Por ANTONIO GUTIÉRREZ VEGARA
Acosta Pérez, E (2019): Trabajo y educación: dilemas y desafíos. Editorial Bomarzo. Albacete
Cuando se invita al lector a “reflexionar con más preguntas que respuestas, con más criterios que recetas, más principios que dogmas…” y se le brinda para ello un texto sin “pretensiones academicistas y sin verdades absolutas”, es difícil (imposible, para mí al menos) rechazar la invitación. Es lo que nos ofrece Estella Acosta desde las primeras líneas de “Educación y Trabajo”.
Reitera, con humildad, que no pretende ser un estudio histórico acerca de la educación ni un compendio de las diferentes teorías pedagógicas. Pero la humildad es la virtud que suele acompañar a la sabiduría (como sensu contrario la vanidad y la soberbia terminan haciendo aflorar la estupidez, aunque inicialmente deslumbren) y pese a su advertencia, el trabajo de E. Acosta proporciona datos y análisis suficientes para comprender la evolución histórica de la educación y cabales argumentos para aproximarnos críticamente a los postulados teóricos que alientan a los diversos modelos educativos.
El binomio educación-trabajo que motiva este libro, su escisión durante siglos y el afán contrario por conjugarlo es el vector que más ha determinado avances y retrocesos a lo largo de la historia de la humanidad. Impedir a las clases populares el acceso a la educación más elemental, les procuraba a las élites en cada período histórico mano de obra abundante, barata y temerosa de dios, puesto que les hacían creer que su humilde condición social era un designio divino ante el que sólo cabía la resignación; se nacía pobre y se debía permanecer ignorante de por vida porque así lo había dispuesto un ser supremo. Valiéndose de unos dioses u otros los poderosos de todos los tiempos han urdido aquella perversión; desde la Academia Griega que disociaba la enseñanza de las ciencias, del arte e incluso del ejercicio físico del trabajo productivo y reproductivo (funciones reservadas a esclavos y a mujeres respectivamente) hasta la involución pedagógica que supuso el franquismo respecto del paréntesis progresista de la IIª República, pasando por la escolástica medieval, tan “vertical, elitista y masculina como la academia griega…el conocimiento se queda encerrado en los monasterios y en las altas esferas de la nobleza” (pg.24).
La lucha por compartir saberes y riquezas (creadas con el trabajo de los más débiles) ha forzado paulatinamente el ensanchamiento de los confines de la libertad y ha ido dignificando las condiciones de vida.
En sentido contrario, la lucha por compartir saberes y riquezas (creadas con el trabajo de los más débiles) ha forzado paulatinamente el ensanchamiento de los confines de la libertad y ha ido dignificando las condiciones de vida. Como tan acertadamente proclamó Nelson Mandela: “la educación es el arma más potente para cambiar el mundo”. Aunque es la propia autora quien mejor argumenta y repite a lo largo de su obra la idea central que resume la reflexión anterior: “el derecho a la educación puede garantizar el conocimiento y la reivindicación del resto de los derechos” (pg.63).
Un derecho anclado en la Declaración de los Derechos Humanos de 1.948; renovado de manera destacada en el Pacto Internacional de los derechos económicos, sociales y culturales (1.976); consagrado en el artículo 27, sección primera de la Constitución Española de 1.978 y central en la Agenda 2.030 de la Unión Europea, en la que se reconoce que no será posible acabar con la pobreza y el hambre sin la educación. Este amplio reconocimiento en tratados internacionales y su amparo constitucional es más que suficiente para corroborar la caracterización que hace Estella Acosta del derecho a la educación como un derecho de ciudadanía exigible a los poderes públicos. Lo que avala su crítica al torcido tratamiento que le dio la derecha española en la Ley Orgánica para la mejora de la calidad educativa (LOMCE), promovida por el gobierno del PP y promulgada en diciembre de 2013 sin diálogo social ni consenso parlamentario alguno valiéndose de su mayoría absoluta en las Cortes. Entre otras críticas, denuncia que en el artículo 2º bis de la ley ya otorga funciones de regulación de la educación a las entidades privadas, en línea con las doctrinas neo-liberales al respecto aún a costa de colisionar con el texto constitucional. La misma orientación marcadamente ideológica con la que la derecha recurre a la “libertad de elección”, cuando de manera falaz están realmente propugnando la desigualdad. Y sin igualdad real, la libre elección es una trampa para asegurar el predominio de las clases dominantes en el campo educativo, como advierte la autora y se desnaturaliza la igualdad de oportunidades.
E igualmente evidencia en este trabajo que la LOMCE proporciona todo un entramado jurídico para reforzar el engañoso “derecho a elegir” que comporta la individualización de la eficacia del sistema educativo y transfiere a la esfera privada las que deberían ser responsabilidades inexcusables del Estado. Pero la vuelta al “verbalismo y la memorización” que, como observa Acosta, no estimula el pensamiento, ni la investigación ni la creatividad (pg.24) no es precisamente el mejor camino hacia la optimización de ningún sistema educativo; todo lo contrario, puesto que desde los años sesenta del pasado siglo ya supuso la divergencia con los modelos de enseñanza que impulsaban con decisión los países más avanzados de Europa y marcó la brecha que aún nos separa de ellos en este plano crucial para el desarrollo de un país.
Y sin igualdad real, la libre elección es una trampa para asegurar el predominio de las clases dominantes en el campo educativo, como advierte la autora y se desnaturaliza la igualdad de oportunidades
Para colmo de contradicciones entre el pretencioso título de la LOMCE (mejora de la calidad…) y su contenido, la autora desvela la recuperación del divorcio entre trabajo y educación tan orientado a la segregación clasista en el que tanto incidió el nacional-catolicismo franquista. Casi todos los enfoques que impregnan la ley revelan que los gobernantes del PP bebieron en las fuentes de la ley de Villar Palasí de 1.970 para pergeñar su ley orgánica. La “vía académica” para el bachillerato y la “vía aplicada” a la que constriñe a la Formación Profesional, es un disimulo tan fútil que hace inevitable recordar la vieja y nefasta discriminación entre los prestigiados estudios universitarios, reservados para los triunfadores y los menospreciados estudios laborales de antaño a los que tenían que resignarse los nacidos para perder (cap.IV sobre las prácticas educativas).
La derecha española incurre, otra vez, en lo que más achaca a los demás. Clamó con fiereza contra el adoctrinamiento que, según ella junto con la Iglesia católica, entrañaba la asignatura “Educación para la Ciudadanía” y contra la politización de la educación y sin embargo la LOMCE no tiene justificación pedagógica sino ideológica.
Tampoco se muestra Estella Acosta condescendiente con la socialdemocracia que ha gobernado en España un mayor número de años desde la recuperación de la democracia y le coloca ante la contradicción que no ha sabido (o no se ha atrevido) a resolver: si considerar, con todas sus consecuencias, la educación como un servicio público esencial o un gasto a soportar en mayor o menor grado según sea la coyuntura económica. Ciertamente es una de las incongruencias más graves en las que han incurrido los sucesivos gobiernos del PSOE; y algunas de sus (in)decisiones han causado daños en el sistema educativo español que tal vez sean irreparables. Ya en su primera legislatura, Felipe González auspició la escuela concertada equivocando la necesidad coyuntural de disponer del mayor número de plazas para ir universalizando la educación, mientras se construía una red pública adecuada a tal fin, con la consolidación estratégica de la concertada y la ralentización del crecimiento de la pública.
Vino después la LOGSE que fue acogida con grandes esperanzas entre los sectores profesionales, asociaciones de padres y sindicatos más progresistas del país. En lo que nos concierne a CC.OO. puedo revelar ahora que le propuse al entonces secretario general de la Unión General de Trabajadores, Nicolás Redondo, que avalásemos con nuestra firma el acuerdo final al que habían llegado las respectivas Federaciones de Enseñanza de ambos sindicatos con el ministerio de Educación (cuyo titular era Javier Solana en aquel momento). Hice la propuesta considerando que debíamos darle al cambio educativo en España el máximo valor y transmitir al conjunto de los trabajadores y a la ciudadanía en general, que aquella ley trascendía del interés sectorial para ser de vital y general importancia. Pero inmediatamente después de firmar le pregunté al ministro por las partidas financieras que, suponía y daba por hecho, acompañarían a la ley en su tramitación parlamentaria. Cuando la callada fue la respuesta y balbuceó el ministro algo ininteligible sobre una ingrávida memoria financiera que estaba en fase de estudio todavía, le expuse abiertamente mi contrariedad; le avancé mis dudas acerca del desarrollo de la reforma educativa si nacía con una carencia tan determinante y le emplacé a negociar una mayor concreción de la memoria financiera con la Federaciones de Enseñanza de CC.OO. y UGT. Es constatable que los compañeros y compañeras de CC.OO. se volcaron en la implementación de la reforma participando en grupos de asesoramiento y apoyo o en comisiones de servicio, con tan gran generosidad por su parte que a no pocos de aquéllos excelentes enseñantes les costó una discontinuidad en sus trayectorias laborales que no pudieron recuperar. También de esta experiencia podría dar Estella Acosta un testimonio más exacto y pormenorizado.
Ya en su primera legislatura, Felipe González auspició la escuela concertada equivocando la necesidad coyuntural de disponer del mayor número de plazas para ir universalizando la educación, mientras se construía una red pública adecuada a tal fin, con la consolidación estratégica de la concertada y la ralentización del crecimiento de la pública
A medida que se avanza en la lectura de Educación y Trabajo aumenta el interés por las aportaciones que nos hace Estella Acosta, alentando en los últimos capítulos y en los anexos una nueva perspectiva para la relación entre sociedad, empleo y formación. Aboga por una Formación Profesional para la justicia social, sencillamente porque la formación supeditada a la maximización del beneficio empresarial es, paradójicamente, empobrecedora del conocimiento y a la postre menos productiva. Es otra dimensión en la que el modelo neoliberal se contradice con la definición de empleabilidad de la Organización Internacional del Trabajo (lo trae a colación la autora en la pg.57) que establece la correspondencia entre formación y sociedad desde una perspectiva más amplia. Debate para el que nos aporta el muy relevante matiz entre “Sociedad de la información” (más condicionada y referenciada a las innovaciones tecnológicas) y la “Sociedad del Conocimiento” más incardinada con las transformaciones sociales, culturales, económicas y aún políticas.
A finales del siglo pasado, un notable investigador social de Instituto Tecnológico de Massachussets , Lester Turow, adelantó el cambio, la inversión casi total, en la pirámide sobre la que se engendraba la riqueza de las naciones respecto de la que la fomentó desde la primera revolución industrial. Si antes bastaba con disponer de mano de obra abundante y barata, con rudimentarias cualificaciones para operaciones sencillas y rutinarias en las industrias, en la era de la mundialización de los mercados (más de capitales que de bienes y servicios) y aún con la extraordinaria importancia de las nuevas tecnologías aplicadas a los procesos productivos, tenía mayor relevancia en la cadena de valor el conocimiento y la capacidad creativa de las personas en la adaptación y uso de las innovaciones tecnológicas. Y concluía que, en consecuencia, todas aquellas políticas económicas, sociales y laborales que comportasen la degradación del trabajo supondría en resumidas cuentas tirarse piedras en el propio tejado para cualquier país que quisiera afrontar los retos de un casi inminente futuro.
Las consideraciones de L. Turow han tenido, están teniendo una lamentable demostración empírica en España. Desde las primeras reformas laborales venimos acumulando piedras en el tejado y despilfarrando la principal fuente de riqueza: el talento asociado al trabajo.
Empecemos a sentar bases más sólidas y esperanzadoras con los ingredientes (más valiosos que los metafóricos “granos de arena”) que nos propone Estella Acosta.
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Antonio Gutiérrez Vegara. Secretario General de CC.OO. entre 1987 y 2000.