Por ANTONIO BAYLOS
[Una síntesis revisada de la intervención en la mesa redonda “Crisis y desigualdad: alternativas desde el mundo del trabajo”, II Congreso Trabajo, Economía y Sociedad de la Fundación 1 de mayo de CCOO, Madrid, 23 de octubre de 2015]
La situación en la que se encuentran las relaciones laborales en nuestro país es el resultado de la aplicación de las políticas de austeridad que la troika impuso a los gobiernos sucesivos a partir de mayo del 2010 y que ha requerido el concurso, más activo y entusiasta en el caso del PP que del PSOE, de la instancia nacional-estatal para poder ser llevadas a cabo.
Ningún economista sensato piensa que las medidas de la “austeridad” vayan a lograr enderezar la economía y la crisis de empleo en España ni fuera de este país. El propio FMI lo ha hecho explícito en el caso de Grecia, y el gobierno griego ha anunciado que era consciente que el plan de ajuste que le han impuesto “los acreedores” no va a conseguir la mejora de la economía, y va a mantener la situación de emergencia social en la que se encuentran.
De manera muy sintética, cabe decir que el objetivo central de las políticas de austeridad ha sido el desmantelamiento de las garantías estatales y colectivas del derecho del trabajo y la reconfiguración en clave asistencialista de las estructuras de seguridad social. Ha conseguido asimismo la despolitización de los procesos de representación política (convergencia izquierda-derecha) respecto de la regulación del trabajo. El objetivo pretendido ha sido la “desconstitucionalización” del trabajo y remercantilización del mismo como ejes de gobierno, lo que se proyecta sobre la fragmentación y dislocación del poder sindical y del reagrupamiento de los trabajadores.
Este diseño se prolonga además más allá de los límites de la distribución de riqueza en la producción y el enaltecimiento de los poderes privados en este ámbito, puesto que tiene un alcance más general. En efecto, la consecuencia de estas políticas es la reducción de la democracia a un sistema formal de consulta popular no vinculante. Lo demuestra netamente el caso de Grecia, en el que por dos veces la mayoría del pueblo griego ha expresado su oposición a las políticas de austeridad y el rechazo frontal a la imposición del rescate en los términos en los que estaba planteado, y la respuesta de la Comisión Europea y “los acreedores”, imponiendo las consecuencias más duras del plan de ajuste como forma de castigo a la voluntad popular mayoritaria de los griegos, que sin embargo han refrendado la posición de su gobierno en un acto de orgullo democrático. O el más reciente supuesto de Portugal, en donde el Presidente de la República, pese a ser consciente de que la mayoría del pueblo portugués se había alineado con las posiciones de la izquierda y que era posible un acuerdo político entre el PSP, el PCP y el Bloque de Esquerdas, ha rehusado esa decisión democrática, reprochando al PSP que se aliara con opciones a su juicio despreciables por ser contrarias a aceptar las líneas de acción de la gobernanza económica y no hiciera un gobierno de concentración con la mayoría política de centro derecha derrotada, encargando el gobierno al anterior primer ministro consciente de que si es derrotado en el parlamento, tiene seis meses de gobierno provisional hasta las próximas elecciones. Un desprecio calculado de las decisiones democráticas si no coinciden con el plan político del conglomerado político financiero que dirige Europa.
Este desprecio democrático se acompaña de la negación y exclusión de mecanismos de participación ciudadana y de los derechos de resistencia. Se produce la no aceptación del disenso o la protesta, o lo que es lo mismo, se procura, con la complicidad de los medios de comunicación “empotrados” en el poder económico, la invisibilidad ante la opinión pública de la protesta y la represión de la misma. En España, la criminalización de la huelga para más de 300 sindicalistas por su participación en piquetes de huelga en las huelgas generales del 2010 y 2012 – ¡que se juzgan ahora! – es un hecho notorio del incremento de la vertiente represiva respecto del conflicto sindical, frente al cual hay una importante movilización sindical, que incluye el ámbito europeo a través de la CES, pero que no asoma a la opinión pública en los términos correctos de degradación del derecho fundamental de huelga. En la misma dirección camina la sanción pecuniaria a la manifestación y otras formas de lucha ciudadana prevista por la antidemocrática Ley Orgánica de Seguridad Ciudadana, sólo concebida para reprimir las formas de lucha que se habían mostrado más eficaces en el ciclo de luchas que encuentra su punto álgido entre el 2011 y el 2012.
Lo que se está poniendo en marcha, por tanto, en un modelo neoautoritario que vacíe de contenido las instituciones democráticas e incremente las desigualdades sociales. Todos los datos estadísticos confirman esta última apreciación. La desigualdad ha crecido exponencialmente en nuestro país, que es el segundo país más desigual de Europa en estos momentos. Lo que además tiene una repercusión directa en el aumento de la pobreza, con la extensión de la categoría hasta ahora desconocida de los trabajadores pobres. El dato es escalofriante: 13,4 millones, el 29,2% de la población, está en riesgo de pobreza. En último término, el modelo neoautoritario de relaciones laborales se desliza por tres grandes líneas: la disolución del sindicato en una asociación voluntaria con (relativamente) pocas adhesiones, reduciendo por tanto la afiliación sindical; la ruptura de la capacidad de representación colectiva a través de la reducción de la tasa de cobertura de la negociación colectiva – en España desde el 2012, tres millones de trabajadores se han visto excluidos de la aplicación de un convenio colectivo – y, en fin, haciendo imposible la capacidad de interlocución del sindicalismo con el poder político, que niega a este la condición de igualdad de partes necesaria para entablar un diálogo social.
El horizonte en el que este modelo nacional-estatal se desarrolla es el que marca la gobernanza europea, entendido éste como un conjunto de puntos de referencia homogéneos y uniformes que deben reiterarse en los sucesivos niveles de regulación de los ordenamientos internos europeos, en especial los de la periferia sur. El punto más importante es la dependencia directa de la economía de mercado de la autoridad política de gobierno, en el sentido que ésta debe procurar la “despolitización” del espacio de la producción mercantil y de la capitalización financiera, inmunizándolo respecto de las decisiones democráticas y de las garantías de los derechos ciudadanos. Esto implica la “externalización” de estos derechos respecto de la lógica del mercado, de manera que no sólo se mantienen “fuera” de este ámbito, sino que se restringen en su eficacia general en la medida en que ello puede originar cambios o interferencias en ese espacio inmune a la democracia. Este es el cometido del poder político en la crisis, lo que establece una relación directa entre la “arquitectura institucional” de la gobernanza económica y la degradación democrática del Estado Social y del propio Estado de derecho en una perspectiva multinivel.
El segundo punto unido al anterior es el de la proclamación unilateral por el conglomerado político financiero supraestatal, aceptado voluntariamente por los estados nacionales afectados a través de un “memorándum de entendimiento” de un estado de excepción económico, por la que se transfiere la autoridad sobre el presupuesto económico de un país y por tanto sobre las decisiones fundamentales en materia de gastos y de ingresos, de un nivel relativamente democrático – el nacional estatal – a instituciones europeas intergubernamentales – como el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEE) – creando un nuevo modelo de intervención sobre las políticas nacionales que expropian de alguna manera la soberanía nacional de éstas, puesto que imponen unas políticas – las que realizan las “reformas de estructura” sobre la base de la llamada austeridad – a cambio de permitir la solvencia y liquidez financiera del Estado del que se trate.
Es cierto que este modelo neoautoritario funciona sobre unas líneas de tendencia previas, de forma tal que aunque sea un modelo originado por la crisis, pone al descubierto otras crisis anteriores. Ante todo una profunda crisis de representación política derivada de la indiferencia del proyecto político y la confluencia hacia el llamado “centro” que tiene especial relevancia respecto al papel que debe desempeñar el trabajo en las sociedades democráticas del nuevo siglo. Esa degradación del rol democrático y cohesivo del trabajo en el proyecto político democrático ha desembocado en los terribles acontecimientos del 2010-2012 en España en donde la ciudadanía social, la consideración del trabajo como categoría de referencia para una mayoría de ciudadanos y ciudadanas, no ha sido representada por las mayorías de centro izquierda o de derecha que han gobernado España desde aquella fecha. Una ciudadanía invisible, oculta y en todo caso negada por sus representantes políticos que han gobernado para los grupos económicos y financieros en abierta colisión con los intereses de la gente común, de las personas que trabajan. Eso explica en efecto la irrupción de nuevos sujetos políticos, el cuestionamiento del bipartidismo y la reivindicación de un desbordamiento democrático de las estructuras clásicas de representación política.
Hay también, por supuesto, una crisis de representación sindical. No sólo por los embates que el sindicato ha sufrido y algunos errores importantes en su práctica social que han repercutido negativamente en su imagen pública, sino fundamentalmente por la pérdida de hegemonía en el discurso de la solidaridad que es el elemento fundante del sindicalismo, la destrucción de la idea del trabajo como espacio de derechos y su sustitución por la de empleo determinado directamente en función de su coste y, en fin, por la reducción de influencia en el debate político general y el detrimento de la capacidad de intimidación derivada de múltiples factores, entre los cuales seguramente son relevantes la alta tasa de precarización y segmentación del trabajo y la destrucción de empleo como forma de disciplinamiento del interés colectivo sindical.
Pero crisis no significa extinción ni degradación irreversible, entre otras cosas porque como le gusta repetir a Umberto Romagnoli, la historia avanza a partir de microdiscontinuidades. Junto al panorama descrito, es evidente que hemos asistido a un muy intenso ciclo de luchas con un período clave entre el 2011 y el 2013 que han ido alimentando un proyecto político alternativo, y que corre en paralelo con la presencia de espacios colectivos de negociación y conflicto, especialmente a nivel de lugares de trabajo, muy extensos y poblados sindicalmente. El conjunto de estos elementos ha generado una dinámica de erosión de la gobernanza económica y su traslación al estado español muy clara, que abarca desde la movilización y la narrativa del discurso político alternativo hasta la consecución de importantes decisiones judiciales que alteran muchos de los objetivos de la reforma laboral. El sindicato forma parte – por historia y presencia – de este proyecto potente de una nueva sociedad, y tiene programa para ese futuro – especialmente en el futuro inmediato – y presencia en los lugares de la producción y en la sociedad en su conjunto.
En la dimensión estrictamente sindical, hay elementos que esta figura social debería reforzar. En primer lugar la construcción multiescalar del sindicato, es decir, delinearse simultáneamente tanto en el estado–nación como en el nivel supranacional, especialmente europeo. Ello implica actuar contracorriente de la renacionalización de las políticas sindicales frente a la diferente forma de recibir la aplicación de las políticas de austeridad, en oposición a una actuación centralizada y compacta de la gobernanza europea. Se trata de nuclear, desde el nivel estatal, un esfuerzo colectivo y solidario en el nivel europeo que recupere los rasgos centrales del modelo social europeo. Una forma de concebir la Unión Europea como un espacio de libertad no sólo de mercado, sino de derechos, recordando el elemento central que anima textos como la Carta de Derechos Fundamentales de la UE, que el crecimiento económico no es sinónimo de restricción de derechos. Un propósito que incida decisivamente en un proyecto de democratización de Europa a través de compromisos horizontales para el desarrollo y la cohesión social que garantice un mínimo de condiciones de existencia en especial para la población de los estados más pobres, desde el sur al este de Europa. Es algo tan reiterado como actualmente negado, el fortalecimiento y desarrollo del federalismo político europeo, que implica la creación de un sistema fiscal, la instauración de un control parlamentario real de las decisiones del ejecutivo de la Unión, compromiso de ampliación del gasto, y un amplio plan de inversiones sociales como el que precisamente ha reivindicado, sin ningún éxito, la propia Confederación Europa de Sindicatos, como la petición de crear una renta mínima europea, también desatendida con la única excepción del Comité Económico y Social Europeo.
Este es un problema político de primer orden, no sólo sindical, puesto que se ha debilitado hasta prácticamente desaparecer la soberanía de los estados que permitía la realización de políticas de nivelación social, especialmente en los países sobre endeudados de la periferia europea, de manera que la prohibición de cualquier negociación sobre la deuda – como en el caso griego – bloquea la financiación del desarrollo del país y sustituye la soberanía política democrática por un autoritarismo cada vez más violento. Es preciso por el contrario trabajar contra ese flujo autoritario que se percibe “de fuera hacia dentro” y crear las condiciones de una soberanía compartida sobre la base de solidaridades directas posiblemente de ámbito sub-regional entre gobiernos, sindicatos y fuerzas sociales al margen de los procesos comandados por la globalización financiera, fuera de los patrones marcados por el conglomerado financiero-político que diseña la gobernanza económica europea.
Junto a ello, el sindicato tiene que volver a explorar los lugares en los que está y aquellos en los que debería situarse para obtener una mejor posición en la defensa de los intereses de las personas que trabajan. Es una labor difícil porque requiere un cierto desdoblamiento entre la presencia y la posibilidad, y estos distanciamientos implican muchas veces una crítica a la inacción o a la omisión que puede resultar muy injusta en momentos como los actuales de reducción de efectivos sindicales y de acoso directo a la acción sindical. Pero la reflexión sobre lo que hoy consista el lugar de trabajo y la organización de éste es imprescindible para trazar los nuevos confines que delimiten el espacio sindical como base de sus capacidades de acción. En ese sentido es importante abrir de forma amplia la organización sindical a las diferentes identidades que pueblan hoy el trabajo y que se expresan en una larga graduación de desigualdades. La voz de los representados, no sólo de los afiliados, como forma de comprender mejor el lugar desde el que el sindicato debe actuar en la defensa de éstos. Y, naturalmente, proceder a un nuevo examen de la relación entre el conflicto y la negociación que permita encontrar las claves para la reformulación de la fuerza y la presión colectiva que definen la capacidad de intimidación del sindicato a la hora de avanzar en sus reivindicaciones, una mirada sobre el conflicto y su propia configuración interna – entre las trabajadoras y trabajadores – y externa – respecto de sus interlocutores y antagonistas- como un eje importante de la recuperación sindical.
El sindicato tiene un proyecto de transformación y de regulación social. Un proyecto que enlaza con la concepción de la globalización de los derechos y la construcción de espacios de emancipación más amplios en todo el mundo, y que plantea una revigorización del espacio estatal-nacional desde la revisión del Estado Social y del trabajo que constituye figuras representativas con amplio poder contractual. Se apoya en un modelo de democracia expansiva, abogando por un nuevo contrato social que articule una nueva forma de concertación política y estratégica en la que el trabajo constituya el centro de la sociedad. Al margen de sus precisas articulaciones técnicas, que podrán ser discutidas, el programa sindical explica la realidad en la que vivimos y da sentido a la necesidad de transformaciones sociales intensas como única forma de evitar la violencia autoritaria que mantiene la explotación en el trabajo y amplía la desigualdad. Se requiere un intenso trabajo cultural para recuperar esta “proyectualidad” del sindicato más allá de las aplicaciones pragmáticas que se realizan en la cotidianeidad de sus prácticas. Pero en esa recuperación estriba una de las claves de la subsistencia de esta figura social y su idoneidad para cambiar las condiciones de existencia de la mayoría de las personas que trabajan.