Por PAQUITA SAUQUILLO PÉREZ DEL ARCO
Durante las Navidades de 1976 España vivió una crispación creciente. En el Gobierno se detectaba un nerviosismo en continuo aumento y la aparición de grupos ultraderechistas similares a la «Triple A» argentina facilitaban el temor de las gentes. A nosotros, la ORT, se nos ocurrió «la brillante idea» de acudir la noche de fin de año a la Puerta del Sol para, en el momento de las campanadas, soltar globos de colores en los que habíamos escrito «ORT. Libertades». Lo hicimos tan mal, y pusimos tan poco aire en los globos, que subieron rápidamente y ni nosotros mismos fuimos capaces de leer lo que ponía. Ni que decir tiene que nadie se enteró de nada. Una anécdota con cierto humor como presagio del mes de enero más atroz de mi vida.
Habían secuestrado a Oriol y Villaescusa; un desconocido grupo que se autodenominaba GRAPO se había echado a la calle sin que nadie conociésemos quién o quiénes podían estar tras él; en una manifestación de estudiantes, la ultraderecha asesinó a Arturo Ruiz; en otra, la policía mató, con un bote de humo, a María Luz Nájera. El sábado 22 de enero había acudido junto a mi hermano Javier y mi cuñada Lola [María Dolores González Ruiz, 1946-2015] a la asociación de vecinos de Orcasitas para elaborar un manifiesto sobre la urgente necesidad de legalizar la Federación de Asociaciones de Vecinos. En general, el clima en España era de tensión y de miedo.
El lunes 24 de enero los estudiantes habían convocado una manifestación para protestar por el asesinato de Arturo Ruiz. Eran las siete de la tarde. Media hora después, María Luz Nájera era alcanzada y herida mortalmente por un bote de humo de la policía. A esa misma hora estaba en Vallecas, en la iglesia del Buen Pastor de Palomeras Bajas, organizando un acto de protesta por las muertes ocurridas. Cuando llegué a casa, una llamada de teléfono preguntó si sabía dónde estaban mi hermano Javier y Lola, su mujer. Unos minutos después, Jacobo [Jacobo Echevarría-Torres Tovar, 1942-2005] entró en casa dándome las primeras noticias de lo ocurrido en el despacho de abogados de la calle Atocha.
Luis Javier Benavides. Enrique Valdevira. Ángel Rodríguez. Serafín Holgado. Francisco Javier Sauquillo.
Es necesario recordar a las generaciones futuras que cinco abogados jóvenes perdieron la vida para que otras vidas pudieran nacer en libertad. (Cambio 16, 3-2-1977.)
Un grupo de pistoleros ultraderechistas entraron en el despacho de abogados y dispararon sin piedad sobre quienes allí estaban. Iban buscando sangre y salieron borrachos de ella, dejando un enjambre de corazones muertos. Las víctimas fueron trasladadas al Hospital Primero de Octubre, de Madrid. Mi hermano Javier falleció en la madrugada. Mi cuñada Lola, así como Alejandro Ruiz Huertas, Miguel Sarabia y Luis Ramos, lograron salvar la vida. Mi cuñada permaneció mucho tiempo en el hospital: la bala que le habían destinado fue sorteando su garganta como por milagro. La vida de Alejandro Ruiz Huertas pudo salvarse porque su bala se incrustó en un bolígrafo.
No fui capaz de leer el sumario ni las declaraciones de los asesinos con su desfachatez, con su prepotencia en el no arrepentimiento. La familia encargó a Jaime Miralles la acusación particular y lo único que hice fue decirle que no pidiese penas de muerte en su escrito de calificación. Personalmente, me dolió que, ante tal acto de barbarie, las familias no recibiésemos ningún mensaje de pésame por parte de ningún miembro del gobierno de Suárez.
Ni Suárez, ni su ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, quisieron que el entierro fuese un acto de duelo del pueblo de Madrid, como solicitaban todos los demócratas. Pero gracias a la actuación del Colegio de Abogados, de su decano Pedrol [Antonio Pedrol Rius, 1910-1992], y de los compañeros, el entierro se organizó en los salones del Colegio de Abogados de Madrid, desde donde partió un duelo al que acudieron centenares de miles de personas.
Aprendí a entender que la libertad se consigue luchando día a día por ella. Han pasado más de veinte años y, aunque contradiga a Neruda, «nosotros, los de entonces, sí somos los mismos, y la memoria de ellos nunca nos abandonará.»
En ese año de 1977 el pelo negro, con algunas canas que empezaban a salir, se me puso completamente blanco.
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(*) El texto siguiente se reproduce con el permiso expreso de la autora, y pertenece a su libro Mirada de mujer, cap. VI, págs. 131-134 (Barcelona, Ediciones B, 2000)