retribuido en sus bufetes o por razones, sospechábamos, aún más oscuras). A algún profesor conseguimos expulsarle con gran dolor de nuestros corazones.
Manuel Ramón impulsó una solicitud bien motivada de apertura de expediente a un catedrático, en este caso sin éxito y con represalias. ¿Algún otro problema del que nos ocupásemos y que recuerde? Parte de los libros adquiridos por la biblioteca de la Facultad iba directamente, sin fichar en casos ni siquiera, a bufetes de profesores. Los magros fondos de investigación se ingresaban en cuentas privadas sin requerimientos de justificación. No había derechos de comprobación de calificaciones ni de reclamación. Los catedráticos (en masculino todos) se tenían y bastantes se comportaban como “soberanos” en cuanto concernía a sus respectivas cátedras. No se metían en problemas de ser partidarios, como alguno lo era, de la sociedad sin clases, ni teóricas ni prácticas.
El compromiso con la Facultad no era secundario en relación con los retos de alcance más político, vinculados como estaban. Siendo un empeño importante para la forja de un universitario institucionalmente comprometido, se trata de un aspecto difícil de reconstruir hoy con cierta seguridad distinguiéndose entre actividades de cada cual, de lo que me confieso incapaz de acordarme. Los testimonios personales no siempre ayudan. Son falibles y a veces falaces (bastaría recordar la fantasía de Alfonso Guerra en sus memorias respecto a aquellos años de movida política estudiantil en Sevilla). Fuentes más fiables también fallan. Legalista como había de ser, el único administrativo que integraba por sí solo la secretaría entera de la Facultad, Rafael Alonso, se las veía y se las deseaba para redactar actas en las que nuestras intervenciones no se reflejaran y las respuestas de los miembros legales de la Junta aparecieran como de iniciativa propia para que no se advirtieran los saltos. Hubieron de ser muchas las actas que se falsearon y muchísimas las que ni siquiera se levantaron, especialmente entre nuestras reuniones, como para que venga ahora a hacerse la historia universitaria sobre este tipo de fuentes.
Puede que aquel empeño de estudiantes en el recinto relativamente privilegiado de una Universidad clasista se merezca hoy una mirada algo más distante e incluso irónica, pero así nos educábamos en prácticas democráticas. Además arrostrábamos riesgos, como se demostraría. Y fue aquello una escuela de izquierda plural
En una Universidad yerma y con censura algo, sólo algo, menos dura que extramuros, fuimos también promotores de actividades culturales (conferencias, debates, publicaciones, recitales, ciclos de cine, teatro, música…), con objetivos de movilización política. En la Facultad de Derecho recuperamos una revista que había sido falangista, Peñafort, de cuya dirección me hice cargo. Al tiempo nos movíamos por espacios más amplios igualmente universitarios. En el curso 65-66 se lanza desde la Universidad de Barcelona, por iniciativa comunista, el proyecto constituyente de un Sindicato Democrático de Estudiantes de todas las Universidades españolas sin signo partidista. A la segunda reunión coordinadora preparatoria que se celebra en Pamplona en 1967 acude Manuel Ramón entre los representantes de Sevilla. Contará más tarde a Alberto Carrillo, el autor de Subversivos y malditos en la Universidad de Sevilla, 1965-1977 (Centro de Estudios Andaluces, 2008), que se sintió incómodo en medio del fuego cruzado entre un sector que aceleraba, el comunista, otro que refrenaba, el socialista, y un tercer contingente formado por estudiantes también activistas pero que no querían saber nada de formaciones u orientaciones políticas forzadas a la clandestinidad.
El caso es que Manuel Ramón se retiró de la primera línea de organización del Sindicato Democrático, pero no del compromiso institucional y político en absoluto. En siguientes reuniones coordinadoras le sucedió Camilo Tejera. Camilo estaría luego entre los estudiantes expulsados de la Universidad a los que me referiré. Fallecería prematuramente, a los treinta y cinco años, en un accidente de tráfico. De estudiantes, Manuel Ramón, Camilo y yo formamos un buen trío. En no recuerdo qué mes de 1967 los tres nos recorrimos Marruecos, de Tánger a Marrakech. Aquí en casa, a Manuel Ramón un informe policial le tachaba de “conocido agitador del Sindicato Democrático y principal miembro de las organizaciones clandestinas de Sevilla”. Tampoco hay que tomarse la información de la policía a pie juntillas, pero algo de eso ciertamente había. El ánimo de Manuel Ramón no decayó. Animoso en público siempre fue.
La sexta reunión coordinadora preparatoria del Sindicato Democrático de Estudiantes se celebró entre fines de febrero y principios de marzo de 1968 precisamente en Sevilla. Fue un éxito notable de convocatoria, aun faltando alguna Universidad importante, pero también, finalmente, una rotunda debacle política. Queriéndose abortar el movimiento hacia el Sindicato Democrático y saltando en falso la alarma de que un general de la guardia civil, padre de unas compañeras, podía estar prestando hospitalidad a estudiantes comunistas en Sevilla, la reunión acabó saldándose en profusión de detenciones, encarcelamientos, multas de hasta cincuenta mil pesetas, procesamientos por la jurisdicción política del Tribunal de Orden Público, cierre temporal de centros y expulsiones de la Universidad, algunas definitivas. Sobre dicho montante de multas, el de 50.000 pts., calcúlese que correspondía a tres anualidades y un guen pico de lo que, a poco, serían nuestras primeras retribuciones líquidas como profesores ayudantes. La policía franquista tampoco distinguía mucho entre lo público y lo privado. Recurría a los padres para que ejecutasen penas domésticas de reclusión domiciliaria. El de Manuel Ramón no lo hizo; el de Camilo Tejera, sí. Con Camilo y conmigo la familia intentó medicalizar la sujeción mediante fármacos y sicoterapia.
Con anterioridad, entre los cursos 65-66 y 66-67, los tres habíamos compartido una experiencia de importancia no inferior para la forja de un universitario institucional y políticamente comprometido. Fuimos seleccionados por un programa de captación de “futuros líderes políticos” del servicio exterior de los Estados Unidos. No solo en sí, sino también y sobre todo por la forma como se desarrolló, nos abrió horizontes e infundió confianza. Las Casas de América, que eran en teoría instituciones culturales de dicho servicio exterior estadounidenses, seleccionaban cada año alumnos de diversas Universidades para realizar en el mes de octubre un viaje de formación a esa meca americana y quedar ulteriormente en contacto con la agregaduría cultural de la Embajada en Madrid. El periplo y la agenda estaban cerradamente programados de antemano, pero, en nuestros viajes, modificamos el protocolo, discutiendo y revisando punto por punto cada visita, cada entrevista, cada actividad, y haciendo valer en momentos nuestras aspiraciones por encima de las de nuestros anfitriones.
Saltábamos entre ciudades para ir cubriendo objetivos mediante visitas a instituciones y entrevistas con personalidades relevantes o representativas de las mismas. Nos dividían en grupos por Universidades de procedencia. A los de Sevilla, no sé por qué privilegio, nos acompañaba el mismo agregado cultural de la Embajada de Madrid que luego había de guardar contacto con todos. Dos escalas eran obligadas: Nueva York y las instituciones internacionales; Washington y las instituciones constitucionales. El periplo concluía en Boston y “la familia americana” (familia angloamericana de clase profesional en barrio residencial). En el viaje del 66, el de Camilo y mío, logramos una escala en Detroit para conocer organizaciones sindicales y asociaciones afroamericanas. En Washington, el presidente de la Corte Suprema federal, Earl Warren, puso una excusa para no recibirnos, delegando en otro magistrado, presumiblemente, no puedo saberlo con seguridad, porque, el año anterior, Manuel Ramón había estado muy inquisitivo, cuestionándole sobre la fiabilidad del informe que lleva su nombre, el Warren Report, acerca del asesinato del presidente Kennedy.
En el programa, además de las visitas y las entrevistas, contábamos con un presupuesto adicional para asistir a espectáculos y adquirir libros entre posibilidades igualmente ya prefijadas que conseguimos cancelar para disponer de estos medios a nuestro mejor criterio. Esta misma libertad la mantuvimos respecto a la línea de crédito para suscripción a revistas que la agregaduría cultural de la Embajada nos mantuvo abierta tras los viajes para lo dicho de no perder el contacto. La continuidad de nuestra relación con la Embajada estadounidense después del viaje, igual que el viaje mismo, no sentíamos que nos estuviera condicionando. Tan jóvenes (Manuel Ramón hizo el tour americano con veinte años; Camilo y yo, con diecinueve; la mayoría de edad, para los varones, era entonces a los veintiuno), estábamos aprendiendo a lograr y mantener el control de nuestras vidas asumiendo responsabilidades y compromisos, no dejándonos fácilmente llevar de la mano de nadie.
Si el contacto finalmente se perdió, no fue porque cortásemos nosotros (al menos Camilo y yo no lo hicimos; Manuel Ramón, no recuerdo), sino por un escándalo que estalló al poco tiempo. En marzo de 1967, la revista californiana Ramparts inició filtraciones documentando cómo era la Agencia Central de Inteligencia, la CIA, la que proporcionaba fondos y manipulaba agendas para la captación de líderes estudiantiles a lo ancho del mundo, lo cual acabó con el programa que gestionaban las agregadurías culturales y desembocó en el desmontaje de la red de las Casas de América (a propósito, la interesante biblioteca de la de Sevilla conseguimos quedárnosla para la Facultad). En cuanto a nosotros, aparte el provecho, fuimos ingenuos. Resulta que habíamos estado más expuestos y menos inmunizados de lo que nos creíamos. Y, en lo que respecta a España, aquel programa era una pieza de la política estadounidense ya decidida de apoyar una salida de la dictadura franquista con gente del interior desahuciando definitivamente a las instituciones y a los partidos republicanos en el exilio.
Según ha comprobado con sumo detalle, dentro de lo que permiten unos archivos censurados, David Price, en la CIA no faltaba el interés por penetrar en los medios académicos para valerse de ellos […] Nadie regala dólares a voleo, sin convocatoria formal de becas ni rendimiento de cuentas. No lo hicieron por nuestra bella cara. Éramos peones de fila todavía postrera en un tablero de juego cuyas reglas ni sospechábamos
Lo de “futuros líderes políticos” no se cumplió evidentemente en casos como los de Manuel Ramón, Camilo y mío, pero sí lo hizo en los de otros compañeros de aquella aventura juvenil americana. Sin embargo, la excepción tampoco nos ponía a resguardo. Según ha comprobado con sumo detalle, dentro de lo que permiten unos archivos censurados, David Price, en la CIA no faltaba el interés por penetrar en los medios académicos para valerse de ellos. Este autor no deja de considerar el detonante de la filtración de Ramparts y sus efectos limitados. Carrillo, en sus Subversivos y malditos, presenta el papel de la CIA en nuestros viajes como una sospecha de algunos de entre nosotros, pero hay evidencia. Nadie regala dólares a voleo, sin convocatoria formal de becas ni rendimiento de cuentas. No lo hicieron por nuestra bella cara. Éramos peones de fila todavía postrera en un tablero de juego cuyas reglas ni sospechábamos1.
Tal historia tuvo su estrambote. Casi una década después, en 1974, el director a la sazón del Correo de Andalucía, Federico Villagrán, nos abrió su página de opinión. Cuatro gentes de derecho, para programarnos, coordinarnos y asistirnos, formamos un grupo que funcionó bastante bien. Éramos Manuel Ramón, Tomás Iglesias, José Rodríguez de la Borbolla y yo. Las identidades políticas todavía eran clandestinas, pero ahí estaban: Manuel Ramón, miembro de Acción Comunista; Tomás, del Partido del Trabajo; Pepe Borbolla, del Partido Socialista del Interior, como se llamaba entonces el grupo formado alrededor de Enrique Tierno Galván; yo estaba en la órbita del Partido Comunista. Personalmente congeniábamos mejor que las respectivas organizaciones. Éramos prueba viviente de una izquierda plural que se había fraguado en la Universidad desde nuestros años jóvenes. Con decir que se alojaba en mi casa quien, a principios de los setenta, venía desde Cataluña a organizar Bandera Roja en Sevilla. Igual lo hubiera hecho, de ser poco más tarde, en la que compartí con Manuel Ramón como pronto rememoraré. A esa izquierda plural habré de volver a referirme, no precisamente para lo bueno. Tomás Iglesias no lo vería. También fallecería en edad prematura, a los cuarenta y cinco años, por una enfermedad inmisericorde.
Pues bien, entre los artículos del grupo apareció bajo seudónimo uno mío titulado “Yo fui agente de la CIA”. Trataba por supuesto de aquella aventura compartida con Manuel Ramón. Lo comentamos y seguramente retocamos entre ambos antes de publicarlo. Transpiraba toda la ingenuidad dicha. Al poco tiempo (1975), con prólogo de Villagrán, el director de El Correo osado, cesado y procesado, se publicó en libro una selección de aquellos artículos de prensa, sumándose otros jóvenes profesores sevillanos a los que también se les decía colaboraciones sustanciales, como Isidoro Moreno y José Luís López, pero el de la CIA, con buen criterio, no se reprodujo. El libro se tituló Apostando a la democracia. No recuerdo la razón por la que mantuve el anonimato de un seudónimo, Vicente Moreno, mientras que Manuel Ramón desvelaba el suyo, Martín Porcel. Se recogieron algunos artículos, aunque no suyos, sobre derecho del trabajo y sindical. Si algo faltaba en el libro, era alguna cosa de la página diaria de información laboral de aquellos tiempos de El Correo a cargo de Eduardo Chinarro. En este terreno clave se estaba también apostando a la democracia por este periódico. No estaba en 1974 tan a la vista ni tan a mano como luego tiende a darse por hecho2.
Cuando se desencadenaron las medidas represivas contra estudiantes en Sevilla, Manuel Ramón había acabado la carrera y estaba con una beca de estudios en la Universidad de Nancy, Lorena, Francia. Vivió la primavera francesa del 68 perdiéndose la sevillana más modesta. Al regreso le toca el servicio militar, lo que para los fichados políticos durante el franquismo constituía una forma de secuestro y represión (mas ha de reconocerse, aunque comparar esté feo, que su mili, aquí en Sevilla a la salida de Málaga en el Regimiento de Infantería Soria 9, no fue de las peores). A continuación, en 1969, me tocó a mí. De regreso ambos en la Facultad en 1971, entramos en otra etapa, la de profesores no numerarios no menos combativos junto a otros compañeros y compañeras de nuestros mismos años estudiantiles, como Javier Pérez Royo, a quien habré de referirme. También ya estuvo entre los multados con tres mil pesetas en 1965.
Yo ya estaba en la órbita del Partido Comunista, manteniendo el contacto incluso durante la mili; Javier ingresaría al poco tiempo; Manuel Ramón lo haría en Acción Comunista, viaje a París mediante a fin de conectarse directamente. Las relaciones personales entre los dos siempre se mantuvieron. Ahí está el ejemplo referido de El Correo. Ahora incluso literalmente convivimos. Vivimos juntos, del 73 al 78, las dos familias, la suya con Amparo Rubiales y la mía con Mercedes Rodríguez-Piñero. Ya no éramos estudiantes rasos. Ya teníamos el control de nuestras vidas de cara a la dictadura declinante, la iglesia recalcitrante y un orden social todavía, en los setenta, intolerante y represivo. Frente a todo ello, ya estábamos más que forjados y bregados.
Podría concluir aquí, pero me resisto, como ya he anunciado. Un regreso distinto de Manuel Ramón se produce en 1994, cuando ha demostrado con creces su compromiso profesoral e institucional como catedrático, desde 1987, en Universidades catalanas, la Autónoma de Barcelona, donde fue vicerrector, y la Pompeu Fabra, donde fue decano. No sólo dejaba allí una buena escuela de iuslaboralistas, sino también resultados tangibles de su trabajo como gobernante universitario, no digo como gestor, según se estila hoy, pues eso rebaja el perfil. Ambas actividades son igualmente dignas, pero haber convertido el gobierno universitario en gestión universitaria dice mucho sobre el nivel actual de degradación de la autonomía constitucional de la Universidad. Por latitudes catalanas Manuel Ramón aprendió gobierno universitario.
Su aptitud la revalida tras el regreso de 1994. Se presenta a elecciones y accede al decanato de esta Facultad de Derecho, ejerciéndolo entre 1998 y 2006. Durante estos años, Manuel Ramón encabezó, motivó e impulsó el trabajo de un equipo de gobierno muy dedicado que, mejor o peor, consiguió desbloquear atascos que venían hipotecando desde hacía décadas la Facultad, como el de la actualización del plan de estudios o el de la necesidad de nuevas instalaciones. Fue un equipo que sacó a la Facultad del estado de inercia y ensimismamiento en el que se había cómodamente instalado. Entre tanto, en 2004, Manuel Ramón, bien flanqueado, se planteó presentarse a las elecciones para el rectorado de la Universidad. Eran palabras mayores. No es lo mismo el gobierno de un centro en singular o el de un campus compacto de consistencia corporativa, como el de la Autónoma de Barcelona, que esta constelación institucional dispersa y desarticulada en la que se ha convertido la Universidad de Sevilla. Sabido es que no ganó unas elecciones por sufragio general ponderado trufadas de irregularidades como aquellas de 2004 al rectorado. Valiéndose de su posición, venció el equipo saliente y, así al tiempo, entrante. Es así como funciona, por debajo de la elección, la cooptación.
No fue mero incidente, pues resulta categoría. Como a la vista está para quien quiera mirar, en esta Universidad se ha impuesto desde finales de los años ochenta, desde hace veinticinco años ya redondos, ese régimen de cooptación para la sucesión en su gobierno (perdón, en su gestión). Hablo de la llevanza de la Universidad, no de la de sus centros, lo que es otra historia, además variadísima. La cooptación de hecho durante tantos años ha requerido y ha acabado por institucionalizar prácticas de manipulación de procesos electorales y de órganos colegiados. Añado algo que, por poco que se conozca la deriva de esta Universidad en las últimas décadas, podrá estar sospechándose desde que me he referido a finales de los ochenta, años del rectorado de Javier Pérez Royo. Su propia elección ya fue por voto sindicado en el Claustro de una mayoría formada por la izquierda plural procedente de nuestros tiempos de estudiantes, Comisiones Obreras inclusive, y sin un programa que vinculase a un candidato de talante personalista. Arrancaba entonces una nueva fase en la historia de esta Universidad que está por abordar. Historia, hay más que las de las movidas estudiantiles, de una parte, y la de las conmemoraciones institucionales y celebraciones personales de otra.
Como a la vista está para quien quiera mirar, en esta Universidad se ha impuesto desde finales de los años ochenta, desde hace veinticinco años ya redondos, ese régimen de cooptación para la sucesión en su gobierno (perdón, en su gestión)
Reproche sobre la deriva de los últimos veinticinco años no puedo permitirme. En las elecciones de 1988, Comisiones Obreras me ofreció a última hora la candidatura y decliné. En dolerme por las secuelas soy el primero. Tamaña degradación del gobierno universitario la ha traído en efecto la izquierda plural que fraguamos a pie de obra desde nuestros años de estudiantes. Y hasta ella misma se degrada en el ejercicio de lo que entiende como poder, el poder mediante la gestión. Pronto llegó a unos extremos de desplurificación que la hacen irreconocible. A estas alturas no resulta muy exagerado decir que el rectorado hispalense se ha reducido a una dependencia administrativa del gobierno monocolor andaluz, con el color del partido que, por apuesta política a plazo inmediato con financiamiento exterior, se desgajó de aquella izquierda en momento tan temprano como a mediados de los setenta del siglo pasado, el Partido Socialista Obrero Español (llamado en aquellos momentos renovado por hacer cedido al desahucio de la legitimidad representada por el exilio republicano).
De la cantera de compañeros de nuestros tiempos de estudiantes han sido un presidente español y cuatro presidentes andaluces de ese partido: Felipe González, Rafael Escuredo, Manuel Chaves, José Antonio Griñán y Pepe Borbolla. Se nos tentó, pero ni Manuel Ramón, por lo que me consta, ni yo estuvimos en ningún momento dispuestos a integrarnos. Todos fueron amigos y la mayoría lo siguió siendo. El referido viaje a Marruecos de Manuel Ramón, Camilo y mío lo preparamos junto con Felipe, con cuyo coche contábamos y que a última hora nos falló. No recuerdo si hubo excusa. Sólo ahora se me antoja que, entre lo personal y lo político, pudo ser algo premonitorio. El ejercicio de la memoria personal no abstraída de la historia es ciertamente arduo3.
De Manuel Ramón no sé, pero mi último encuentro con Felipe González ha sido en 2010 en Colombia, con ocasión de un acto de bicentenario en la que él se descolgó con un agresivo discurso contra el “turismo revolucionario”, incluyéndonos sin género de duda principalmente a los académicos críticos. En la mesa que, almorzando, compartimos se lamentó de las incomprensiones padecidas por “quienes plantamos cara al terrorismo”. Lo hizo con Belisario Betancur, quien era presidente de Colombia cuando, en 1985, una acción militar contra un asalto guerrillero a la Corte Suprema masacró a magistrados insobornables y destruyó sumarios comprometidos, asunto también todavía hoy por dilucidar. Ya se sabe por qué digo también. Con Manuel Ramón, quien ya estaba en el Tribunal Supremo, no recuerdo si lo hablamos (de otras experiencias americanas mías habíamos ciertamente departido). Un comentario entre dolido e indignado publiqué en un blog que, aun de posts nada virales, sería jaqueado y destruido a mediados de 2013.
En todo ese contexto, no sólo el estrictamente universitario, sino también el de tal trasfondo político, es en el que creo que cobra todo su sentido y debe por ende valorarse la iniciativa frustrada de candidatura al rectorado hispalense de Manuel Ramón en 2004. No equivale a otras, digamos, de izquierda. Repaso ahora su programa electoral y compruebo con satisfacción que estaba a la altura del reto. Sabía a lo que se enfrentaba y sabía cómo afrontarlo. Como programa desenvuelto y comprometido, no hay nada comparable en la historia de las elecciones rectorales de nuestra Universidad. Lo de satisfacción lo digo porque ha sido la última ocasión y casi, en rigor, la primera en la que he apoyado abiertamente una candidatura para el gobierno de esta Universidad. Sigo repasando el programa y, ante la evidencia de sus méritos, lo que acabo preguntándome es si acaso falta algo que realmente fuera y sea relevante.
Algo falta y tiene que ver con cosas que he recordado. Con esto voy a concluir. Me refiero a la memoria histórica, a la historia que interesa a justicia pendiente cuyo abordaje ha de beneficiar no sólo a las victimas y sus deudos, sino también, por la conciencia y la responsabilidad que fomenta, a toda la ciudadanía. Sobre esta memoria, en nuestro caso, cierto cargo recae en la gestión rectoral. No hay nada al respecto en aquel programa de la candidatura de Manuel Ramón cuando esta Universidad es patente que se encontraba y encuentra en el mayor de los descubiertos, o de deuda si se prefiere, con la memoria histórica. Compárese lo publicado por la Universidad de Valencia, en momentos bajo fuerte impulso rectoral, sobre la represión franquista que le afectara. Baste recordar la digna edición, en 2001, de las actas del proceso que intentó dar apariencia de justicia al fusilamiento por mano militar del rector Juan Peset, igual que de tantos y tantas leales condenados sumariamente como rebeldes por los facciosos.
Y no es cuestión tan sólo, en su caso, de memoria desatendida, sino también de responsabilidad pendiente. La Universidad de Sevilla y, en su condición de tales, algunos de sus profesores se significaron como agentes bien dispuestos de una represión que iba de la complicidad con asesinatos, cuando no de su inducción directa, hasta la suspensión temporal de funciones y haberes pasando por la expulsión definitiva de personal docente y no docente, lo que remataba la condena de hecho a dilatados destierros o a ostracismos internos igualmente, por lo común, precarios y penosos. Hubo algún profesor que se aseguró de este modo su cátedra en la Universidad de Sevilla4. En fin, para las víctimas como para sus deudos, ¿dónde está el reconocimiento? ¿Dónde el desagravio moral? ¿Dónde, en lo que cabe, la reparación material?
Y no sólo se trata de aquellos tiempos. Aun sin término de comparación, están también los de nuestra juventud. Me he referido a las expulsiones de la primavera del 68. Limitémonos a ellas. Se produjeron a finales de marzo. Afectaron a veintitrés estudiantes, un número elevado para aquella Universidad. Proporcionalmente hoy serían cientos. A todos se les secuestró el expediente académico haciéndoles perder a la mayoría un curso; a algunos, tres. Y fueron expulsados a perpetuidad de la Universidad de Sevilla con prohibición de pisar sus centros. No hubo ningún tipo de audiencia previa o de trámite de alegaciones de descargo por escrito, ni posibilidad realista de recurso ni administrativo ni judicial. Creo que ni se hizo el intento. Alfonso de Cossío, catedrático de la Facultad y abogado defensor de estudiantes procesados, lo desaconsejó por inútil y contraproducente. Se confiaba en una mitigación de las expulsiones que no se produjo. En otras Universidades hubo represión aún más severa, pero sólo trato de la Hispalense.
Fue la arbitrariedad en estado puro. Y la cometió la Universidad con suscripción presta de su rector, José Antonio Calderón Quijano, y ratificación no menos diligente del ministro de educación, Manuel Lora-Tamayo. No fue el gobierno civil ni la policía ni la justicia ni el ejército ni la iglesia ni secta alguna ni el partido único ni ninguna otra camorra franquista. Fue la Universidad. Bastantes de los afectados se rehicieron más o menos a duras penas, pero conozco algún caso de vida destrozada por aquella medida. Me aseguran que en los noventa fue anulada. A buenas horas. Con anterioridad se había relajado por completo la prohibición de pisar los centros. Incluso se pudo contratar de profesor a alguno de los expulsados, como fuera precisamente el caso de Camilo Tejera. La anulación tardía ni siquiera se tuvo el detalle de comunicársela a los interesados vivos. ¿Cómo va así a hablarse de reconocimiento y reparación, de una reparación al menos, para ir empezando, moral? La Hispalense sigue inconsciente en deuda con quienes sufrieron su represión precisamente por defenderla a ella, a la institución universitaria, frente a una dictadura. Menuda alma mater, con perdón por el latinajo. Vivos están en su mayoría los represaliados de la primavera de 1968, tampoco los únicos. No esperan nada. Algunos asumieron que reconciliación significa resignación.
Ya que hablamos de memoria, acudamos a ver qué se nos dice al respecto en el sitio web de la Universidad de Sevilla. Nada encontramos directamente sobre la represión que en parte sufrió y en parte ejecutó durante la dictadura franquista, pero algo indirecto hay. La página sobre la historia de la Universidad encubre la infamia con una perogrullada: “La Guerra Civil primero y la Dictadura Franquista después frenaron cualquier despegue progresista”5. En una revista de historia de América alojada en el mismo sitio oficial de la Universidad, una necrología del rector que ejecutó las expulsiones del 68, Calderón Quijano, llega a la complicidad: “durante casi ocho años desempeñó el cargo con gran acierto y con su acostumbrado equilibrio en tiempos muy difíciles para la comunidad universitaria”. Y no es la única galanura: “sirvió con gran fidelidad” sus cargos políticos ocasionales en aquel régimen; por “su devoción a la Eucaristía” desfiló “presidiendo el Claustro Universitario en la procesión del Corpus Christi” todos los años de su rectorado. Cosas como éstas quedan colgadas en sitio de la Universidad a mediados de los noventa. No hace falta ya que nos pongamos a ubicar.
Concluyo recurriendo a historia contrafactual, realmente virtual. Pongamos que Manuel Ramón hubiera accedido al rectorado. A mediados de la primera década de este milenio, eran tiempos en los que la pujanza del asociacionismo memorialista y, en menor medida, la iniciativa del primer gobierno Zapatero trajeron a plena luz las urgencias prorrogadas de la memoria y la deuda democráticas. De Manuel Ramón, sus amigos y amigas sabemos que como persona tenía y como rector hubiera tenido sensibilidad y receptividad para hacerse cargo si algunos le hubiésemos instado. No habría hecho siquiera falta que fuéramos los amigos, pues la ocasión se presentaría.
Así, a principios de 2006 en la Facultad de Matemáticas se organizó un acto de recuperación de memoria que el rectorado, el que se alzó con las elecciones frente a la candidatura de Manuel Ramón, boicoteó. Siguió una contraprogramación que desembocó en 2010 con una jornadas intransitivas, no asumiéndose responsabilidades, además de complacientes, esto en particular para con el rector impuesto por el general Gonzalo Queipo de Llano, el catedrático de física Mariano Mota Salado6. En Entremons, revista online (8, 2016), Jaume Claret se ocupa de la Memória de la repressió en el seno de la Universidad. La Hispalense figura en los escalones inferiores.
Con el rectorado de Manuel Ramón esta historia, al menos ésta, hubiera sido otra. Ya he dicho que hay quienes le añoramos. Tomamos estos Grandes Debates Actuales en el Derecho del Trabajo y la Protección Social como unos estudios en añoranza del profesor, doctor, compañero, maestro y amigo Manuel Ramón Alarcón.
_________________
Bartolomé Clavero Salvador. Catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones en la Universidad de Sevilla. Especialista en historiografía del derecho y en instituciones medievales, ha ido ampliando sus investigaciones al derecho indígena. Últimamente se dedica a una historia constitucional comparada en unos términos además comprensivos del derecho internacional que tampoco resultan los usuales. La historia constitucional se ciñe convencionalmente a instituciones y poderes mientras que la de Clavero se centra en culturas y derechos. Cuestión esencial resulta entonces la del sujeto del constitucionalismo que se identifica históricamente con el varón, padre de familia, propietario, europeo. Escribe sobre estos y otros asuntos habitualmente en su blog http://www.bartolomeclavero.net.
NOTAS
1.- David H. Price, Cold War Anthropology: The CIA, the Pentagon, and the Growth of Dual Use Anphropology (Duke University, 2016), concluyendo una serie de investigaciones al efecto. Sobre dicho tablero de juego, Joan E. Garcés, Soberanos e intervenidos. Estrategias globales, americanos y españoles (3ª ed., Siglo XXI, 2008), pero no conozco estudios centrados, más allá de casos particulares y lejos de figuraciones conspiratorias, en la penetración y manipulación, por Estados Unidos, de medios españoles culturales y profesionales, virtualmente políticos, entre la segunda mitad de los años sesenta y primera de los setenta del siglo pasado. Ya hay archivos abiertos para abordarse sin elucubraciones el asunto. [^]
2.- Es un detalle que se puede apreciar en dicha misma publicación: Apostando a la democracia. Un año en la Tercera Página del Correo de Andalucía, Akal, 1975. Ignoro la razón por la que hay ejemplares que se distribuyeron sin el prólogo de Federico Villagrán que iba anunciado destacadamente en portada. Pudiera tener que ver con una actitud de prudencia ante su procesamiento por la jurisdicción política, el Tribunal de Orden Público. A su vez, el juego de los seudónimos puede despistar. Los artículos de Vicente Moreno, los míos, dialogaban con los de Martín Porcel, los que en el libro, pero no en mis páginas, ya aparecen como de Manuel Ramón, y ambos lo hacíamos, aquello de dialogar, con un grupo falangista que se dirigía en varias ocasiones con toda deferencia a “don Vicente Moreno” y “don Martín Porcel”. [^]
3.- Entre colegas de la Facultad y para ponderar el momento, sólo de dichos cinco nombres hago mención expresa en mi especie de memorias El árbol y la raíz (Crítica, 2013). Hubiera sido más justo añadir algunos más extendiéndome en explicaciones. Manuel Rodríguez Rivero (Babelia, 20-IV-2013) tenia razón en su crítica de que ese libro hubiera agradecido un desarrollo más pausado. Aquí estoy ofreciendo uno bien debido y, en algunos puntos, más trabajoso desde luego que el de la mera rememoración. Como nadie puede fiarse nunca del todo de su propia memoria en solitario, tengo que andar a menudo contrastándola. Enseguida acudo, definiéndola, a la memoria histórica o historia de signo cívico. [^]
4.- No me gustaría alentar especulaciones. Aunque no es de seguro el único caso, estoy pensando en uno a cuyas circunstancias me refiero en El árbol y la raíz, el del profesor de la Facultad de Derecho Francisco de Pelsmaeker, cuyo principal mérito para hacerse con la cátedra de Derecho Romano, contra el mejor derecho del exiliado Wenceslao Roces, fue el de ser asesor jurídico del dictador Queipo de Llano. Estos detalles cruciales se descuidan o se tergiversan en Carlos Petit (ed.), Diccionario de Catedráticos Españoles de Derecho (1847-1943), online, alojado en el sitio de la Universidad Carlos III de Madrid. Para un comentario sobre El árbol y la raíz superficialmente sensible y profundamente nugatorio con la memoria histórica, como se estila en medios académicos, César Hornero, La historia de la memoria histórica ha comenzado, en Quaderni Fiorentini, 45, 2016, pp. 651-665. Toma como última palabra al propósito una novela que se pretende de “no ficción” cuyas falacias algunos hemos resaltado: Memoria posfranquista: impostores y farsantes, en eldiario.es, sección Contrapoder, 22-I-2015; Francisco Espinosa, Luchas de historias, luchas de memorias. España, 2002-2015, Aconcagua, 2015, pp. 575-581. [^]
5.- Compárense los párrafos correspondientes de los sitios web de la Universidad de Barcelona y de la Complutense: “La Guerra Civil i la dictadura franquista (1939-1975) representen un període de repressió, amb la depuració del professorat universitari, la supressió de l’autonomia universitària i l’eliminació de la cultura i la llengua catalanes de la vida acadèmica. En aquest període cal destacar les accions contra el règim que engega la comunitat universitària, com ara iniciatives de protecció i difusió de la cultura i la llengua catalanes, la constitució del Sindicat Democràtic d’Estudiants de la Universitat de Barcelona o l’ocupació del Rectorat de la Universitat feta pels estudiants el gener del 1969”; “Poco antes de que acabara la guerra, el gobierno de Franco había nombrado ya al primer Rector de la Dictadura, el catedrático Pío Zabala y Lera, a quien le correspondió poner en marcha los nuevos planes que las autoridades franquistas diseñaron para la Universidad. El exilio y la depuración del personal docente universitario mermaron significativamente el claustro de la Universidad de Madrid, cerca del 40 por ciento de su profesorado se vio afectado” (visitas, 1-VII-2016). En un repaso más general, al que me anima el artículo de Jaume Claret que pronto cito, no encuentro reconocimiento de responsabilidades. [^]
6.- Juan Luís Rubio, autor de Disciplina y rebeldía. Los estudiantes en la Universidad de Sevilla, 1939-1970 (Universidad de Sevilla, 2005) y de unos Apuntes de “inmunología docente” durante el segundo semestre del 36 en esta misma Universidad (Josefina Cuesta, ed., La depuración de funcionarios durante la dictadura franquista, 1939-1975, Fundación Largo Caballero, 2009, pp. 94-113), presentó una carta del académico impostor al militar golpista en la que el remitente manifestaba alivio por sentirse excusado del cometido, una vez satisfecho se supone, de delatar y depurar a compañeros, así como arguyó, el mismo Rubio, que los escritos de cargo eran de procedencia extrauniversitaria porque su tipo de mecanografiado no era el mismo que el de los documentos académicos de entonces, cuales, por ejemplo que añado, los de las sanciones suscritas por el rector. Todo esto lo alegaba tal y como si viniera a amortiguar y no a incrementar responsabilidades de parte universitaria. La oficina de prensa del rectorado convirtió tales hallazgos, con tal interpretación, en la principal noticia de las jornadas para consumo local. [^]