Por Pere J. Beneyto Calatayud y Raúl Payá Castilblanque
Robert Capa. Refugiados en el Metro de Madrid
Dos años después del inicio de la pandemia por COVID-19, los datos de afiliación a la Seguridad Social superaban ya los registrados antes del inicio de la misma, habiéndose creado en sólo dieciocho meses 1,5 millones de puestos de trabajo, con la consiguiente reducción del paro, lo que contrasta con los 11 años que costó recuperar los niveles de empleo tras la anterior crisis. La aplicación sistemática de un instrumento regulatorio flexible como los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) constituye el factor diferencial entre ambas crisis, operando como un auténtico escudo social que habría garantizado primero el mantenimiento de los puestos de trabajo, evitando el recurso generalizado al despido como mecanismo de ajuste de las empresas, y facilitado luego la recuperación de la actividad productiva. La presente comunicación analiza ambos modelos de gestión de la crisis en función tanto de la metodología utilizada (imposición unilateral/diálogo social) como de las estrategias desarrolladas (flexibilidad externa/interna) y el impacto resultante sobre el mercado de trabajo, las relaciones laborales y la actividad económica (estancamiento/recuperación), utilizando a tal efecto los datos de la EPA (población asalariada, tipo de contrato, paro) y los registros estadísticos de la Seguridad Social (altas/bajas de afiliación, regulación de empleo) y del SEPE (trabajadores en ERTE, prestaciones y cobertura).
A mediados de marzo de 2022, cuando se cumplían justamente dos años desde la declaración del estado de alarma y posterior aprobación del Real Decreto-Ley 8/2020 sobre “medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID”, la afiliación a la Seguridad Social alcanzaba máximos históricos (19.847.928), situándose por encima de los registrados antes de la pandemia (+3,3%), tras la creación en sólo dieciocho meses de 1,5 millones de puestos de trabajo (gráfica 1), con la consiguiente reducción del paro, lo que contrasta con los 11 años que costó recuperar los niveles de empleo tras la anterior crisis.
Entre 2008 y 2013 el PIB se redujo en un 8,6%, mientras que el empleo caía prácticamente el doble (16,3%), poniendo de manifiesto cómo el ajuste se cargaba fundamentalmente sobre los trabajadores por la vía de los despidos, la contratación temporal y la devaluación salarial, con el consiguiente incremento de la desigualdad social. En esta ocasión, el comportamiento del mercado de trabajo ha sido muy distinto, pese al fuerte shock inicial (tabla 1). De entrada, el empleo cayó menos que el PIB (6,2 y 17,7 por cien, respectivamente, durante el segundo trimestre de 2020) y se recuperó más pronto, si bien la nueva crisis derivada de la invasión rusa de Ucrania amenaza con frenar dicha recuperación.
Además de su desigual origen e intensidad, lo que diferencia a ambas crisis es el modelo de gestión aplicado, en función tanto de la metodología utilizada (imposición unilateral/diálogo social) como de las estrategias desarrolladas de carácter tanto legal (desregulación/derogación de la reforma laboral), como económico (retracción/expansión presupuestaria), social (recortes y congelación salarial vs cobertura de prestaciones y aumento del SMI) u organizativo (flexibilidad externa/interna, reducción/expansión de la negociación colectiva) desarrolladas y, muy especialmente por el impacto correspondiente sobre el mercado de trabajo, las relaciones laborales y la actividad productiva.
La aplicación sistemática de una estrategia flexible como los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) constituye el factor diferencial entre ambas crisis, operando como un auténtico escudo social que habría garantizado primero el mantenimiento de los puestos de trabajo, evitando el recurso generalizado al despido como mecanismo de ajuste de las empresas, y facilitado luego la recuperación de la actividad productiva.
La figura jurídica ya existía (artículo 47 del Estatuto de los Trabajadores), si bien apenas se utilizaba en algunas grandes empresas, siendo mayoritario el recurso a mecanismos de flexibilidad externa (contratación temporal) o desregulación de empleo (ERE) para empresas en crisis (art. 51 ET), mediante despido colectivo, suspensión de contratos o reducción de jornada por razones de fuerza mayor (FM) o casusas económicas, técnicas, organizativas o de producción (ETOP).
Entre 2008 y 2013 perdieron su empleo por esta vía tres millones de trabajadores, superándose los seis millones de parados (26,1% de la población activa). En los seis años siguientes se crearon dos millones y medio de empleos y la tasa de paro descendió hasta el 14%, pero en ambos períodos el ajuste mayoritario se hizo en base al uso y abuso de la contratación temporal (60% en la fase recesiva y 45% en la de recuperación)
El 11 de marzo de 2020, tres días antes de la declaración del estado de alarma, apenas había 5.000 trabajadores en ERTE. Mes y medio después eran 3.390.788 los cubiertos por dicha modalidad regulatoria (tabla 2).
La clave estuvo en las modificaciones incluidas en el RD-L 8/2020, de 17 de marzo, que garantizaba la percepción de prestaciones salariales a los trabajadores (70% de su base reguladora), la exención de cotizaciones a la Seguridad Social para las empresas y la salvaguarda del empleo (prohibición de despedir durante los 6 meses siguientes a la recuperación de la actividad productiva). Medidas que serían posteriormente adaptadas a la evolución de la pandemia y la necesidad de atender a colectivos específicos (fijos discontinuos, autónomos), en un proceso continuado de diálogo social tripartito (Gobierno, sindicatos, patronal) e intensa producción legislativa (15 Reales Decreto-Ley hasta finales de 2021).
Tras parar el primer golpe de la crisis, defendiendo el empleo y las prestaciones básicas de la cuarta parte de la población asalariada, los ERTE se orientaron a garantizar la continuidad contractual y las exoneraciones sociales de trabajadores y empresas para impulsar progresivamente la reactivación económica y el retorno a la actividad productiva. impugnando en la práctica los cálculos catastrofistas del por entonces gurú económico del PP (Lacalle, 2020) que, despreciando la potencial eficacia de los ERTE, preveía la destrucción de 900.000 empresas y un dramático incremento del paro hasta tasas del 35%.
Sin embargo, en octubre de 2020 habían vuelto ya al trabajo 2,5 millones de afectados y tras, sucesivas prórrogas, lo harían desde entonces la mayoría de los restantes hasta situarse en los primeros meses de 2022 en poco más de cien mil trabajadores en ERTE, pertenecientes a los subsectores más afectados por la COVID (agencias de viaje, alojamiento, transporte), sobre los que se focalizan ahora los programas de formación y reorientación profesional.
El seguimiento y análisis de los datos de la EPA y de los correspondientes registros del SEPE y la Seguridad Social nos permiten evaluar el impacto social de este modelo para frenar el paro y reactivar el empleo.
En la fase más dura de la crisis, entre el primer y el tercer trimestre de 2020, la tasa de paro pasó del 14,4 al 16,2 por cien, para disminuir desde entonces hasta situarse a finales de 2021 en el 14,5%. Un reciente estudio publicado por investigadores de la Universidad de Sevilla (Osuna y García-Pérez, 2021) demuestra que sin ERTEs la tasa de paro se habría disparado hasta el 42% y, por otra parte, que dicho sistema ha contribuido a frenar la destrucción de empleo temporal, tradicional mecanismo de ajuste en crisis anteriores. Según dicha investigación, sólo se destruyó un 8,9% del empleo temporal al inicio de 5pandemia y un 13,6% en la fase de recuperación.
Por su parte, la evolución del empleo ha seguido una secuencia complementaria (gráfica 2): entre marzo y mayo de 2020 se destruyeron 1.120.481 puestos de trabajo (-5,7% de afiliaciones a la Seguridad Social), habiéndose recuperado desde entonces 1.569.098 (+8,5), registrándose a finales de marzo’2022, tras 11 meses consecutivos de crecimiento, casi medio millón más de empleos que los existentes antes de la pandemia recuperando y consolidando la tendencia interrumpida por la crisis sanitaria (gráfica 3).
No sólo se estaría creando empleo, sino que este es de mejor calidad, con un crecimiento sostenido de los contratos indefinidos y consiguiente reducción de la temporalidad que ha sido, y lo sigue siendo aún, el principal problema de nuestro mercado de trabajo, con tasas que doblan la media europea, lastran la modernización real de las empresas y precarizan el trabajo y la vida de los trabajadores.
La reciente reforma laboral (Real Decreto-Ley 32/2021) ha modificado radicalmente la regulación impuesta por el PP en 2012, especialmente en la tipología de la contratación laboral que, por definición, se presume a partir de ahora como concertada por tiempo indefinido (artículo 15.1 del nuevo Estatuto de los Trabajadores)
Aunque la Disposición Transitoria tercera del RD-L 32/2021 de reforma laboral fija un período de transición hasta el 31 de marzo de 2022 para la desaparición de los contratos de obra y servicio (principal vía de precarización contractual) y la adecuación de los nuevos a los objetivos de la norma, sus efectos positivos son ya evidentes.
En los dos primeros meses de 2022 se suscribieron 555.513 contratos por tiempo indefinido a nivel nacional, casi el doble de los registrados en el mismo período del año anterior (gráfica 4), siendo especialmente significativo el aumento de dicha modalidad contractual entre las mujeres y los jóvenes menores de 25 años, colectivos tradicionalmente más castigados por la precariedad laboral.
Paralelamente al crecimiento de los contratos indefinidos se está produciendo una progresiva reducción de los temporales (-17%), especialmente de las modalidades precarias más utilizadas hasta ahora, tales como la de “obra y servicio” que ha disminuido en un 19,5% respecto de 2021 y la de “eventual por circunstancias de la producción” (-15,5%), que se están convirtiendo en indefinidos de forma mayoritaria (el 73,6% en el primer caso y el 93,6% en el segundo).
Más espectacular aún es el crecimiento de los contratos “fijos discontinuos”, modalidad que la reforma laboral pretende impulsar para que absorba buena parte del empleo temporal y que en los dos primeros meses de este año ha aumentado en un 348,5% respecto del mismo período del año anterior.
Finalmente, el índice de Gini, que mide los niveles de desigualdad salarial, registró un aumento histórico de 11 puntos al inicio de la crisis que las posteriores transferencias públicas (prestaciones por ERTE y seguro de desempleo) lograron amortiguar hasta dejarlo en 1,4 puntos (Aspachs, 2021). Sólo en ERTEs el volumen de dichas prestaciones ascendía a finales de 2021 a 25.900 millones de euros, financiados en parte por el SURE (“Instrumento Europeo de apoyo temporal para atenuar los riesgos de desempleo en una emergencia), aprobado por la Comisión Europea en mayo de 2020 con una dotación total de 94.300 millones de euros y que habría actuado como una estrategia comunitaria para la defensa del empleo evidenciando, también en este ámbito, un significativo cambio respecto de las políticas europeas de recortes y austeridad anteriores.
El desarrollo de los ERTE se sitúa, junto a otras importantes medidas de carácter laboral (aumento del salario mínimo, regulación del trabajo de riders y plataformas, refuerzo de la Inspección de Trabajo, nueva Ley de Empleo, reforma laboral) en el marco del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia aprobado por el gobierno de la nación y cuyo Componente 23 propone “Nuevas políticas públicas para un mercado de trabajo dinámico e inclusivo” tales como la apuesta por la contratación indefinida y la lucha contra la temporalidad, el control de la subcontratación, la modernización de la negociación colectiva y el establecimiento de un “mecanismo permanente de flexibilidad interna y recualificación de los trabajadores en transición” (C23-R6).
Dichas medidas han sido ya objeto de acuerdo en el marco del diálogo social e incorporadas a la reforma del Estatuto de los Trabajadores e incluyen la revisión del modelo de ERTE y la creación del denominado “Mecanismo RED de flexibilidad y estabilización en el empleo” (Real Decreto-Ley 4/2022, de 15 de marzo), previsto para gestionar futuras crisis laborales de carácter tanto estructural como cíclico, mediante la aplicación -a propuesta de los agentes sociales- de prestaciones y exenciones que eviten los despidos e incentiven la formación, recualificación y, en su caso, recolocación de los trabajadores, consolidando así el cambio de modelo iniciado con la gestión de la crisis COVID.
Bibliografía
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Pere J. Beneyto Calatayud. Profesor titular de Sociología del Trabajo y de las Relaciones Laborales en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Valencia (UV-EG), actualmente es director regional del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) en la Comunidad Valenciana. Ha publicado: Trabajo y empresa (Tirant lo blanch, 2017), Reivindicación del sindicalismo, Bomarzo 2012; El asociacionismo empresarial como factor de modernización. El caso valenciano (1977-1997), Publicacions de la Universitat de València 2000; Afiliación sindical en Europa. Modelos y estrategias (2 tomos), Germania 2004.
Raúl Payá Castilblanque. Graduado en Relaciones Laborales (UV-EG), Máster en Dirección y Gestión de Recursos Humanos (UV-EG), Técnico en Prevención de Riesgos Laborales y doctor en Ciencias sociales (UV-EG). Ha obtenido los premios extraordinarios de grado y máster. Ha publicado artículos en diversas revistas científicas: Methaodos. Revista de Ciencias Sociales, Sociología del Trabajo, Archivos de Prevención de Riesgos Laborales, Barataria. Revista Castellano-Manchega de Ciencias Sociales, entre otras.