Por MARCIAL SÁNCHEZ MOSQUERA
La noción de diálogo social podría calificarse de “concepto débil”, en tanto que es suficientemente dúctil y manejable. Puede desarrollarse un diálogo social prácticamente indefinido sin concreción ni eficacia. En realidad, lo que verdaderamente ha evidenciado sus limitaciones es el corporatismo o, si se quiere, la concertación social. Esto es, la concreción del diálogo social en pactos explícitos. Pocos hablan de concertación social porque, en efecto, los acuerdos sociales se han mostrado totalmente inoperantes para hacer frente a la actual crisis. No es que, como ocurriera a finales de la década de 1970, los pactos sociales sucumbieran ante la persistencia del estancamiento económico, la inflación y la alta conflictividad, al tiempo que se derrumbaban los gobiernos socialdemócratas, sino que, en esta ocasión, los acuerdos directamente no se han suscrito. Los gobiernos han implementado unilateralmente una política económica para hacer frente a la crisis que, además de fuertes restricciones al gasto social, ha comportado evidentes cambios institucionales a favor del unilateralismo empresarial y la restricción de los derechos colectivos, por presentarlo de un modo amplio.
Asentada en las décadas de 1970 y 1980, la literatura clásica sobre el corporatismo (o neocorporativismo) había señalado una serie de factores explicativos de la eclosión de acuerdos generales de renta en la Europa occidental de esos años. La crisis, la debilidad relativa de los gobiernos y los agentes sociales que debían hacer frente a la crisis, la elección de gobiernos socialdemócratas, el prestigio de la “mano visible” frente a la opción de desregular el mercado, la fuerte conflictividad (coadyuvante a acuerdos en la empresa y fuera de ellas, con gobiernos necesitados de estabilidad) y la extensa presencia económica, social y política de los sindicatos. En ningún otro momento ni lugar los sindicatos han sido tan fuertes en términos de afiliación, audiencia electoral y cobertura de la negociación colectiva como la Europa occidental y democrática en la segunda mitad de la década de 1970.
Esos factores favorables al corporatismo y, en gran medida, al sindicalismo se han disipado desde 1985 hasta la actualidad. Sin embargo, el cambio de orientación en la política económica dominante a favor de libre mercado y la autolimitación del papel del Estado en economía, con una clara tendencia a la mercantilización de servicios públicos, no supuso la desaparición de los acuerdos sociales, sino su mutación.
Los nuevos gobiernos de signo liberal conservador e incluso los socialdemócratas, como el español encabezado por Felipe González, plantearon una política que, en términos generales y de manera muy sintética, pretendía mejorar la “competitividad” de las empresas y, en el mismo sentido, favorecer la del propio país. La empresa, incluido el capital en sus formas más especulativas, se estimó como la base de toda competitividad nacional y, por consiguiente, de toda generación de riqueza y empleo. El razonamiento aplicado, en síntesis, fue que nada mejor que empresas competitivas y fuerte inversión de capital (incluida su atracción foránea) para luchar contra el paro, residuo de la crisis de la década de 1970 no conjurado ni siquiera en los periodos de crecimiento desarrollados entre 1985 y 2007. Una lógica inserta en el dogma profusamente seguido por la socialdemocracia europea de primero generar riqueza a través del mercado para luego distribuirla. Dogma no abandonado ni siquiera ante la actual crisis económica y el fracaso de las políticas desarrolladas. No obstante, estudios empíricos e históricos se han encargado de poner de relevancia que la forma en que se genera riqueza y las instituciones involucradas condicionan su distribución.
La política a favor del capital ha comportado un cambio institucional en el que se han visto atrapados los sindicatos. Además, las transformaciones tecnológicas, la persistencia de un relativo alto desempleo, la expansión de los servicios, el avance de la economía financiera y, por supuesto, la globalización han favorecido un desgaste constante y progresivo, con la excepción de los países nórdicos y alguno centroeuropeo. Al mismo tiempo, en los países subdesarrollados y los denominados emergentes, con evidentes problemas de libertad sindical, la presencia de organizaciones autónomas de trabajadores ha permanecido muy limitada.
Confrontación y negociación han formado el binomio que ha caracterizado históricamente a los sindicatos. Su institucionalización ha dependido, en gran medida, de su capacidad de movilización (capacidad de promover y liderar conflictos). Para ello ha sido necesario una notable implantación en términos afiliación, audiencia electoral y negociación colectiva. Con bastante claridad –y contundencia en algunos casos– las organizaciones sindicales han perdido representatividad y capacidad de movilización social en todos los ámbitos y sentidos. La conflictividad, medida en jornadas de trabajo perdidas por huelgas y cierres patronales, no ha hecho sino descender en los últimos treinta años. Una tendencia que ha permanecido invariable incluso en los periodos de crisis económica.
La política a favor del capital ha comportado un cambio institucional en el que se han visto atrapados los sindicatos. Además, las transformaciones tecnológicas, la persistencia de un relativo alto desempleo, la expansión de los servicios, el avance de la economía financiera y, por supuesto, la globalización han favorecido un desgaste constante y progresivo, con la excepción de los países nórdicos y alguno centroeuropeo
En Europa occidental al inicio del decenio de 1990 el proyecto de Unión Europea y, sobre todo, de Unión Económica y Monetaria demandó profundas reformas institucionales. Los gobiernos, mayoritariamente, buscaron acuerdos para implementar tales reformas. Los sindicatos participaron en ese consenso con dos objetivos claros: contribuir a que las reformas fueran lo menos lesivas posible en términos de bienestar y ganar institucionalización para así fortalecerse. Pese a que los resultados fueron desiguales según los países, los objetivos no se cumplieron más que muy parcialmente. El deterioro en términos de representatividad no se ha detenido y las reformas pactadas han favorecido el avance del mercado.
En Europa la crisis económica iniciada en 2008, pese a la implementación inicial y efímera de políticas neokeynesianas, ha reforzado políticas de liberalización y flexibilidad, además de fuertes restricciones presupuestarias. Las reformas propuestas por los gobiernos han resultado de todo punto innegociables para los sindicatos. Con el diálogo social más que afectado y los acuerdos totalmente bloqueados, los sindicatos se lanzaron a una amplia ofensiva de huelgas generales y movilizaciones. En términos de conflictividad laboral, medida mediante jornadas de trabajo perdidas, los datos indican una atonía clara. Pese a la crisis, la incidencia huelguística ha tenido un comportamiento muy parecido al mostrado hasta 2007. En cambio, al menos en el caso español, las protestas ciudadanas –manifestaciones– cuya motivación era laboral han aumentado muy significativamente. Se podría afirmar que la conflictividad de origen la laboral se ha desplazado, en buena medida, del centro de trabajo a la calle, de la huelga a la manifestación. No obstante, ante la ciudadanía, en el ámbito de la calle y la manifestación, los sindicatos son solamente uno de los agentes convocantes, copartícipes, pero comparten protagonismos con otras entidades de la sociedad civil. No está claro, ni siquiera, que los sindicatos hayan liderado este tipo de protestas.
La situación en la que se encuentran los sindicatos se define por un doble bloqueo. Por un lado, los cauces habituales de participación institucional se han reducido notablemente. Por otro, la confrontación, la conflictividad y su liderazgo, que siempre ha otorgado poder de negociación, ha declinado notablemente. Por si fuera poco, la globalización, el avance tecnológico y el crecimiento de la economía financiera erosionan un modelo de organización que permanece inserto, en buena medida, en las coordenadas institucionales nacionales y de la gran gran empresa, sobre todo de titularidad pública. La menor capacidad normativa del Estado y el declive de los empleados de grandes empresas y, sobre todo, públicos conspiran claramente contra ese modelo.
A finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, las antiguas sociedad de oficio se vieron desplazadas e inutilizadas por los cambios económicos, políticos y sociales que se produjeron. Los grandes sindicatos nacionales de masas fueron la alternativa a un modelo de representación local que, por la fuerza de los hechos, había periclitado. En la segunda década del siglo XXI comienzan a advertirse demasiadas contradicciones entre la realidad y un modelo organización y acción sindical que, con matices, ha permanecido en buena medida estable durante más de cien años.
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Marcial Sánchez Mosquera es profesor del Departamento de Economía e Historia Económica de la Universidad de Sevilla. Autor de la tesis La concertación social en Andalucía, 1983-2008: institucionalización y resultados y del libro Del miedo genético a la protesta: memoria de los disidentes del franquismo.