Por ÁNGEL DUARTE
Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que en España la cuestión republicana no figuraba en la agenda pública. En otras palabras, el dilema Monarquía-República no era un elemento central en el debate ciudadano. Podría decirse que, excepto entre los recalcitrantes de la república (y habría que reconocer que, aun contando con Javier Aristu, no éramos muchos), el tema de la forma de Estado y su jefatura estaba cerrada.
España era, desde 1978, y como monarquía constitucional y estado autonómico, una democracia parlamentaria en la que las deficiencias en materia de democratización vividas en los primeros tiempos de la Transición (recuérdese, por poner un ejemplo, el caso de las fuerzas de orden público y su papel en la gestión de los conflictos político-sociales o en la guerra sucia empleada frente a la violencia terrorista de ETA) no impidieron la rápida equiparación con las democracias que regulaban la vida política en los países de nuestro entorno. El Rey, en cualquier caso, no era, como se asegura ahora, un “problema constitucional” y, por supuesto, a nadie se le ocurría advertir a la ciudadanía de que estaba siendo aherrojada, siquiera parcialmente, y mantenida en la condición de súbdita. Incluso las bromas iniciales acerca de la “brevedad” del rey, un recurso republicano muy de otros tiempos, pasaron pronto a mejor vida.
Hubo un tiempo, no hace tanto, en el que en España la cuestión republicana no figuraba en la agenda pública. En otras palabras, el dilema Monarquía-República no era un elemento central en el debate ciudadano
En las miradas serviciales para con lo establecido solía añadirse, al hacer balance de lo acaecido en la década de 1970, que ese estadio democrático, con el monarca Juan Carlos al timón, se habría alcanzado en un proceso que tuvo como escenario a la Europa meridional. España no era un caso único ni excepcional e integraba, junto a las repúblicas portuguesa y griega, una tríada de manifestaciones dentro de las cuales se singularizaba, en abierto contraste con la experiencia revolucionaria lusa, por su cariz reformista y consensual -lo que tenía, como he insinuado unas líneas más arriba, sus implicaciones en materia de depuración de responsabilidades en la represión del tardofranquismo, de lo que ha venido en llamarse memoria democrática o, en ese momento mucho más determinante, de gestión del combate a las expresiones de violencia política. Ya fuese, la Transición, el resultado de una operación de ingeniería política diseñada y ejecutada por las élites provenientes del Régimen y los principales actores de la oposición democrática o bien la consecuencia inevitable, e inaplazable, de las presiones democratizadoras y descentralizadoras expresadas desde abajo y, por supuesto, desde fuera del sistema, o bien una combinatoria de ambas circunstancias, el resultado de esos años -1976/1982- fue la consolidación de un marco democrático no exento, como de hecho pondría de manifiesto un balance equilibrado, de posibilidades de democratización por venir.
En esos años de finales del Novecientos y primeros del siglo actual las encuestas sociológicas reflejaban una buena consideración de la monarquía en la opinión pública. De hecho, hasta el cambio de siglo, y no solo en lo relativo a la cuestión monárquica, las voces complacientes para con el proceso vivido entre 1976 y 1982, tanto las políticas como las académicas, eran más numerosas y tenían canales de comunicación mucho más potentes que las lecturas críticas. Por su parte, quienes, como Aristu, a quien aquí recordamos, habrían vivido como actores esos momentos de cambio político y la consolidación posterior de la democracia y de no pocas conquistas sociales y políticas asociadas a la misma, se aceptaba que los combates por asegurar los hitos alcanzados y por avanzar en los procesos democratizadores quizás tenían alguna relación indirecta con la evocación y el reconocimiento de los años republicanos -tanto los de la Primera como, sobre todo, los de la Segunda de las repúblicas-, pero lo que primaba, dado que resultaba ser determinante en materia de avances o retrocesos, era la atención a la necesaria reconsideración de las formas y los modos de la izquierda transformadora, al ineludible combate contra la burocratización del sindicalismo o de otros movimientos sociales enfrentados a nuevas y viejas lógicas de exclusión, a los ciclos de despolitización o a los efectos -a los deletéreos, se entiende- que tenían la globalización y las exigencias europeas para con la actividad socioeconómica y el mercado de trabajo.
LaTransición fue la consolidación de un marco democrático no exento, como de hecho pondría de manifiesto un balance equilibrado, de posibilidades de democratización por venir (…) El horizonte de la república parecía cosa de viejos o de elementos extramuros
Todo ello relegaba, de facto, la esperanza republicana al terreno de la querencia personal y asentaba la estabilidad de la Monarquía. El horizonte de la república parecía cosa de viejos o de elementos extramuros. A lo sumo, en ese momento las opiniones republicanizantes, en la izquierda realmente existente, lo que propugnaban era recuperar para la vida democrática española, y sin modificaciones institucionales de calado, los valores morales y cívicos que se suponía encarnaba el republicanismo histórico. A la altura de 2000 se podía afirmar que la consolidación y la pervivencia de nuestra democracia debería tener en cuenta los valores republicanos (a menudo calificados como viejos) y los propósitos de justicia, libertad y equidad, de renovación y modernización de la sociedad española que habría intentado, sin lograrlo, el republicanismo histórico. La obsolescencia de la República como marco institucional era la jubilación de la Guerra Civil -ésta leída, con variantes, como un episodio trágico del pasado con no pocas equiparaciones en materia de responsabilidades y, en suma, una página ya leída.
Este estado de ánimo cambió. Las causas españolas de la perturbación son perfectamente reconocibles y sin pretender establecer una jerarquía, en lo relativo a su importancia, ni una cronología, en lo que se refiere a qué fue lo primero, podríamos señalar, renunciando a la exhaustividad, las siguientes: una evidente fatiga de los materiales que conformaban el edificio institucional de nueva planta alzado sobre terrenos, y no pocos materiales, de procedencia tardofranquista; una interrogación inédita por su amplitud y niveles de exigencia sobre el pasado -una pretensión de recuerdo y comprensión del pasado que se da, por lo que hace a conflictos o grandes conmociones colectivas, en segundas y terceras generaciones-; una nada desdeñable quiebra de confianza en las fuerzas políticas mayoritarias que habían dado vida a una alternancia sin alternativas de calado; una erosión que se aceleraba por el efecto corrosivo de los escándalos de corrupción o de malas prácticas democráticas en materia, por ejemplo, de lucha contra el terrorismo, de financiación partidaria, de colusión de los protagonistas del quehacer político con las grandes empresas y los oligopolios extractivos; o la deriva de una política exterior que, desbordando las seculares y canónicas querencias europeístas y atlantistas, aspiraban a situar, participando en coaliciones internacionales en Yugoeslavia o en Oriente Medio, al país en el centro del nuevo orden mundial. A todo ello habría que sumarle el efecto sobre las condiciones de vida, y sobre las expectativas de futuro, de la ciudadanía española que tuvieron las crisis económicas de carácter sistémico vividas en 2008 y en los años siguientes.
El caudal republicano que acrece en las dos últimas décadas se alimenta de veneros muy diversos. Cabe recordar que, en lo académico y con creciente intensidad a finales del siglo XX, se dio, coincidiendo con el agotamiento de otras propuestas emancipadoras, un repensar la filosofía política republicana. En el mundo anglosajón, así como en países próximos -de Francia a Italia, pasando por Portugal-, proliferaron los trabajos y los debates eruditos sobre la libertad de los antiguos y la de los modernos, sobre la pertinencia de una libertad positiva que desbordase el objetivo de la mera liquidación de las restricciones para crear un marco de posibilidad para la realización del bien común por parte de una ciudadanía activa e interesada en la esfera pública. Todo ello tuvo un impacto que, en rigor y sin alcanzar a las multitudes, desbordó lo académico para infiltrarse en el debate ciudadano y llegar, en tiempos de la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero, a dar lugar a arqueos -presentados editorialmente como “exámenes”- acerca del grado de republicanismo de la acción del ejecutivo socialista, por parte de figuras como Philip Pettit.
En síntesis, el republicanismo aparecía, en el pasado, como una cultura política de muy larga duración sostenida sobre los conceptos de virtud republicana, ciudadanía activa y comprometida con el bien común, sobre la universalidad de afirmaciones complementarias en la libertad, la igualdad y la fraternidad
Por lo demás, en nuestro país la historiografía, que siempre había mostrado un cierto interés por el análisis de las dos experiencias institucionales republicanas -y sus “fracasos”-, había pasado a ocuparse con detenimiento del republicanismo como una cultura política -o, a veces con agrias polémicas sobre su unicidad o pluralismo, como más de una– sin la que era imposible evaluar adecuadamente la historia de la España contemporánea. Cultura política y movimiento social, terreno de combate y proyecto de liberación a lo largo de dos siglos, el republicanismo español se situaba más allá de la historia institucional y nos acercaba a un pasado más complejo en el que los aprendizajes de la democracia y sus efectos resultaban determinantes para la comprensión tanto de los procesos de oligarquización como de los de (re)apropiación y gestión de derechos por parte del común.
En síntesis, el republicanismo aparecía, en el pasado, como una cultura política de muy larga duración sostenida sobre los conceptos de virtud republicana, ciudadanía activa y comprometida con el bien común, sobre la universalidad de afirmaciones complementarias en la libertad, la igualdad y la fraternidad. En España, como en la geografía más cercana, el republicanismo habría sido una escuela de democracia, un campo feraz en el despliegue de una sociabilidad que operaba capilarmente y que se extendía, con diversos grados de intensidad, por todo el país. En el republicanismo habían tenido cabida determinadas agendas de elementos patricios descontentos con los límites del liberalismo moderado y/o conservador y que, en un momento u otro, habrían llegado a la conclusión de “Con los Borbones, jamás”. O, por ser más claros, que con los Borbones la democratización del legado liberal, la secularización del Estado y la europeización de la nación resultaban imposibles. En ese mismo campo había eclosionado un republicanismo plebeyo, múltiple y heterogéneo, pero asociado al horizonte de una significativa reforma social, a un nada desdeñable anticlericalismo que iba más allá de los meros ejercicios secularizadores, a la reconsideración del problema de las soberanías territoriales -empezando por el municipalismo y llegando, en algunos casos, a lógicas federales y confederales-, a la ampliación de la agenda y de los actores presentes en la vida democrática. Un republicanismo plebeyo plasmado en toda suerte de iniciativas: desde la escuela racionalista al ateneo o centro de lectura, desde el impulso a la cooperativa de consumo o a la apertura de sus locales a las sociedades obreras de resistencia, desde el coro popular a la redacción periodística, desde el círculo librepensador a las numerosas y decisivas sociedades de mujeres emancipadas que combatían por los derechos políticos y sociales de ellas y de la humanidad en su conjunto.
Nos hallamos, pues, en mi opinión ante un cambio de ciclo, coincidiendo a grandes rasgos con el cambio de siglo, en el cual el republicanismo, como filosofía política, y como factor clave en la explicación del pasado nacional y de las luchas por la democratización. Es en ese momento en el que, y aquí el análisis y las querencias se mezclan, el republicanismo, frente a las hegemonías culturales y políticas del neoliberalismo, se convierte en una trinchera desde la que defender lo alcanzado en el tramo final del Novecientos y en la base sobre la que establecer una plataforma desde la que forjar ofensivas para alcanzar otras cotas liberadoras. Nada de ello hubiese sido posible, por lo demás, si ese neorrepublicanismo procediese exclusivamente “de arriba”. Acaso lo más determinante, en toda esta historia, tuviera lugar en el Bierzo, en ese 2000 en el que se empezaron a exhumar las primeras fosas comunes y con ellas llegó el rescate, y nueva vida, de las víctimas republicanas en la Guerra Civil. El empuje del movimiento memorialístico, no siempre bien entendido por la academia, y su papel determinante en el auge de la lógica social republicana, encaja con un rasgo propio del republicanismo: la coexistencia de los caballeros de la razón con los estímulos populares, los de los excluidos de derechos (en este caso el de la memoria y el reconocimiento).
El republicanismo, frente a las hegemonías culturales y políticas del neoliberalismo, se convierte en una trinchera desde la que defender lo alcanzado en el tramo final del Novecientos y en la base sobre la que establecer una plataforma desde la que forjar ofensivas para alcanzar otras cotas liberadoras
Javier Aristu, creo, fue muy consciente, en sus trabajos e inquietudes últimas, de que el mero descrédito autoinflingido, dilapidando capitales simbólicos alcanzados previamente, por los elementos de la Casa Real (un hecho registrado en anteriores ocasiones) no era suficiente para provocar el colapso institucional de la Monarquía. En la España de 2021 la Monarquía opera como lo que siempre fue: el baluarte de lo establecido, incluso en los procesos liberalizadores. En rigor, a la república institucional, de llegarse, se llegará, le diría a Javier, y creo que estaría de acuerdo conmigo, ocupándonos de los combates concretos, desde abajo, desde la periferia, en nuestro caso la andaluza, por una democratización real, por una participación ciudadana activa, informada, orientada al bien común, fraterna e igualitaria. Lo de siempre, lo de toda la vida.
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Ángel Duarte. Catedrático de Historia Contemporánea, Universidades de Gerona y Córdoba.