Por GIAIME PALA
¿Cómo valora la situación actual de la izquierda política y social en Europa?
Considero que es muy preocupante. Si vemos el asunto con frialdad y perspectiva histórica, hay base para afirmar que en ningún momento de la historia europea post 1945 las izquierdas han estado tan mal en términos organizativos y electorales. Sobre todo, desde la década de los setenta, hemos asistido a una lenta pero continua pérdida de peso político de las izquierdas en la mayoría de los países europeos. Algunas causas de ello son bien conocidas: el auge del agresivo neoliberalismo anglosajón de Reagan y Thatcher, el fin de las formas más o menos sólidas de fordismo presentes en el continente –que debilitó a los sindicatos y a los trabajadores– y el impacto de los hechos de 1989-1991, generaron en buena parte una derrota política traumática. Además de la crisis de las izquierdas transformadoras, hoy vemos que ni siquiera la “Tercera Vía” de Tony Blair, a la que se aferraron con entusiasmo los partidos socialistas en los años noventa, ha podido resistir las dinámicas sociopolíticas posteriores a la crisis financiera de 2008.
Con todo, hablamos de fenómenos que han tenido repercusiones en todo el mundo. Lo que diferencia, en negativo, la trayectoria de las izquierdas europeas de las izquierdas de los otros países más avanzados son las características del proceso de integración europea. En efecto, a la hora de encuadrar la historia de la Unión Europea (UE) de las últimas décadas, no es correcto hablar de neoliberalismo tal y como lo entendió, verbigracia, un Milton Friedman. Como muy bien han explicado autores como Quinn Slobodian, Wolfgang Streeck y Mark Blyth, es mejor hablar de un ordoliberalismo europeo según el cual no se trataba de “liberar” los mercados de la intervención de los gobiernos, sino de enjaularlos mediante férreas legislaciones públicas y tribunales que las hicieran cumplir a rajatabla. En este marco, los Estados europeos, lejos de perder importancia política, debían ser las herramientas clave para articular una constitución material continental favorable a las empresas y al libre mercado. Así las cosas, era imposible que la izquierda transformadora, o incluso la genuinamente socialdemócrata, compitieran dentro de las reglas monetarias y económicas que sancionaron los tratados comunitarios desde el Tratado de Maastricht hasta el Pacto Fiscal Europeo de 2011 (que quiso constitucionalizar la austeridad monetarista como “nueva normalidad”). En este sentido, la derrota del gobierno griego de Alexis Tsipras en 2015 decretó el fin de la ilusión de las izquierdas de poder actuar dentro de esas normas con eficacia. Ahora bien, la derrota del gobierno de Syriza marcó también otro punto de inflexión, ya que fue el inicio del fin de la austeridad draconiana iniciada en 2010-2011. Una vez neutralizado el peligro de que naciera una alternativa continental de izquierdas en torno a Syriza, los gobiernos de la zona euro consensuaron un relajamiento de las normas que contenían el gasto público y permitieron al BCE llevar a cabo una política monetaria mucho más laxa. Lo hicieron porque la dureza de la austeridad de los años 2010-2015 estaba alterando los comportamientos electorales de la población, a menudo en un sentido derechista, y amenazaba con poner fin a la hegemonía de los partidos populares, socialistas y liberales en Europa. En otros términos: hacia 2015 quedó patente la imposibilidad de atacar violentamente el contrato social europeo sin pagar un precio político altísimo, lo que explica la suspensión de los tratados económicos de la UE una vez que estalló la pandemia de la Covid19. No solo esto: la austeridad que conocimos en 2010-2015 no volverá también por las necesidades de gasto social y militar de los Estados europeos para hacer frente a la crisis energético-ambiental, a la pandemia (que no ha acabado todavía) y al pulso geopolítico con China, que está rompiendo las cadenas de valor globales.
La última década se ha acabado con un doble fracaso: el de las izquierdas que creyeron posible hacer una política progresiva dentro de los tratados comunitarios en función, y el de los partidos populares-socialistas-liberales, que creyeron que se podía hacer política solo dentro y a través de esos tratados
Quiero decir con ello que la última década se ha acabado con un doble fracaso: el de las izquierdas que creyeron posible hacer una política progresiva dentro de los tratados comunitarios en función, y el de los partidos populares-socialistas-liberales, que creyeron que se podía hacer política solo dentro y a través de esos tratados. A diferencia de hace un lustro, hoy sí es posible realizar una política de izquierdas dentro de la UE y de la zona euro, siempre y cuando tengamos fuerza militante y una propuesta convincente para cambiar unos tratados anacrónicos y disfuncionales. Cuando menos potencialmente, hoy tenemos una situación política más favorable para incidir en Europa. No es poca cosa.
Desde su punto de vista, ¿cuál debería ser el Plan de Acción de la(s) izquierda(s) europea(s) si pretende que su proyecto emancipatorio alcance la hegemonía?
De entrada, me parece que deberíamos desterrar por un buen tiempo la palabra “hegemonía” del vocabulario de la izquierda. Si la entendemos en un sentido clásico gramsciano, es decir, como dirección sociopolítica y económica de una sociedad sustentada en un dominio en los ámbitos cultural y moral, entonces es un objetivo totalmente inalcanzable a corto plazo. El primer punto de un plan de acción viable sería, por ende, de tipo metodológico: las izquierdas deberían partir de la premisa de que necesitan un tiempo no breve –como mínimo unos diez años–, durante el cual recuperar musculatura política, organizativa y cultural. Más claro todavía: hay que asumir que, aun participando en las elecciones e intentando tener protagonismo en los parlamentos, la política de las izquierdas no deberá centrarse tanto en sus grupos parlamentarios –como en mi opinión ha acaecido en los últimos treinta años–, y que en todo caso la fuerza parlamentaria será fuerte en la medida en que lo sea el cuerpo social de la izquierda. Y este cuerpo, ahora mismo, está muy débil. En definitiva, hemos de hacer un ejercicio de modestia, desprendernos de toda veleidad hegemónica y aceptar que nos esperan años de reconstrucción molecular. Y también de repolitización: tras haber confiado demasiado en la labor parlamentaria, habrá que recordar a los activistas que el principal objetivo de una izquierda digna de tal nombre no es aumentar el salario mínimo o mantener los derechos sociales, sino –y aquí vuelvo a Gramsci– ayudar a las clases subalternas a engendrar una visión del mundo autónoma y más avanzada que la de las clases dominantes como eje de una política que aspire al cambio social.
Deberíamos desterrar por un buen tiempo la palabra “hegemonía” del vocabulario de la izquierda
El segundo pilar de un plan de acción funcional va ligado al anterior y tiene que ver con las formas organizativas de las izquierdas. Al respecto, conviene aprender de la crisis de la “nueva política” española post 15M. Me explico. Partiendo de una codificación a posteriori del fenómeno del 15M, a través de libros y artículos que resaltaban la dimensión colectiva y participativa que había aportado este movimiento a la política española, se asistió por el contrario a la aparición de cuadros académicos-intelectuales que –declarándose albaceas del 15M y en virtud de su pericia politológica y mediática– se presentaron como una minoría capaz de interpretar la coyuntura política y de realizar una guerra de movimiento fulmínea con la que asaltar el poder. Un partido como Podemos encarnó así una suerte de teoría de las élites que pregonaba un populismo sin pueblo, en el sentido de que abandonó casi enseguida la articulación de una estructura de círculos territoriales con la que fomentar la militancia de base. Sus líderes consideraron que el partido de cuadros y de opinión, de matriz liberal, era más que suficiente para alcanzar sus objetivos. Fue una opción equivocada porque, una vez fracasado el asalto al poder con la derrota del gobierno de Syriza –un hecho que en España no se quiso analizar como era debido–, ese modelo no aseguraba el recambio de dirigentes ni la fidelización del electorado, que se sustenta en una presencia capilar en el territorio. El periodo 2014-2021 nos sugiere la conveniencia de construir estructuras sólidas y más “analógicas” con las que volver a tener una presencia también física en el país y acabar con el peligroso –y en última instancia poco productivo– cuasi monopolio del intelectual como protagonista de la política. Es un trabajo ciertamente lento y menos gratificante, pero también más fructífero y duradero.
Otro punto desde el cual partiría es una contundente reorientación de las izquierdas hacia el mundo del trabajo. Sobre esto quiero ser directo y claro: una parte notable de la izquierda europea falló el diagnóstico y asumió acríticamente las teorías “post trabajo” en boga desde los años noventa. Dando la espalda a los estudios que hablaban de crisis energética y de escasez de materiales esenciales para la fabricación de microchips, se dejó encandilar por aquellos teóricos que hablaban de automatización imponente e inevitable del proceso productivo (con consiguiente expulsión de fuerza de trabajo). Esto es particularmente evidente en los escritos de los partidarios de la renta básica universal, para quienes la batalla por la plena ocupación y el salario era perdedora y anticuada. En realidad, el trabajo está destinado a asumir una nueva centralidad, porque no tenemos tantas energías fósiles y renovables ni minerales fundamentales para aguantar crecientes niveles de automatización –e incluso de digitalización– de nuestras economías. Todo lo contrario: en el futuro asistiremos a un retorno del trabajo manual en no pocos sectores de la economía y a una relocalización de producciones consideradas como estratégicas para la estabilidad social. Ser ecologistas de izquierdas, hoy, no equivale a rechazar el trabajo, sino a conceptualizar el ecologismo como un nuevo laborismo que jerarquiza las actividades productivas verdaderamente útiles para una sociedad con recursos naturales finitos. Y, por supuesto, que asegure dignidad moral y material a todos los trabajadores. Cae por su propio peso que en un escenario como este los sindicatos tienen que recuperar protagonismo y un carácter sociopolítico, en el sentido de que deberían tener una visión orgánica de todos los problemas de su sociedad y contribuir a ofrecer soluciones solventes. Para ello, no partimos desde cero: contamos con sindicalistas muy preparados que deberíamos valorar más y mejor. A este respecto, uno de los cometidos de la izquierda tendría que ser el de ayudar a crear la convicción social de que ningún programa televisivo o ningún diario es serio si no incluye como opinador a un representante del mundo del trabajo. Necesitamos una ofensiva cultural que devuelva autoestima a los trabajadores y resalte la función primordial del trabajo en nuestros países.
Una parte notable de la izquierda europea falló el diagnóstico y asumió acríticamente las teorías “post trabajo” en boga desde los años noventa (…) En realidad, el trabajo está destinado a asumir una nueva centralidad, porque no tenemos tantas energías fósiles y renovables ni minerales fundamentales para aguantar crecientes niveles de automatización
Un último punto concierne la esfera de los medios de comunicación. Es inútil ocultarnos la realidad: no solo no tenemos una esfera pública europea, sino que las izquierdas del continente tampoco se conocen bien entre ellas. Podemos llegar a saber mucho sobre las izquierdas de Francia, Alemania, Italia y Portugal, pero no sabemos casi nada de todas las otras ni de sus entornos nacionales. Si las izquierdas quieren realmente actuar en el marco europeo, como siempre afirman, entonces han de consensuar un proyecto periodístico común que les permita conocerse y tener una idea más exacta de cada Estado europeo. Estoy hablando de un portal digital que –contando con la colaboración de los medios de información progresistas ya existentes– nos ofrezca información rigurosa sobre la situación política y socioeconómica de cada país desde un punto de vista de izquierdas. Dicho de otro modo: una trabajadora de Barcelona o de Sofía tiene derecho a conocer la realidad de una mujer asalariada de Letonia o de Eslovenia. Y tiene derecho a saberlo en su lengua materna. La política no es la academia: no podemos pensar que el inglés se convierta en breve en una lengua franca de masas de la política europea. Un proyecto periodístico común debería tener versiones en todos los idiomas europeos con un peso social. Creo que las izquierdas europeas tienen recursos suficientes para llevar a cabo una iniciativa de este tipo, que ayudaría a apuntalar los vínculos entre partidos, sindicatos y movimientos sociales del continente.
En conclusión, me doy cuenta de haber presentado solo algunas reflexiones generales para reactivar la acción de las izquierdas, no para sugerirles una vía a través de la cual alcanzar la hegemonía. Insisto: por el momento no se puede hacer más. Pero soy de la opinión de que los puntos arriba señalados podrían ser el primer e indispensable paso para revertir el declive de las izquierdas europeas. Y para llegar a formular programas políticos tan pormenorizados como realizables.
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Giaime Pala. Historiador y profesor en la Universitat de Girona, ha publicado entre otros: Cultura clandestina. Los intelectuales del PSUC bajo el franquismo. Granada: Comares, 2016; Gramsci y la sociedad intercultural (Montesinos, 2014).