Por ANDRÉ GORZ
Este libro de André Gorz, publicado por primera vez en Francia en 1988, tiene tres partes y un anexo. En ellas el autor se centra en las perspectivas sobre el trabajo y las personas que lo realizan y en el sentido de sus actividades realizadas con libertad y autonomía. También trata de la jaula de la razón y la racionalidad económica que encierra estas cuestiones en barrotes mercantilizadores. Y, frente a ello, la vida que prosigue su curso; por tanto, habla de personas que desarrollan actividades humanas y socialmente necesarias. Y, en la tercera parte, las posibles alternativas entre las que la duración del trabajo juega un papel central. Finalmente, el anexo titulado: Resumen para sindicalistas y otros militantes de izquierdas1. De la primera parte queremos remarcar el capítulo 8: la búsqueda de sentido; en él, concretamente, encontramos la relación entre libertad y autonomía con respecto al trabajo y la necesidad de redistribuirlo en las páginas 124-129. También, su tesis sobre la sociedad dual: unos trabajan con garantías y otros, cuando trabajan, lo hacen sin ninguna; o su distinción entre trabajo y vida, entre trabajo libre y autónomo y trabajo dependiente y heterónomo. Polarización entre liberación del trabajo y liberación en el trabajo. Y, citando a Marx, el desarrollo de las fuerzas productivas y las posibilidades de autorrealización que transitan hacia la reducción de la jornada de trabajo. Posición que critica previamente a exponer su propia alternativa.
(…) las sociedades industrializadas producen cantidades crecientes de riquezas con cantidades decrecientes de trabajo, pero no han producido una cultura del trabajo que, desarrollando «plenamente» las capacidades individuales, permita a los individuos desarrollarse «libremente”, durante su tiempo disponible, mediante la cooperación voluntaria, las actividades científicas, artísticas, educativas, políticas, etc. No existe «sujeto social» capaz cultural y políticamente de imponer una redistribución del trabajo tal que todos y todas puedan ganarse la vida trabajando, pero trabajando cada vez menos y recibiendo, en forma de ingresos crecientes, su parte de la creciente riqueza que es socialmente producida.
Sin embargo, tal distribución es la única capaz de dar un sentido a la disminución del volumen de trabajo socialmente necesario. Es la única capaz de impedir la desintegración de la sociedad y la división de los propios asalariados en élites profesionales, por una parte, masas de parados y de precarios, por otra, y, entre las dos, siempre mayoritarios, los trabajadores indefinidamente intercambiables y reemplazables de la industria y, sobre todo, de los servicios industrializados e informatizados. Es la única capaz, al reducir el tiempo de trabajo de todos y de todas, de hacer accesible los empleos cualificados a un mayor número de mujeres y hombres, de permitir a los que lo deseen conseguir cualificaciones y competencias nuevas a lo largo de toda su vida, y de reducir la polarización que el trabajo ejerce sobre el modo de vida, las necesidades compensatorias, la personalidad (o la despersonalización) de cada uno y de cada una.
No existe «sujeto social» capaz cultural y políticamente de imponer una redistribución del trabajo tal que todos y todas puedan ganarse la vida trabajando, pero trabajando cada vez menos y recibiendo, en forma de ingresos crecientes, su parte de la creciente riqueza que es socialmente producida
En efecto, a medida que se amplían los fragmentos de tiempo disponible, el tiempo de no-trabajo puede dejar de ser lo opuesto al tiempo de trabajo: puede dejar de ser tiempo de reposo, de descanso, de recuperación; tiempo de actividades accesorias, complementarias de la vida de trabajo; pereza, que no es otra cosa que lo contrario a la tensión del trabajo forzado, heterodeterminado; diversión, que es lo contrario del trabajo anestesiante y agotador por su monotonía. A medida que se amplía el tiempo disponible se desarrollan la posibilidad y la necesidad de estructurarlo mediante otras actividades y otras relaciones en las que los individuos desarrollan sus facultades de otra manera, adquieren otras capacidades, llevan una vida distinta. EI lugar de trabajo y el empleo pueden entonces dejar de ser los únicos espacios de socialización y las únicas fuentes de identidad social; el dominio del fuera-del-trabajo puede dejar de ser el dominio de lo privado y del consumo. En el tiempo disponible pueden tejerse nuevas relaciones de cooperación, de comunicación, de intercambio, y abrirse un nuevo espacio social y cultural hecho de actividades autónomas, con fines libremente elegidos. Una nueva relación, invertida, entre tiempo de trabajo y tiempo disponible tiende entonces a establecerse: las actividades autónomas pueden llegar a ser preponderantes en relación con la vida de trabajo, la esfera de la libertad en relación con la de Ia necesidad. El tiempo de la vida ya no tiene que ser administrado en función del tiempo de trabajo; es el trabajo el que debe encontrar su puesto, subordinado, en un proyecto de vida.
Los individuos serán entonces mucho más exigentes en cuanto a la naturaleza, el contenido, los fines y la organización del trabajo. No aceptarán ya el “trabajar idiota” ni estar sometidos a una vigilancia y a una jerarquía opresivas. La liberación del trabajo habrá conducido a la liberación en el trabajo, sin por ello transformar éste (como lo imaginaba Marx) en libre actividad personal que establece sus propios fines. En una sociedad compleja, la heteronomía no puede suprimirse por completo en beneficio de la autonomía. Pero en el interior de la esfera de la heteronomía, Ias tareas, sin dejar de ser necesariamente especializadas y funcionales, pueden ser recualificadas, recompuestas, diversificadas, de manera que ofrezcan una mayor autonomía en el seno de la heteronomía, en particular (pero no solamente) gracias a la autogestión del tiempo de trabajo. No hay que imaginar, pues, una oposición tajante entre actividades autónomas y trabajo heterónomo, entre esfera de la libertad y esfera de la necesidad. Esta última repercute sobre la primera, pero sin poder nunca acabar con ella.
Una nueva relación, invertida, entre tiempo de trabajo y tiempo disponible tiende entonces a establecerse: las actividades autónomas pueden llegar a ser preponderantes en relación con la vida de trabajo, la esfera de la libertad en relación con la de Ia necesidad. El tiempo de la vida ya no tiene que ser administrado en función del tiempo de trabajo; es el trabajo el que debe encontrar su puesto, subordinado, en un proyecto de vida
Esta concepción de una sociedad del tiempo liberado o “sociedad de cultura” (Kulturgesellschaft) como se la denomina en la izquierda alemana por oposición a la «sociedad de trabajo» (Arbeitsgesellschaft) se ajusta al contenido ético (el “libre desarrollo de la individualidad”) de la utopía marxista, aunque presentando importantes diferencias filosóficas y políticas con ella.
Marx pensaba, en efecto, que el pleno desarrollo de las capacidades individuales iría a la par con el pleno desarrollo de las fuerzas productivas y conduciría necesariamente a una revolución (en el sentido filosófico) en dos planos a la vez:
- Los individuos plenamente desarrollados en el seno de su trabajo se adueñarán de éste para situarse como sujetos de derecho de lo que ya son sujetos de hecho. Dicho de otro modo, la libertad, que el desarrollo histórico les ha dado como un conjunto de capacidades, va a adueñarse de sí misma mediante la revolución reflexiva, es decir, mediante la reflexión del sujeto sobre sí mismo. Así es como hay que entender la distinción que Marx hace entre el pleno desarrollo de los individuos y el libre desarrollo de las individualidades en lo que él denomina las “actividades superiores”, actividades que sitúa en el “tiempo disponible”.
- Esta revolución reflexiva, propiamente existencial, por la que la libertad (la existencia individual dotada de los medios de autonomía) se toma a sí misma como fin, es, en Marx, una de las caras de una dialéctica histórica cuya otra cara es la necesaria revolución económica. En efecto, a medida que disminuye la cantidad de trabajo necesario, “el trabajo en su forma inmediata deja de ser la gran fuente de la riqueza, el tiempo de trabajo deja y debe necesariamente dejar de ser la medida de aquella, y en consecuencia el valor de cambio deja de ser la medida del valor de uso… en estas condiciones, la producción fundada en el valor de cambio se hunde” y el “libre desarrollo de las individualidades”, ”la reducción del tiempo de trabajo a un mínimo” pasa a ser el fin.
Dicho con otras palabras, la racionalidad económica (y no solamente la racionalidad capitalista) ha alcanzado su límite. Nunca ha tenido como fin otra cosa que el empleo más eficaz de los medios, la organización más eficaz de sistemas de medios. Es una racionalidad fundamentalmente instrumental, cuyo fin es el funcionamiento racional de sistemas de medios, con vistas a la acumulación de medios (a través del beneficio) que permitan unos sistemas de medios capaces de conseguir aún mejores resultados. Los medios son, por consiguiente, fines, los fines de los medios al servicio de los medios. El fin con vistas al cual la racionalidad económica economiza los «factores», principalmente el trabajo y el tiempo, es su nuevo empleo «en otra parte de la economía», con miras a economizar aquí trabajo y tiempo que, a su vez, deberá ser vuelto a emplear en otra parte. El fin con vistas al cual se economiza el trabajo se desvanece en el infinito y no es nunca la propia liberación del tiempo: la extensión del tiempo de vivir. Las mismas distracciones tienen como función «crear empleo», ser útiles a la producción mercantil, a la rentabilización de capitales.
Ahora bien, con el pleno desarrollo de las fuerzas productivas, esta dinámica de la acumulación deja de poder funcionar. La racionalidad instrumental entra en crisis y revela su irracionalidad fundamental. La crisis no puede ser resuelta más que, asignando una racionalidad nueva a las economías de trabajo, conforme al único fin que puede darle un sentido: la liberación del tiempo para esas “actividades superiores” que, confundiéndose con el movimiento de la vida misma, son para sí mismas su propio fin. Estas actividades no son ya unas actividades que haya que racionalizar para que lleven menos tiempo, por el contrario: es el gasto y no ya la economía de tiempo lo que se convierte en el fin, es la actividad misma la que lleva en ella su fin; no sirve para ninguna otra cosa.
La crisis de la racionalidad económica es así como el lugar vacío de otra racionalidad que dará a todo el desarrollo anterior su sentido. Y en Marx esta otra racionalidad es precisamente la de los individuos plenamente desarrollados que, engendrados por el pleno desarrollo de las fuerzas productivas, se adueñan reflexivamente de sí mismos para hacerse los sujetos de lo que son, es decir, para tomar como fin el libre desarrollo de su individualidad. El desarrollo material produce así a la vez su crisis y el sujeto histórico capaz de superarla sacando a la luz el sentido de la contradicción que ese desarrollo encubría.
Para Marx y los marxistas, particularmente en el seno de las organizaciones obreras, la liberación en el trabajo es la condición previa indispensable de la liberación del trabaio; porque mediante la liberación en el trabajo es como nace el sujeto capaz de desear la liberación del trabajo y de darle un sentido. De ahí la atención privilegiada que algunos autores marxistas conceden al obrero polivalente reprofesionalizado, responsable de una tarea compleja y “soberana”; tienen la tentación de ver en él al sujeto histórico de una posible reapropiación de las fuerzas productivas y del desarrollo del individuo por el propio individuo.
Para Marx y los marxistas, particularmente en el seno de las organizaciones obreras, la liberación en el trabajo es la condición previa indispensable de la liberación del trabaio; porque mediante la liberación en el trabajo es como nace el sujeto capaz de desear la liberación del trabajo y de darle un sentido
Ahora bien, hemos visto que aquí se trata de una utopía injustificada. Incluso en el propio Marx, la contradicción estaba incrustada entre la teoría y las descripciones fenomenológicas, notablemente penetrantes, de la relación del obrero con la maquinaria: separación del trabajador respecto a los medios de trabajo, al producto; a la ciencia encarnada en la máquina. Nada en la descripción justifica la teoría del «trabajo atractivo», la apropiación (o apropiabilidad) de una totalidad de fuerzas productivas gracias al desarrollo en el trabajo de una totalidad de capacidades, y esto vale tanto para los escritos de juventud como para los Grundrisse y El capital.
(…) Pero si esto es así, si la liberación (siempre parcial y relativa) en el trabajo es lo que está en juego en una lucha a librar, por consiguiente, el desarrollo de las fuerzas productivas no produce por sí mismo ni esta liberación ni su sujeto social e histórico. Dicho de otra manera, los individuos no luchan por esta liberación, ni por el pleno desarrollo de sus facultades que está vinculado a aquélla, en virtud de lo que ya son, sino en virtud de lo que aspiran a ser y no son o no son todavía. Y la cuestión de saber por qué aspiran a su libre desarrollo autónomo quedará sin respuesta durante tanto tiempo como nos situemos en la perspectiva de Marx.
Más adelante, página 211, Gorz argumenta sobre la familia como “esfera de la soberanía privada”, que no se conseguirá del todo hasta que se consiga “la emancipación de la mujer”, de manera que “el hombre y la mujer se repartan voluntariamente las tareas tanto de la esfera privada como de la esfera pública y pertenezcan igualmente el uno al otro”. La idea es (citando a Guy Aznar, Tous a mi-temps!) que “el hombre y la mujer trabajan media jornada y ejercen juntos, durante su tiempo libre, una segunda actividad”.
En la tercera parte, Gorz desarrolla sus propuestas alternativas, nos detendremos en el apartado Trabajo intermitente, dominio del tiempo, donde muestra (páginas 248-249) diferentes posibilidades más o menos complementarias de reducir el tiempo de trabajo. Ofrecemos unos fragmentos.
La reducción del tiempo del trabajo tiene una calidad muy diferente según que se libere tiempo a escala de la jornada, de la semana, del año o de la vida activa; y sobre todo según que las zonas de tiempo liberado puedan o no ser elegidas por cada uno(a). La reducción lineal del tiempo de trabajo, con el mantenimiento de horarios cotidianos rígidos y uniformes, es la menos prometedora y la menos eficaz de las posibilidades de liberar tiempo. Porque, evidentemente, es imposible introducir de manera uniforme en Ias empresas y para todo el personal la semana de 35, o 30, o 25 horas en cinco días. En cambio, es completamente posible introducir para todo el mundo una duración anual del trabajo de 1.400, ó 1.200, o 1.000 horas por año (en lugar de las 1.600 horas actuales), repartidas a elección entre 30, 40 ó 48 semanas o también entre 120 a 180 días que, en cada taller, oficina, servicio o empresa, los miembros del personal se repartirían en el curso de reuniones trimestrales o mensuales, en función a la vez de las obligaciones técnicas y de las necesidades o deseos de cada uno(a): la edad, Ia situación familiar, la distancia hasta el lugar de trabajo, el proyecto de vida, etc., pudiendo darse un derecho de preferencia sobre determinadas zonas horarias, sobre determinados días de la semana o meses del año.
Pero si esto es así, si la liberación (siempre parcial y relativa) en el trabajo es lo que está en juego en una lucha a librar, por consiguiente, el desarrollo de las fuerzas productivas no produce por sí mismo ni esta liberación ni su sujeto social e histórico
Es fácil ver la implicación: la desincronización de los horarios y de los períodos de trabajo es la condición indispensable de una reducción sustancial de su duración. Si se quiere repartir un volumen de trabajo decreciente entre un número creciente (o incluso constante) de personas, es prácticamente imposible que éstas estén todas presentes en su lugar de trabajo los mismos días, a las mismas horas. Cuanto más corto llegue a ser el tiempo del trabajo de cada uno, más tendencia tendrá el trabajo a convertirse en intermitente para todos, ya sea a escala de la semana (de cuatro, luego de tres días), ya sea a escala del mes, o del trimestre, o del año, o incluso del quinquenio.
La actual duración anual media del trabajo, que es de 1.600 horas para un tiempo completo, corresponde a 200 jornadas o a 40 semanas o a nueve meses y cuarto de un tiempo completo normal, lo que no impide en modo alguno que los asalariados reciban su pleno salario cada mes, a lo largo de todo el año. No hay ningún motivo para que la reducción del tiempo del trabajo a 1.400, 1.200 y luego a 1.000 horas al año no permita a aquellos y aquellas que Io deseen organizar su empleo de tiempo a escala del año, por ejemplo, de manera que liberen unos periodos continuos más importantes de tiempo disponible, períodos en el curso de los cuales sus plenos ingresos seguirán estando asegurados, lo mismo que actualmente lo están durante las vacaciones pagadas de cualquier tipo.
La ventaja es evidente: la liberación de un tiempo fracciona unas horas a Ia semana, unas jornadas al mes, unas semanas repartidas a lo largo del año dará lugar sobre todo a una extensión de los entretenimientos pasivos y del tiempo dedicado a las tareas domésticas; la puesta a disposición de un espacio de tiempo sin solución de continuidad (varias semanas, varios meses) permite la realización o Ia puesta en marcha de un proyecto. Y es el desarrollo de proyectos, individuales o colectivos, artísticos o técnicos, familiares o comunitarios, etc., lo que una “sociedad de cultura” se aplicará a facilitar, en especial a través de la red de los equipamientos culturales que instale.
Considerando una discontinuidad cada vez más acentuada del trabajo con fin económico, lo que propongo no es una innovación radical. Esta creciente discontinuidad es una tendencia ya instalada. Toma la forma de la precarización del empleo, del trabajo temporal y estacional, de los cursillos de formación o de reconversión profesional, de los contratos interinos, etc. Toma la forma, por otra parte, de Ia semana corta o del mes corto: por ejemplo, 30 horas semanales en tres días, pagadas como un tiempo completo; o de 20 a 24 horas en dos días (sábado y domingo), dando derecho al salario de una semana completa (fórmula particularmente apreciada por los estudiantes y los artistas); o también una semana de vacaciones por mes, fórmula introducida por grandes firmas japonesas. Yo propongo, pues, que el sindicalismo y la izquierda política se adueñen de esta tendencia a la discontinuidad y, haciéndola objeto de negociaciones y luchas colectivas, la transformen en fuente de una libertad nueva, mientras que actualmente es fuente sobre todo de inseguridad. (248-249)
Una segunda selección de textos en la tercera parte (páginas 254-256), aborda el problema de la relación entre jornada y salario; en particular crítica la necesidad de que la reducción de jornada comporte la disminución del salario. La clave es dirigirnos a un proceso que requiera menos empleo dependiente. Quizás aquí Gorz peca de excesivamente optimista. A Marx se le critica por la tesis del empobrecimiento, pero las políticas austeritarias actuales, como en su momento la acumulación primitiva de capital, muestran que la racionalidad capitalista, en su camino flexible, puede emplear prácticas extractivas y expropiadoras, no sólo de crecimiento y desarrollo (más la carga de explotación y alienación que comportan). De manera que es posible que unos se enriquezcan, mientras empobrecen a la mayoría cuestionando “el poder adquisitivo”. El salario de subsistencia dio paso al salario de consumo, pero una vez cuestionado el bienestar y las organizaciones que lo hicieron posible nada impide volver al primero en tiempos de desigualdad. Aunque el salario vinculado a la deuda, parece ser el fin perseguido en la actualidad.
La reducción del tiempo del trabajo, sobre todo cuando debe crear empleos suplementarios o impedir despidos, se les aparece entonces como un reparto de un volumen dado de trabajo y de recursos. La disminución de los salarios se considera inevitable desde este punto de vista.
Esta es la razón de que yo haya hecho hincapié de entrada en que la reducción del tiempo del trabajo sin pérdida de ingresos debe ser entendida no como una medida sino como una política de conjunto continua. No se trata de redistribuir los empleos y los recursos que existen, sino de gobernar, entrando en su dinámica, un proceso que exige cada vez menos trabajo, pero crea cada vez más riquezas. La lógica microeconómica exigiría que las economías de tiempo de trabajo se traduzcan, para las empresas que las llevan a cabo, en economías sobre los salarios: produciendo a menor coste, esas empresas serán más “competitivas” y podrán (en determinadas condiciones) vender más. Pero desde el punto de vista macroeconómico, una economía que porque utiliza cada vez menos trabajo distribuye cada vez menos salarios, desciende inexorablemente por la pendiente del paro y la pauperización.
Considerando una discontinuidad cada vez más acentuada del trabajo con fin económico, lo que propongo no es una innovación radical. Esta creciente discontinuidad es una tendencia ya instalada. Toma la forma de la precarización del empleo, del trabajo temporal y estacional, de los cursillos de formación o de reconversión profesional, de los contratos interinos, etc.
Para retenerla en esa pendiente es preciso que el poder adquisitivo de las “familias” deje de depender del volumen de trabajo que consume la economía. Es necesario que la población, aunque cumpla un número decreciente de horas de trabajo, gane con qué comprar el volumen creciente de riquezas producidas: la reducción del tiempo del trabajo no debe suponer disminución del poder adquisitivo. Queda por saber cómo llegar a este resultado. Un primer punto, ya Io he indicado, es que la reducción del tiempo del trabajo se haga por escalones plurianuales, según un calendario fijado de antemano. Debe ser decidida ex -ante y no ex-post. Debe ser el objetivo que la sociedad se da, y por consiguiente la variable independiente a la que van a ser llamadas a ajustarse las otras variables en un lapso de tiempo determinado. Es de esta manera como han sido introducidos la jornada de ocho horas, las vacaciones pagadas, los seguros sociales, el salario mínimo garantizado y, en otros dominios, las normas anti-contaminación, muy coactivas en Japón y Estados Unidos, o el “mercado único europeo”, que no vería nunca la luz del día si se esperara, para decidirlo, que todo el mundo esté preparado. Anunciar que la duración del trabajo será reducida en cuatro o cinco horas semanales o en 200 horas anuales en cuatro o cinco años es incitar a llevar a cabo unos esfuerzos de imaginación, auto- organización, innovación, que no tendrán lugar si todo continúa como antes.
El segundo punto es que evidentemente resulta imposible esperar de todas las empresas que paguen unos salarios constantes o crecientes por unas prestaciones de trabajo cada vez más reducidas. La cosa no plantearía ningún problema a las empresas fuertemente automatizadas en las que, desde ahora, el coste salarial no representa más del 5 al 10 por 100 del coste de producción total. Pero, a la larga, hará aumentar desmesuradamente los precios relativos de las producciones y servicios con fuerte intensidad de trabajo y débil crecimiento de productividad: agricultura y ganadería, construcción, cuidados sanitarios, enseñanza, servicios municipales, reparación, hostelería, etcétera.
Esta distorsión de los precios y el handicap de las empresas de mano de obra pueden ser evitados mediante el tipo de solución que Michel Albert proponía para el trabajo a tiempo parcial: cada vez que la duración del trabajo se reduce, los salarios son rebajados en la misma proporción. Pero la pérdida que de ello resulta para el asalariado o la asalariada es compensada por una caja de garantía. Esto es lo que Guy Aznar denomina, “el segundo cheque”.
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El anexo incluye, en su resumen para sindicalistas, apartados interesantes como el de trabajar menos para trabajar todos: liberación del trabajo, liberación en el trabajo, liberación del tiempo, con referencia a la tradición sindical y del movimiento obrero y a las nuevas demandas. Desarrolla también Gorz las actividades autónomas o libres necesariamente unidas a las actividades habituales de la sociedad, y no comprendidas en el interior de una economía dual. Finalmente, ello nos conduce de la autogestión del tiempo a la autogestión de la vida que permitirá una democratización desde la base. Aquí guíamos al lector por el título de los breves apartados.
Trabajar menos para trabajar todos
El interés común de los asalariados es, por el contrario, no competir, organizar su unión frente al empresariado y negociar colectivamente con él las condiciones de su empleo. El sindicalismo es la expresión de este interés común.
En un contexto en el que no hay trabajo pagado a tiempo completo para todo el mundo, el abandono de la ideología del trabajo se convierte para el movimiento sindical en un imperativo de supervivencia. Este abandono no es, para nada, una abdicación. El tema de la liberación del trabajo, lo mismo que el tema del «trabajar menos para trabajar todos» han motivado las lu-chas del movimiento obrero desde sus orígenes.
Dar un sentido al cambio: la liberación del tiempo
El sindicalismo no puede perpetuarse como movimiento portador de futuro más que si no limita su misión a la defensa de los intereses específicos de los trabajadores asalariados. Tanto en la industria como en el terciario clásico, la contracción de la cantidad de trabajo demandada se va acelerando. Según una estimación sindical alemana, solamente el 5 por 100 de las nuevas tecnologías que estarán disponibles a finales de siglo son explotadas en la actualidad. Las reservas de productividad (es decir, las economías de trabajo previsibles) son inmensas en la industria y en el terciario clásico.
El interés común de los asalariados es, por el contrario, no competir, organizar su unión frente al empresariado y negociar colectivamente con él las condiciones de su empleo. El sindicalismo es la expresión de este interés común
La liberación del trabajo con fin económico, mediante la reducción de su tiempo, y el desarrollo de otros tipos de actividades, autorreguladas y autodeterminadas, son las únicas capaces de conferir un sentido positivo a las economías de trabajo asalariado que se derivan de la revolución técnica en curso. El proyecto de una sociedad del tiempo liberado donde todo el mundo pueda trabajar, pero trabajar cada vez menos, con un fin económico, constituye el sentido posible del desarrollo histórico actual. Puede dar una cohesión y una perspectiva unificadora a los distintos componentes del movimiento social, porque: 1) surge con la prolongación de la experiencia y de las luchas obreras pasadas; 2) rebasa esta experiencia y estas luchas y va hacia unos objetivos conformes con los intereses de los trabajadores, así como con los de los no-trabajadores, y puede, por consiguiente, cimentar su solidaridad y su voluntad política común; 3) se corresponde con la aspiración de una proporción importante de hombres y mujeres a (re)tomar el poder sobre su vida y en ella.
Liberación en el trabajo y liberación del trabajo
La pérdida de favor del trabajo asalariado no ha dejado de avanzar desde hace una veintena de años. De ello dan testimonio los sondeos que periódicamente llevan a cabo algunos institutos sobre todo alemanes y suecos. Particularmente sensible en los trabajadores jóvenes, esa pérdida de favor traduce no una falta de interés o un rechazo del esfuerzo, sino el deseo de que el trabajo forme parte de la vida en vez de que ésta tenga que ser sacrificada o estar subordinada a aquéI. La aspiración a (re)tomar el poder sobre su vida se recupera entre los trabajadores, sobre todo entre los jóvenes, y los sensibiliza a los movimientos específicos que van en este sentido.
La aspiración a liberarse del trabajo o con respecto al trabajo no debe estar en contradicción, sin embargo, con los objetivos sindicales tradicionales de liberación en el trabajo. Por el con trario, una y otra se condicionan mutuamente. Experiencias pasadas han demostrado que los trabajadores se hacen más exigentes en cuanto a las condiciones y a las relaciones de trabajo cuando éste les deja tiempo y fuerzas para una vida personal. A la inversa, el desarrollo personal tiene como condición un trabajo que, por su duración y su naturaleza, no mutile las facultades físicas y psíquicas del trabajador. El movimiento sindical tiene, pues, lo mismo que en el pasado, que luchar en dos planos a la vez: por la «humanización», el enriquecimiento del trabajo, y por la reducción de su tiempo, sin pérdida de ingresos.
Esta tarea tradicional del sindicato no ha perdido nada de su actualidad. Porque si la ideología patronal concede gran importancia a la recualificación, la responsabilización y la personalización del trabajo vinculadas con Ia revolución técnica, esta valoración del trabajo obrero no concierne, en realidad, más que a una pequeña élite privilegiada.
Tiene como envés, además de los despidos, la descualificación y la estandarización de numerosas tareas hasta ahora cualificadas, y el sometimiento a una constante vigilancia electrónica del comportamiento y el rendimiento de numerosos asalariados de la industria y del terciario. En vez de aportar una liberación, la informatización aporta a menudo una “densificación” del trabajo por la eliminación de los “tiempos muertos» y la coacción para acelerar la cadencia.
Acompañada a menudo por reducciones o «flexibilizaciones» de los horarios, esta “intensificación”, del trabajo enmascara como propósito el hecho de que la intensidad del esfuerzo humano no es más que un factor accesorio de elevación de la productividad: siendo el factor principal la economía de trabajo humano debida a las prestaciones propias de los materiales empleados. Estos podrían servir, por tanto, para disminuir la fatiga, la monotonía y el tiempo del trabajo. El carácter arbitrario y opresivo de la intensificación del trabajo no es por ello sino más apreciable.
El campo de las actividades autónomas
Una reducción progresiva del tiempo de trabajo a 1.000 horas al año, o menos, confiere al tiempo disponible unas dimensiones enteramente nuevas. El tiempo de no-trabajo no es ya necesariamente un tiempo para el descanso, la recuperación, la diversión, el consumo; no sirve ya para compensar la fatiga, las obligaciones, las frustraciones del tiempo de trabajo. El tiempo libre no es ya simplemente ese “tiempo que queda”, siempre demasiado corto, que hay que darse prisa en aprovecharlo y durante el cual no es pensable emprender nada.
En el momento en que el tiempo de trabajo sea reducido a menos de 25 a 30 horas semanales, el tiempo disponible podrá llenarse con unas actividades que se emprendan sin un fin económico y que enriquezcan la vida del individuo y del grupo: tareas culturales y estéticas tendentes a que uno sienta y dé alegría, a embellecer y “cultivar” el marco de vida; actividades de asistencia, de cuidados, de ayuda mutua que tejan una red de solidaridad y relaciones sociales en el barrio o en el municipio; incremento de las relaciones de amistad y de los intercambios afectivos; actividades educativas y artísticas; reparación y autoproducción de objetos y alimentos “por el placer” de hacer uno mismo y de preservar, transmitir cosas con las cuales es posible encariñarse; cooperativas de intercambio de servicios, etc. Una parte apreciable de los servicios que actualmente prestan profesionales, empresas comerciales o instituciones públicas podrán de este modo ser asumidas por los propios individuos, en tanto que miembros de comunidades de base, voluntariamente y de conformidad con las necesidades que ellos mismos habrán definido…
El movimiento sindical tiene, pues, lo mismo que en el pasado, que luchar en dos planos a la vez: por la «humanización», el enriquecimiento del trabajo, y por la reducción de su tiempo, sin pérdida de ingresos
El conjunto de estas actividades no debe ser entendido como un sector económico altemativo, constitutivo de una “economía dual”. Estas actividades no tienen, por definición, una racionalidad económica y se sitúan más allá y al margen de la esfera de la economía. Su realización no constituye el medio para llegar, a un resultado, a una satisfacción; ella misma produce directamente ese resultado, esa satisfacción. El tiempo consagrado a la música, al amor, a la educación, al intercambio de ideas, a reconfortar un enfermo, a la creación, etc., es el tiempo de la vida misma, no tiene un precio al que pueda ser vendido o comprado. La expansión del tiempo de la vida y la reducción del tiempo dedicado a los trabajos necesarios o con finalidad económica han constituido una meta constante de la humanidad.
De la autogestión del tiempo a la autogestión de la vida
Nada obliga a considerar la reducción del tiempo del trabajo pagado bajo la forma de una reducción del tiempo del trabajo cotidiano o semanal. Las posibilidades de autogestión individual y/o colectiva del tiempo del trabajo se amplían con la informatización y con la mayor flexibilización de las unidades de producción descentralizadas. Desde estos momentos, los funcionarios de Quebec pueden repartir según su conveniencia las 140 horas que tienen que trabajar al mes. Algunas fábricas y algunas administraciones han sido reorganizadas de manera que se suprima toda obligación horaria cotidiana, no dependiendo apenas ya de unos puestos de trabajo de otros. A la flexibilización patronal del tiempo de trabajo conviene oponer esas posibilidades de autogestión del tiempo por los propios trabajadores.
Mil horas al año pueden ser 20 horas a la semana en dos días y medio, o diez días al mes, o veinticinco semanas al año, o diez meses repartidos en dos años, etc., sin reducción de los ingresos reales, por supuesto (…). Es posible definir una duración del trabajo a escala de la vida entera: por ejemplo, 20.000 a 30.000 horas por vida, en el espacio de los cincuenta años de vida potencialmente activa, y que garantice a cada uno, durante toda su vida, la plena remuneración que, en la actualidad, retribuye 1.600 horas al año de vida activa.
Una tal autogestión a escala de la vida entera es discutida en Suecia en razón de sus siguientes ventajas: permite a cada uno y a cada una trabajar más o menos durante determinados períodos de su vida, adelantarse o retrasarse así sobre la duración anual del trabajo; interrumpir su actividad profesional, sin pérdida de ingresos, durante varios meses o varios años para renovar estudios, aprender un nuevo oficio o profesión, crear una empresa, criar a los hijos, construir su casa, realizar un proyecto artístico, científico, humanitario, cooperativo, etcétera.
La posibilidad de realizar al mismo tiempo o alternar un trabajo pagado y unas actividades autónomas no debe ser entendida como una desvalorización del trabajo pagado. El desarrollo personal a través de las actividades autónomas repercute siempre sobre el trabajo profesional, lo fecunda y enriquece. La idea de que hay que darse enteramente, durante todo el tiempo, un mismo trabajo para triunfar en él o para crear es una falsa idea, los creadores y pioneros son generalmente unos “catacaldos”2 que tienen centros de interés y ocupaciones muy variados y cambiantes. Einstein concibió la teoría de la relatividad durante los ratos libres que le dejaba su trabajo a tiempo completo en la oficina de patentes de Berna.
La innovación, la creación no son generalmente el resultado de un trabajo continuo regular, sino de un esfuerzo espasmódico (20 horas seguidas o más en la programación informática; 300 a 500 horas al mes, varios meses seguidos, en la creación de una empresa o en la puesta a punto de una técnica, de una instalación nueva, etc.), seguido de períodos en los que predominan la reflexión, las lecturas, el bricolaje, los viajes, los intercambios afectivos e intelectuales.
La dedicación intensa y continua al trabajo no sirve ni a su creatividad ni a su eficacia; sirve a la voluntad de poder de los que defienden el rango y la posición de poder que su trabajo les permite ocupar. Es raro que algunos pioneros, creadores, investigadores de alto nivel estén en el trabajo más de una media de 1.000 horas al año. La experiencia ha demostrado, por otra parte, que cuando dos personas trabajan dos días y medio cada una compartiendo un mismo puesto de responsabilidad (de decano de facultad universitaria, de jefe de personal, de asesoría jurídica, de arquitecto municipal, de médico, etc.), el trabajo se hace mejor y más eficazmente que por una sola persona a tiempo completo.
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André Gorz (1923-2007). Michel Bosquet en sus artículos de Le Nouvel Observateur. Filósofo y periodista. Destacamos de su extensa obra: Los caminos del paraíso: Para comprender la crisis y salir de ella por la izquierda, Laia 1986); Adiós al proletariado: Más allá del socialismo, El Viejo Topo, 1981); Ecología y política, Gustavo Gili 1979; El hilo conductor de la ecología: sobre el tiempo, la vida y el trabajo, Icària 2019; Carta a D.: historia de un amor, Paidós 1998.
NOTAS
1.- Extractos de André Gorz (1995) Metamorfosis del trabajo. Crítica de la razón económica. Madrid, Sistema. [^]
2.- Catacaldos, según la RAE, persona entremetida o que emprende muchas cosas sin acabar ninguna. [^]