Por TERESA TORNS
Reconocer que la relación entre el tiempo y el trabajo resulta ser un binomio maldito para las mujeres en las sociedades del bienestar contemporáneas, las únicas en las que han podido arañar derechos básicos, es algo sabido pero tenazmente ocultado desde hace más de 30 años. Probablemente porque tal como pusieron de manifiesto algunas sociólogas italianas del entonces PCI (Laura Balbo, la más conocida) el único tiempo percibido como importante en esas sociedades es el tiempo de trabajo, léase jornada laboral. Y el único trabajo que merece consideración social y económica es el trabajo asalariado o empleo.
Tal situación permite ignorar la importancia del tiempo de vida, el único que nos iguala a todas las personas, pues ni las más ricas pueden comprar días de 25 horas, y a menospreciar el trabajo doméstico y de cuidados. Un trabajo que no tiene reconocido valor alguno y que, a día de hoy, se puede afirmar no tiene quien le quiera, pero con el que la mayoría de la población, particularmente los hombres, obtiene un bienestar cotidiano que la mayoría de mujeres proporcionan en su entorno familiar. Ya que ellas son las procuran directamente ese bienestar, o bien encargan buena parte de ese trabajo a otras mujeres. En ese caso, principalmente mujeres inmigradas, que trabajan en unas condiciones de subordinación cercanas a la esclavitud, pues la jornada laboral suele ser extensa, el salario escaso y el reconocimiento social nulo.
Esa categorización del tiempo, el trabajo y el bienestar cotidiano, sobre la que se ha construido el Estado del Bienestar, hoy en crisis, proviene tanto de la relación del tiempo y el trabajo en torno al cual se organizan las empresas, las ciudades y los proyectos de vida personales, como de las percepciones y valores hegemónicos en la sociedad. Y ello provoca que la lógica de esa organización social del tiempo provea tanto de legitimidad social y hegemonía a la lógica mercantil y, por ende al beneficio empresarial, como de cobertura a las luchas o alternativas para cambiar tal situación, ya que la mayor parte de propuestas de cambio no suelen tomar en consideración las tareas cotidianas domésticas y de cuidados, que cualquier persona debe obligadamente confrontar a lo largo de su vida. Así, suelen asumir con normalidad las grandes dosis de disponibilidad horaria y dedicación que requiere la cosa pública, y con escasas críticas las carencias o ausencia de bienestar cotidiano que tal disponibilidad y dedicación supone.
Las pioneras italianas avisaron, además, que esa manera de construir los diagnósticos de lo que sucedía y de pensar las propuestas o alternativas de cambio también oculta las distintas percepciones que hombres y mujeres tienen sobre la relación del tiempo y el trabajo y sobre la vida cotidiana. Escenario, este último, donde esa relación deviene conflicto al ignorar o minusvalorar la división sexual del trabajo que la sustenta. Ese mal arreglo entre el tiempo y el trabajo atrapa a aquellas mujeres que deben asumir una mayor carga cotidiana de trabajo, a cuenta de tener una menor disponibilidad laboral y un escaso tiempo libre. Por el contrario, favorece a quienes viven según los cánones masculinos, centrados en tener plena disponibilidad laboral y gozar de más tiempo libre. Centralidad que lleva a considerar que el tiempo y el trabajo no tienen por qué incluir el necesario bienestar cotidiano, que obtienen, las más de las veces, como si de algo natural se tratara.
Esa categorización del tiempo, el trabajo y el bienestar cotidiano, sobre la que se ha construido el Estado del Bienestar, hoy en crisis, proviene tanto de la relación del tiempo y el trabajo en torno al cual se organizan las empresas, las ciudades y los proyectos de vida personales, como de las percepciones y valores hegemónicos en la sociedad
Esa situación es la que constatan, de manera cuantitativa las estadísticas sobre el uso social del tiempo que se llevan a cabo en la UE, desde hace más de veinte años, y los diversos estudios dedicados a mostrar las distintas trayectorias de vida o las distintas significaciones y valores que hombres y mujeres sostienen ante el tiempo y el trabajo. Resultados similares aparecen cuando se analiza la importancia que la organización social del tiempo tiene para la ciudad o las políticas de regulación del tiempo de trabajo desarrolladas en Europa, en estas últimas décadas. Una época que la última crisis ha echado por la borda al arrasar el empleo decente y el bienestar derivado de las políticas públicas del Estado, consiguiendo que los más débiles (jóvenes, mujeres, criaturas, personas dependientes, migrantes) paguen el más alto precio. Y que la vieja reivindicación de repartir el trabajo, que debía incluir la reducción de la jornada laboral diaria para toda la población ocupada y no solo para las mujeres, fracase, porque esa reducción de jornada, así planteada, solo es apreciada por aquellas mujeres que se ven obligadas a vivir asumiendo una doble presencia cotidiana. Mujeres que con esa mayor carga total de trabajo cotidiano aportan un bienestar cotidiano que la crisis ha convertido en imprescindible.
Se genera así una situación que resulta especialmente destacable en los países del sur de Europa, donde el Estado del Bienestar es cada vez más débil y la tradición familista se mantiene con renovada fortaleza. O, en otras palabras, donde hablar de crisis del Estado del Bienestar supone que las desigualdades sociales aumentan al tiempo que la aportación de tiempo y trabajo de las mujeres se acrecienta en su entorno doméstico y familiar. Y que las propuestas de cambio no consiguen incluir soluciones válidas y concretas para que la sociedad organice social y colectivamente el tiempo y el trabajo de cuidados cotidianos necesarios para atender a las personas a lo largo de su ciclo de vida, tengan o no familia. Dado que esa es una necesidad que no solo afecta a las madres, contra lo que pudiera parecer ante el rampante discurso sobre la conciliación. Y que el envejecimiento de la población no deja de poner de manifiesto en los conflictos que asumen la mayoría de mujeres en su vida cotidiana, a la hora de procurar el bienestar que esas sociedades les reclama al tiempo que lo oculta o menosprecia.
Para hablar de propuestas, en estos momentos de crisis donde el modelo social vigente en las sociedades del bienestar ha tocado fondo, cabe recordar que buena parte de las reflexiones y argumentos comentados en párrafos anteriores dieron paso a un ante-proyecto de ley, en la Italia de 1990, conocida como ley del tiempo. Una ley que nunca llegó a promulgarse, salvo en las propuestas relativas al tiempo de la ciudad, estaba orientada a promover actuaciones en torno al tiempo, el trabajo y el bienestar cotidiano. Y a la que cabe reconocer que su conjunto de propuestas, que incluían puntos relativos a la reducción de jornada laboral diaria y al ciclo de vida, puso sobre la mesa las cuestiones clave de la problemática relación entre tiempo y trabajo. Si bien, no supiera vislumbrar que, en esas sociedades contemporáneas, no todos los tiempos valen lo mismo. Por lo que al ser el tiempo de trabajo el único reconocido, esa relación es la que debe afrontarse, en primer lugar.
Ese ha sido, sin embargo, el camino donde mayores éxitos han conseguido las actuaciones en torno al tiempo de trabajo (visto solo como jornada laboral), en los últimos veinticinco años. Éxitos y actuaciones que la crisis actual ha frenado, logrando que el empleo existente tenga la plena disponibilidad laboral como norma que nadie cuestiona, tanto entre los empleos precarios como entre los más cualificados y estables. En cualquier caso, las múltiples variedades de las fórmulas flexibilizadoras han sido ideadas desde y por la lógica empresarial y se han consolidado, gracias a la autoridad y prestigio de los principales especialistas en el mundo laboral. Esta flexibilización ha roto la lógica de un horario de trabajo fijado de manera estable, para la mayoría de la población ocupada, a lo largo de todo el ciclo de vida laboral. Una norma instituida por la sociedad industrial que ha ido desapareciendo a medida que la ocupación estable ha dejado de ser la pauta para buena parte de la población ocupada, aun antes de que la crisis irrumpiera. Y que tal norma se haya visto reforzada por el aumento de la diversidad horaria que ha provocado la creciente terciarización de las sociedades contemporáneas, en particular por el aumento de los servicios a las personas y la utilización creciente de las tecnologías TIC que, pese a sus enormes logros, se han convertido en verdaderas devoradoras de tiempo en nuestras vidas cotidianas.
De hecho, todas las políticas laborales ideadas en torno al tiempo de trabajo tratan de flexibilizar el horario de la jornada laboral, ampliándolo o disminuyéndolo, con el fin de obtener esa mayor disponibilidad laboral para toda la población ocupada. Como mucho, plantean como si de algo positivo se tratara, que las mujeres madres asuman la conciliación de la vida laboral y familiar, consintiendo que sean ellas las únicas concernidas por el tema. Un hecho que las lleva a protagonizar contratos a tiempo parcial en pésimas condiciones laborales y salariales, al igual que les sucede a la gran mayoría de las personas jóvenes que logran entrar en un mercado de trabajo cada vez más precario. Las razones explicativas de todo ello son muchas y diversas. Pero probablemente la principal sea que tales políticas laborales de regulación del tiempo de trabajo no consiguen que se cuestione la centralidad que esa idea de tiempo de trabajo tiene a la hora de organizar la vida de las personas, las empresas y las ciudades. Ya que quienes actúan como contraparte en la negociación colectiva, allá donde todavía pueden hacerlo, no son capaces de promover, junto a las demás fuerzas y movimientos sociales, otro modelo socioeconómico y de vida cotidiana que contemple otras pautas, valores y actividades, capaces de organizar y redistribuir el tiempo, el trabajo y el bienestar cotidiano, sin generar y reforzar las desigualdades sociales vigentes.
Las personas interesadas en promover políticas de tiempo para repensar el bienestar de la ciudadanía hemos aprendido, desde que se empezó a hablar de ellas, que había que promover, ante todo, políticas capaces de cuestionar la centralidad de esa idea de tiempo de trabajo. Así, reivindicamos que la reducción de la jornada laboral diaria en clave de sincronía y cotidianidad quede fuera de toda duda. Pues de otro modo no habrá ni espacio ni lugar para atender a los demás tiempos y trabajos necesarios para vivir una vida cotidiana digna ni que ello sea posible mantenerlo a lo largo de todo el ciclo de vida. Sólo así va a ser posible recordar la importancia nuclear del bienestar cotidiano y considerar que el tiempo de vida es el único horizonte que merece la pena preservar. Y, en este punto, el actual alargamiento de la vida puede y debe jugar a favor de idear y plantear nuevas alternativas, pues el tiempo, lejos de ser un recurso escaso como la lógica mercantil imperante preconiza, puede y debe convertirse en un bien preciado para lograr el bienestar cotidiano de toda la población. Un bienestar donde el aumento del tiempo y el trabajo destinado a los cuidados de las personas aumentarán de manera obligada, recordándonos que la vida merece ser vivida de otro modo. Por si alguna duda cabe, quizás sea bueno comenzar repensando, colectiva e individualmente, de quién obtenemos el bienestar cotidiano o en qué consiste, y a quién se lo procuramos o con quién lo compartimos. Y disculpen las molestias que estos pensamientos y reflexiones les puedan ocasionar.
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Teresa Torns Martín es doctora en Sociología, y profesora en la Universidad Autónoma de Barcelona en el área de Metodología y Técnicas de Investigación Social. Entre sus publicaciones recientes destacan “Las mujeres y el empleo en España” (FOREM), “Del porqué la conciliación de la vida laboral y familiar no acaba de ser una buena solución” (Observatorio de la Mujer) y “El temps de treball i el benestar quotidià” (con Vicent Borràs, Carolina Recio y Sara Moreno, en ARXIUS).