Por MIGUEL ÁNGEL CUEVAS
A la memoria de Javier Aristu,
que me presentó a Juanita Narboni
No es preciso esperar aniversarios más o menos redondos para celebrar la palabra y la herencia memorial de un poeta; se debería incluso huir de ellos, si se quieren evitar los halagos o las estrategias de un sistema que se autoproclama cultural (sin discriminar entre experiencias de conocimiento y groseros pasatiempos) y que convierte toda ocasión en un espectáculo, debida y mediáticamente servido para su deglución y defecación rápidas. Cada 28 de marzo, cada año, se cumple uno más desde que en 1942 los carnífices de la guerra de España, los militares innobles, dejaran morir a Miguel Hernández, a sus tan sólo 31 años, en la cárcel de Alicante.
Antes de entrar preso en ningún penal, quien luego tanta experiencia tuvo de ellos había escrito en El hombre acecha (1939):
Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo,
van por la tenebrosa vía de los juzgados:
buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen,
lo absorben, se lo tragan.
(Las cárceles)
Pero la impiedad contra el poeta se cimentó, fraguó y ejecutó (no utilizo tales verbos en sentido simbólico) en sacristías de su Orihuela natal, el lugar levítico al que regresó, incauto y un punto ingenuo, para ser definitivamente apresado tras una primera detención y posterior excarcelación. Aquellos parroquianos mal sufrían que el niño Miguel que entraba por la puerta de pobres del colegio de Santo Domingo, que el joven a quien el cura Almarcha (luego obispo y procurador en Cortes) alentara en sus primeros pasos poéticos, acabase tan bajo en las trincheras, ingrato, combatiendo con armas y palabras por la República. En un Madrid de aires pre-bélicos había escrito Sonreídme (1935-36):
Vengo muy satisfecho de librarme
de la serpiente de las múltiples cúpulas,
la serpiente escamada de casullas y cálices;
su cola puso acíbar en mi boca, sus anillos verdugos
reprimieron y malaventuraron la nudosa sangre de mi corazón.
Vengo muy dolorido de aquel infierno de incensarios locos […].
Me libré de los templos, sonreídme,
donde me consumía con tristeza de lámpara
encerrado en el poco aire de los sagrarios […].
Agrupo mi hambre, mis penas y estas cicatrices
que llevo de tratar piedras y hachas,
a vuestras hambres, vuestras penas y vuestra herrada carne […].
Habrá que ver la tierra estercolada
con las injustas sangres […].
No es cuestión ahora, ni es esta la ocasión, de esbozar siquiera un itinerario por el intenso devenir vital de un hombre de sólida y bien radicada integridad, de cuya muerte fueron -y son- responsables otros hombres viles, mendaces. Y tampoco es el caso de recorrer con algún detenimiento su obra, más allá de someras alusiones. Pretendo sólo mostrar cómo el punto de arribo de la poesía hernandiana, e inevitablemente también de la existencia de un ser humano masacrado en su primera plenitud, describe para toda su escritura el arco que va de la palabra común a la palabra solitaria: en términos machadianos, de los ecos a la voz.
No es preciso esperar aniversarios más o menos redondos para celebrar la palabra y la herencia memorial de un poeta; se debería incluso huir de ellos, si se quieren evitar los halagos o las estrategias de un sistema que se autoproclama cultural
“Converso con el hombre que siempre va conmigo”, añade el poeta sevillano en su Retrato de 1906; treinta años más tarde, en Llamo a los poetas (El hombre acecha), trayendo en causa entre otros a Machado, apostilla Hernández: “Andando voy, tan solos yo y mi sombra”.
Vayamos a los orígenes. Miguel ha sido el gongorino autor de Perito en lunas (1933), un libro muy en consonancia con las recientes celebraciones del tercer centenario, en 1927, de la muerte del poeta cordobés, que dieron origen -o mejor, ocasión para encontrar un nombre posible- a la llamada Generación del 27. El poemario es el tributo de un aprendiz, la respuesta (esto es, el eco) a ciertos usos poéticos en boga: un neobarroquismo resuelto en transposición metafórica directa, en el que cada palabra es una clave, a través de cuya sucesión se construyen -con notable destreza formal por lo demás- cifras alegóricas, emblemas; buena parte del juego consiste en la rebuscada agudeza a propósito a menudo de las realidades más banales, en el estupor provocado, en la exhibida maestría. Aunque una palabra rudamente primordial ya asoma.
Pronto se cierra este ciclo inicial, saldadas las cuentas con una formación autodidacta mediante tal suerte de engolfamiento en ejercicios cuasiescolares; pero el joven poeta se ha demostrado a sí mismo su pericia. Y comienza a buscar una voz propia. Las primeras muestras las hallamos en los endecasílabos acerbos, cincelados, de El rayo que no cesa, una escritura en curso desde 1934:
¿No cesará este rayo que me habita
el corazón de exasperadas fieras […]? (2)
Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla […].
Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos […]. (6)
El libro sale de las prensas en enero de 1936; en febrero se celebran elecciones, que vence el Frente Popular; en julio se produce la sublevación militar y comienza la guerra. En junio, Revista de Occidente publica el poema Sino sangriento, la práctica contrafigura de Sonreídme: versos en los que la laceración, substancialmente privada, a la que se asiste en el Rayo, la pena, se tiñe de una dimensión a un tiempo telúrica y cósmica, sin duda además un eco de las propuestas nerudianas sobre la necesaria impureza de la poesía:
Vine con un dolor de cuchillada,
me esperaba un cuchillo a mi venida,
me dieron a mamar leche de tuera,
zumo de espada loca y homicida […].
Me persigue la sangre, ávida fiera […].
Me dejaré arrastrar hecho pedazos,
ya que así se lo ordenan a mi vida
la sangre y su marea,
los cuerpos y mi estrella ensangrentada.
Seré una sola y dilatada herida,
hasta que dilatadamente sea
un cadáver de espuma: viento y nada.
Falta muy poco para que esta tensión -que, si puede llamarse metafísica, lo es en aparente paradoja a causa de una exacerbada y trágica fisicidad- se transforme en el impulso definitivo hacia una respuesta que quiere hacerse portavoz de las heridas, sí, pero de las de las gentes humilladas, pisoteadas, condenadas. El hombre Miguel (“Me llamo barro aunque Miguel me llame. / Barro es mi profesión y mi destino / que mancha con su lengua cuanto lame”, Rayo, 15) baja a las trincheras, las excava; y el poeta entona un decir de alcance coral, urgente, desgarrado. En el prólogo de Teatro en la guerra (1937) escribe uno de los testimonios que usaron para condenarlo a muerte los tribunales de los “traidores asesinos” que, a despecho del buen augurio en la dedicatoria de Viento del pueblo (1937), no quedaron “en su misma suciedad […] cegados”:
El 18 de julio de 1936, frente al movimiento de los militares traidores, entro yo, poeta, y conmigo mi poesía, en el trance más doloroso y trabajoso, pero más glorioso, al mismo tiempo, de mi vida. […] el impulso definitivo que me arrastró a esgrimir mi poesía en forma de arma combativa me lo dieron los traidores […]. Intuí, sentí venir contra mi vida, como un gran aire, la gran tragedia, la tremenda experiencia poética que se avecinaba en España, y me metí, pueblo adentro, más hondo de lo que estoy metido desde que me parieran […].
La guerra, la gran experiencia poética en la que el gesto artístico deviene acción: escribir para las revistas fieles a la República, para los periódicos que se distribuyen en las trincheras, e incluso físicamente en los efímeros murales del frente de batalla. El verso en Viento del pueblo es excepcionalmente elegíaco:
Atraviesa la muerte con herrumbrosas lanzas,
y en traje de cañón, las parameras,
donde cultiva el hombre raíces y esperanzas,
y llueve sal, y esparce calaveras.
Verdura de las eras,
¿qué tiempo prevalece la alegría?
(Elegía primera, a Federico García Lorca)
En Visión de Sevilla roza lo esperpéntico en el sucinto retrato del genocida Queipo de Llano: sobre la ciudad
pesa y hunde su talón grosero
un general de vino desgarrado,
de lengua pegajosa y vacilante,
de bigotes de alambre groseramente astado.
Pero el tono dominante resuena abundoso como arenga, ante el aluvión de sangre, en variaciones sobre los modos de la herencia neopopularista de generaciones inmediatamente precedentes:
Sentado sobre los muertos
que se han callado en dos meses
beso zapatos vacíos […].
Antemuro de la nada
esta vida me parece.
Aquí estoy para vivir
mientras el alma me suene […].
Varios tragos es la vida
y un solo trago es la muerte.
(Sentado sobre los muertos)
Hasta aquí, el de Miguel Hernández ha sido un esfuerzo ininterrumpido -a veces ingenuo, a veces impetuosamente autoconsciente- de inserción de su palabra en un decir común. Lo que más impresiona es su voluntad de desvestirse de sus altas experiencias culturales
Hasta aquí, el de Miguel Hernández ha sido un esfuerzo ininterrumpido -a veces ingenuo, a veces impetuosamente autoconsciente- de inserción de su palabra en un decir común. Lo que más impresiona es su voluntad de desvestirse de sus altas experiencias culturales, por ejemplo, del substrato surrealista que se ha podido constatar en los textos de la inmediata preguerra, de despojar a la palabra de toda aura, de adelgazar incluso a la palabra de sí misma para convertirla en cosa, en arma arrojadiza contra los traidores: la generosa dimisión de sí, de cualquier autorialidad complacida, que los versos de Viento del pueblo ponen ante nosotros. A pesar de lo cual, y aun en el seno de una secular imaginería, la voz del poeta se insinúa tal vez entre los resquicios, entre los intersticios de los versos:
He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera […]
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.
(Canción del esposo soldado)
Comienza al fin la voz a manar alejada de los ecos, leve, apenas un regato, en El hombre acecha, último reparo frente a la derrota que ya se palpa: “Un rosal sombrío viene y se cierne sobre mí”, leemos en el prólogo-dedicatoria; y en uno de los últimos poemas:
Es sangre, no granizo, lo que azota mis sienes.
Son dos años de sangre: son dos inundaciones.
(18 de julio 1936 – 18 de julio 1938)
En la apertura y el cierre del poemario, es un brotar como de manantial primordial. Ambos poemas, en la edición original, aparecen en cursiva, señal de que los pronuncia una voz fuera de la urdimbre del resto de los textos. Tiene algo de primitivo esta palabra; y retumba al tiempo, latido que fluye, el silbo del nombre cual si fuera pronunciado por vez primera:
Se ha retirado el campo
al ver abalanzarse
crispadamente al hombre.
¡Qué abismo entre el olivo
y el hombre se descubre! […]
He regresado al tigre.
Aparta, o te destrozo.
(Canción primera)
El odio se amortiguaç
detrás de la ventana.
Será la garra suave.
Dejadme la esperanza.
(Canción última)
Esperanza y voz -en efecto, decir es siempre esperar- que concluyen en pura soledad: el Cancionero y romancero de ausencias. Poesía a entraña abierta, palabra transparente, inmediata, icástica más como suspendida, rarefacta; fragmento de un discurso incompleto, nombre poseído, alcanzado en la desposesión de lo que velaba su trágica desnudez:
En el fondo del hombre
agua removida.
En el agua más clara
quiero ver la vida. […]
En el agua más clara
sombra sin salida. ([5])
Cogedme, cogedme.
Dejadme, dejadme,
fieras, hombres, sombras,
soles, flores, mares.
Cogedme.
Dejadme. ([27])
Profiere Miguel Hernández en los versos de su poesía última una palabra que los infames
no han conseguido acallar, no han podido usurpar
En el ciclo final de su escritura, en el abandono alcanza lo casi inalcanzable: la extrema descarnificación, la poesía extrema en el paso definitivo que lo asoma a la cárcava del vacío de sí, yaciente:
Cada ciudad, dormida, despierta loca, exhala
un silencio de cárcel, de sueño que arde y llueve
como un élitro ronco de no poder ser ala.
El hombre yace. El cielo se eleva. El aire mueve.
(Vuelo)
Desde la cárcel, recluido por la hiel de los vencedores, la simiente de tuera de los verdugos, de los que escupen sobre los gemidos de dolor que provocan, sobre los muertos que ellos mismos han asesinado, profiere Miguel Hernández en los versos de su poesía última una palabra que los infames no han conseguido acallar, no han podido usurpar:
Llevadme al cementerio
de los zapatos viejos.
Echadme a todas horas
la pluma de la escoba.
Sembradme con estatuas
de rígida mirada.
Por un huerto de bocas,
futuras y doradas,
relumbrará mi sombra.
(Cancionero, [33])
[Todas las citas extraídas de Miguel Hernández, Obra completa, 3 vols., ed. crítica de A. Sánchez Vidal, J.C. Rovira y C. Alemany, Madrid, Espasa Calpe (Clásicos castellanos), 1992]
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Miguel Ángel Cuevas. Catedrático de Filología italiana, Universidad de Sevilla.