Por JUAN BOSCO DÍAZ-URMENETA
Reseña de la exposición Soledad Sevilla. La Algaba, Vélez Blanco, El Rompido. Centro Andaluz de Arte Contemporáneo-CAAC (8 de marzo – 25 de agosto de 2019).
1. Una almadraba abandonada, un palacio expoliado y una torre mudéjar no demasiado cuidada son el apoyo de otras tantas instalaciones de Soledad Sevilla (València, 1944) que ahora resume el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo. Digo resumir porque las tres instalaciones se hicieron años atrás y hoy, al mostrarse con amplia documentación, son a la vez exposición y memoria, o si se prefiere, doble ejercicio de memoria.
2. La almadraba es un arte de pesca del atún (de él dio cuenta Rossellini en Stromboli) pero la palabra también designa los recintos donde se preparaban conservas y salazones, y se guardaban barcos, redes y útiles de pesca. Junto a tales instalaciones, unos barracones alojaban a los pescadores y sus familias, y una construcción con aire de atalaya se reservaba al capitán, responsable del complejo y su actividad. La almadraba era, pues, un lugar: inserto en la naturaleza y atento a los ciclos naturales, en él se compartían tareas y se anudaban relaciones y complicidades. La del Rompido, Huelva, tuvo pasado feudal, los Medina Sidonia tenían la concesión real de la pesca del atún en toda la costa andaluza. La actividad cesó al cesar los privilegios, renació en el segundo tercio del siglo XX y se abandonó al surgir sistemas de pesca industrial. Por eso Soledad Sevilla halló la almadraba en ruinas. Enclavada en humedales y cercada de vegetación, una larga grieta rompía de suelo a techo un muro, que aún se sostenía en pie, dividiéndolo en dos. Dentro y fuera pujaban retamas y lentiscos.
Soledad Sevilla estudió La grieta desde diversos puntos de vista y proyectó una instalación en el Instituto Valenciano de Arte Moderno (2000). Aquella instalación, unida a documentos y esbozos, se reitera hoy en la capilla de Colón, en la Cartuja: el contorno de la grieta, modelado en bronce se enfrenta a su perfil en luz, trasunto de la que rasgaba el muro de la almadraba e iluminaba levemente su interior. La instalación a veces se acompañó con lienzos: grandes frisos de formas vegetales, alusión a la fecunda tierra silenciosa que invadía la almadraba.
Parecida nota de caducidad alienta en la segunda instalación, ya en la nave del antiguo templo cartujo. La obra subraya, primero, la memoria de Pedro Fajardo Chacón, un castellano que, tras la caída de Granada, recibió amplio territorio en las hoy provincias de Almería y Murcia. La población era morisca y Fajardo, por temor o prepotencia, edificó castillos en Mula, Cuevas de Almanzora y Vélez-Blanco. Hizo de este último su residencia, lo convirtió en palacio al gusto italiano y lo dotó de un patio cuyas arquerías recogían las hazañas de Hércules a quien el humanismo elevó a la dignidad de santo cívico. Los castillos perdieron sentido con la expulsión de los moriscos y la posterior repoblación con cristianos. El de Vélez-Blanco pasó, a través de enlaces matrimoniales, a la casa de Medina Sidonia y uno de sus titulares, en 1904, vendió cuanto contenía para pagar las deudas heredadas de su padre. J. Goldberg, anticuario francés, el comprador, vendió a su vez el patio, en 1913, a un coleccionista americano, G. Bluementhal, que al morir lo legó al Metropolitan Museum. Allí se instaló en 1964.
No sé si Soledad Sevilla vio antes la ruina del castillo de Vélez o el decorado del Metropolitan, pero decidió evocar la pérdida, proyectando en las asoladas paredes del patio del palacio su pasado esplendor. En un largo crepúsculo, mayo, 1992, a medida que crecían las sombras aparecían las formas renacentistas. El Centro Andaluz de Arte Contemporáneo entrecruza hoy dos memorias, la del esplendor y expolio del castillo, y la de aquellos atardeceres del 92. El reducido espacio actual y el breve tiempo de la proyección pueden restar brillo a la obra pero no disminuyen su eficacia.
La tercera instalación, más que la memoria de una pérdida, reivindica una presencia casi siempre ignorada, la de la luz. Soledad Sevilla la hizo ver en la Torre de los Guzmanes, en La Algaba, a cinco kilómetros de Sevilla, en 1990. La torre (que aún carece de restauración adecuada) se levantó, mediado el siglo XV, para zanjar disputas nobiliarias (a las que no fue ajena la casa de Medina-Sidonia) y es casi compendio de un castillo: posee aljibe (hoy cegado), un recinto con aire de capilla (planta primera), un salón del homenaje con balcón al exterior (planta segunda) y un cuerpo de guardia (terraza superior con soportales). La torre fue pósito, escuela, cárcel y a punto estuvo, durante la dictadura, de ser reducida a soporte del depósito de agua del pueblo.
Soledad Sevilla, en la recoleta primera planta, hizo un reclamo de La Noche: los hilos de algodón tensados que la cruzaban desplegaban el espacio al compás de luz ultravioleta. En la sala del homenaje, El Día, consistía en dos planos cruzados de hilos de algodón en los que se enredaba la luz al paso de las horas. En el cuerpo de guardia, una lona azul traslúcida producía penumbras de matizado color sobre la antigua solería de ladrillo. El Centro Andaluz de Arte Contemporáneo ha reconstruido las dos primeras instalaciones. La Noche, en el presbiterio del antiguo templo cartujo; El Día, en la sacristía, un recinto cuadrado, cerrado por falsa bóveda mudéjar que conserva en las paredes, las molduras que Pedro Roldán hizo para tres grandes lienzos de Zurbarán, hoy en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, El milagro de San Hugo, La Virgen de las Cuevas y Visita de San Bruno a Urbano II.
3. La instalación plantea de inmediato la pregunta por su alcance: ¿qué pretende? Digamos, para empezar, que no quiere ser decorado ni escenografía. No evita el informe socio-histórico pero no se reduce a él. Una instalación no es una reconstrucción, tipo centro de interpretación, ni un espectáculo de luz y sonido, ni sólo una acumulación de documentos. La instalación evita esas alternativas porque busca evocar un lugar. Esto es, un conjunto de relaciones con el medio y con los ciclos naturales (el paso de los atunes, las alternancias de la luz), donde hombres y mujeres trazan un modo de vida al compás de su trabajo y expectativas, o de ambiciones, temores e ilusiones (como las de un pretendido adelantado, culto por más señas, en tierra de moros). Un lugar es un modo de convivir, en y con la naturaleza, en y con los demás: una manera de habitar la tierra.
La instalación consigue evocar el lugar porque establece un espacio y un tiempo propios. La instalación no es un cuadro al que el espectador es ajeno. La mayor parte de las artes visuales (incluidas las de las pantallas electrónicas) ponen la imagen ante los ojos. El espectador mira, examina, analiza y valora, pero desde fuera, sin enredarse en ella. La instalación, al contrario, incorpora al espectador, lo rodea, lo envuelve. No se limita a estimular la vista. Se dirige al cuerpo y despierta en él aspectos olvidados.
Todos los cuerpos están cruzados por circuitos sensorio-motores que aseguran su anclaje en el entorno. En los animales, esos circuitos tienen carácter finalista: apuntan a un objetivo preciso (alimento, reproducción, conservación de la vida) y en él se consuman. Decimos por eso que el animal posee o forma un entorno, un medio, un territorio. Pero del animal humano decimos que puede conformar y habitar mundos. Eso es así porque en hombres y mujeres los circuitos sensorio-motores son más abundantes, menos funcionales y sobre todo más plasticos y así pueden configurarse de diferentes formas, tantas al menos como las diversas culturas que pueden a su vez ser alteradas y modificadas, desde su mismo interior.
Algunos de esos circuitos quedan latentes, bien por quedar al margen de la utilidad o apartados de la necesidad inmediata de reconocer objetos o circunstancias de cada día. Pero esas capacidades de percepción y movimiento pueden resurgir, si una situación los despierta. Es lo que busca la instalación. Suscita mundos posibles y lo hace desde dentro del espectador. Al ponerlo en contacto con otros mundos, rescata sensibilidades e imaginaciones olvidadas. Es la peculiaridad de la instalación: no sólo hace ver, experienciar o sentir, sino además que nos sintamos a nosotros mismos, viendo, experienciando o sintiendo. Lo sugiere Richard Serra: sus grandes piezas están hechas no para ser miradas (o admiradas), sino para verse viéndolas.
4. La instalación es, pues, un modo de recuperar formas de habitar la tierra. No son las nuestras, sin duda, pero en ellas podemos barruntar otros modos de establecer un mundo propio. La instalación no es un manual de instrucciones ni un recetario, sólo pone en el cuerpo una semilla para ver lo que no suele mostrarse, trazar relaciones insospechadas a primera vista, recuperar formas de vida perdidas. En ese sentido es antídoto de la atención embebida en la utilidad o el beneficio, y de la mirada ociosa, ansiosa de curiosidades o espectáculos. Descubrir mundos posibles puede salvaguardar de las de-finiciones (definen y limitan) del Estado y los mercados, y la inercia de las redes informáticas. La instalación, en suma, ejercita la inteligencia y la fantasía estimulándolas desde el propio cuerpo.
5. Quizá pueda llegarse algo más lejos: ¿señala la instalación las limitaciones del arte público? La sociedad moderna padeció, desde sus inicios, un alto déficit de legitimación. Liberó al individuo de los vínculos naturales (del clan a la familia amplia) pero a cambio le dio sólo anonimato. Definió libertades pero aplazó la igualdad. De ahí, el permanente desajuste, si no quiebra, entre la identidad pública y la privada. Los estados intentaron subsanar aquel déficit y esta quiebra (entre otros medios) con espacios públicos que materializaran la lógica de las instituciones. Parlamentos, tribunales, sedes del gobiernos o ministerios, con grandes edificios y cuidados espacios urbanos, querían ofrecer identidad y protección al ciudadano libre, aunque apenas podían evitar que esas mismas formas traslucieran otras facciones, la del poder. Más tarde se unieron a esa carrera las grandes corporaciones industriales y financieras. Incluso a partir de ciertas fechas permitieron que artistas rompedores modelaran tal imagen pública. Hoy, ese proceso se ha convertido en una suerte de reto entre ciudades por el que la potencia del sky-line recibe muchas más atenciones que el día a día de los ciudadanos. La instalación, al unir cercanía y caducidad, puede ser la sombra del arte público. En parte porque da pistas para abrir lugares propios y en parte porque sugiere qué se oculta tras las ansias faraónicas del arte público.
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Juan Bosco Díaz-Urmeneta. Profesor titular de estética (jubilado) y crítico de arte. Ha comisariado exposiciones de Carmen Laffón, Soledad Sevilla, Guillermo Pérez Villalta, Manolo Quejido, entre otros artistas. Autor de diversos textos de estética y teoría del arte.