Por Danièle Linhart
Malo Le miroir
He dado veinte años de mi vida a esta empresa… y mira dónde me encuentro: ¡fuera! Estas frases, aunque escuchadas muchas veces en la televisión o la radio, repetidas por personas despedidas, entre lágrimas, o enfadadas porque su empresa cierra o porque se aplica un plan de despido, no dejan de sorprender. En particular, el término «he dado» sitúa la declaración fuera de la categoría de intercambio y contrato, que se supone define la relación entre los empleados y su empresa. ¿Qué pretenden los empleados cuando deciden inscribirse en este registro?
«He dado veinte años de mi vida a esta empresa… y mira dónde me encuentro: ¡fuera!»
La importancia de la dimensión del don1 no es fácil de percibir, ya que está inserta en otras cuestiones que están más inmediatamente presentes en nuestra mente cuando hablamos del trabajo asalariado: pensamos en las nociones de remuneración y, por tanto, en el contrato comercial y jurídico que rodea estrechamente las condiciones de trabajo. Pensamos, pues, sobre todo en el intercambio, por desigual que sea. La idea del don no es, evidentemente, la que se impone. Sin embargo, en ciertos momentos particulares, se afirma con fuerza, como en el caso de estos asalariados despedidos repentinamente. Y son esos momentos los que llevan al sociólogo a plantearse las cuestiones fundamentales de su disciplina sobre el trabajo.
Lo que viene más rápidamente a la mente es el intercambio desigual en el marco de un análisis en términos de relaciones de explotación, de conflictos de intereses consustanciales. A través de estas pocas palabras («di tanto de mi vida a la empresa»), los trabajadores despedidos pueden, de hecho, poner de relieve una dimensión esencial de su experiencia: la de no haber recibido una compensación adecuada al valor real del trabajo que habían realizado durante todos esos años. Más concretamente, pueden expresar su enfado por el incumplimiento de las normas implícitas. Implícitamente, en este tipo de empresa, las reglas del juego eran que, a cambio del trabajo que asumían, se les garantizaba un puesto de trabajo, la certeza de permanecer en la misma empresa durante la mayor parte de su vida. Contribuyendo a la sostenibilidad de la empresa, esperaban, a cambio, que ésta siguiera proporcionándoles a ellos y a sus hijos los puestos de trabajo necesarios2. Estas palabras resumirían lo que estaba en juego para ellos en términos de relaciones de clase capitalistas. Han sido desposeídos de gran parte de su tiempo de trabajo y sienten que, una vez que el contador se ha parado, han sido engañados. Todos los acomodos a su dura condición, que creían haber conseguido mediante dicho contrato implícito, se hacen añicos. No cabe duda de que hay que tener en cuenta esta importante dimensión del sentimiento de injusticia.
«A través de estas pocas palabras («di tanto de mi vida a la empresa»), los trabajadores despedidos pueden, de hecho, poner de relieve una dimensión esencial de su experiencia: la de no haber recibido una compensación adecuada al valor real del trabajo que habían realizado durante todos esos años»
Un segundo nivel de interpretación podría remitirnos a otra faceta de la realidad, la del desfase entre el trabajo prescrito y el trabajo real, objeto de numerosos estudios ergonómicos3 y sociológicos4, que pusieron de relieve este hecho capital: los trabajadores hacen a menudo más y mejor de lo que se supone que deben hacer. No se limitan a aplicar las prescripciones, sino que las interpretan para llevar a cabo su trabajo a pesar de los numerosos peligros a los que tienen que enfrentarse continuamente. Sin su compromiso cognitivo individual y colectivo, sin el caudal de inventiva que desarrollan y movilizan constantemente (contrariamente a lo que preconiza la lógica taylorista), el trabajo no podría llevarse a cabo: para comprenderlo, basta pensar en lo que representa una huelga de celo, es decir, el momento en que los asalariados deciden atenerse al estricto cumplimiento de las prescripciones y reglamentos.
«los trabajadores hacen a menudo más y mejor de lo que se supone que deben hacer»
Aunque los sociólogos han investigado poco sobre las motivaciones que impulsan a los trabajadores a implicarse en su trabajo, y a hacer más y a menudo un trabajo mejor de lo exigido, podemos no obstante identificar algunas posibles explicaciones de este comportamiento5. Van desde la necesidad de cumplir los objetivos de producción, de «sacar la producción por la puerta» (a pesar de las organizaciones tayloristas que a menudo son defectuosas porque están concebidas de forma abstracta y alejada de la realidad de los talleres), pasando por la necesidad de encontrar trucos (para ahorrar dinero, para que la vida en el trabajo sea menos agotadora), por el deseo de ahorrar tiempo y de tomarse unos momentos de ocio suplementarios en el taller, a formas más elaboradas de acumulación colectiva de conocimientos, un saber hacer movilizado clandestinamente, que puede servir de contrapoder frente a la dominación, y que también tiene la virtud de dar vida a los colectivos (en torno a una cultura obrera, a menudo apoyada por una cultura sindical) y alimentar una sociabilidad tan importante para la vida en el taller. A ello se asocia la búsqueda individual y colectiva de una reapropiación del sentido del trabajo y la reivindicación de los fundamentos de un oficio, a pesar de una lógica taylorista que pretende organizar las tareas al margen de la especificidad humana, al margen de la subjetividad.
«una lógica taylorista que pretende organizar las tareas al margen de la especificidad humana, al margen de la subjetividad»
Estos planteamientos y análisis desmontan la idea, muy presente en la «teoría» taylorista del trabajo, de que se puede poner al hombre a trabajar sin apelar a sus dimensiones subjetivas. Esta teoría no es más que un engaño. Taylor se jactaba de haber inventado una forma científica de organizar el trabajo que podía prescindir del compromiso subjetivo del asalariado, porque quería desactivar de forma duradera cualquier deseo de los asalariados de perjudicar los intereses de su empleador restringiendo su producción, saboteándola o produciendo según especificaciones diferentes. En otras palabras, quería hacer que el proceso de trabajo fuera impermeable a las opiniones y sentimientos de los trabajadores, para que produjeran únicamente de acuerdo con los principios de racionalidad productiva y rentabilidad del empresario, pensando que era realista eliminar cualquier implicación subjetiva de los trabajadores. Lo que caracterizó el período taylorista no fue, de hecho, la erradicación de esa parte subjetiva, que siempre estuvo presente en la realidad cotidiana del trabajo, sino de su posibilidad de ser expresada, de forma explícita u oficial. El management moderno se caracteriza, por el contrario, por el reconocimiento de esta subjetividad y la voluntad de canalizarla y utilizarla en el marco de una relación social que se pretende más consensuada.
«El management moderno se caracteriza, por el contrario, por el reconocimiento de esta subjetividad y la voluntad de canalizarla y utilizarla en el marco de una relación social que se pretende más consensuada»
Estas dos dimensiones ponen al descubierto una subjetividad clandestina del trabajador situada en el corazón del contrato de trabajo y de la relación de explotación que instituye. Reflejan los esfuerzos que realizan constantemente los trabajadores para contrarrestar la violencia de una organización del trabajo diseñada en contra de ellos. Los esfuerzos del management moderno por controlar esta parte de la subjetividad no constituyen, como veremos más adelante, más que una manifestación más sutil de esta lucha inscrita en la relación capitalista.
Pero hay otra dimensión de esta subjetividad que se manifiesta en la formulación «yo he dado». Ésta se sitúa fuera del contrato que define y organiza el vínculo entre el asalariado y su empleador, y arroja luz sobre algunas de las reacciones de las personas despedidas. Nos informa sobre lo que está en juego en el trabajo en términos de don.
«Así pues, el altruismo no está destinado a convertirse, como quiere Spencer, en una especie de adorno agradable de nuestra vida social, sino que siempre será su base fundamental. ¿Cómo podríamos prescindir de él? Los hombres no pueden vivir juntos sin llevarse bien y, por tanto, sin hacer sacrificios mutuos, sin vincularse entre sí de forma fuerte y duradera. Toda sociedad es una sociedad moral. […] Tales sentimientos pueden inspirar no sólo los sacrificios diarios que aseguran el desarrollo constante de la vida social cotidiana, sino también, en ocasiones, actos de renuncia completa y de abnegación indivisibles. Por lo tanto, es erróneo oponer la sociedad que deriva de la comunidad de creencias a la que tiene como base la cooperación, concediendo sólo a la primera un carácter moral y viendo en la segunda únicamente una asociación económica»7.
«Los hombres no pueden vivir juntos sin llevarse bien y, por tanto, sin hacer sacrificios mutuos, sin vincularse entre sí de forma fuerte y duradera. Toda sociedad es una sociedad moral»
Esta cita de Durkheim pone de relieve un componente del trabajo asalariado que escapa a los términos del contrato y a la competencia exclusiva del empresario. Sitúa al trabajador en una relación con el conjunto de la sociedad. Sin embargo, este componente fundamental no está muy presente, por no decir totalmente ausente, en los análisis de los sociólogos o en el discurso de los responsables directos, los encargados y los directivos. Es cierto que explorar esta vía tiene el inconveniente de llevarnos fuera del propio contrato salarial, de situarnos fuera de las lógicas económicas, de las jugadas de poder y de las relaciones de fuerza. Desde el punto de vista de los sindicatos y de los propios trabajadores, esto puede considerarse una trampa, ya que la dirección de la empresa podría pretender satisfacer esas necesidades fundamentales de altruismo y de contribución a la sociedad. Explorar esta vía lleva al sociólogo del trabajo fuera de la empresa, fuera de las lógicas ligadas a los grupos profesionales, a las relaciones de poder y a los conflictos de intereses. Por ello, este componente de la subjetividad, este registro altruista o del don, tiene dificultades para ser reconocido. Sin embargo, me parecen los más aptos para arrojar luz sobre lo que está en juego hoy en el mundo del trabajo.
«El trabajo de Christiane no consiste simplemente en librarse de una tarea, como nos quiere hacer creer el modelo de interpretación económica. El tratamiento minucioso de los pedidos es necesario en la medida en que facilita el trabajo del taller y del servicio posventa. Su actividad también pretende eliminar obstáculos a la actividad de los demás. Ya no se manifiesta únicamente como el desarrollo de la autonomía personal, sino que aspira a una autonomía colectiva más amplia. […] Esto subraya una ambigüedad importante de la organización del trabajo: allí donde la prescripción tiene por objeto la producción de un bien o de un servicio con valor de mercado, la persona que trabaja se dedica de hecho a la producción de un mundo. El desarrollo de la actividad laboral se nos presenta así, como el movimiento dinámico a través del cual el individuo integra progresivamente la preocupación por la actividad de los demás. El placer que puede sentir por ello se debe a que, a través de este desarrollo, el trabajador descubre que es capaz de aportar al grupo mucho más de lo que estaba previsto en la definición de su tarea. En esta perspectiva, la autonomía que abre el desarrollo de la actividad es muy distinta a la del individuo replegado en sí mismo. Al contrario, le libera de la tiranía de sus propias exigencias de satisfacción inmediata y le abre a la construcción de un mundo común. Se revela así capaz de dar y, por tanto, de realizar actos libres que lo vinculan a los demás”8.
En estas pocas líneas, Philippe Davezies, profesor e investigador en medicina y salud laboral, desarrolla una visión de conjunto de lo que hoy en día se ve obstaculizado en el contexto del trabajo moderno; la relación con los demás dentro de los grupos que, además, refleja un tipo de relación con el mundo, del orden del don que por definición escapa a la ley de la empresa.
Esta dimensión particular de la subjetividad en el trabajo es más evidente hoy en día debido a los profundos cambios que han modificado el mundo laboral. En particular, la individualización, decididamente desarrollada, como se ha dicho, por la patronal como contramedida de Mayo del 68, para debilitar a la clase obrera (atomizándola) pero también para intentar recuperar legitimidad respondiendo a ciertas expectativas de la sociedad civil en busca de una mayor dignidad en el trabajo, de respeto y de valorización de la persona. Esta individualización ha ido acompañada de una competencia sistemática, fomentada por la situación del mercado laboral, que hace mayor hincapié en la implicación personal de cada individuo.9
«Esta individualización ha ido acompañada de una competencia sistemática, fomentada por la situación del mercado laboral, que hace mayor hincapié en la implicación personal de cada individuo»
Modernización del trabajo: de la pérdida de los otros…
Destinatarios de estas políticas modernas, los colectivos de trabajo han ido desapareciendo progresivamente, y con ellos una identidad y unos valores universalistas. El asalariado está cada vez más solo, a cargo de su tarea, de sus misiones, de sus dificultades, de sus jefes, de su dirección, de su empresa; cada vez más vulnerable también a la difusión de los valores de la empresa y a su dominio10, lo que debería facilitar la política de la empresa. Pero este borrado de los colectivos, que conduce al asalariado a una soledad relativa, le impulsa también a una relación solitaria tanto frente a la sociedad, como con el sentido de su trabajo.
Las direcciones de las empresas intentan captar esta necesidad de sentido promoviendo una ética empresarial que pretende exigir una lealtad total. Pero ¿consiguen éstas ocultar su dimensión parcial y sesgada? Nada es menos cierto. La necesidad de participar en la sociedad a través del propio trabajo puede verse aún más vulnerada. Así, al tratar de debilitar una dimensión de la subjetividad colectiva, enterrada en los colectivos clandestinos, el management moderno puede haber sacado a la luz otra dimensión, sin duda más peligrosa para él. Pues individualizado, separado de sus colectivos y confrontado consigo mismo, cara a cara con su subjetividad, el individuo conserva aspiraciones ligadas a su destino como individuo social11. Durkheim insiste en el hecho, paradójico a primera vista, de que cuanto más autónomo y personal se vuelve el individuo, más se afirma esta dimensión moral del trabajo. En su prefacio a la segunda edición de La división social del trabajo, se pregunta: «¿Cómo es posible que, al tiempo que se hace más autónomo, el individuo dependa más estrechamente de la sociedad? ¿Cómo puede ser más personal y más solitario al mismo tiempo?
«Las direcciones de las empresas intentan captar esta necesidad de sentido promoviendo una ética empresarial que pretende exigir una lealtad total. Pero ¿consiguen éstas ocultar su dimensión parcial y sesgada?»
«Frente a la organización, el individuo aislado sólo puede plegarse objetiva o subjetivamente a las exigencias del sistema», dice, no sin razón, Vincent de Gaulejac12, es decir, que se plegaría, renunciaría a cualquier alcance universal de su contribución y confundiría su búsqueda de realización narcisista con los intereses, la causa de su empresa. Pero también es el momento en que pueden sentir una falta de legitimidad y experimentar un verdadero malestar con respecto a la sociedad y a sus responsabilidades como ciudadanos. Anne Salmon13, por su parte, destaca el riesgo (para la dirección) de que el trabajador, en este contexto directivo de confiscación ética, se aleje más de la estrategia de su empresa, y de su empresa misma.
Debilitado, ciertamente, y sin duda más vulnerable, el empleado individual podría oscilar así entre una reorientación narcisista al servicio de intereses económicos que se muestran como privados, o una desinversión personal, un sentimiento de pérdida de sentido. En ambos casos, el ideal propuesto por la empresa priva al individuo del aspecto más profundamente social del trabajo, en un momento en que éste se ha vuelto más central.
«Debilitado, ciertamente, y sin duda más vulnerable, el empleado individual podría oscilar así entre una reorientación narcisista al servicio de intereses económicos que se muestran como privados, o una desinversión personal, un sentimiento de pérdida de sentido»
Según numerosas encuestas, el temor expresado por más de la mitad de la población francesa de encontrarse un día en la calle no sólo es reflejo de las tensiones ligadas al desempleo y a la angustia de no estar a la altura, de no encontrar su lugar en la sociedad, sino también de la fuerte intuición del inicio de una desintegración de la sociedad, de una erosión del vínculo social ligado a esta alteración del don, de la postura altruista, que es un elemento clave de este vínculo social. El management moderno, en respuesta a las numerosas limitaciones a las que se enfrenta, ha desarrollado unas condiciones de realización y de movilización de los asalariados aparentemente más gratificantes para los individuos y más respetuosas con su condición de seres humanos. Pero, en realidad, capta y confisca el sentido del esfuerzo realizado en el trabajo, en la medida en que tiende a confinarlo entre las cuatro paredes de la empresa, a convertirlo en una cuestión narcisista y, en definitiva, a desvincular a los asalariados de su relación altruista con la sociedad.
La noción de don en el mundo del trabajo podría entenderse como un compromiso orientado hacia la sociedad, y que se nutre de la conciencia común14 inscrita en la división del trabajo, que hace interdependientes a los miembros de la sociedad. Sería un efecto de socialización a la interdependencia, la huella de una toma de conciencia de esta forma particular de vínculo social y de la voluntad de desempeñar un papel en ella. Es una forma de que cada persona sienta que existe en esta sociedad y que tiene un lugar en ella, pero también una forma de hacer que exista. No se trata sólo de una necesidad de reconocimiento, que obviamente está muy presente en la relación con el trabajo, del mismo modo que la necesidad de legitimidad, que hace que el trabajo se perciba como una contribución que da lugar a derechos. De lo que estamos hablando se parece también al ágape del que habla Luc Boltanski15, sobre todo cuando escribe: «Es la indiferencia al mérito lo que califica la gratuidad del ágape» (es decir, el amor desinteresado al prójimo), y por tanto podríamos añadir: lo que lo hace resistente en la negociación.
La subjetividad de los asalariados, hoy elogiada por los gestores modernos y analizada por sociólogos, gestores y psicólogos, es pues una cuestión de registros diversos, situada, para unos, en el corazón del contrato de trabajo (identidad y cultura de la profesión o del trabajo, ética profesional, prueba individual y colectiva del trabajo), en el corazón de la relación salarial y de las relaciones sociales (relaciones de clase, relaciones de género, relaciones generacionales, relaciones étnicas), aunque para otros en el corazón de la relación simbólica, identitaria y moral con la sociedad, en lo que se refiere a la dimensión altruista. Por lo tanto, es importante reconocer su coexistencia dentro de la relación con el trabajo en general. Estos registros constituyen el conjunto de los resortes del compromiso subjetivo.
… a denigrar a los demás
La modernización empresarial que se impone en el mundo del trabajo genera una intolerancia espectacular de los asalariados del sector privado frente a los «privilegios» de los asalariados del sector público, percibidos como «ocultos» en el interior de una guerra económica que exige sacrificios cada vez mayores. Mientras que las nuevas reglas del juego son la precariedad, la incertidumbre, la movilidad, la disponibilidad y la exigencia de excelencia permanente, para la mayoría de los asalariados del sector privado, los asalariados de la función pública se atrincheran cada vez más en sus logros, en una lógica estrictamente corporativista. En una cadena de televisión (I Télé), en diciembre de 2006, un diputado de la UMP16 de Essonne explicaba que las verdaderas desigualdades no se daban entre los que tienen y los que no tienen, sino entre los funcionarios y los asalariados del sector privado. Cinco millones de funcionarios se beneficiarían así de ventajas que, según él, estaban totalmente injustificadas.
«La modernización empresarial que se impone en el mundo del trabajo genera una intolerancia espectacular de los asalariados del sector privado frente a los «privilegios» de los asalariados del sector público, percibidos como «ocultos» en el interior de una guerra económica que exige sacrificios cada vez mayores»
¿No es una verdadera paradoja pretender que quienes trabajan para la colectividad, el bien común, el servicio público, el interés general, sean percibidos únicamente en función de los privilegios de los funcionarios y de sus intereses muy particulares? La opinión pública, pero también muchos analistas políticos, reivindican la necesidad de acabar con estos privilegios indebidos, de volver a poner a los funcionarios a trabajar, en las mismas condiciones y con las mismas limitaciones que los del sector privado. Esta postura es criticada, de forma mordaz, por Jacques Rancière17. Rancière analiza enérgicamente las críticas cada vez más virulentas de los intelectuales a la democracia, que tienden a ver en el individuo democrático un «ser de excesos, un devorador insaciable de mercancías, derechos humanos y espectáculos televisivos», «un individuo sin filiación y aislado de toda trascendencia». Analiza con el mismo vigor las críticas a las batallas libradas en nombre del servicio público, que denuncian como una lucha ultracorporativista en detrimento del interés general. Ve en ello una inversión de sentido muy espectacular: mientras que la lógica moderna del trabajo va en el sentido de una privatización incesante de lo universal, los que la combaten son denunciados por huir de ella en nombre de intereses puramente egoístas. El informe de Michel Crozier, Samuel P. Huttington, Jôji Watanaki, titulado The Crisis of Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral Commission18, ya marcaba la pauta, según Jacques Rancière: «La democracia», decían los ponentes, «significa el aumento irresistible de las exigencias que presionan a los gobiernos, conduce a la decadencia de la autoridad y vuelve a los individuos resistentes a la disciplina y a los sacrificios exigidos por el interés común».
Así, quienes encarnarían en nuestro tiempo las virtudes de la dedicación y la generosidad serían los asalariados valientes, que aceptarían las terribles limitaciones del contrato de trabajo privado y se comprometerían totalmente con el único fin del rendimiento de la empresa que los emplea, mientras que otros tratarían de preservar a toda costa el ámbito del servicio público para beneficiarse muy egoístamente de sus ventajas, dejando a sus conciudadanos la batalla económica por ganar. Definitivamente, las cartas están echadas: el interés común se ha importado al marco del sector privado, y las estrategias egoístas de los tímidos funcionarios se denuncian en el marco del servicio público. Para Jacques Rancière, defender este sector no significa pedir más Estado, sino «que se reconozca el carácter público de uno tipos de espacios y relaciones que hasta entonces se dejaban al arbitrio del poder y la riqueza».
De alguna manera, quizá más implícita y difusa, los asalariados de las empresas tradicionales (las que tenían la característica de emplear una mano de obra estable) también son vistos como disidentes, como individuos que rechazan las nuevas reglas del juego. Sus reivindicaciones y sus luchas contra los cierres y los despidos son vistas como una acción de retaguardia y una prueba de su inadecuación y de su arcaísmo. O incluso de su traición, en la medida en que no aceptan afrontar el destino que otros se ven obligados a aceptar. Este estado de ánimo de la opinión pública, que rodea muchos cierres de empresas y planes de despido, aumenta la desesperación y el sentimiento de soledad de los asalariados despedidos.
«De alguna manera, los asalariados de las empresas tradicionales (las que tenían la característica de emplear una mano de obra estable) también son vistos como disidentes, como individuos que rechazan las nuevas reglas del juego. Sus reivindicaciones y sus luchas contra los cierres y los despidos son vistas como una acción de retaguardia y una prueba de su inadecuación y de su arcaísmo»
Las encuestas realizadas en la función pública muestran que los funcionarios sufren esta denigración e incluso lo que perciben como odio hacia ellos. Se quejan de que, debido a su estatus, intentan sistemáticamente hacer lo menos posible y tomárselo con calma con el contribuyente. Tienen dificultades con la opinión dominante de que los ciudadanos, que financian a los funcionarios, no se benefician de un servicio público de calidad y son rehenes de esos mismos funcionarios, que se apresuran a ir a la huelga en cuanto se atacan sus intereses particulares.
Nos equivocaríamos, si sólo vemos en ello una expresión de celos por parte de los empleados del sector privado respecto a las garantías de empleo de que disponen los empleados del sector público. Es cierto que se trata de una dimensión crucial que introduce, para estos empleados, una relación más serena con el futuro, pero cabría esperar que un enfoque de odio similar afectara a quienes obtienen los mayores beneficios financieros y materiales de la nueva situación económica. Sin embargo, la focalización sobre estos es menor y no de la misma naturaleza.
Lo que los empleados del sector privado detestan tanto, y probablemente de forma inconsciente, bien podría ser esa asociación que a menudo explicitan y reivindican los funcionarios entre su trabajo y la sociedad en su conjunto. ¿Acaso la función de los empleados de la función pública no es crear permanentemente las condiciones para que la sociedad siga funcionando? ¿No están destinados a satisfacer las necesidades de sus conciudadanos, a garantizar la continuidad republicana del acceso a los mismos servicios para todos? Esta es, en efecto, la misión explícita que reivindican y en cuyo marco afirman desplegar el compromiso de su subjetividad. Este ideal del trabajo, inscrito en la lógica altruista del don, o del ágape, vinculado a la conciencia común de la interdependencia fundamental, se ve considerablemente disminuido para los asalariados del sector privado. Los asalariados del sector público tienen una identidad universal: no trabajan para una empresa, un empleador, ni siquiera para usuarios particulares, no se sienten al servicio de individuos concretos, sino al servicio de todos según principios que aseguran la continuidad de la sociedad, perpetuando su existencia.
En este sentido, pretenden escapar a los términos más mercantiles del contrato laboral y se niegan a quedar encerrados en él, mientras que la mayoría de los demás están, por el contrario, llamados a adherirse a una causa cada vez más privada y a entregarse por entero a ella. Tal postura puede parecer arrogante. Quizá lo peor de todo es que los trabajadores del sector público confunden sus intereses con los intereses más universales de sus usuarios. ¿Acaso no reivindican mejores condiciones de trabajo en nombre de la calidad del servicio público, en nombre de sus usuarios? Así pues, algunas de sus huelgas se llevan a cabo en nombre de la seguridad y la igualdad del servicio público, en nombre de todos los usuarios. El hecho de que los profesores rechacen un aumento de su carga de trabajo, una prolongación de su jornada laboral, en nombre de la calidad de su enseñanza y en beneficio de sus alumnos, se percibe como una reivindicación corporativista inadmisible para los asalariados del sector privado atrapados en la trampa de la modernización.
Para estos últimos, los empleados de la función pública representan una aristocracia moral que hace insoportable la modernización a la que se ven sometidos y que mordisquea el aspecto universal de su trabajo. La postura del funcionario, orientada hacia el conjunto de la sociedad, lejos de aparecer como el último bastión de la conciencia común contra la individualización del trabajo y su «privatización», se vive como una provocación, como un privilegio insoportable. Muchas personas de nuestra sociedad esperan con impaciencia una noche del 4 de agosto que ponga fin a estas desigualdades.
«La postura del funcionario, orientada hacia el conjunto de la sociedad, lejos de aparecer como el último bastión de la conciencia común contra la individualización del trabajo y su «privatización», se vive como una provocación, como un privilegio insoportable»
Porque la globalización conduce paradójicamente a un endurecimiento de la empresa, que exige más que nunca una fidelidad sin fisuras de sus asalariados. Es en el contexto de una lucha cada vez más competitiva a escala planetaria donde cada asalariado del sector privado se ve obligado a vivir y trabajar para su empresa, según su racionalidad, sus intereses, su cultura, su identidad y sus misiones. Mientras el mundo se abre, la dirección restringe de hecho los horizontes de los asalariados, insistiendo obsesivamente en las exigencias de lealtad incondicional y de compromiso personal con los intereses de la empresa.
«Mientras el mundo se abre, la dirección restringe de hecho los horizontes de los asalariados, insistiendo obsesivamente en las exigencias de lealtad incondicional y de compromiso personal con los intereses de la empresa»
Se podría decir, forzando la cuestión, que la empresa, en el contexto de la globalización, tiende a cortar el vínculo (simbólico e identitario) entre sus asalariados y la empresa, para imponerles únicamente lo que les une a ella en el marco de una relación a menudo incierta. En un mundo laboral dominado actualmente por una gestión sistemáticamente individualizada, los asalariados se encuentran en una situación en la que no sólo pierden un modo de vida en el que los colectivos desempeñan un poderoso papel de socialización en el trabajo, sino que también cortan el «cordón umbilical» que les une a la sociedad. Se ven abocados a situarse identitaria y simbólicamente en un mundo claramente más situado en la competencia que en la interdependencia, siendo el único don que se les concede el de su empresa.
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Danièle Linhart. Socióloga francesa especializada en el trabajo y el empleo. Es directora de Investigación en el CNRS y profesora de la Universidad París-Nanterre. Ha publicado numerosos textos, entre los que destacamos La Modernisation des entreprises (2010) y La comédie humaine du travail (Érès 2015). Este artículo es la introducción del texto de la autora: Travailler sans les autres? Seuil (2009), que nos ha facilitado para su traducción. Traducción, Pere Jódar.
1. N del T. El concepto de don es propuesto en los años veinte por el antropólogo y sociólogo Marcel Mauss (Ensayo sobre el don), y es una forma particular de intercambio o relación social diferenciada del mercado, por la cual se dona un objeto o servicio, en forma de regalo; de esta donación se espera reciprocidad y qué el que lo recibe lo devuelva de alguna manera qué no tiene qué ser inmediata, ni idéntico el regalo, ni por él mismo.
2. Ver Danièle LinVhart, Barbara Rist y Estelle Durand, Perte d’emploi, perte de soi, Érès, 2002.
3. Normalmente alrededor de los estudios de Alain Wisner, fundador de la Antropotecnología cómo enfoque para abordar la ergonomía.
4. Teorizado por ejemplo por Jean-Daniel Reynaud a través de la distinción entre regulación formal y regulación autónoma, ver Les Règles du jeu. L’action collective et la régulation sociale, Armand Colin, 1989.
5. Ver Danìele Linhart y Robert Linhart, “Naissance d’un consensus?: la participation des travailleurs”, en Daniel Bachet, Décider et agir au travail, CESTA, 1985.
6. Ver Robert Linhart, L’Établi, Éditions de Minuit, 1978. Edición española: De cadenas y de hombres, (Siglo XXI, 2003).
7. Émile Durkheim, De la division du travail social, PUF, 2004. Edición española, Akal, 1987.
8. Ver “Une affaire personnelle, en Laurence Théry (dir.) Le travail intenable, La Découverte, 2006:256).
9. Numerosas medidas han introducido esta individualización, comenzando en los años 70 con la jornada laboral variable, luego la polivalencia sistemática, la introducción de criterios de clasificación en los convenios colectivos, la individualización de los aumentos salariales, la generalización en los años 80 de la prestación de servicios internos (cada empleado se convierte en cliente y proveedor de sus compañeros de trabajo), y la entrevista individual con el superior jerárquico (durante la cual el empleado debe fijar sus propios objetivos, que serán evaluados durante una segunda entrevista individual al cabo de un año), etc. Sylvie Craipeau, muestra claramente en su libro (L’Entreprise mutante. Travailler ensemble séparément, Hermès, 2001) que la difusión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación de tipo groupware tiende a reducir la cooperación horizontal real: «Estas herramientas, que se utilizan para la comunicación y el intercambio de información, refuerzan menos la cohesión de los grupos de trabajo que la implicación individual en el trabajo […] Los empleados cooperan sin conocerse, sin comunicarse, sin intercambiar información sobre sus objetivos o el sentido de sus acciones. En realidad, se trata de que sea la dirección de la empresa la que refuerce o mejore la coordinación».
10. Es lo que desarrolla Vincent de Gaulejac en su obra La Société malade de la gestion, Le Seuil 2005. Ver también: Marc Pagès et al., L’Emprise de l’organisation, Desclée de Brouwer, 1979, así como Eugène Enriquez, Les Jeux du pouvoir et du et du désir dans l’entreprise, Desclée de Brouwer, 1999.
11. Como bien expresa Pierre Bourdieu, en Réponses (Bourdieu y Wacquant, Le Seuil 1992), cuando define los conceptos clave de su teoría: «Hablar de habitus es plantear que lo individual, e incluso lo personal, lo subjetivo, es social, colectivo. El habitus es una subjetividad socializada» (p. 101).
12. En La Société malade de la gestion, op. cit., p. 110.
13. Ver Éthique et ordre économique. Une entreprise de séduction, CNRS Éditions, 2002.
14. “Es la división del trabajo la que, cada vez más, cumple el papel que antes desempeñaba la conciencia común; es principalmente ella la que mantiene unidos a los agregados sociales de los tipos superiores», en Émile Durkheim, De la division du travail social, op. cit., p. 146.
15. Ver «Difusión o abandono. La disputa entre el amor y la justicia. La hipótesis de una pluralidad de acciones», en Paul Ladrière, Patrick Pharo y Louis Quéré (coordinadores), La Théorie de l’action. Le sujet pratique en débat, CNRS Éditions, 1993: Este término, ante todo teológico, ya que designa el amor de Dios por el hombre, se aplica también al amor por los demás seres humanos, el amor al prójimo.
16. N del T: La UMP (Unión por un Movimiento Popular) fue un partido político francés creado en 2002, con figuras cómo Chirac o Sarkozy, en 2015 se refundó cómo Los Republicanos.
17. Ver La Haine de la démocratie, La Fabrique Éditions, 2005.
18. New York University Press, 1975.
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