Por LEANDRO DEL MORAL
Desde finales del siglo XIX hasta hace pocos años, la historia de la gestión del agua en España, como en otros países de similares características geofísicas, ha sido la crónica de una larga experiencia de protagonismo y poder institucional de la política hidráulica tradicional, basada en la idea de la prioridad de la generación de recursos por medio de grandes infraestructuras subvencionadas con fondos públicos. La prevalencia de la política hidráulica es uno de las realidades más fuertes y persistentes de la historia de la intervención sobre el territorio en España. Entre los factores que explican la persistencia de esta hegemonía destacan:
- La potente visión en la que se fundamenta: la necesidad de rehacer la geografía del país por medio de la transformación del sistema hidrológico natural, percibido como desequilibrado y descompensado. Esta visión combinaba una decidida estrategia de política territorial, una concepción científico-positivista del mundo natural y una base popular enraizada en la cultura rural tradicional y campesina.
- Los altos niveles de consenso social en torno a ella. El proyecto de transformación geográfica constituía una empresa común que unía a diversos sectores sociales y políticos (socialistas reformistas, populistas, elites del empresariado industrial y agrario ilustrado), dejando al margen a las fuerzas más radicales de la izquierda y a la derecha tradicionalista y reaccionaria. Esta alianza de reformistas, centrada en la reconstrucción de la hidrografía del país, sirvió al doble propósito de incorporar en una potente coalición a sectores políticos en otros aspectos distantes, al mismo tiempo que se abordaba el conflicto social tratando de amortiguar la radicalización.
- La progresiva construcción de una infraestructura muy potente que ha ido generando una red de beneficiados y estructuras técnicas y de gestión poderosas.
- La capacidad de adaptación del modelo a las diferentes regímenes políticos, con cambios importantes en algunos de sus características (cambiante distribución de beneficios sociales) pero permanencia de componentes fundamentales (transformación de la estructura territorial, de los sistemas hidrológico-hidráulico y productivo, del poblamiento, del viario, etc., a través de un estilo de intervención jerárquico-administrativista).
En esta trayectoria de gestión del agua considerada en sentido amplio (incluyendo las experiencias diversas de planificación a diferentes escalas que culminan en los planes hidrológicos previstos por la Ley de 1985) no sólo no existía tradición de sujeción a un marco territorial de referencia, sino que se acostumbraba a definir un proyecto territorial desde la propia lógica del agua. De hecho, hasta hace pocos años, la planificación hidráulica ha sido el principal instrumento de ordenación territorial y desarrollo regional en España.
La actualización del análisis sobre las raíces, los fundamentos y las persistencias de este modelo de relación entre la política de aguas y la construcción del territorio es imprescindible para entender las redes de actores y coaliciones sociales que sustentaron ese eje de política fundamental, cuya sustitución por una base social diferente sigue siendo la clave para la consolidación de un proyecto alternativo, de una nueva cultura del agua..
A mediados de la década de 1990, en torno al debate sobre el Anteproyecto de Plan Hidrológico Nacional, surgió la crítica al ‘déficit territorial’ de esta política hidráulica, a la ausencia de una reflexión general sobre el modelo territorial general en el que se justificaba. Esta nueva fase se explica por la escala que adquieren los proyectos hidráulicos (el Sistema de Equilibrio Hidrológico Nacional del Anteproyecto del Plan Hidrológico Nacional (PHN) de 1993 promovido por el último de los grandes costista, el ministro José Borrell) en contraste con la nueva estructuración autonómica del Estado, conflicto que no hará más que crecer desde entonces, conduciendo a la reforma de los Estatutos de autonomía de la primera década del siglo actual.. A este conflicto se añadía la emergencia del paradigma ambiental y el propio desarrollo disciplinar y político de la ordenación del territorio (OT).
A partir de esas fechas se produce una gran coincidencia sobre la necesidad de situar la gestión del agua en el marco de una estrategia territorial explícita. En aquel momento el principal contenido de las críticas por la ausencia de modelo territorial de referencia se centraron en la intensificación de los desequilibrios regionales que el proyecto (implícito) conllevaba. Esta era la idea, muchas veces repetida, que expresó con gran claridad Clemente Sanz Blanco, senador por Segovia durante el debate sobre el Anteproyecto de 1993: «Las transferencias hídricas… transfieren, junto con el agua, desarrollo, poder económico y, consiguientemente, poder político, lo que generará un nuevo modelo de articulación territorial más desigual y menos equilibrado y solidario aún que el que tenemos» (Sanz Blanco, 1993).
Desde entonces se ha intensificado la demanda de integración de la política del agua en las políticas sectoriales y en la ordenación del territorio, lo que implica nuevos mecanismos de decisión con cooperación interadministrativa, información, transparencia y participación de los agentes sociales. Pero a esto se añade ahora como tema central la reorientación del modelo de crecimiento: el diagnóstico y la evaluación crítica de las dinámicas de intensificación de presiones sobre los sistemas territoriales y la necesidad de avanzar hacia modelos “de desarrollo crecientemente sostenibles”, que impliquen reducción de presiones sobre dichos sistemas: desacoplar el desarrollo del consumo masivo de recursos (de agua, en este caso). Es la misma idea que se utilizó durante el debate sobre el PNH de 2001 (ausente durante el anterior debate sobre el Anteproyecto de PHN de 1993): en 2001 los argumentos territoriales fueron utilizados no sólo como herramientas de oposición desde las cuencas cedentes (denunciando el despoblamiento y los “desequilibrios territoriales”) sino que comenzaron a manejarse en relación con la dinámica territorial de las regiones receptoras de los trasvases (superación de capacidad de carga, insostenibilidad: «Agua para qué?», como se atrevió a parafrasear de inolvidable Antonio Esteban). Este fue el rasgo más novedoso y con mayor proyección en el futuro si se comparan los argumentos empleados en los debates sobre los proyectos de PHN de 1993 y 2001.
Hoy sabemos que la clave de la nueva política de aguas es la reconducción de las dinámicas territoriales vigentes, lo que implica el impulso institucional y la extensión en la sociedad de nuevos valores y objetivos consistentes con modelos de desarrollo más adaptados a los límites de los recursos
Hoy sabemos que la clave de la nueva política de aguas es la reconducción de las dinámicas territoriales vigentes, lo que implica el impulso institucional y la extensión en la sociedad de nuevos valores y objetivos consistentes con modelos de desarrollo más adaptados a los límites de los recursos. En este marco -en el que los Informes del Observatorio de la Sostenibilidad en España (OSE) y la Estrategia para la Sostenibilidad de la Costa (Documento de inicio, septiembre 2007), del primer gobierno Zapatero desempeñaron un papel significativo- se sitúa la valoración de las potencialidades de las nuevas políticas sectoriales (especialmente la nueva política de Desarrollo Rural, clave por su incidencia fundamental en el agua) que, nominalmente, van incorporando valores, criterios y mecanismos concretos de sostenibilidad y haciendo suya la experiencia de la integración. Nuevas políticas que conllevan impulsos a mecanismos de cooperación interadministrativa, que constituyen una de las herramientas prácticas y concretas más notables para la implementación real de la integración de políticas.
A la reorientación de estas políticas sectoriales, hay que añadir las potencialidades de las nuevas experiencias en ordenación del territorio, con planes subregionales avanzando en la definición de criterios, límites y distribuciones. En relación con estas funciones, las Comunidades Autónomas deberán adoptar un papel más activo en el ejercicio de sus competencias en materia de ordenación del territorio a escala regional y sobre todo subregional, con fuerza normativa y directora, pero con mayor flexilidad, incorporando la evaluación ambiental estratégica, mayor énfasis en el diálogo social y en la concertación institucional y más atención al seguimiento y a la evaluación de los resultados.
Pero complementariamente a todo esto, como sugerencia central desde la perspectiva del agua, hay que subrayar las potencialidades de la nueva política de aguas, en el contexto de la implementación de la Directiva Marco del Agua (DMA, Directiva 2000/60/CE del Parlamento Europeo y del Consejo), que constituye un programa de gestión ambicioso, formalizado, con un calendario preciso, compartido en el conjunto de la Unión Europea y controlado por instancias a diferentes escalas. En un contexto de personalidad fuerte de la política de aguas -tradición de iniciativa y protagonismo, identificación y reconocimiento social de su función, estructuras administrativas implantadas en el territorio con una lógica de planificación física en el marco de las cuencas hidrográficas- emerge la orientación a la que obliga la DMA, ya en su segundo ciclo de planificación (2016-2011) desde : nuevos objetivos, nuevas metodologías y nuevos procedimientos (transparencia, información, participación social activa). Todo ello con etapas, resultados y criterios de evaluación definidos; enfoques proactivos y seguimiento externo. En estas condiciones, la combinación de esa trayectoria de protagonismo en la intervención en el territorio, en una atmósfera general de reflexión sobre la nueva cultura del territorio y en algunos casos de reorientación, convierten a la Directiva Marco en una de las agendas más concretas de avance hacia ese nuevo modelo de gobierno del territorio.
Los instrumentos y los principios de la planificación no pueden ser, en la España del siglo XXI, los mismos que se aplicaban en las épocas del desarrollo del siglo XX, o en etapas anteriores. El objetivo de la planificación no puede seguir siendo el “incremento de la disponibilidad de recursos” como todavía preconiza la legislación vigente, mal adaptada a la DMA sino la estabilización o incluso la reducción de las extracciones en beneficio de la restauración de las masas de agua, garantía de suministros seguros en el futuro. Los balances de recursos y demandas a largo plazo carecen por completo de sentido en sociedades desarrolladas, que no deben perseguir el crecimiento en la utilización de recursos naturales, sino su estabilización y su perfeccionamiento. En el ámbito del agua, lo que necesitan las sociedades desarrolladas no es la planificación del crecimiento a largo plazo, sino la gestión continua orientada a mejorar la garantía, la calidad y la seguridad de los abastecimientos, con capacidad de respuesta rápida a las posibles oscilaciones de la demanda, que necesariamente han de ser limitadas en este tipo de sociedades.
Los instrumentos y los principios de la planificación no pueden ser, en la España del siglo XXI, los mismos que se aplicaban en las épocas del desarrollo del siglo XX, o en etapas anteriores. El objetivo de la planificación no puede seguir siendo el “incremento de la disponibilidad de recursos” como todavía preconiza la legislación vigente
Dado que la DMA establece como objetivo prioritario la necesidad de recuperar y mantener en buen estado los ecosistemas (como garantía de un flujo sostenible de agua indispensable para las actividades humanas), la caracterización y el control del “buen estado ecológico” es previa y externa a la disciplina económica. El consenso básico sobre el que se construye la DMA es la idea de que la mejor manera de asegurar una disponibilidad permanente del agua necesaria para la vida y las actividades humanas es el mantenimiento en buen estado de las masas de agua y ecosistemas terrestres asociados. A partir de ese punto se abre la definición de objetivos, alternativas y medidas concretas a aplicar en cada caso, en cada masa de agua en el marco de cada demarcación hidrográfica, sobre la base de procesos de decisión informados y con participación social activa.
El nuevo marco de decisión participativa plantea un conjunto de exigencias que no se daban en el antiguo modelo tecnocrático, aún vigente. Sobre todo, porque la noción de lo que es mejor, al abrirse a la interacción de agentes que, no sólo representan diversos intereses, sino que parten de sistemas de valores heterogéneos, se complica notablemente en comparación con la simplicidad del criterio tradicional de maximización del nivel de explotación del recurso en usos consuntivos. La complejidad, las incertidumbres, la dimensión ética y emocional del agua, los riesgos implicados y la multiplicidad de actores motivan que los enfoques tecnocráticos convencionales sean insuficientes para abordar los problemas del agua: es imprescindible impulsar las visiones integradas, la transparencia y la participación social activa en la producción compartida de conocimiento y en la evaluación de los procesos de decisión. La propia experiencia de esa participación constituye una ocasión para contribuir al gran reto: ir modificando el pensamiento colectivo de la sociedad, cambiando el lenguaje y los discursos hasta ahora dominantes.
La definición de coste desproporcionado, en los que se justifican las excepciones a los objetivos de conservación y restauración del buen estado ecológico; el establecimiento y la implementación de caudales ecológicos, con sus implicaciones socioeconómicas; y otros muchos aspectos que se derivan del nuevo planteamiento de la política de aguas, competen a la sociedad en su conjunto y se deben concretar a través de los procesos de participación pública. Para que estos procesos cumplan eficazmente su función, además de ser limpios y transparentes deben contar con la información aportada por las diversas disciplinas científicas.
Las cuestiones relacionadas con la ética y la equidad tienen una importancia crucial en los debates sobre el agua. Existe un nivel básico de derecho al agua, el agua vida, el agua que necesitamos para mantener los abastecimientos domésticos básicos y la salud de los ecosistemas. Los niveles y las condiciones del agua vida son el objeto de lo que se entiende por derecho humano al agua, cuya satisfacción no debe condicionarse a criterios de eficiencia o racionalidad económica. El acceso a una dotación de agua doméstica suficiente tiene que ser un derecho garantizado, independientemente de la capacidad de pago de la población. Pero más allá de los recursos necesarios para cubrir las necesidades vitales, las sociedades modernas se han dotado de servicios de abastecimiento y saneamiento domiciliario de agua de cobertura universal, en cuya gestión sí es necesario aplicar criterios de eficiencia y de responsabilidad ciudadana. En la gestión del agua urbana venimos aceptando como normal y deseable, por ejemplo, la idea de la tarifación progresiva: los que más consumen pagan más por unidad consumida. Por otra parte, la buena administración y la eficiencia no están reñidas con la gestión pública. Por el contrario, el mantenimiento de estos criterios de buena administración aconseja rechazar la privatización de estos servicios: la experiencia internacional acumulada recomienda la defensa de modelos de gestión pública eficiente, participativa y bajo control social.
Por otra parte, el 90% del agua se usa como un factor de producción en actividades económicas agrícolas, industriales o terciarias. En todos estos casos, el uso del agua requiere responsabilidad y racionalidad económica. Sin embargo, todavía existe un alto nivel de subvención pública para actividades privadas lucrativas, que no deben confundirse con el ámbito de los derechos humanos o ciudadanos. Por no hablar del grave problema del descontrol e ilegalidad que rodea con frecuencia estos usos productivos, sobre todo en lo que se refiere a la extracción de aguas subterráneas y a los vertidos de aguas residuales a los cauces.
El 90% del agua se usa como un factor de producción en actividades económicas agrícolas, industriales o terciarias. En todos estos casos, el uso del agua requiere responsabilidad y racionalidad económica. Sin embargo, todavía existe un alto nivel de subvención pública para actividades privadas lucrativas, que no deben confundirse con el ámbito de los derechos humanos o ciudadano
La irracionalidad económica que todavía impregna la práctica contable y económico-financiera de la gestión pública del agua y que conduce a justificar errores en detrimento del erario público, está siendo difícil de erradicar. En la generalidad de las grandes obras recientemente construidas (presa de Los Melonares, en Sevilla, por ejemplo) o actualmente en ejecución (recrecimiento del embalse de Yesa, en Zaragoza) se mantiene, ante los futuros usuarios, la expectativa de cánones y tarifas lejos de la recuperación de costes que demanda la DMA. En estos casos, se sigue eludiendo el cálculo riguroso de costes que sin duda podría disuadir a los futuros usuarios sobre sus expectativas, o cuando menos contribuir a redefinirlas de forma más razonable. Los esfuerzos realizados por muchos investigadores para estimar el estado de la cuestión en materia de recuperación de costes de los servicios de agua en España han sido notables y deben ser reconocidos. Sin embargo, las conclusiones de los informes oficiales elaborados sobre nivel de recuperación de costes en cumplimiento del artículo 5º de la DMA, reiteradamente criticadas en foros científicos y debates públicos, mantienen la ficción de racionalidad económica y siguen dificultando la contención de las demandas de agua.
Sería particularmente útil calcular con rigor los costes de proyectos en tramitación o ejecución. Aunque los derechos adquiridos hacen difícil la aplicación del principio de la plena recuperación de costes mirando al pasado, no hay razones que justifiquen eludir dicho principio de cara al futuro. En este sentido, se debería establecer la obligación de asumir la estricta aplicación del principio de recuperación de costes de cara a cualquier nueva demanda en el futuro. Ello debería llevar, no sólo al cálculo riguroso de esos costes sino a informar sobre ellos a los futuros usuarios. Esta información debería acompañarse de la exigencia de compromisos de uso y pago por parte de dichos usuarios, como condición previa al desarrollo de los proyectos.
Pero la defensa de herramientas económicas (cálculo y traslado de costes) para la mejora de la gestión del agua no deben de ocultar que la principal amenaza para la administración del agua es la tendencia creciente a desmantelar la titularidad pública de estos servicios, con el señuelo, que la experiencia y la amplia investigación existente en la materia desmienten, de mayor eficiencia y racionalidad económica. En los últimos años, en paralelo a otras ‘mareas ciudadanas’, se ha desarrollado un importante movimiento social en defensa del derecho al agua, enraizado en las reacciones contra la privatización de los servicios urbanos de este recurso imprescindible. Esta experiencia de resistencia, ya importante en sí misma, se distingue por tres características que la hacen especialmente interesante. En primer lugar, a la oposición (reactiva, defensiva) frente la privatización, el movimiento del Pacto Social Gestión Pública del Agua (http://www.iniciativagua2015.org/) apoyándose en experiencias muy significativas añade la propuesta de remunicipalización, es decir, de rescate ciudadano de los sistemas de abastecimiento de agua ya privatizados. Este proceso tiene una gran importancia, en la medida en que cuestiona el carácter inexorable e irreversible de la lógica privatizadora neoliberal. En segundo lugar, el modelo de gestión alternativa al que se aspira no se equipara a la gestión pública existente, sino que se basa en una crítica, cada vez más compartida, al modelo tecnocrático y corporativo dominante. Y en tercer lugar, el movimiento, basado en la coordinación a escala estatal de movilizaciones locales, tiene una clara perspectiva política: pretende poner en la agenda del próximo ciclo electoral el tema del derecho humano al agua con todas sus implicaciones sociales, económicas, políticas y éticas.
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Leandro del Moral es Catedrático de Geografía humana en la Universidad de Sevilla. Está dedicado al estudio y análisis de la diversidad y desarrollo territorial y del agua sobre lo que ha escrito numerosos trabajos.