Por CARLOS ARENAS POSADAS
Durante más de veinte años, Javier Aristu y yo compartimos paseos playeros y cervezas en Vejer de la Frontera. Tanto tiempo dio lugar para hablar de todo, de la situación política las más de las veces y, más concretamente, de la de Andalucía, de cómo interpretar el retraso andaluz con respecto a España y, en especial, con Cataluña; al fin y al cabo, nuestras hijas, Ana y María, vivían y viven en Barcelona, y la situación en aquella comunidad centraba nuestro interés. Puedo decir que compartíamos diagnóstico sobre la realidad andaluza –las raíces del atraso son más institucionales y políticas que estrictamente económicas-, aunque no siempre las posibles soluciones: él más templado, tal vez por su dilatada implicación en la gestión política, yo, más impaciente.
El interés de Javier por esos asuntos ha dejado una dilatada huella: una huella intelectual en su blog “En Campo Abierto” que nutrió desde 2012 y en “Pasos a la Izquierda”, la revista que ayudó a crear con amigos catalanes y que hoy le dedica este número monográfico; también una huella política contribuyendo a la constitución del foro de debate y alternativas “Un nuevo diagnóstico para Andalucía”, germen de los dos “Encuentros Andalucía-Cataluña” celebrados en Sevilla y Barcelona en octubre de 2018 y abril de 2019 respectivamente, de los cuales quedó constancia en la página web “Condiálogos”.
Si tuviera que destacar una cualidad de Javier sería la de ser un lector ávido, omnívoro; de una curiosidad sin límites, no sólo por los asuntos de su profesión, la literatura, sino de ensayos de la más variada temática. Fruto de esas lecturas y del compromiso antedicho publicó dos libros en los que analiza la realidad andaluza y española con un común denominador: analizar la Transición, Andalucía, a partir de la mirada de otros. El primero fue “El oficio de resistir: miradas de la izquierda en Andalucía durante los años sesenta” (2017); el segundo es su obra póstuma: “Señoritos, viajeros y periodistas. Miradas sobre la Andalucía del siglo XX”, que en la fecha que escribo aún está en prensa. Con mi contribución a este homenaje de “Pasos a la izquierda” intento aportar una serie de reflexiones que tanto me hubiera gustado compartir con él.
“Señoritos…”, está distribuido en seis capítulos y un epílogo en los que se describen las visiones que, de la Andalucía de un siglo para acá, tienen distintos personajes, unos nativos y otros forasteros. Fundiendo esos capítulos, el gran interés del libro reside, a mi juicio, en hacer evidente el enorme contraste existente entre lo que unos y otros captan y transfieren de Andalucía.
Esa imagen de la Andalucía paradisiaca fue construida por la clase aristo-burguesa que aprovechó las reformas agrarias liberales del siglo XIX para acrecentar o acceder a la propiedad
Los autores andaluces a los que Javier dedica tres capítulos –Pemán, Halcón, Burgos, Salas, etc.-, no importa en qué época escriban, reproducen el perfil humano que ya identificara Ortega y Gasset cuando se refería al narcisismo andaluz: gente satisfecha de sí misma que transmite a sus convecinos su convicción de que viven en el mejor de los mundos posibles. En realidad, como decía Habermas, en cualquier tipo de sociedades antiguas o modernas, son las clases dominantes las que tratan y consiguen irradiar e implantar sus valores al conjunto de la sociedad, de hacer normal lo que a ellas les parece natural. Esa imagen de la Andalucía paradisiaca fue construida por la clase aristo-burguesa que aprovechó las reformas agrarias liberales del siglo XIX para acrecentar o acceder a la propiedad, por la vieja nobleza jurisdiccional que consiguió convertir una concesión real en propiedad privada y por la burguesía revolucionaria que tuvo en las desamortizaciones y en el mercado, la oportunidad de hacerse terrateniente. El orgullo de la clase narcisista se manifestó en una descripción de una Andalucía mítica, hermosa y colorista, en la que todas las clases sociales viven la inacabable fortuna de una tierra ubérrima. Una imagen que transmitieron en copiosas sobremesas a viajeros extranjeros y que se propagó por todo el mundo.
La emergente burguesía andaluza del XIX, se ha dicho muchas veces, imitó a la vieja aristocracia antiguo-regimental; una y otra clase compartieron la misma devoción por el mercado –al fin y al cabo, el capitalismo andaluz es el más antiguo de España y posiblemente de Europa-, defendieron con uñas y dientes la propiedad privada, originada muchas veces en el expolio de lo comunal, y entrelazaron sus destinos en los lechos nupciales. Del feliz maridaje, nació un “nacionalismo andaluz” inventado como cualquier otro nacionalismo; se trata de un nacionalismo peculiar porque no fabrica enemigos externos como cualquier otro nacionalismo, sino que convierte al pueblo andaluz en su enemigo irreconciliable. Por tal motivo, adherido al ethos distinguido del burgués narciso arraiga una absoluta falta de empatía hacia las clases populares, a las que se desprecia, humilla y escarmienta llegado el momento.
Javier Aristu retrata al más señero de estos aristo-burgueses andaluces del siglo XX: José María Pemán, un vástago de la burguesía comercial gaditana que accede mediante braguetazo a la categoría de señorito en el Marco de Jerez. Javier nos habla de su altivez, del “supremacismo étnico” del personaje:
Adherido al ethos distinguido del burgués narciso arraiga una absoluta falta de empatía hacia las clases populares, a las que se desprecia, humilla y escarmienta llegado el momento
“Desde esa atalaya peculiar que significa el cortijo, y siendo además dueño de este, Pemán divisa el mundo, su mundo, y observa la vida de los subalternos, criados, jornaleros, mayetos, esos seres destinados a la vulgaridad y la ordinariez de una vida sometida al trabajo físico. En estos momentos iniciales de la carrera del escritor asistimos a una eclosión de clasismo, de machismo de señorito, de concepción del mundo en dos clases, los de arriba y los de abajo”.
El orgullo es tal, el desprecio hacia el de abajo es tan explícito que cualquier rebeldía contra el “orden social”, contra la “natural” jerarquía de clases merece un inmediato castigo. A veces, es la lista negra que niega el trabajo al revoltoso; otras veces se deja de sembrar para matar de hambre al pueblo que participa en una huelga; si no basta con eso, se llega al crimen, al genocidio. Pemán aprobó, participó y aplaudió el genocidio andaluz en 1936.
Un ejemplo: en agosto de ese año, el coronel Sáenz de Buruaga fue uno de los militares africanistas que “liberaron” los pueblos andaluces aplicando sus saberes rifeños a una de las más sanguinarias y sádicas razias de la guerra civil. 700 baenenses fueron asesinados a quemarropa en la plaza del pueblo. La matanza de Baena fue para el bardo José María Pemán “como la quema de rastrojos para dejar abonada la tierra para cosecha nueva”.
Los años pasan y, en los años sesenta, el Pemán depurador de maestros y cómplice de genocidas es ahora un venerable abuelo que trata de ocultar su furor en la maleza de una supuesta sabiduría “popular” de lacayos como el televisivo Séneca: un mayeto que rezuma por todos sus poros el capital simbólico del cortijo, de la Andalucía eterna. Pemán reacciona así contra la traición perpetrada por Franco al permitir que centenares de miles de andaluces emigren a Cataluña dejando al “aristo-burgués” sin gente a la que avasallar, a la que vacilar.
De la misma cuerda es el terrateniente y escritor Manuel Halcón, otro, nos dice Javier, autocomplacido “por la vida bellamente patriarcal de la aristocracia sevillana, la vida en las grandes haciendas señoriales andaluzas”. Halcón pertenece a la saga de los propietarios de media Lebrija, por no decir de Lebrija entera, heredero de longevos alcaldes de Sevilla y de presidentes del Círculo de Labradores implicados en hacer ingobernable la República fomentando el caos y, tras el golpe, como falangistas, deseosos por recuperar el control absoluto de sus tierras, arrebatándoselas a alcaldes entrometidos; es decir, como decía el aristócrata Rafael de Medina, deseosos de “recuperar España para España”. También en los sesenta, sin pedir perdón por sus crímenes, como Pemán, a Halcón le da un ataque de “buenismo” sin abandonar las esencias franquistas y cortijeras.
Su novela más apreciada, Manuela (1970), es la truculenta historia de una bella y pobre campesina de la que se enamora un señorito que le dejará a su muerte una propiedad que la bella cede a las monjitas de un asilo de ancianos: nació pobre y morirá pobre –dice-; pobre, pero narcisa; así han sido siempre y deben seguir siendo para siempre las cosas en Andalucía. Un siglo antes; en la novela de Fernán Caballero, otra bella protagonista, Elia, acepta recluirse en un convento al conocer su nacimiento ilícito; la impureza de su sangre le imposibilita casarse con el hijo de una marquesa al que ama profundamente.
Manuel Halcón escribe Manuela desde el paseo de la Castellana de Madrid; los tiempos han cambiado; el producto de la tierra ha menguado considerablemente desde que Franco, al permitir la emigración, obligó a los señoritos a invertir, mecanizar, modernizar las fincas, a compartir el beneficio con industriales y banqueros. Franco los había traicionado; les ha obligado a diversificar sus negocios lejos de su Andalucía.
La añoranza de la Andalucía eterna y la moderada indignación se combinan en la obra de dos periodistas de ABC de Sevilla, Nicolás Salas y Antonio Burgos. Son los epígonos de los señoritos cortijeros; en sus ensayos y sueltos, supura el malestar de la burguesía traicionada; el narcisismo es sustituido ahora por el victimismo, el nuevo factor constituyente del selectivo nacionalismo andaluz. Frente a las marchas de jornaleros que recorrían los caminos andaluces banderas verde y blanca al viento urgió a los señoritos andaluces hacer del victimismo la forma de reconciliarse con el pueblo y, como en cualquier otro nacionalismo, seguir manejando las riendas en la gobernanza regional. Entre 1972 y 1975, el diario ABC de Sevilla inició una serie de entrevistas a empresarios con el objetivo de presentarlos como víctimas de la Andalucía expoliada, “como un nuevo empresariado (…) radicalmente opuesto al viejo concepto de empresa y empresario capitalista, antisocial, insolidario y explotador”. La traducción política de aquella súbita emoción fue el partido del abogado Manuel Clavero Arévalo, convertido hoy, con calzador, en el nuevo padre de la patria andaluza.
La mirada de los otros, de los forasteros, a poco que fueran mínimamente honestos, se dirige a la Andalucía invisible, la que no aparece en los escritos de cortijo más que para quitarse la gorra en señal de saludo y acatamiento al señorito
El partido pujolista andaluz fracasó en las elecciones de 1982 a manos de una izquierda que, toda junta, sumó el 70 por ciento de los votos; el otro 30 por ciento, la derecha, todavía hubo de soportar durante dos años que el lobo con piel de cordero, el PSOE, siguiera hablando de reforma agraria, de dependencia económica, de planificación económica y tachando a los empresarios de parásitos. En 1984, llegaron Felipe, Alfonso, Miguel y Carlos y mandaron a parar. La CEA (Confederación de Empresarios Andaluces) con cientos de asesores penetró en la estructura orgánica de la Junta de Andalucía; el victimismo desapareció y renació el narcisismo olvidado. Andalucía, aunque en el furgón de cola, volvía a ser la de siempre.
La mirada de los otros, de los forasteros, a poco que fueran mínimamente honestos, se dirige a la Andalucía invisible, la que no aparece en los escritos de cortijo más que para quitarse la gorra en señal de saludo y acatamiento al señorito. Esa mirada descubre un panorama absolutamente distinto al mirífico. La lista de periodistas y escritores que describen esa otra Andalucía es larga. Precursores como Leopoldo Alas (1882), Del Río (1901), Azorín (1905), Pascual Carrión (1918), Luis Bello (1926) son los más conocidos.
Javier Aristu se detiene en los viajeros posteriores que llegaron a la Andalucía de posguerra; algunos son extranjeros; otros proceden de Cataluña. De la mirada de los primeros, Brenan, Pitt Rivers, Fraser y Gibson, destaca por encima de todo su aprecio a las gentes con las que tratan. Nos hablan de su miedo, del hambre que padecen, pero no los culpan ni les llaman vagos o delincuentes como hacen los del casino. Son las verdaderas víctimas.
Brenan había sido feliz en la “caótica” Andalucía de la República. Huye en 1936 y regresa en 1949 a la España “una, grande y libre” y conoce de primera mano la obra de los vencedores. “No es posible andar por las calles de Córdoba sin quedarse horrorizado ante tanta miseria […] Nunca antes había visto yo miseria tan grande”.
El hambre y el terror. Ronald Fraser, a comienzos de los sesenta, después de “25 años de paz”, recorrió Andalucía con su magnetófono recabando testimonios para su Recuérdalo tú y recuérdalo a otros: historia oral de la guerra civil española. Especialmente en las zonas rurales, en los alrededores de los cortijos, la gente se expresa con el miedo que aún les atenaza. Javier concluye:
“Un dato más que nos muestra la especificidad de la tragedia andaluza en la guerra civil, una tragedia que ha dejado huellas indelebles, seguramente durante décadas, y sin la que es imposible entender buena parte de lo que es la actual Andalucía”.
Desde mediados de los años cincuenta los andaluces huyen del cortijo. Entre 1951 y 1976, casi medio millón residen en Cataluña, principalmente en la periferia de Barcelona, en “ciudades sin ley” como Hospitalet. Aquella invasión bárbara asusta a la burguesía local que se apresta a defender patria y patrimonio; las descalificaciones hacia los recién llegados son mayúsculas: estafadores, incivilizados, analfabetos, padres sin preocupación por sus hijos, escandalosos, ruidosos, agresivos, etc. El rechazo etnicista que encuentran los andaluces en Cataluña es el mismo que han dejado atrás. El recaudador de aquel rechazo es Jordi Pujol para quien el andaluz es:
“un home poc fet. És un home que fa centenars d’anys que passa gana i que viu en un estat d’ignorància i de misèria cultural, mental i espiritual. És un home desarrelat, incapaç de tenir un sentit una mica ampli de comunitat. Sovint dóna proves d’una excellent fusta humana, i tot ell és una esperança, però d’entrada, constitueix la mostra de menys valor social i espiritual d’Espanya. Ja ho hem dit abans: és un home destruït i anàrquic”.
No todos los catalanes, afortunadamente, son iguales; los hay mucho más interesados en el futuro de la clase que en el futuro de la etnia; algunos se inquietan por las condiciones de trabajo y de vida de los recién llegados, y contribuyen a mejorarlas; otros se preguntan por el origen del éxodo migratorio y, por ello, viajan a Andalucía, al “desconocido e inexplorado” sur. Viendo aquellos barrios de tablones y latas de la periferia de Barcelona no resultaba creíble la imagen de la Andalucía que fabricaban los círculos de labradores y militares.
Javier Aristu ya se ocupó ampliamente de uno de ellos, Alfonso Carlos Comín, en el primero de sus libros: “El oficio…”; ahora reseña el viaje de tres más, de tres Juanes: Juan Goytisolo, Juan Marsé y Joan Martínez Alier.
A Juan Goytisolo, notar que “los emigrantes hacinados en los suburbios huían de algo” le inspiró el deseo de viajar por el Sur. Era 1956; en Almería le deslumbra y enamora la luz del sur, pero descubre que para el almeriense aquella aridez subyugante es una maldición; descubre al compararla con Cataluña que no hay regiones ricas y pobres, laboriosas o perezosas, sino regiones ricas y regiones empobrecidas. Goytisolo aprendió de Comín algunas de las razones de la pobreza: las imprescindibles para afear a Ortega y Gasset por dejarse engañar por los tertulianos del casino de pueblo: Ortega en su Teoría de Andalucía pontifica sobre el carácter indolente del andaluz, pero “de la explotación, el latifundio, el paro, ni una palabra”.
Los responsables del desaguisado son los creadores del clima social que se respira en el sancta sanctorum de la burguesía andaluza: el casino de propietarios
Si el mundo descrito por Goytisolo es el almeriense, el viaje que hace Juan Marsé por Andalucía en 1962, acompañado del fotógrafo Albert Ripoll, transcurre básicamente por la zona costera de la mitad occidental de la región. A diferencia de aquél, el obrero-novelita Marsé, ya viene cargado de intenciones –describir y analizar “los aspectos económico-sociales”-, aunque la conclusión final será la misma. Javier está de acuerdo con ambos: si algo une a los andaluces es la pobreza generalizada.
La pobreza, sin embargo, no nace espontánea como las setas; los responsables del desaguisado son los creadores del clima social que se respira en el sancta sanctorum de la burguesía andaluza: el casino de propietarios. De uno de ellos escribió Marsé en su Viaje al Sur: “flota esa atmósfera tranquila y sólida, bien ganada, beatífica, feudal, secular y estomacal que se remonta a la mejor y más astuta tradición aristocrática latifundista andaluza”.
El tercer Joan, Martínez Alier, nos ofrece en La estabilidad del latifundismo (1968) el resultado de su mirada sobre las campiñas de Córdoba y Sevilla donde prolifera la gran propiedad. A diferencia de los anteriores, este Joan no es literato sino científico-social. Junto al necesario aparataje estadístico, buena parte de su trabajo está basado en el testimonio de los protagonistas. Las personas dicen más que los modelos econométricos. La burguesía agraria tenía el corazón partido a comienzos de los años sesenta: unos se lamentan de que falta mano de obra debido a la emigración y de que no tienen más remedio que negociar con la chusma para evitar que se fuguen; otros sienten que están atrapados en la modernización; echaron a sus colonos para aprovechar en exclusiva el enorme pero pringoso beneficio del mercado negro en los cuarenta y, ahora, sin obreros y colonos, se ven obligados a modernizar sus explotaciones para mejorar la productividad de los fundos. En el otro rincón, Martínez Alier conversa con los jornaleros: gente cautelosa porque ha sido diezmada por la represión de la posguerra pero que no ha perdido su dignidad, que no se arrastra y que tiene como principal orgullo el del trabajo bien hecho.
El latifundio es el núcleo duro de un clima social que compendia aspectos económicos, sociales, culturales, formativos y simbólicos o, como dirían más tarde Giner, Sevilla o Pérez Yruela, “una estructura ecológico social basada en un modelo de dominación específico”. Es la dominación extractiva que identifica un específico modelo de capitalismo, el origen de la pobreza
La conclusión de Martínez Alier es diáfana: a mediados de los sesenta, el capitalista agrario andaluz ya no es el rentista ausente y acomodaticio del pasado; ahora se afana en gestionar su propiedad de la manera más productiva y racional posible; pero el problema de la sociedad andaluza, no es el crecimiento económico ni la ausencia de modernidad; el problema es que el latifundio no es ni una medida de superficie ni una explotación más o menos eficiente; el latifundio es el núcleo duro de un clima social que compendia aspectos económicos, sociales, culturales, formativos y simbólicos o, como dirían más tarde Giner, Sevilla o Pérez Yruela, “una estructura ecológico social basada en un modelo de dominación específico”. Es la dominación extractiva que identifica un específico modelo de capitalismo, el origen de la pobreza. Por tal motivo, Martínez insiste en la idea del “reparto” de la tierra que reclaman los obreros; no para ser más eficientes, sino para ser más justos. El “reparto” del capital en todas sus dimensiones, ha de ser una prioridad política, como la única manera de cambiar una trayectoria histórica mediocre por otra distinta donde el narcisismo sea objetivamente compartido.
Javier Aristu, concluye lamentándose del tiempo perdido en los últimos cuarenta años de socialismo a la andaluza:
“No se promovieron las costumbres ligadas a la buena tradición de las gentes: solidaridad, intercomunidad, tradición laica y democrática, sino aquellas que provenían del corpus simbólico e ideológico alimentado desde épocas pretéritas y reforzadas o creadas por el propio franquismo a lo largo de cuatro décadas”.
Aun así, ni siquiera postrado en sus últimos días de vida, afanado con sus hijos en terminar a toda costa el libro que ahora se publica, confiaba en la posibilidad de una Andalucía mejor: reforma de las estructuras “tanto económicas como de pensamiento”; políticas de igualdad social y federalismo como engarce con otros territorios del Estado eran las fórmulas para conseguirlo.
Me hubiera gustado tanto, Javier, poder seguir hablando y discutiendo contigo de todo esto…, pero ya no podrá ser; quedan tus libros y tu ejemplo. Te echaré mucho de menos.
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Carlos Arenas Posadas. Catedrático E.U. de Historia e Instituciones Económicas, Universidad de Sevilla.