Por LUCIANO GALLINO
Entre aquellos que juzgan necesaria e inevitable la expansión de los trabajos flexibles son bastantes los que observan en estos la anticipación de una sociedad donde la flexibilidad se convierte en la característica dominante de cada elemento de la organización social y de esta en su conjunto: la sociedad flexible.
La expresión «sociedad flexible», ligada sobre todo al nombre de Richard Sennet tras la publicación de su libro La corrosión del carácter: las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo (1998, edición en español 2000), forma parte de una ya larga serie de expresiones que se esfuerzan por encerrar en un adjetivo la esencia de los cambios verificados a partir del último cuarto del siglo XX en las sociedades avanzadas.
La primera acuñación, en el tiempo, fue quizá «sociedad post-industrial», introducida por el sociólogo estadounidense Daniel Bell en un libro de 1973 todavía hoy ampliamente utilizado. Siguieron después la «sociedad de los medios»; la «sociedad postmoderna» de Jean-François Lyotard (1979); la sociedad «postfordista»; la «sociedad del riesgo» de Ulrich Beck (1986); la «sociedad de la información», como así se titulaba el informe de un grupo de alto nivel remitido al Consejo europeo (1994); la «sociedad de las redes» de Manuel Castells (1996); la «sociedad del conocimiento», famosa tras la cumbre de Lisboa de la Unión Europea (2000); la «sociedad del aprendizaje» (learning society); la «sociedad a golpe de reloj», y otras más. Todas estas expresiones circulan hoy libremente, a menudo separadas del contexto o de las intenciones de los autores que las formularon.
Cuando se usa como sinónimo novedoso de las anteriores denominaciones, «sociedad flexible» parece situarse en el mismo plano: en un intento ineficaz de sintetizar lo no sintetizable. Sin embargo, la idea comienza a manifestar su significado específico si entramos a valorar, no su contenido sinonímico, sino el parentesco con las otras expresiones, por un lado; y por otro, lo que está sobreentendido en la primera y no parece reconducible con facilidad a las demás. Si nos atenemos a la descripción de su tipo ideal, plasmado en el proyecto hecho suyo por una amplia corriente del reformismo contemporáneo, la sociedad flexible es una sociedad en la que han caído las rígidas barreras que fijaban de por vida a un individuo a un círculo de relaciones sociales, de identificaciones, de pertenencias. Favorece la independencia y la autonomía de la acción como valor distintivo de la modernidad. Si la burocracia era a la vez realidad y metáfora de la sociedad producto de la revolución industrial, las redes, con su estructura física y su superestructura simbólica, son metáfora y realidad de la sociedad flexible. Es una sociedad en la que todos prosiguen su formación intelectual y profesional a lo largo de toda la vida. Información, conocimiento, capacidad de adaptación a situaciones siempre nuevas y competencia, son los recursos más apreciados en la misma.
Al contrario que la sociedad industrial, en su variante fordista, donde cada actividad productiva cesaba todos los días a las 6 de la tarde, y los viernes incluso antes, llegando a transformar hasta el comienzo de la semana siguiente los barrios de oficinas y las zonas industriales en desolados desiertos urbanos, la sociedad flexible –según nos transmite su tipo ideal- está siempre activa. Cualquiera, en cualquier momento, tiene la posibilidad de desempeñar la actividad que desee para sí o para sus familiares, y de encontrar fácilmente a otros individuos que realizan, y lugares en los que se desarrollan, las actividades de las que pueda tener necesidad. Trabajo y consumo, cultura y entretenimiento, ejercicio deportivo y relaciones con la administración pública: todo es posible para todos 24 horas ininterrumpidamente, 7 días a la semana. Además, ya sea por esta razón o porque las empresas se han convertido de antemano en flexibles, cada cual tiene la posibilidad de adaptar sus propias condiciones y horarios de trabajo a sus exigencias y responsabilidades familiares.
La sociedad 7×24, como de forma algo áspera viene siendo también denominada la sociedad flexible, encuentra un apoyo insustituible en las tecnologías de la información y de la comunicación. Sin las TIC no sería posible coordinar unidades productivas que no paran nunca y que deben estar relacionadas en tiempo real con otras infinitas unidades distribuidas por todo el mundo; no se podría consultar el valor de los títulos en bolsa a las 3 de la madrugada, obtener un certificado del registro municipal un domingo por la mañana, o comprar un billete on line para un avión o un tren que parte una hora después. Hay por tanto una relación especial entre las nociones de trabajo flexible, sociedad flexible y sociedad de la información.
A decir verdad, si se asumen como referencia las características ideales que he tratado de resumir, la sociedad flexible no ha llegado a ser todavía una realidad. Sin embargo, viene siendo presentada como un proyecto reformista que tiene la característica de ser delineado en términos casi idénticos tanto por estudiosos y políticos neoliberales como por estudiosos y políticos socialdemócratas, etiqueta bajo la cual incluimos por comodidad a los laboristas británicos, a los socialistas franceses, a la mayoría de los que fueron democráticos de izquierda italianos, y a los socialdemócratas alemanes.
En la teoría y en la práctica, entre trabajo flexible y sociedad flexible existe una relación dialéctica. En el plano de la teoría, la dialéctica de los dos términos parece fluir sin ninguna contradicción. Si observamos las innumerables formas que asume en el exterior y en el interior de la empresa (razón por la que es bueno distinguir siempre entre flexibilidad externa, cuantitativa u ocupacional, y flexibilidad interna, funcional o de rendimiento), el trabajo flexible -afirma la teoría que está en la base de este proyecto reformista- exige una sociedad flexible. Empezando por los horarios de vida. En primer lugar, por tanto, es necesario que se desarrolle una sociedad en la que los horarios diarios, semanales y anuales de los transportes públicos, de las guarderías, de los comercios, de las escuelas, de las oficinas de la administración pública, sean compatibles con las de una población de trabajadores de cualquier sector económico y cualquier nivel profesional que, sin dejar de crecer, trabajan con horarios diarios, semanales y anuales extremadamente variables.
Más allá de la flexibilización de todos los horarios sociales, lo que se pide a la organización de la sociedad es que se parezca cada vez más a la organización de una empresa. Como sabemos, las empresas descentralizan, se fragmentan en unidades cada vez más pequeñas y mutables, coordinadas por redes globales de comunicación cada vez más eficientes y capilares. La organización empresarial se achata, disminuyendo y fluidificando los niveles jerárquicos, generalizando el trabajo de equipo, apostando por externalizar todas las actividades que no sirvan para su misión principal. Por eso se demanda que la administración pública -central y local-, el sistema educativo, el sistema sanitario, las actividades culturales, adopten el mismo modelo organizativo, apoyado por las mismas tecnologías.
Más allá de la flexibilización de todos los horarios sociales, lo que se pide a la organización de la sociedad es que se parezca cada vez más a la organización de una empresa
Por su parte, el proyecto de una sociedad flexible comporta como requisito la máxima difusión del trabajo flexible. Si un call center debe estar funcionando en continuo 24 horas al día y 7 días a la semana, y encima con grandes variaciones en el número de llamadas al día, a lo largo de la semana y en los meses del año, su gerente debe poder disponer de un amplio conjunto de trabajadores flexibles. Si una determinada actividad comercial presenta un pico en los fines de semana, pero no en todos los fines de semana, la empresa que la gestiona necesita de un gran número de trabajadores listos para trabajar en un determinado fin de semana, a llamada, sabiendo que quizá la semana posterior no serán ya reclamados.
Aún más, si la organización estatal, la escuela, el sistema sanitario tienen que adaptarse eficaz y rápidamente a los cambios del ambiente económico, social y cultural, tanto nacional como internacional, también los funcionarios, los enseñantes, los médicos deben renunciar al puesto fijo, al contrato indefinido, igual que han tenido que hacer cuotas cada vez mayores de obreros, empleados, técnicos, cuadros y dirigentes de la industria y los servicios. Se debe facilitar la movilidad incesante de un proceso al otro a través de cursos de formación permanente, extendidos a lo largo de toda la vida productiva, que faciliten a un individuo la capacidad necesaria para ocupar, consecutivamente, numerosos puestos de trabajo diferentes, en diferentes sectores económicos, de modo que la pérdida de un trabajo venga seguida por el hallazgo de otro empleo. La palabra clave es flexiseguridad.
A la difusión del trabajo flexible, afirma la teoría que está en la base del proyecto de sociedad flexible, se oponen las reglas que han oprimido el mercado de trabajo estable en los países de la Europa occidental durante los primeros cuatro quintos del siglo XX. Tales reglas, sostiene la teoría, se correspondían con las necesidades de la sociedad industrial o fordista. Con el tiempo han generado un exceso de leyes dirigidas a la protección del empleo (la nefanda -al menos a los ojos de la OCDE y de la Comisión europea- Employment Protection Legislation, o EPL). En unas sociedades y en unas economías postindustriales y postfordistas, que presentan además una estructura demográfica profundamente transformada, dichas reglas se han convertido en un serio obstáculo al desarrollo y hay que debilitarlas e incluso, donde sea posible, eliminarlas. Las garantías para continuar teniendo un trabajo no se buscan ya en la protección de los sindicatos sino en la posesión de conocimientos y experiencias que mantengan elevada, a cualquier edad, la tasa de empleabilidad del individuo.
Si esta es la teoría, en el plano de las praxis las investigaciones desarrolladas en los últimos años en distintos países europeos nos llevan por el contrario a sospechar que la dialéctica entre trabajo flexible y sociedad flexible ha tomado una dirección diferente. Una de las principales consecuencias de la difusión de la flexibilidad del trabajo en Europa no parece haber sido el desarrollo de una colectividad de trabajadores -incluidos en el concepto tanto obreros y cuadros, como técnicos y dirigentes- que tiende a convertirse en homogénea hacia arriba en términos de renta, de continuidad del empleo, y de posesión de conocimientos. La realidad que surge de los estudios de campo se caracteriza al contrario por una fuerte polarización del conjunto de trabajadores hacia arriba y hacia abajo. Las desigualdades socioeconómicas, en sus múltiples dimensiones, crecen de forma exagerada. La estratificación de las fuerzas de trabajo asume en su conjunto la forma de un reloj de arena o clepsidra. Para aquellos que ocupan la parte alta, los salarios son altos, la formación es realmente continua, la ocupación es estable.
Entre los trabajadores situados dentro de este estrato profesional, o grupo de estratos, se da también la mayor cuota de los mejores trabajos flexibles que el postfordismo ha contribuido a crear. Dado que también existe el trabajo flexible de calidad, sobre todo en el Sistema 4, caracterizado por trabajos de elevada cualificación y autonomía intrínseca. Es el trabajo que permite y favorece la máxima autonomía del sujeto, multiplica las experiencias, abre continuamente nuevas perspectivas profesionales, asegura unos ingresos estimables y un adecuado reconocimiento social; es atractivo a lo largo de su ejecución, y satisfactorio en el momento de evaluar las realizaciones del mismo. Tienen el privilegio de ejercitarlo (en Italia) unos pocos centenares de miles de personas, sobre un conjunto de más de 5 millones de precarios legales.
En su conjunto, estamos ante la fuerza de trabajo que la literatura sobre el moderno concepto de gestión (management) define como «núcleo central» de los «recursos humanos», formado por término medio por un tercio de la fuerza de trabajo de todo tipo empleada en una empresa. Se trata de una minoría de personas sobre las que las empresas invierten porque representan la memoria técnica y organizativa de las mismas, la capacidad innovadora, la lealtad a los valores y códigos de conducta de la cultura empresarial. Es importante que estas personas sean leales a la empresa, objetivo que, en un enésimo insulto a la lengua, es designado en el management-speak como «fidelización de los empleados».
En la parte baja de la clepsidra está el resto de los trabajadores, la masa que incluye por término medio entre los dos tercios y los tres cuartos del total de la fuerza de trabajo empleada en una empresa, y que fluctúa dentro y fuera de la empresa matriz, de un subcontratista a otro, de una tarea fragmentaria a otra. Es empleada de forma transitoria, por obra concreta o por temporada, a través de una interminable secuencia de diferentes contratos temporales (incluidas las colaboraciones), o bien cuenta con un contrato de duración indeterminada a tiempo completo, en una empresa que o lo presta a docenas de otras empresas, o lo lleva a trabajar dando vueltas, como subcontratista, todo el año.
Estos trabajadores encarnan las consecuencias tanto de la reestructuración productiva como de la flexibilidad contractual. Pero además la calidad del trabajo que desempeñan en el sistema laboral en el que prestan sus servicios es por lo general bastante baja. Ocurre de hecho que a la mayoría de los componentes de estos estratos se les asignan tareas fragmentadas que están entre las peores que el postfordismo ha contribuido a crear. Tareas repetitivas, de hecho estructuradas todavía según los cánones ya centenarios del taylorismo; tareas en las que se tiene que ejecutar y no pensar, en las que los ciclos de operaciones se miden por segundos y la remuneración se ajusta con rigidez a la cantidad de trabajo desarrollada en unidad de tiempo (antes se lo llamaba trabajo a destajo…).
Se trata de hombres y mujeres sobre los que las empresas que los emplean no tienen ningún interés en invertir en términos de formación, dado que al cabo de un tiempo trabajarán para otra empresa diferente. La sociedad del conocimiento, para ellos, es una expresión prácticamente carente de significado. Una parte importante de estos trabajadores, incluso cuando está empleada gran parte del año, corre un riesgo constante de caer por debajo del umbral de la pobreza relativa –calculado de forma convencional en la mitad de la renta media per cápita- si no incluso de la pobreza absoluta, que por lo general se sitúa entre el 40% y el 60% por debajo del umbral citado.
¿En qué beneficia el proyecto de una sociedad flexible a este estrato en expansión de trabajadores flexibles, un estrato que se parece muy poco a aquel que el mismo proyecto da por descontado que está ya formado o se está formando? Y más en general, ¿cómo se concilia el proyecto en cuestión con una polarización tan acusada de las desigualdades de renta, de autonomía, de calidad del trabajo? Antes de intentar dar una respuesta hay que preguntarse cuáles son los criterios mediante los cuales pensamos valorar la calidad de tal sociedad. Sabemos claramente que cualquier tipo de sociedad puede ser valorada según varios criterios objetivos, construidos a través de adecuados estudios estadísticos. En base, por ejemplo, a su renta media per cápita, al nivel de vida; a su índice de desigualdad, como el índice Gini; a la mayor o menor tasa de violencia practicada en su interior entre sus componentes, o ejercitada por ella, in toto, hacia el exterior; a su índice de desarrollo humano, del tipo del propuesto por el programa de la misma denominación de Naciones Unidas, cuya evolución se publica cada año en su respectivo informe.
Pero hay una cualidad prioritaria, difícilmente reconducible a índices objetivos: me refiero a la naturaleza e intensidad de su integración social. La idea de la integración es un concepto fundamental en la teoría de la sociedad. El análisis de los procesos de integración representa la continuación, en el terreno sociológico, de la discusión de un problema clásico para la filosofía política: el problema del orden social, entendido como estabilidad de las relaciones entre individuos y grupos, ya sean estos sociales, étnicos o religiosos; la razonable armonía entre los diferentes sectores y niveles de la sociedad; la convivencia pacífica incluso ante conflictos políticos, económicos y culturales. Como nos recuerda con excesiva diligencia la historia del siglo XX y de los primeros años del siglo XXI, la integración social es un bien comunitario principal, tan difícil de alcanzar como fácil de perder. De forma atenuada, y en general sin ninguna referencia a las grandes escuelas sociológicas que lo han elaborado -pienso en las obras de Émile Durkheim, Max Weber, Talcott Parsons-, el concepto de integración social ha llegado a ser desde hace algunos años un elemento frecuentemente recurrente del debate político, principalmente en el mundo francófono, bajo la etiqueta de «cohesión social».
Como nos recuerda con excesiva diligencia la historia del siglo XX y de los primeros años del siglo XXI, la integración social es un bien comunitario principal, tan difícil de alcanzar como fácil de perder
A fin de que en una sociedad haya, y se mantenga en el tiempo, una tasa de integración satisfactoria para el mayor número de sus componentes, es necesario que se den algunos prerrequisitos. El primero tiene que ver con el tiempo, con la duración. Sabemos que la construcción de relaciones sociales estables entre individuos y entre grupos -o entre individuos que por esta vía se integran en un grupo- exige tiempo. Necesidad de encuentros repetidos, ocasiones para conocerse, prácticas colaborativas, formas organizadas de sociabilidad. Para los trabajadores flexibles se trata de situaciones cada vez más raras. En las organizaciones que emplean de forma masiva las nuevas tecnologías, ocurre que de cada 100 trabajadores físicamente presentes en un momento dado en una planta concreta, menos de la cuarta parte son dependientes de dicha organización, mientras que los otros tres cuartos dependen de decenas de terceras empresas -suministradoras, a contrata o subcontratadas- sin contar los temporales, los contratados de corta duración, los asesores externos, los aprendices en formación (¿aún quedan?). Dicho de otro modo, en este modelo organizativo no existe ya el tiempo necesario para que entre personas que trabajan una al lado de la otra se establezca una relación social. Y desaparecen también, a causa de la imposibilidad material de encontrar a alguien que pueda participar en los mismos, los grupos deportivos, los centros culturales, las excursiones sociales, que durante generaciones han contribuido a nutrir las relaciones sociales, y con ello a sostener el trabajo como factor primario de integración social.
Un segundo prerrequisito es la presencia de manera significativa de la ritualidad. Como recuerda Sennet en otro ensayo, Work and Social Inclusion, «si la antropología nos ha enseñado algo en relación a nosotros mismos, es que el ritual es el cemento más fuerte de la sociedad, la química misma que está en la base de los procesos de inclusión». Es característico de los rituales el ser gratuitos, intransitivos, irracionales, privados de justificación salvo la simbólica, además de identificados con un espacio delimitado y fijado en el tiempo. Arquetipo de la ritualidad son obviamente las tradiciones populares, las procesiones, las fiestas del santo o del héroe local, la liturgia de los cultos religiosos, las celebraciones públicas de la historia nacional. Pero tienen que ver también con la ritualidad otras prácticas seculares: por ejemplo, las prácticas en razón de las cuales el domingo, el séptimo día, debe ser por obligación un día de reposo, aunque pocos recuerden que es así porque está escrito en la Biblia. El trabajo de una persona constituye un tiempo y un lugar categóricamente distintos del tiempo libre, como también de otros momentos de la vida privada; la familia está obligada a reunirse cada día en torno a la mesa. En la sociedad flexible, en la que trabajar «a golpe de reloj», 7 x 24, representa un elemento arquetípico, hay cada vez menos tiempo disponible para las formas de la ritualidad tradicional. El tiempo de trabajo se entrelaza con los otros tiempos de la vida hasta llegar a ser inseparables. Para muchas personas el trabajo se lleva a cabo, ya sea por necesidad ya sea por las limitaciones formalmente impuestas por la organización flexible, por ejemplo las implícitas en el modelo del «empleo sin despacho» (deskless job), dentro de su mismo hogar, o bien en las salas de espera de los aeropuertos, en el tren, en el hotel, en la autopista. También en el plano del discurso la idea de la festividad, del día festivo igual para todos, es etiquetada como un fetiche que hay que eliminar. El trabajo tiende a convertirse en un tiempo sin límites y, al mismo tiempo, en un no-lugar. Ambas son propiedades contrarias al ejercicio de cualquier forma de ritualidad.
Uno de los aspectos del proyecto de sociedad flexible que aparece como particularmente atractivo, tal como nos lo presentan, es la importancia que se atribuye a la autonomía, a la emancipación de los círculos tradicionales, a la completa individualización de la persona, a su independencia de cualquier vínculo o pertenencia de adscripción. Después de todo, se trata de valores intrínsecos a la modernidad, al proyecto moderno. El dominio de sí fundado en la razón -no se podría definir mejor la independencia- es un ideal que proviene de Platón pero que ha tenido que esperar veinte siglos antes de ser asumido por el proyecto moderno. La sociedad flexible -al parecer- promete nada menos que llevar a término lo que el proyecto moderno inició en los tres siglos precedentes.
Pero a fin de que la independencia económica de la persona, base de su independencia política, no sea una quimera o un engaño, son indispensables unos ingresos consistentes y seguros, un apropiado «reconocimiento social» (Anerkennung, por usar el término preferido por Habermas), un grado elevado de instrucción, y sobre todo un poder contractual tangible en relación con la empresa. Ahora ocurre que, si exceptuamos el sutil estrato superior -sutil si se compara con los millones que pueden ser así denominados-, los trabajadores flexibles a los que se pide que encarnen el ideal de independencia, el autodominio basado en el libre ejercicio de la razón, no parecen disponer de tales elementos -con los informes empíricos en la mano- sino en una medida escasa. Sus seguridades básicas han sido resquebrajadas.
He aquí la cuestión de las denominadas “sociedades intermedias”. La integración del individuo en la sociedad no puede tener lugar, ni siquiera parcialmente, de forma directa. Solamente las sociedades autoritarias tienden a la integración total y directa de los individuos respecto del vértice del poder. En una sociedad democrática madura, por el contrario, es necesario que el individuo se integre primero en la familia, en la comunidad local, en diversos tipos de asociación; después vendrá una adecuada integración de estos en el espacio público a fin de asegurar al individuo los beneficios del orden social, así como a tutelarlo por sus desviaciones. La sociedad flexible, más allá del velo ideológico que pretende delinear sus formas auténticas cuando de hecho las enmascara, no parece especialmente amiga de ninguna de estas sociedades intermedias. No lo es de hecho, ya que la diversidad de horarios y lugares de trabajo, de formación, de tiempo libre de los distintos componentes de la familia y de la comunidad local, lleva inevitablemente a erosionar el ligamen social entre ellos. No lo es ni siquiera desde el punto de vista teórico, porque codifica y legitima la deslocalización tanto de la empresa como de la familia, el trabajo sin lugar, la abolición del enraizamiento territorial de toda actividad social.
En cuanto a las asociaciones, el proyecto de sociedad flexible -tal como se presenta por el discurso político-económico dominante- se beneficia de la crisis de la más antigua de estas, la Iglesia, a la vez que teoriza y persigue el debilitamiento, cuando no la desaparición, de la principal entre las organizaciones que permanecen, es decir, del sindicato. Para el modelo de sociedad flexible, el sindicato es el epítome de todos sus adversarios: por su “rigidez burocrática” y su defensa de los derechos adquiridos por adscripción y no por mérito, se erige en uno de los principales obstáculos que se oponen a la innovación permanente de todas las modalidades de la acción social. Debe ser por tanto objeto, se afirma, bien de una neta oposición ideológica, o bien -como está ocurriendo en Italia- de procedimientos legislativos destinados a eliminar este último obstáculo a fin de que el individuo sea introducido directamente, sin mediaciones, en la red de redes. Para que aquel llegue a ser, en palabras de Niklas Luhmann, solo un nodo pasivo de flujos de comunicación, inconsciente del sentido real de los mensajes que recibe y transmite, ajeno totalmente a los mismos.
La dialéctica real entre trabajo flexible y sociedad flexible, tal como se deduce a partir de las investigaciones de campo, no parece sin embargo conducir a ninguno de los dos elementos hacia soluciones particularmente prometedoras para la calidad de vida y la organización social. El uno y la otra incorporan seguramente elementos del proyecto moderno -un proyecto ampliamente incompleto-, a los que no nos gustaría renunciar. Sin embargo, los elementos que parecen actualmente predominar en el uno y en la otra, ensalzados en los últimos decenios tanto por la ideología y la economía neoliberales como por la práctica política de las socialdemocracias, conllevan -en mi opinión- un precio demasiado elevado para poder aceptar juntos a unos y otros. Quien esto escribe piensa que ante una situación tan ambivalente tenemos que ser, a la vez, discriminadores y exigentes. Debemos saber distinguir los costos humanos de la flexibilidad del trabajo y de la sociedad flexible de sus eventuales beneficios, y exigir que los primeros no sean -como de hecho ocurre- ignorados o subestimados en nombre de los segundos.
Una tarea ardua que, sin embargo, si no queremos rendirnos al credo interesado para el cual la realidad del mundo globalizado sigue de todos modos, a pesar de nuestros esfuerzos, su indefectible camino, habrá que afrontar combinando la tenacidad del investigador con la pasión que cualquier ciudadano debería aportar a la defensa de un bien común esencial. Un bien consistente en una sociedad en la que la multiplicidad de intereses, de culturas, de condiciones de trabajo y de existencia, encuentra una composición armónica en virtud de algunos ideales irreductibles de justicia social, de igualdad, de derechos de las personas. Un conjunto de elementos que han costado muchos esfuerzos a Europa, y muchos sacrificios, como para pensar que podamos o debamos prescindir fácilmente de ellos en nombre de nuevas formas de funcionamiento del sistema económico, aun reconociendo la necesidad de reformas adecuadas de la organización social.
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Luciano Gallino (1927-2015) ha sido uno de los sociólogos del trabajo más significados, no solo en Italia sino en el mundo. Docente de Sociología primero en la Universidad de Stanford, California, y después, durante muchos años, en la de su Turín natal, es autor de numerosas publicaciones, entre ellas un monumental Diccionario de Sociología enteramente redactado por él, y títulos tales como Sociología de la economía y del trabajo (1989), Informática y ciencias humanas (1991), Globalización y desigualdades (2000), o Finanzcapitalismo (2011).
El presente texto constituye el capítulo 3 del libro Vite rinviate. Lo scandalo del lavoro precario, ed. Laterza, 2014. La traducción es de Javier Aristu y Paco Rodríguez de Lecea.