Por MARCO TARCHI
La capacidad de las fuerzas populistas para aprovechar electoralmente las explosiones de emotividad colectiva suscitadas por la oposición a la inmigración y por la protesta anti-política no basta para explicar plenamente su éxito. Existen distintas hipótesis interpretativas que, por una parte, subrayan la capacidad de estos partidos para combinar el radicalismo verbal y la política simbólica con los instrumentos del marketing político y, por otra, tienden a explicar su papel creciente insertándolos en el interior del escenario más general de transformación de la política en las sociedades postindustriales, y por otro lado, además, destacan su capacidad para responder a la inquietud de muchos ciudadanos europeos frente a fenómenos ante los que no estaban preparados, en primer lugar la transformación de las sociedades en sentido multiétnico y multicultural.
El ascenso del Frente Nacional al puesto de primer partido francés en la primera vuelta de las elecciones del otoño de 2015, el rotundo resultado del candidato del FPÖ Norbert Hofer en la segunda vuelta de las presidenciales austriacas de mayo de 2016 y el éxito de la campaña pro Brexit dirigida por el UKIP de Nigel Farage han consolidado la imagen de una nueva oleada electoral de las formaciones populistas europeas y han reabierto un debate iniciado ya hace casi dos decenios sobre las razones de este consenso.
En la controversia político-periodística, muchos observadores han imputado el fenómeno bien a un efecto de la cantinela anti-política desencadenada por los frecuentes episodios de corrupción de los últimos decenios, bien al resurgimiento enmascarado de las eternas ambiciones antidemocráticas de la extrema derecha, o bien, en el lado opuesto, a una rebelión de los estratos sociales abandonados e inquietos frente a la autorreferencialidad de una clase dirigente ciega o inconsciente ante la manifestación de los aspectos oscuros de la globalización. Argumentos que indudablemente tienen parte de verdad y sirven para lanzar campañas políticas, pero que en un contexto científico necesitan al menos una integración sustancial, que el debate entre los estudiosos de este tema se esfuerza por ofrecer.
La capacidad de las fuerzas populistas para aprovechar electoralmente las explosiones de emotividad colectiva suscitadas por la oposición a la inmigración y por la protesta anti-política no basta para explicar plenamente su éxito
Entre los politólogos y sociólogos, cada vez tiene menos credibilidad la tesis que hace de los partidos populistas movimientos monotemáticos, cuya capacidad de captación de votantes está exclusivamente ligada a la aparición de dos temas que provocan fuertes explosiones de emoción colectiva y que, por diversas razones, los competidores no pueden aprovechar: la oposición a la inmigración y la protesta anti-política. Ambos temas han desempeñado un papel importante a la hora de sacar a las formaciones populistas de la marginalidad, pero es peligroso sostener que, por sí solos, uno u otro podrían haber llevado a la situación actual.
La inmigración masiva sin duda alguna ha introducido en el clima social de los países industrializados preocupaciones psicológicas que han erosionado la identificación preexistente del electorado con los partidos tradicionales. No cabe duda de que la condena de las políticas permisivas de muchos gobiernos hacia un fenómeno que crece constantemente, activando mecanismos de defensa contra las amenazas culturales (como la pérdida del estilo de vida y convivencia habitual y la aceptación forzada de comportamientos inusuales dictados por costumbres religiosas y/o étnicas desconocidas o mal conocidas) y económicas (la presunta amenaza a los puestos de trabajo, el temor a ver disminuidos los beneficios del Estado de bienestar por tener que compartirlos con trabajadores extranjeros) ha favorecido a los partidos populistas. En algunos casos los ha dado a conocer ante el público, permitiéndoles el arar en perfecta soledad un campo en el que sus competidores no se atrevieron a poner el pie, temiendo la inevitable acusación de xenofobia y los costes asociados a la misma. En otros, los ha colocado en el centro del debate político, aunque en la incómoda posición de ovejas negras, violadores del imperativo ético de solidaridad con los desposeídos y abanderados del egoísmo y la marginación de los más débiles. En ambos casos les ha permitido proyectar una imagen bastante diferente a la de los combatientes de las anacrónicas batallas de retaguardia de las fuerzas políticas neofascistas.
En cuanto a la actitud antipolítica, de la que estos partidos han hecho bandera, es posible que ésta, al degradarlos a una expresión de los estados de ánimo de protesta que afectan cíclicamente a los sistemas democráticos, les haya hecho poco creíbles a la hora de su aspiración a desempeñar funciones gubernamentales; pero las ventajas obtenidas al criticar sistemáticamente al establishment y la insensibilidad de los políticos profesionales han equilibrado ampliamente las pérdidas en términos de respetabilidad. De hecho, desafiar las reglas de la corrección política se ha convertido para ellos en una forma privilegiada de distinguirse de sus oponentes y acusarlos de conformismo. En una época en que el atractivo de las ideologías es cada vez más débil y la atención a los resultados concretos logrados por los gobiernos se está convirtiendo en la brújula más utilizada para orientar el comportamiento de los votantes, los partidos populistas han sido la expresión de una decepción generalizada con el funcionamiento de los sistemas democráticos, cosechando los dividendos de su inversión en las urnas. En particular, la tendencia a que los programas de los partidos de la derecha y de la izquierda sean similares, como las políticas que han practicado cuando han asumido responsabilidades gubernamentales a nivel central o local, ha acentuado la visibilidad de estos partidos de protesta radical. Han contribuido también a crear un terreno fértil para la propagación populista el debilitamiento de las pasiones políticas ideológicas, la reducción organizativa de los partidos que habían hecho de éstas un instrumento de educación cívica y de integración psicológica de los ciudadanos, la deslegitimación de la clase política profesional, en un contexto en el que las élites tecnocráticas y los grupos de poder económico no ocultan su ambición para dirigir directamente los asuntos públicos sin tener que someterse a los controles y procedimientos del proceso de investidura democrática.
Todas las formaciones populistas han dado mucha importancia a estas cuestiones en su discurso, contando con la ventaja de poder apropiarse de ellas, pero sólo unas pocas han podido utilizarlas eficazmente. En varios países, los movimientos que han hecho de los inmigrantes o de la partidocracia el único objetivo de la propaganda, se han mantenido en la fase de grupo o han retrocedido rápidamente después de algunos éxitos electorales episódicos. Esto demuestra que el hecho de hacer hincapié en un solo tema de campaña no ayuda al éxito de estos partidos, una de cuyas características consiste en poder ganar una base de partidarios que atraviese los límites de las afiliaciones políticas preexistentes y que se siente atraída no tanto por las propuestas de un solo tema como por la naturaleza compuesta y amplia del programa que se le propone. Este hecho ha sido captado por casi todos los estudiosos del fenómeno populista, quienes, sin embargo, lo interpretan siguiendo dos esquemas diferentes y, en varios puntos, alternativos.
Los partidos populistas han sido la expresión de una decepción generalizada con el funcionamiento de los sistemas democráticos
La primera línea de interpretación conecta el éxito de estos partidos con su capacidad para poner en práctica una estrategia que combina el radicalismo verbal y la política simbólica con los instrumentos del marketing político, produciendo tribunos todavía capaces de inflamar a las masas de seguidores desde lo alto de un escenario de mitin, pero a gusto también en los programas de entrevistas de la televisión, en los debates con exponentes de la política oficial. El uso de tonos extremos es para estos «tele-populistas» sólo un instrumento verbal, útil, más que para ganarse el favor de las franjas más exasperadas del electorado conservador, para atraer a los sectores de la opinión pública más decepcionados con la política o menos atraídos por sus controversias abstractas, en primer lugar los abstencionistas, calculando los tonos del ataque a sus objetivos favoritos, relacionados con preocupaciones concretas e inmediatas. Entre ellas se encuentran, por un lado, el statu quo de una sociedad en punto muerto, garantizado por los sindicatos y los gobiernos socialdemócratas, pero también por los ejecutivos conservadores que aman la vida tranquila y tienen poca inclinación a seguir sus intenciones de revoluciones liberales, que protegen los privilegios de los trabajadores en los sectores económicos subvencionados directa o indirectamente por el Estado, dejando a la deriva a los trabajadores de la pequeña y mediana industria, y por otro lado, la sociedad multicultural, destruyendo las tradiciones y formas de vida propias.
De acuerdo con esta interpretación, los partidos populistas, agitando el modelo de una democracia ideal alejada de la hegemonía corrupta de las clases políticas interesadas sólo en sus propios intereses, prometen dar voz a la gente común y armonizar sus intereses a la luz del sentido común y de una ética productivista que valora a los individuos en la medida en que sus esfuerzos contribuyen a la comunidad en su conjunto. De ahí la celebración de las virtudes del pueblo trabajador, oprimido por el recaudador de impuestos y explotado por una oligarquía de burócratas y proxenetas, y el uso insistente de la dicotomía de nosotros contra ellos, el pueblo común con soberanía contra la oligarquía que se ha separado de ella y ha traicionado sus expectativas. Este estado de ánimo se traduce en la exigencia de reducciones sustanciales de los impuestos, la disminución del gasto público con fines asistenciales (o la exclusión de los extranjeros de la posibilidad de beneficiarse de él) y el lanzamiento de privatizaciones a gran escala, pero también en la promoción de instrumentos de democracia directa -en primer lugar el referéndum- que permiten eludir la mediación de los partidos y los políticos profesionales. Estas reivindicaciones van acompañadas de la promoción de un nacionalismo económico que considera a las grandes finanzas, a los especuladores bursátiles y a las empresas multinacionales como los artífices de un sistema de desigualdad social, del que la inmigración masiva desde los países pobres, que garantiza la contención de los salarios de los trabajadores y alimenta formas de competencia desleal en detrimento de los minoristas, es un peón fundamental.
Por una parte, se intensifican, debido a la globalización económica, las transformaciones estructurales que han socavado el anterior mecanismo de politización de los conflictos sociales y las partes que se beneficiaban de él (…) Por otra parte, existe la crisis de legitimidad de la clase política, agravada por la pérdida de soberanía de los Estados nacionales
Una línea de interpretación diferente de los éxitos de los movimientos populistas los sitúa en el escenario más general de la transformación de la política en las sociedades postindustriales, que vería la oposición de una Nueva Izquierda participativa y libertaria, a favor de la combinación de una intervención estatal orientada a la redistribución de los ingresos en la esfera económica y a la máxima autonomía individual en la esfera cultural, y una Nueva Derecha autoritaria, liberal en la economía pero vinculada a una visión jerárquica de la vida social, que contempla limitaciones explícitas a la diversidad y la autonomía cultural de los individuos. En esta visión, más que a una reacción circunstancial relacionada con problemas específicos, la fuerza de los partidos populistas, definidos como Nueva Derecha, debería estar vinculada al surgimiento de un verdadero contramovimiento, activo en los niveles intelectual y político. Su actitud, impulsada más por el «chovinismo del bienestar» que por la nostalgia autoritaria, no puede definirse como antisistémica en sentido propio, ya que adoptan posiciones extremas pero situadas dentro del orden constitucional y, al mismo tiempo, operan ideológicamente en el mismo eje político que caracterizó a la extrema derecha hace unos decenios, suavizan las pretensiones de introducirlas en la agenda política oficial, actuando como bisagra, pero también como línea divisoria, entre los sectores de la opinión pública moderada más inquietos por la desintegración del viejo orden moral y social y los ambientes del extremismo antidemocrático.
Teniendo en cuenta estas interpretaciones, pero sin compartir totalmente ninguna de ellas, se pueden resumir las causas del fenómeno en dos datos fundamentales. Por una parte, se intensifican, debido a la globalización económica, las transformaciones estructurales que han socavado el anterior mecanismo de politización de los conflictos sociales y las partes que se beneficiaban de él, interfiriendo en los sistemas de mediación política basados en la relación triangular entre gobiernos, partidos y sindicatos. Por otra parte, existe la crisis de legitimidad de la clase política, agravada por la pérdida de soberanía de los Estados nacionales, que ha llevado al desgaste progresivo de la mayoría de los regímenes democráticos europeos y los ha expuesto a acusaciones cada vez más frecuentes y agudas de ineficacia y corrupción.
Reynié nos invita a tener en cuenta el papel que desempeñan los estados de ánimo diferentes del mero resentimiento
Al poner estos fenómenos en estrecha relación, Dominique Reynié ha planteado la hipótesis que mejor se ajusta a la dinámica actual, acuñando la fórmula del populismo patrimonial1. Al señalar que los partidos populistas se han ganado el apoyo de sectores sociales que van más allá de las víctimas de las políticas neoliberales inducidas por la globalización, y han tenido éxito incluso en países o regiones cuyas condiciones socioeconómicas deberían haber reducido, en vez de aumentado, las ansiedades y las protestas, Reynié nos invita a tener en cuenta el papel que desempeñan los estados de ánimo diferentes del mero resentimiento.
Un factor importante en este contexto es la ansiedad que se ha introducido en muchos ciudadanos europeos ante la aparición de fenómenos para los que no estaban preparados psicológicamente. Entre ellos, la transformación de las sociedades en un sentido multiétnico y multicultural. «La inmigración actual –escribe Reynié– se produce en el contexto embarazoso de la globalización. Es una representación de la globalización. Manifiesta de manera espectacular la intrusión del mundo en nuestras vidas» y determina la percepción de una otredad cultural que despierta inquietud. Incluso cuando las cifras oficiales minimizan su importancia, este sentimiento tiende a persistir, porque «cuando se trata de la inmigración, las impresiones cuentan más que las estadísticas. […] El porcentaje de extranjeros dentro de una población nacional describe la realidad jurídica de una situación demográfica pero no traduce el mundo que percibe la opinión pública. […] En el mundo ordinario, la identidad nacional se lee a menudo en la apariencia física, el color de la piel, el acento, la vestimenta o la religión». La inmigración abre, a los ojos de quienes la perciben así, una doble disputa, económica y cultural. Aquí es donde los populistas entran con su mensaje, invocando la crisis de identidad porque saben que están tocando una verdadera herida colectiva. Combinando la ansiedad por la identidad con la socioeconómica y la política, yuxtaponen en el mismo lado la islamofobia, el euroescepticismo, la adhesión a la economía de mercado y el antifiscalismo.
Es sobre la base de la defensa de este doble patrimonio heredado –un nivel y un modo de vida– como los partidos populistas han sentado las bases de sus éxitos actuales. Y es sobre esta base donde sus oponentes están convocados a combatirlos.
[Original publicado en la revista Italianieuropei, 4/2016. Traducción de Pasos a la Izquierda.]
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Marco Tarchi. Politólogo italiano. Actualmente es profesor titular en la Escola de Ciencias Políticas «Cesare Alfieri» de la Universidad de Florencia, donde enseña Ciencia política, Teoría y Comunicación política. Ha publicado entre otras obras: Il fascismo. Teorie, interpretazioni, modelli (Laterza, 2003); Contro l’americanismo (Laterza, 2004); La rivoluzione impossibile. Dai Campi Hobbit alla nuova Destra (Vallecchi, 2010); Italia populista. Dal qualunquismo a Beppe Grillo (Il Mulino, 2014).
NOTAS
1.- D. Reynié, Les nouveaux populismes, Fayard-Pluriel, Paris 2013, pp. 70 e 78-81. [^]