Por LLUIS RABELL
Vivimos tiempos de contradicciones y paradojas. La inédita situación provocada por la pandemia ha puesto de relieve la pertinencia de los principios federales: cooperación entre las administraciones, esfuerzos mancomunados, combinación de los arbitrios emitidos desde la centralidad con la gestión de recursos desde la proximidad… Las medidas exigidas por dicha situación han ido confiriendo a la lógica federal un carácter de «sentido común», de racionalidad ante los desafíos de una crisis sanitaria sin precedentes y sus derivadas económicas y sociales. Buen ejemplo de ello sería la implementación del Ingreso Mínimo Vital: su eficiencia dependerá de la articulación armoniosa de esta medida general con los distintos dispositivos autonómicos existentes, igualmente destinados a atender la situación de personas y familias carentes de ingresos. No obstante, ya se intuye que no será tarea fácil. Si todo cuanto existe es racional, en política, raras veces redunda en hechos razonables.
En efecto. No son pocas las aristas de la arquitectura autonómica que han aparecido a lo largo de estas semanas, obstaculizando la lógica cooperativa. Además, lejos de tratarse de un fenómeno nacional, podemos constatar hasta qué punto la racionalidad debe bregar para abrirse paso también en la UE, poniendo en tensión los rasgos confederales de la construcción europea y la preeminencia de los grandes Estados. En este caso, por cuanto se refiere a los impactos del parón de la actividad económica – y su especial afectación en los países del sur -, que requieren de una respuesta concertada y solidaria del conjunto de los Estados miembros. A estas alturas resulta evidente que, ni aquí ni allí, la perspectiva federal caerá por su propio peso. Muy al contrario: una guerra sorda, no declarada, pero tenaz y constante, está en curso contra una posible evolución federal de España y de Europa. Esa lucha atravesará durante todo un período la vida política, condensando el conflicto entre los intereses de la mayoría social, por un lado, y los esfuerzos de las élites para mantener su preeminencia, por otro. El recurso al nacionalismo y al populismo, denostando el espíritu federal como un factor de corrosión de identidades y soberanías, estará de nuevo a la orden del día en el escenario del «día después» de la pandemia.
A estas alturas resulta evidente que, ni aquí ni allí, la perspectiva federal caerá por su propio peso. Muy al contrario: una guerra sorda, no declarada, pero tenaz y constante, está en curso contra una posible evolución federal de España y de Europa
El propio diseño del Estado de las Autonomías encierra grandes contradicciones. Viene a ser una respuesta híbrida y distorsionada a la pulsión federal contenida en el mandato constitucional de ordenar la convivencia democrática de una nación compleja, continente de una gran diversidad cultural y lingüística, así como de diversos sentimientos colectivos de pertenencia nacional – enraizados incluso en leyes e instituciones tradicionales propias. El Estado de las Autonomías superpone, a la España radial y su decimonónico mapa de provincias, una descentralización administrativa en comunidades compartimentadas, agregadas por aluvión, con distintos niveles competenciales y variadas adhesiones emocionales por parte de sus respectivas ciudadanías, y sin organismos realmente operativos de representación territorial, capaces de hacer de contrapeso al poder central. Joan Coscubiela lo resumía así en un reciente artículo: «El Estado de las Autonomías se ha construido desde el primer momento sobre cuatro pilares: la inexistencia de una propuesta compartida por las fuerzas políticas, su desarrollo en función de los pactos de los partidos estatales con las fuerzas nacionalistas – actuando de bisagra – para apoyar la gobernabilidad de España, el Tribunal Constitucional llenando con sus sentencias los vacíos dejados por la política y el agravio comparativo como el gran motor autonómico». (“El (no) modelo de gestión del ingreso mínimo vital”). He aquí, pues, una estructura surcada de trincheras desde las que librar combates de alto efecto desestabilizador. La Comunidad de Madrid y Catalunya son buena prueba de ello. La primera acoge un potentísimo nodo de intereses corporativos y rentistas, entrelazados con la alta burocracia de la maquinaria estatal. Ése es el entramado sobre el que se apoya la derecha política y mediática, encarnada en primer lugar por el PP. El gobierno de la comunidad – y de la capital – suponen una plaza fuerte decisiva en la guerra de desgaste contra el ejecutivo progresista de Pedro Sánchez, declarado «ilegítimo» desde el mismo instante de su constitución. La Generalitat de Catalunya, por su parte, ha contribuido a esa erosión durante todo el Estado de Alarma.
He aquí, pues, una estructura surcada de trincheras desde las que librar combates de alto efecto desestabilizador.
La Comunidad de Madrid y Catalunya son buena prueba de ello
La debilidad relativa de la coalición de izquierdas gobernante – y, por tanto, la necesidad de pactar con fuerzas nacionalistas vascas y catalanas – hace patente el déficit de cultura federal. Pero también que cualquier avance en ese terreno es percibido como una amenaza por dichas fuerzas. Ha bastado con que la Generalitat valenciana – quizás el gobierno autonómico con mayor sentido de lealtad federal – haya exigido y obtenido del ejecutivo central una distribución más equitativa de los fondos destinados a las comunidades para hacer frente a los gastos derivados de la epidemia… para que saltasen las alarmas por doquier, ante el temor de que se removieran algunos tradicionales equilibrios. El PNV, por ejemplo, ha desarrollado una gran habilidad para obtener ventajosas contrapartidas, en términos fiscales y de inversiones del Estado en Euskadi, a cambio de su contribución a la gobernabilidad. El nacionalismo vasco es confederal en tiempos de bonanza económica… pero reivindica la solidaridad federal cuando su industria sufre un parón, como ha ocurrido durante el período de confinamiento. En Catalunya, sin embargo, es donde la lucha subterránea contra el federalismo resulta más enconada y decisiva. El más acérrimo enemigo del nacionalismo catalán no es el nacionalismo español – frente a su centralismo, el independentismo se legitima y refuerza -, sino la alternativa federal. Tanto la derecha, encarnada en el mundo posconvergente, como el nacionalismo pequeñoburgués que representa ERC, son conscientes de que se ha cerrado cualquier ventana de oportunidad para la secesión. La difícil situación que deberá afrontar la Unión Europea excluye la menor veleidad al respecto. Sin embargo, el conflicto territorial sigue enquistado. Los años del «procés» han dejado un pósito de amargura y división en el seno de la sociedad catalana. A pesar del cansancio, el malestar y la agitación de las clases medias pueden reavivarse ante la crisis social que se avecina. Vigilándose estrechamente, luchando entre sí en una pugna inacabable por la hegemonía, las fuerzas independentistas se sitúan en esa perspectiva.
Catalunya se apresta a entrar en campaña electoral. La inhabilitación del president Torra, que presumiblemente se producirá este otoño, puede precipitar la contienda. Lo que está en juego es el considerable potencial que representa la administración autonómica: 200.000 funcionarios, un presupuesto que ronda los 30.000 millones, un gran aparato mediático… Y, con todo ello, la colocación de una cohorte de altos cargos afines al frente de esa maquinaria, la posibilidad de tejer redes clientelares entorno a los recursos gestionados, la influencia sobre el entramado empresarial vinculado a la contratación pública… Sin olvidar cuán importante será en el próximo período canalizar las transferencias de fondos europeos destinados a la reconstrucción. Las fuerzas nacionalistas lucharán por mantener esos resortes de poder en sus manos. Manejarlos es fundamental para conservar su influencia social – a la espera incluso, para quienes se mantienen aferrados a sus ensoñaciones, de una nueva circunstancia favorable para «volver a hacerlo». En cualquier caso, la autonomía, tan denostada y despreciada por la propaganda oficial del independentismo, constituye el marco idóneo para sus designios: es el terreno del agravio permanente, de la aspiración nacional frustrada que mantiene viva la inflamación nacionalista; y, al mismo tiempo, la plataforma compartimentada, desconectada del resto de la sociedad española, desde la cual es posible presionar a un gobierno central necesitado de apoyos. El centralismo tradicional ha reinado sobre la división autonómica, desdibujando y dejando inoperativos los ámbitos de cooperación y gobernanza compartida que podían fomentar una cultura federal. Ahora, el independentismo se aprovecha de esa desviación histórica.
En ese contexto, sólo cabe considerar con preocupación la situación de la izquierda, la única franja del espectro político donde, hoy por hoy, existen significativas tendencias federalistas en Catalunya. Todo indica que una operación política está en marcha en torno a la posibilidad de promover un relevo al frente de la Generalitat, configurando un nuevo gobierno liderado por ERC. La perspectiva – cuya realización requeriría una compleja alineación astral tras las próximas elecciones – tiene bastante de elucubración e incluso de quimera. El problema es que, aún así, semejante hipótesis ha encandilado a una parte de las fuerzas progresistas, debilitando lo que debería configurarse como un polo de izquierda social y federalista frente al nacionalismo. Las ilusiones al respecto son notorias y manifiestas entre los dirigentes del espacio de los comunes. Sobre el papel, el esquema parece simple: ERC, aupada por las encuestas, decidiría emanciparse de la tutela convergente y se ofrecería para ser, desde la Generalitat, una dirección pragmática, dispuesta a brindar estabilidad al gobierno de PSOE y UP a cambio de la satisfacción de razonables demandas. La izquierda española, ante la inminencia de un período convulso, facilitaría el gobierno de ERC en Catalunya: los comunes, que ya han dado luz verde a los últimos e inanes presupuestos del actual Govern, estarían dispuestos a incorporarse a ese gobierno, aportándole una pátina izquierdista. El PSC, por su parte, debería sacrificarse por la causa y brindar un apoyo parlamentario a ese ejecutivo, probablemente desde fuera. Ése sería el plan.
El centralismo tradicional ha reinado sobre la división autonómica, desdibujando y dejando inoperativos los ámbitos de cooperación y gobernanza compartida que podían fomentar una cultura federal. Ahora, el independentismo se aprovecha de esa desviación histórica
Estos días, se ha puesto en marcha, con notable apoyo mediático y el patrocinio del empresario Jaume Roures – Mediapro -, una curiosa operación: la formación del Instituo «Sobiranies», donde pretenden reflexionar sobre el catalanismo, las izquierdas y el devenir del país destacados representantes del mundo de los comunes y de la CUP. Es dudoso, sin embargo, que la finalidad de ese dispositivo sea la producción intelectual. Dado que Roures propició en su día el acercamiento entre la izquierda alternativa y ERC, es lógico pensar que este nuevo artilugio pretenda ante todo ensanchar el radio de los eventuales apoyos a ese anhelado gobierno. Naturalmente, hay en todo eso mucho de cuento de la lechera. Los meses que faltan para unos comicios catalanes, todavía en el alero, son toda una eternidad. Ya hemos visto a qué velocidad pueden cambiar los escenarios políticos. En Madrid, el PSOE tantea apoyarse en un Ciudadanos en busca de perfil centrista y en un PNV que ve en el partido de Arrimadas un posible aliado para imprimir cierta impronta liberal a la legislatura. Algo que reduciría la importancia de ERC como «partido bisagra». Por otro lado, muchas cosas se mueven en el mundo soberanista. El espacio posconvergente puede verse interpelado por nuevas propuestas electorales moderadas. Pero ERC también puede sufrir algún quebranto por parte de Puigdemont si, por alguna circunstancia, la situación volviese a tensarse. Cualquier pronóstico es aventurado. Pero el hecho de que la izquierda alternativa flirtee con la perspectiva de un gobierno de ERC plantea un problema de fondo y tiene consecuencias prácticas.
En cuanto al horizonte estratégico, significa la renuncia de la izquierda a liderar Catalunya con un proyecto propio: el liderazgo legítimo y natural del país correspondería a una fuerza nacionalista. La misión de la izquierda crítica sería, como mucho, teñir el gobierno republicano de cierta sensibilidad social, siempre desde una posición subalterna. En el terreno práctico, ese juego debilita a la izquierda en su conjunto y desacredita la alternativa federal. La firmeza con que la socialdemocracia, apegada a esa alternativa como elemento consustancial de su identidad tras la vorágine del “procés”, desempeñe su papel depende también de que la izquierda alternativa cumpla con el suyo. En estos momentos, no es el caso. El debate federal encierra el futuro de España y del proyecto europeo. Pero, en lo inmediato, concentra el dilema sobre el devenir de la izquierda.
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Lluis Rabell. Traductor, activista y político catalán. Fue Presidente de la Federación de Asociaciones de vecinos de Barcelona. Diputado de la XI legislatura del Parlament de Catalunya entre 2015 y 2017, lideró el grupo parlamentario de Catalunya Sí que es Pot.