Por EMILIO SANTIAGO MUIÑO
¿Cómo valora la situación actual de la izquierda política y social en Europa?
Sería demasiado atrevido por mi parte proponer un análisis que abarcara al conjunto de la izquierda europea, pues de la realidad política de buena parte del continente solo manejo aproximaciones superficiales. Hablaré por tanto desde la experiencia española trazando algunas generalidades que puedan ser verosímiles desde una panorámica amplia, pero de baja resolución, que necesariamente obviará muchos elementos importantes y podrá ser acusada, con razón, de los sesgos propios que impone hablar desde un estado meridional de la Unión Europea. Introduciré una primera mirada de onda histórica larga y después otra de onda corta, relacionada con la crisis de 2008, la ventana de oportunidad del momento populista y su aparente, aunque falaz, clausura restauradora.
Comencemos por atender a la onda histórica larga. En un texto reciente, Pendiente o precipicio. La debilidad de la izquierda, cuyo contenido sintetizó en sus respuestas a estas mismas preguntas en Pasos a la izquierda, Ignacio Sánchez Cuenca constataba que durante los últimos 20 años el voto de los partidos de izquierda en 15 países europeos había experimentado un importante descenso, de hasta seis puntos porcentuales en promedio. Sumando las tres grandes familias que arquetípicamente dividen el espacio electoral de la izquierda europea tras 1989 (socialdemócratas, poscomunistas y verdes) los pequeños aumentos de apoyo electoral de los dos últimos espacios no logran compensar el declive paulatino de la socialdemocracia.
Ignacio Sánchez Cuenca constataba que durante los últimos 20 años el voto de los partidos de izquierda en 15 países europeos había experimentado un importante descenso
Lo significativo es que esta es una tendencia histórica robusta, que se manifiesta a grandes rasgos con independencia de la variabilidad de estrategias organizativas o de las posiciones ideológicas de las izquierdas: ha afectado por igual a partidos con mayor o menor democracia interna, con mejor o peor relación con la sociedad civil o el mundo sindical, con liderazgos personales fuertes o más colegiados, con discursos rupturistas o más moderados.
Si en vez de fijarnos en la izquierda política lo hacemos en la izquierda social, comenzando por su expresión sindical, las conclusiones son parecidas. Como constata Kurt Vandaele en su informe Un futuro sombrío, los niveles de afiliación sindical en Europa están en un retroceso casi universal desde los años noventa. Entre 2000 y 2016, en los veinte países para los que existen datos estadísticos más fiables esta cayó de 40,2 millones a 36,1 millones en 2016, con una tasa media del -0,7% anual en el conjunto del periodo. La densidad sindical (porcentaje de asalariados sindicalizados) ha sufrido un descenso promedio de 6,4 puntos porcentuales. Para el caso español entre el 2000 y 2007 el número de afiliados se redujo un 3,6%. A partir de 2007 la afiliación se estanca lo que supone una excepción positiva frente a otros muchos países próximos, incluido Portugal, donde siguió cayendo pronunciadamente. No obstante, en el último lustro el retroceso ha seguido su curso lento pero inexorable: según un informe de la OCDE, en 2019 España presentaba su nivel más bajo de afiliación desde 1990: solo un 13,7% de los asalariados estaban sindicalizados. A lo que se debe añadir que, en todos los países, incluida España, la sindicalización conoce una divisoria etaria muy acusada: la juventud presenta tasas de afiliación sindical sustancialmente menores que los adultos. Estas no se revierten con el remplazo generacional, situando a los sindicatos bajo la presión de una auténtica “bomba de relojería demográfica”.
Las implicaciones de estos datos son evidentes: sistemáticamente por debajo del 40% de apoyo electoral, y en cifras mucho menores en otras expresiones como la sindicalización, el proyecto político de la izquierda parece haber entrado en una etapa de regresión histórica estructural que imposibilita, al menos en Europa, transformaciones sociales fuertes inspiradas en un programa de izquierdas clásico.
¿Qué explica este declive? Sánchez Cuenca apunta a la oligarquización del poder económico y político que el neoliberalismo ha producido, “inclinando sistemáticamente el tablero de juego”, al socavar la acción reguladora del Estado, aparentemente más sometido hoy que en los años sesenta a los dictámenes coercitivos antidemocrátios de la financiarización y la libre circulación de capitales. Y por tanto mermando el margen de acción para que la izquierda desarrolle desde los gobiernos bucles de retroalimentación positiva (victorias que llaman a victorias) en materia social, política, pero sobre todo económica. Siendo un apunte acertado, creo que este diagnóstico debe ser complejizado.
La enfermedad degenerativa de la izquierda es expresión sintomática de una conmoción política más profunda: el desajuste histórico de su proyecto ante la mutación epocal en curso, que invalida la cartografía política clásica de la modernidad: ese hemiciclo ideológico organizado alrededor de la divisoria izquierda y derecha, con el que la izquierda sigue orientándose pero que ya no responde al territorio material, social ni simbólico del siglo XXI. La izquierda está viajando con un mapa antiguo por un país que ha sufrido un terremoto devastador, que ha destruido las viejas carreteras y ciudades, derribado montañas y bosques, desviado el curso de los ríos, y si me apuras hasta invertido los polos magnéticos, haciendo enloquecer nuestras antiguas brújulas. Este terremoto catastrófico, esta gran mutación epocal, es producto de la confluencia de al menos tres grandes conmociones: el fracaso del socialismo como proyecto civilizatorio, la consolidación de la hegemonía neoliberal en el estrato antropológico profundo de nuestras sociedades y la crisis ecológica como nuevo régimen material y nuevo marco de relaciones socionaturales, que tiene en el concepto de Antropoceno un símbolo tan ideológicamente problemático por un lado como acertado por otro. Muchos autores añadirían aquí una cuarta conmoción, la de la revolución en las fuerzas productivas provocada por la digitalización y la microelectrónica. Si bien creo que su impacto en la configuración de un nuevo paisaje histórico es indudable, el despliegue de los potenciales que se la asignan está comprometido por la crisis ecológica de un modo que la mayoría de los analistas tienden a minusvalorar, por lo que conviene situar en un segundo nivel de importancia. Unas palabras sobre estos tres epicentros sísmicos cuyas interacciones, siendo fáciles de intuir, aún están por estudiar en profundidad:
– El fracaso del socialismo: el retroceso político y social de la izquierda europea es inexplicable sin realizar un duro acuse de recibo del efecto dominó ideológico que supuso el colapso de la URSS, pero también la evolución de otros países del campo socialista (China, Cuba) que, a través de fórmulas de socialismo de mercado, solo han podido adaptarse al signo de los nuevos tiempos por un camino de progresiva homologación económica y cultural a la realidad social capitalista. En menor medida, el encallamiento ruinoso del proyecto bolivariano en Venezuela, única de las experiencias progresistas de la década ganada latinoamericana que pretendía apuntar más allá del keynesianismo soberanista y popular que marcó aquel ciclo de gobiernos de izquierda en la zona, ha aportado su granito de arena a este gran desengaño colectivo. Como ya ha sido analizado hasta la saciedad, y más allá de la simpatía o antipatía que pueda generar el legado del socialismo realmente existente, la desaparición del campo socialista alteró la correlación de fuerzas geopolíticas a nivel global, lo que tuvo un impacto que se trasladó de inmediato a la correlación de fuerzas entre capital y trabajo en las naciones capitalistas avanzadas en la medida en que la lucha de clases y especialmente la fuerza de negociación del mundo del trabajo pivotaba, aún de forma indirecta, sobre el marco de expectativas históricas que ofrecía la división del mundo en dos sistemas socioeconómicos alternativos enfrentados. El fracaso del socialismo fue, además, la ruina súbita de toda una galaxia de ideas, desde la noción clásica de revolución a la planificación económica centralizada pasando por la primacía de un sentido igualitarista fuerte de la vida social, que dejó a las clases populares mitológicamente huérfanas. Esta orfandad de mito, aunque afectó especialmente al mundo comunista, se contagió al conjunto de las izquierdas en la medida que estas nunca han dejado de ser diferentes ramas de un mismo árbol filosófico y moral, quizá con la única excepción del anarquismo, que vivió entre 1994 (alzamiento zapatista) y el agotamiento de los movimientos asamblearios “de masas” nacidos en 2011 (15M en España) una suerte de revitalización comparable a la de los años sesenta. Una orfandad mitológica que se internalizó en el sentir popular de un modo que no puede explicarse solo ni por el adoctrinamiento ideológico ni por la manipulación mediática, sino por una toma de conciencia ante un shock histórico tan real como inevitablemente decepcionante. Que llegó incluso a traducirse estéticamente en un nuevo régimen sensible que de modo espontáneo hacía interpretar todo el aparato simbólico y semántico del proyecto socialista como algo caduco, un fósil del pasado. Así, terminada la Guerra Fría con la victoria indudable del Oeste, las clases oligárquicas de occidente se vieron liberadas de las fuertes las presiones competitivas que, desde lo militar hasta los imaginarios culturales, la habían empujado a la concertación social y a ceder a la redistribución de riqueza como un seguro de existencia al menos desde 1945. La contrarrevolución neoliberal gestada en los ochenta encontró pues en los noventa el terreno ideológico despejado para constituir un monopolio cosmovisivo sin precedentes históricos.
El fracaso del socialismo: el retroceso político y social de la izquierda europea es inexplicable sin realizar un duro acuse de recibo del efecto dominó ideológico que supuso el colapso de la URSS
Pero esta derrota del socialismo no debe ser leída solo como el parte de una guerra que se perdió, pero se pudo haber ganado si las coyunturas o los azares hubieran sido otros, lo que nos situaría en un escenario diferente: la reconstrucción de fuerzas para un nuevo asalto futuro en términos idénticos. El problema más difícil de gestionar para la izquierda es que la ruina del socialismo real como proyecto civilizatorio, analizada sin dogmatismos, pone en profundos aprietos algunos de los pilares conceptuales más fundamentales de la teoría marxista, que sencillamente no han pasado el banco de pruebas del siglo XX. Dicho de otra manera, más tajante: yo, que no tengo problemas en declararme marxista, no considero que el marxismo parezca hoy erróneo porque nos han ganado, sino que nos han ganado, entre otras cosas, porque era erróneo. Si tuviera que resumir este agujero teórico en el marxismo que el fracaso del socialismo ha revelado, lo sintetizaría en el siguiente titular: ni lo social se deja pensar en términos de unidad o totalidad, ni lo material se puede concebir en términos de abundancia.
Este doble error teórico, que puede parecer un pasatiempo escolástico de intelectuales encerrados en una torre de marfil, tiene unas implicaciones estratégicas, tácticas y prácticas importantes. En primer lugar, prescribe como imposible el horizonte utópico de una sociedad con tal nivel de abundancia material (los chorros llenos de la riqueza colectiva) que pueda ser considerada posteconómica y postpolitica, capaz de superar la división de clases, la dicotomía trabajo manual e intelectual y autorregular armónicamente todos sus conflictos más allá del mercado y el Estado; nos ayuda a entender la imposibilidad de la planificación fuerte, esto es, de la abolición del mercado como dispositivo de coordinación del trabajo social, también en las versiones cibercomunistas actuales que hoy adolecen de un gravísimo analfabetismo ecológico; refuta la narrativa progresista de la historia ligada al desarrollo de las fuerzas productivas; cuestiona el monopolio exclusivo de la lucha de clases como elemento dinamizador del cambio social frente a otros conflictos ligados con dispositivos sociales como el género, la raza o los imperativos de realidades naturales como la termodinámica; problematiza el papel supuestamente transformador, y no meramente distributivo, de la lucha de clases; rebaja las expectativas de la revolución entendida como una suerte de guerra social relámpago que permita transformaciones sistémicas estructurales en poco tiempo y sin enormes hipotecas en forma de conflicto civil o de aislamiento internacional; discute la constitución de la subjetividad política en base a las determinaciones materiales que emanan (aunque fuera en última instancia) de la estructura socioclasista porque pone entre paréntesis el esquema base-superestructura; rechaza que el mundo del trabajo sea un espacio social que garantiza cierto contacto con la perspectiva de la “universalidad” y por tanto inherentemente proclive al comunismo; no cae en el enorme fallo de entender como “superestructurales” realidades como las naciones, el Estado o los entramados simbólicos como la religión o las ideologías.
Si tuviera que resumir este agujero teórico en el marxismo que el fracaso del socialismo ha revelado, lo sintetizaría en el siguiente titular: ni lo social se deja pensar en términos de unidad o totalidad, ni lo material se puede concebir en términos de abundancia
-La consolidación de la hegemonía neoliberal en el estrato antropológico profundo: el neoliberalismo ha ganado no solo en lo económico, no solo en lo político, también en lo antropológico. Como deseaba Thatcher, la contrarrevolución conservadora ha transformado nuestras almas. El programa neoliberal ha cumplido con todas las fases de lo que Álvaro García Linera considera que es el itinerario hegemónico: un primer momento Gramsci, de guerra cultural por el liderazgo moral, intelectual y político de la sociedad; un momento Lenin, de toma del poder duro y consolidación en él, y un segundo momento Gramsci donde la guerra cultural ya no combate solo con la parte blanda del discurso (ideas, símbolos, imaginarios) sino que opera en el sustrato antropológico profundo y produce discurso duro y con él subjetividad (las leyes, las infraestructuras, las políticas públicas). Tras 40 años de experimento neoliberal exitoso, y no admitir nuestra derrota en este punto es síntoma de un narcisismo político estéril, hoy desde nuestro urbanismo a nuestros hábitos relacionales, de consumo o sexuales, pasando indudablemente por nuestra experiencia laboral, generan neoliberalismo espontáneo. La hegemonía neoliberal ha llegado a un punto en el que no solo naturaliza su visión del mundo y la equipara con la normalidad, sino que ha logrado que buena parte de la reproducción social sea un bucle de refuerzo muy potente de su macizo ideológico. Esto es, la izquierda no solo tiene que enfrentar un contexto histórico con una desigualdad disparada, marcado a fuego por la inseguridad vital como emoción primaria producida por un mercado de trabajo cada vez más salvaje, con instituciones públicas cercenadas, con una esfera política y una soberanía nacional secuestradas por una economía hiperprivatizada, desregulada y financiarizada para servir a la autocracia de la libre circulación de los procesos acumulativos de capital. Además de todo ello, se ha consumado una mutación antropológica profundísima, pero de la que tenemos que hacernos cargo si queremos conectar con la realidad que pretendemos transformar.
Esta transformación antropológica tiene numerosas implicaciones, pero me limitaré a señalar dos:
- la pulverización de la vida colectiva en miles de archipiélagos atomizados que además la digitalización ha intensificado. Esto es un hecho consumado que impone un clima de profunda desconfianza hacia la política y la movilización social, especialmente la política intangible del relato y del mito, del mañana por venir. Un clima, en definitiva, de profunda exacerbación del cortoplacismo, la competencia y el miedo. Esta pulverización social también da a los medios de comunicación capaces de interlocutar con toda esta cerámica rota un papel absolutamente estratégico en la articulación política (lo que ha sobredimensionado el peso de la comunicación política en las estrategias de transformación, hasta un punto seguramente contraproductivo para un proyecto de transformación en el que el medio parece haberse convertido en fin en sí mismo, lo que contribuye a generar una cultura militante muy desequilibrada).
- la generación de un modelo de felicidad parcialmente exitoso, que pese a sus sombras en forma de sufrimiento psíquico y desórdenes mentales no puede categorizarse solo bajo la categoría de alienación. Este modelo está basado en la exacerbación de la pulsión de compra esencialmente expresiva, donde la precariedad se compensa con el acceso a un mundo low cost, que vuelve de masas productos de consumo que antes eran de lujo, y que permiten construir identidad a través del reconocimiento del gesto de consumo: el teléfono móvil con internet distribuido y el vuelo en avión de bajo coste son los dos símbolos de este modelo de felicidad low cost consolidado tan funcional a los procesos modernos de acumulación de capital.
Es importante señalar aquí un matiz: la transformación antropológica neoliberal no ha ocupado la totalidad del espacio del cambio social de las últimas cuatro décadas. Si es indudable que el mundo organizado del trabajo ha perdido poder, otras dimensiones de la tarea emancipatoria han protagonizado conquistas indudables y ofensivas exitosas. El ejemplo más claro es el feminismo y la diversidad sexual, y en menor medida, las luchas antirracistas y coloniales. En materia de igualdad de género o diversidad de opciones sexuales, en 2020 estamos indudablemente mejor que en los años ochenta. Hay quien ha querido ver en la simultaneidad histórica de la gobernanza neoliberal con estos avances en derechos una suerte de estrategia diseñada y calculada por las élites neoliberales, como si el feminismo, el anticolonialismo, el movimiento LGTB o el ecologismo fueran caballos de Troya para destruir y socavar las organizaciones de clase. Esto es un disparate al que no habría que dedicarle la menor atención si no hubiera calado en el discurso público a través de toda una serie de autores que han construido su marca y nicho editorial alrededor del aplauso nostálgico del materialismo histórico de vieja guardia (y de paso, de la derecha). Las conquistas del feminismo son obra de las luchas feministas, cuya virtud ha sido saber leer bien las nuevas condiciones de acción política que impone el cambio epocal en curso para realizar su contribución específica insustituible y no subordinada al programa emancipador.
La victoria antropológica neoliberal en ningún caso ha eliminado las fuentes de malestar colectivo moderno provocadas por la explotación laboral, la precariedad material o el sometimiento a instancias sociales arbitrarias e irracionales, que siempre han motivado la existencia histórica de la izquierda. Al revés: hoy la vida cotidiana de la mayoría popular es crecientemente difícil, inestable y dolorosa, y el futuro una fuente de inquietud y miedo permanente, incluso en las zonas geopolíticamente privilegiadas, como consecuencia del deterioro socioeconómico de las clases medias occidentales provocado por el proceso globalizador. Lo que sí ha hecho la victoria neoliberal es bloquear los canales y modificar los códigos que daban forma política antagonista a estos malestares colectivos en forma de luchas sociales, organizaciones de masa o militancia. La pulverización de la vida colectiva impone un terreno de combate en el que, entre otros factores, los núcleos duros que lideran y organizan el descontento (las vanguardias en el viejo lenguaje) van a ser muy pequeños y no van a contar con el viento mitológico a favor que disfrutaron las viejas vanguardias obreras. El peso de las organizaciones de masa va a ser menor y estas mismas organizaciones distarán mucho del modelo clásico, hasta volverse dos fenómenos incomparables: su masividad real no dependerá tanto de la comunión ideológica de sus miembros en pos de un horizonte de transformación sino de la capacidad de dichas organizaciones para repartir prebendas laborales en un juego competitivo por los recursos estatales destinados a la representatividad política. Los procesos de solidaridad primaria de signo comunitario, que eran el material conductor antropológico de la energía de la vieja cultura obrera, serán mucho más anecdóticos. Y por todo ello las mayorías populares serán más ambiguas en sus posiciones, más templadas en sus apuestas, menos movilizables por la épica ideológica, más necesitadas de certeza y seguridad a la hora de aventurarse en cambios sociales importantes. En cuanto al patrón de felicidad exitoso basado en el consumo expresivo de mercancías, este ha levantado un nuevo paisaje cultural y marca también nuevas formas de entender los agravios que siempre encienden la chispa de la revuelta. E impone toda una serie de hipotecas a los gobiernos transformadores si quieren lograr y mantener adhesiones mayoritarias, que muestran su cara más compleja en los impactos ecológicos asociados a estas formas de consumo. Y a todo ello debe sumarse el puro desequilibrio en la correlación de fuerzas duras que comentaba Ignacio Sánchez Cuenca, y que ejemplifica mejor que nada el hecho de que el programa de la izquierda más radical con representación institucional hoy está más a la derecha que el de la democracia cristiana de los años sesenta. Hoy la izquierda debe echarse a la espalda países, comunidades y psiques arrasadas por el tsunami neoliberal en un contexto en el que los lazos sociales de cooperación política que son imprescindibles para revertir la situación se parecen, usando una potente imagen del surrealismo histórico, a peces solubles obligados a nadar entre aquello que los disuelve. Lo que encaja mal con mantener el maximalismo discursivo, programático y cosmovisivo que siempre ha acompañado a la tradición emancipadora. Al menos como un esfuerzo sostenido en el tiempo, más allá de irrupciones populares puntuales y esporádicas.
La victoria antropológica neoliberal en ningún caso ha eliminado las fuentes de malestar colectivo moderno provocadas por la explotación laboral, la precariedad material o el sometimiento a instancias sociales arbitrarias e irracionales, que siempre han motivado la existencia histórica de la izquierda
-La crisis ecológica: en el siglo XXI nuestros sistemas socioeconómicos y políticos, nuestras instituciones, nuestros imaginarios y nuestros proyectos colectivos (a la izquierda pero también a la derecha) no están preparados ante la realidad completamente novedosa que ha impuesto el convertirnos en la más influyente y a la vez más excedida fuerza planetaria: influimos en todos los procesos socionaturales del Sistema Tierra de un modo más intenso que la circulación atmosférica o la tectónica de placas, aunque por supuesto no tenemos control efectivo sobre ninguno. Esto es lo que nombra la noción de Antropoceno, aunque esta sea problemática porque diluye las responsabilidades de los promotores fundamentales de la crisis ecológica (élites capitalistas occidentales) en un antropos universal y genérico. Asumiendo la noción de Antropoceno, aunque solo sea por su implantación, su radical novedad, el modo en que “lo cambia todo” como dice Naomi Klein de su vertiente climática, solo se puede evaluar si complementamos la idea de Antropoceno con la de mundo lleno: la extralimitación antropogénica hace décadas que ha roto los límites planetarios. La capacidad de carga de la Tierra se superó en 1980 y los daños colaterales autoinflingidos se multiplican poniendo en peligro las bases materiales de las sociedades industriales complejas: caos climático catastrófico, agotamiento de recursos energéticos y minerales, destrucción de biodiversidad comparable a las grandes extinciones de la historia natural que multiplica los riesgos de transmisión zoonótica y por tanto de pandemias (seguramente la Covid19 será la primera de más), alteración de los grandes ciclos biogeoquímicos, procesos masivos de contaminación con efectos muy dañinos en materia de salud pública… La extralimitación debe ser pensada además tanto en el tiempo (lo que los ecólogos han llamado “La Gran Aceleración”, el ritmo exponencial extraordinario de crecimiento de los impactos humanos en la biosfera desde 1945 hasta aquí) como en el espacio (lo que podríamos llamar “La Gran Sobrecarga”, cuyo símbolo es el hecho de que la “antroposfera”, el conjunto de infraestructuras artificiales humanas, en el año 2020 ha superado en peso al conjunto de la biosfera).
La capacidad de carga de la Tierra se superó en 1980 y los daños colaterales autoinflingidos se multiplican poniendo en peligro las bases materiales de las sociedades industriales complejas
Se enumeran a continuación algunas implicaciones de la crisis ecológica como tercer epicentro del cambio epocal en curso:
- La crisis ecológica introduce la posibilidad real (y probable) de la catástrofe como resultado del curso histórico no solo a largo plazo (siglos), también a medio plazo (décadas), en procesos que o bien pueden adquirir forma del colapso del orden socioeconómico y político o bien de involución regresiva respecto a las conquistas sociopolíticas de la modernidad a través de fórmulas autoritarias de gestión de las tensiones sociales que vienen, que pueden incluir el recurso masivo a la violencia política en su máxima expresión (el genocidio). El esquema progresista se ha roto: el futuro ya no es fuente de esperanza sino de terror. El tiempo ya no corre a favor, sino en contra en una cuenta atrás angustiosa que va estrechando los márgenes de cambio.
- La saturación ecológica del mundo se traslada, de formas muy diversas, a la vida social. La comprime. La congestiona. Y convierte las más diversas formas de competencia en un juego de suma cero, lo que tiene efectos económicos (ayuda a explicar por qué el crecimiento tiene un precio social cada vez más oneroso), sociales (intensificación de las dinámicas de exclusión), políticos (exacerbación de tensiones y conflictos) y culturales-imaginarios (cancelación del futuro).
- La crisis ecológica pospone indefinidamente la vieja normalidad, al arruinar los parámetros de la estabilidad relativa (socioeconómica, política) que hemos conocido al menos desde la Segunda Guerra Mundial. Lo que está en marcha es una mutación material tan acusada como pudo ser la Revolución Industrial y el trayecto es un camino marcado por inestabilidades sistémicas crónicas, turbulencias y shocks socionaturales que se contagiarán a todos los ámbitos de la vida social (al económico, al político), adquirirán formas muy distintas (crisis financieras, pandemias, crisis de suministros, tragedias climáticas…) y se encadenarán ofreciendo treguas cada vez más cortas e irrelevantes en términos de gobernanza hegemónica. La crisis orgánica en sentido gramsciano ha dejado de ser un acontecimiento con límites más o menos definidos para convertirse en una rutina tan enquistada como correosa.
- La crisis ecológica refuta la noción cornucopiana del planeta Tierra que ha sido uno de los pilares fundamentales del proyecto emancipador y por tanto rebaja sus expectativas utópicas. No solo del marxismo, cuyo edificio categorial queda muy tocado si eliminamos la hipótesis de la abundancia, sino del pensamiento progresista en general que desde Godwin y Condorcet se basan en los siguientes presupuestos básicos: no existe el mal natural, solo el mal social, y la propiedad común y la distribución igualitaria suprimirán la escasez y por tanto los problemas sociales. Muchas instituciones que el materialismo histórico nos había enseñado a pensar no solo como históricas sino como caducas, esto es, como inminentemente crepusculares (Estado, mercado, propiedad privada, familia) nos exigen una revaloración desde la perspectiva de una escasez crónica y creciente. Del mismo modo, retornan a la agenda muchos problemas que la izquierda ha esquivado con la solución fácil de la redistribución, como el demográfico, que no se dejan pensar solo en términos distributivos. Aunque haya que seguir introduciendo el factor desigualdad en el debate poblacional, pues evidentemente sobran muchos más conductores de coches que personas, la crisis ecológica elimina la ilusión de que nuestro planeta pueda mantener un número ilimitado de personas durante un número ilimitado de años con niveles de vida dignos (Ernest García ha calculado que 22.000 millones viviendo como se vive hoy en día en Eritrea sería el límite máximo antes de que ese horizonte vital tan regresivo colapsara ecológicamente).
- De lo dicho en el punto anterior, la crisis ecológica también exige complejizar los análisis críticos más allá del capitalismo como sospechoso habitual: por supuesto, los procesos imparables y tautológicos de acumulación de capital sobreexcitan los impactos antropogénicos y la dimensión entrópica de la sociedad industrial; el peso de las finanzas especulativas en la dirección económica global bloquea la asignación de inversiones estratégicas y prioritarias tan colosales como inabordables desde la banca privada; la anarquía del mercado impide procesos de planificación a largo plazo como los que hoy son perentorios; los intereses del capital fósil sabotearán cualquier transición; y la desigualdad disparada actúa contra cualquier salida concertada y cooperativa, erosionando la cohesión social necesaria para los grandes esfuerzos que tenemos por delante, y otorgando a las oligarquías una inmensa cantidad de recursos para defender sus privilegios. Pero la crisis ecológica se alimenta también de expectativas culturales de vida buena tan populares como insostenibles, dilemas de la forma política Estado-nación para abordar problemas de escala planetaria o esquemas ideológicos respecto a la tecnología o las relaciones naturaleza-humanidad que deben ser problematizados e incluidos en la ecuación crítica.
- El choque del modelo de felicidad implantado por el neoliberalismo con la crisis ecológica supone uno de los temas más difíciles de la encrucijada política en la que estamos situados. Como afirma Ernest García, “más derechos y menos recursos es una fórmula conflictiva”. Por mucho que resignifiquemos el concepto, desde una idea republicana de libertad como anulación de privilegios, o connotando positivamente la noción de corresponsabilidad, no habrá un descenso material ordenado como el que se requiere (al menos en Occidente) sin introducir nuevas coacciones sobre la libertad individual que racione, reduzca o prohíba fórmulas de consumo que solo podían ser expansivas y universalizables en un mundo ecológicamente vacío, que ya no es el nuestro.
- Por todo lo dicho, la crisis ecológica reordena el mapa político del siglo XXI entre dos fórmulas antagónicas: o bien optamos colectivamente por intensificar las dinámicas depredatorias en pos de acaparar espacio ecológico cada vez más escaso a costa de excluir (y a la larga exterminar) a otros pueblos, otras generaciones y otras especies, o bien optamos por intensificar comportamientos cooperativos que, inevitablemente, supondrán una transformación en los modos de vida que hoy son deseados por una inmensa mayoría y que están normalizados en capas amplias de población, incluidas las clases populares del Norte y las clases medias emergentes del Sur. Estas transformaciones, si sigue primando el marco cultural vigente de vida buena, pueden ser percibidas como una pérdida o un retroceso en calidad de vida en la medida en que irán ligadas a un empobrecimiento relativo de los consumos energéticos y materiales y por tanto corren el riesgo de ser rechazadas. Este es el caldo de cultivo de época que explica, en parte, el auge histórico de las nuevas extremas derechas como un proyecto que ante la nueva escasez en ciernes responde cerrando filas y preparando a la población para la defensa de privilegios neocoloniales y el acaparamiento competitivo excluyente del espacio ecológico menguante del mundo.
Esta gran mutación de onda histórica larga ha tenido en el decenio largo que va desde la crisis de 2008 hasta el momento actual pospandemia sus dos primeros episodios, que nos sirven para aterrizar todo lo expuesto en coyunturas políticas concretas que permiten calibrar la viabilidad de la interpretación propuesta y extraer lecciones de cara al futuro.
En 2008 el crack financiero global estalló por la confluencia de las contradicciones y desequilibrios derivados del modelo económico neoliberal en un contexto de primer impacto perturbador con un límite planetario: la producción de petróleo crudo de buena calidad, que llegó a su techo extractivo por imperativo geológico aproximadamente tres años antes (75 millones de barriles diarios, cifra que se ha mantenido hasta ahora con un ligero descenso). El incremento espectacular del precio del petróleo de la época, con consecuencias económicas todavía no bien esclarecidas, no se explica solo por el refugio especulativo en las materias primas tras el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, sino también porque geológicamente los mejores yacimientos petrolíferos empezaron a dar muestras inequívocas de rendimientos energéticos decrecientes. Los efectos consecuentes de esta crisis, gestionada en favor de los privilegios de las oligarquías, rompieron el marco de expectativas del contrato social neoliberal, animando un ciclo de revueltas muy intenso que sacudió el globo. Pero estas no se apoyaban en los discursos, símbolos y programas de la izquierda clásica, sino más bien en el agravio y la frustración ante las promesas incumplidas por los regímenes vigentes (lo que fue criticado por una parte de la izquierda miope como clasemedianismo o adanismo histórico). Y aunque sí lograron agitar en el sentido común y abrir un enorme campo de disposición política hacia el cambio posneoliberal, estas revueltas tampoco lograron cristalizar (hubiera sido un milagro antropológico) en un movimiento de masas organizado con paralelismos con las viejas organizaciones obreras del siglo XX. De hecho, al menos en España, incluso en los momentos más álgidos durante la ocupación de plazas en 2011, el activismo comprometido cotidianamente en las calles en tareas organizativas, deliberativas y transformativas no dejó de ser una minoría extrema, aunque con una maravillosa capacidad de movilización puntual y simpatías muy amplias en estratos de población que iban más allá de la izquierda electoral y cultural.
El agotamiento del evento de impugnación popular y su ola de constatación (en España el 15M) no coincidió, ni mucho menos, con el final de la crisis orgánica generada por el binomio crack financiero-techo de producción de petróleo convencional. Este vacío, en el que un sentido común colectivo corrido hacia la indignación social, por la incapacidad del régimen de cumplir con sus propias promesas, ya no se canalizaba a través de movilizaciones sociales desgastadas, fue leído por diferentes proyectos políticos que eran outsiders respecto a la gobernanza tecnocrática turnista neoliberal como una ventana de oportunidad para impulsar nuevas formas de articulación política, que lograran irrumpir en la esfera institucional y transformar la correlación de fuerzas sedimentada en Europa los últimos 40 años. Con una década de distancia, el balance del denominado “momento populista” es amargo para la izquierda: a nivel europeo, las posiciones reaccionarias parece que han sabido sacar mejor provecho de esta coyuntura y de esta forma estratégica de encararla. España, que hasta hace unos años era una excepción, hoy tiene un gobierno de coalición de izquierdas que el PSOE se ha visto obligado a compartir con un espacio más progresista, UP (la posición institucional de la izquierda más avanzada en 80 años). Pero este gobierno se encuentra a la defensiva, habiéndose dejado atrapar entre la pared que supone su tibieza y la espada de un momento de ofensiva ideológica y cultural de la galaxia reaccionaria que surge, como un péndulo, tras el declive de la ola cultural progresista (desde el peso electoral consolidado de Vox, hasta el éxito regional de la versión española del neoliberalismo trumpista que supone Ayuso, pasando por la implantación de una moda intelectual imperiofílica y leyendarrosista sobre el legado del Imperio Hispano, o el auge contracultural juvenil del libertarianismo fascinado con las criptomonedas). La izquierda no ha sido inmune a esta ofensiva cultural reaccionaria, que en una ósmosis perversa con el clima de época ha resucitado nostálgicamente lo peor de su legado (como el estalinismo, con cierto arraigo en minorías juveniles movilizadas), o desarrollado discursos que hacen suya la negación de nuevas luchas por avances en derechos (como el de las personas trans).
El caso español es interesante como laboratorio porque si bien a diferencia de otros países del arco mediterráneo no se llegó a gobernar en el momento álgido de la crisis como en Grecia (lo que, reconozcámoslo, evita hacer parada obligatoria en las importantes y duras lecciones que se pueden derivar del caso griego en materia de realpolitik económica para las izquierdas), y cuando se ha gobernado ha sido en un esquema de bloques izquierda-derecha tradicional (a diferencia del gobierno M5S-Liga en Italia), España es uno de los países europeos donde la estrategia nacional-popular desde posiciones de izquierda, que aspiró a superar la izquierda para construir pueblo (con lo que tiene esto también de discusión teórica con el fracaso del socialismo real), se intentó ensayar de un modo más explícito, con éxitos electorales tan disruptivos como efímeros, y desde un liderazgo cultural y moral que retrasó sustancialmente el auge de las respuestas desde la extrema derecha a la crisis orgánica.
César Rendueles, respondiendo en esta web a estas mismas preguntas, afirmaba al respecto varias cuestiones: i) que el momento populista había pasado; ii) que el populismo se ha demostrado una buena táctica comunicativa-electoral pero una hipótesis política fallida, ya que las identificaciones políticas mayoritarias siguen siendo izquierda-derecha y en términos electorales los bloques se han demostrado inamovibles durante los 10 años que siguiente al 15M, sin reconfiguración de los mismos que posibilitara nuevas mayorías sociales capaces de abrir, por ejemplo, un proceso constituyente.
Cuando parecía que el ciclo del 15M derivaría en un cierre restaurador que pondría fin a la excepcionalidad de la década como a un paréntesis, llegó la pandemia para recordarnos que la normalidad política antigua se ha acabado para siempre
Comparto con matices su análisis para el primer punto. La onda social expansiva del 15M, sin la cual no sería explicable el fenómeno Podemos, se ha agotado. El matiz es que lo que viene después no es la restauración de la estabilidad, porque el cambio epocal en curso la vuelve imposible: el ajuste neoliberal unido al recurso al fracking como tecnología que permitió salvar los muebles energéticos –a costa de una rentabilidad energética menor y una enorme burbuja financiera- ofreció una tregua en este proceso que se ha visto súbitamente rota con la pandemia “primer bumerán de la sexta extinción masiva que nos estalla en la cara”. (Andras Malm). Respecto al segundo punto, Cesar Rendueles hace un apunte pertinente que toca asumir sin ilusiones: el eje izquierda-derecha se ha restaurado en España. Es indudable. Pero derivar de ello que la hipótesis nacional-popular era fallida quizá pueda ser precipitado. Sobre todo, porque el experimento solo fue coherentemente aplicado durante menos de dos años, de las elecciones europeas de 2014 a elecciones generales de diciembre de 2015. A partir de entonces, la dirección de Podemos fue alejándose de la hipótesis teórica para usarla solo como un recurso de comunicación política. Y en el congreso de Vista Alegre II se certificó un giro a posiciones poscomunistas convencionales. Dos años es un tiempo demasiado breve para certificar la muerte de una hipótesis y cribar las virtudes y defectos teóricos de fondo de los errores estratégicos o tácticos cometidos, tanto en materia de organización como ideológicos. Todo esto además en un contexto de fuerte resistencia desde la izquierda tradicional a su desarrollo en la medida en que este suponía un “asesinato del padre” respecto al legado político heredado, lo que hizo que la hipótesis nacional-popular tuviera que pelear en la batalla por las decisiones estratégicas de la izquierda en una desigualdad numérica de cuadros muy acusada. Sin duda la hipótesis nacional-popular debe ser revisada para los tiempos que vienen, que no son cálidos (tiempos sin movilización popular y culturalmente a la defensiva) pero tampoco estables (sin crecimiento económico continuado, con fuerte sufrimiento social y sin posibilidad de gestión tecnocrática de una cotidianidad que otorgue certeza). Tiempos de crisis orgánica crónica + desengaño popular generalizado. Pero considero que su “año y medio glorioso” no se deja cerrar sin obligarnos a considerarlo un referente que sigue siendo válido para poder conquistar nuevas victorias políticas.
Finalmente, cuando parecía que el ciclo del 15M derivaría en un cierre restaurador que pondría fin a la excepcionalidad de la década como a un paréntesis, llegó la pandemia para recordarnos que la normalidad política antigua se ha acabado para siempre. Un shock provocado esta vez sí de modo claro por la extralimitación ecológica (la conexión entre nuevas pandemias y destrucción de la biodiversidad está científicamente contrastada) y que impulsó, en un tiempo record, toda una serie de políticas públicas que redescubrieron de golpe el poder supuestamente perdido de intervención del Estado en la economía y la vida social, y revitalizaron la necesidad de pensar la política desde la primacía del bien común. Contra todo pronóstico, las élites capitalistas y oligárquicas, forzadas por un desastre que también les afectaba a ellos, pulsaron el botón de freno. En 2020 el neoliberalismo definitivamente ha muerto como paradigma teórico (la Covid19 ha sido su Muro de Berlín), aunque políticamente pueda permanecer vivo como un zombi mucho tiempo si no lo sabemos vencer. Y, por si fuera poco, la salida de la pandemia (que se esperaba como unos nuevos locos años veinte de hedonismo expiatorio) se está viendo ensombrecida por toda una serie de problemas de abastecimiento inéditos en la historia de la sociedad industrial, donde a los cuellos de botella que implica reactivar de golpe un sistema económico global se unen nuevas fricciones con los límites energéticos y minerales de nuestro planeta. El segundo episodio del cambio epocal Antropoceno-mundo lleno, la pandemia, puede estar solapándose con un tercer episodio en forma de crisis energética y de suministros. Y los shocks climáticos con capacidad para interpelar profundamente el sentido común están esperando, según apuntan todos los informes científicos, a la vuelta de la esquina para añadir nuevas presiones y nuevas desestabilizaciones al curso del siglo XXI. De cara a los procesos políticos que vienen, si de la década de los 2010 nos llevamos experiencias muy valiosas -que toca revisar críticamente- de cómo conseguir articular nuevos sujetos políticos con capacidad de protagonismo electoral e institucional en contextos de victoria cultural neoliberal, en la primavera de 2020 la izquierda ha obtenido un precedente inimaginable un año antes de la posibilidad del Estado de pasar a un primer plano político en la defensa del bien común y su capacidad de imponer soluciones drásticas que en situaciones de extremo peligro, adquieren rasgos de orientación socialista.
Desde su punto de vista, ¿cuál debería ser el Plan de Acciónde la(s) izquierda(s) europea(s) si pretende que su proyecto emancipatorio alcance la hegemonía?
Seré mucho más breve en esta segunda respuesta. Antes de nada, una advertencia: en tanto que nos enfrentamos a circunstancias históricas radicalmente nuevas, cualquier idea de plan de acción debe firmar una cláusula inicial de humildad y asumir un notable grado de experimentación, tanteo y tolerancia al error: para esta hoja de ruta no hay mapas, tenemos que ir transformando la sociedad al mismo tiempo que cartografiamos el nuevo territorio social en disputa.
Como premisa general, la izquierda debe asumir una disposición generosa, ideológicamente flexible y permeable a los aprendizajes nuevos en sus alianzas y pactos para impedir el crecimiento de las respuestas depredatorias al binomio Antropoceno-mundo lleno. Por tanto, trabajar codo con codo con cualquier agente o proyecto que, ante la emergencia excepcional en la que nos encontramos, promueva una respuesta moral basada en la cooperación, la ayuda mutua, y el respeto por la igualdad humana. Lo decía Santiago Alba Rico con estas palabras que comparto plenamente: “Urge —haré una propuesta descabellada— una alianza entre el capitalismo más pragmático, el marxismo más ilustrado, el feminismo más humanista, el ecologismo más realista y el papa Francisco. ¿Es eso de izquierdas? Tanto como un desfibrilador o un extintor de incendios”.
En tanto que nos enfrentamos a circunstancias históricas radicalmente nuevas, cualquier idea de plan de acción debe firmar una cláusula inicial de humildad y asumir un notable grado de experimentación, tanteo y tolerancia al error
En segundo lugar, la victoria antropológica neoliberal hay que revertirla actuando en dos frentes fundamentales: el primero es la reparación de los vínculos comunitarios fuertes y la solidaridad social. Para ello sería imprescindible que las pequeñas minorías activistas se involucrasen, más allá de la denuncia y la movilización, en la construcción y mantenimiento de espacios de sociabilidad con arraigo territorial que ofrezcan no solo un lugar de articulación política alternativa, sino casi más importante un lugar de experimentación de un modo de vida diferente en el plano de las relaciones interpersonales, el ocio, los cuidados, el deporte, la cultura… que además sea capaz de cubrir los malestares y el desencanto vital que genera la competitividad neoliberal y la sociedad de consumo incluso cuando la economía funciona. Este trabajo micropolítico no va a levantar una contrasociedad alternativa, como a veces se desprende de sus impulsores más entusiastas, pero si va a regenerar el tejido social, prerrequisito de todo lo demás, y ofrecer puntos de referencia y liderazgo local a la construcción popular en los momentos de auge movilizador. El segundo frente es más extenso: la izquierda debe empujar desde todas las facetas de la sociedad civil (los movimientos sociales, pero también los agentes culturales, el emprendimiento empresarial, la academia, la ciencia, los medios de comunicación…) para disputarle al neoliberalismo la idea de la vida buena desde coordenadas ecológicamente fundamentadas y socialmente más justas. Este trabajo es clave para desactivar la asociación ecocida entre sociedad de consumo y felicidad, ofreciendo modos alternativos de vivir, de sentir, de percibir (un nuevo régimen estético), de identificarse, posibilitando que la izquierda vuelva a portar un horizonte de futuro esperanzador, sin el cual nunca podrá ser hegemónica.
La izquierda debe empujar desde todas las facetas de la sociedad civil para disputarle al neoliberalismo la idea de la vida buena desde coordenadas ecológicamente fundamentadas y socialmente más justas
En tercer lugar, en el plano de la acción institucional, toca dar continuidad, tras revisarlas críticamente, a las experiencias exitosas del ciclo 2011-2020 y también a los precedentes de gobernanza de emergencia sentados por la pandemia. Esta tarea admite muchas formulaciones posibles, y es positivo que se experimente con distintas fórmulas y vías. Desde mi punto de vista, la opción que sigue siendo más prometedora pasa por seguir trabajando la hipótesis nacional-popular, donde la izquierda aspira a trascenderse para construir pueblo, admitiendo que el contexto ya no es el de la guerra relámpago de la década pasada, aprendiendo de los errores cometidos en el plano organizativo y táctico, y enriqueciéndola en el diagnóstico de época y la propuesta programática con la cuestión de la transición ecológica justa como nueva columna vertebral de un nuevo proyecto de país. En cualquier caso, por esta o por otras vías (desde la influencia lobista o de corriente en el espacio tradicional de la socialdemocracia, hasta la constitución de espacios poscomunistas fuertes con capacidad de negociación e influencia como partidos bisagra) el objetivo quizá podría sintetizarse en lo siguiente: hacer coincidir la batalla macroeconómica desatada por la muerte teórica del neoliberalismo con la propuesta de aplicación de un Green New Deal ambicioso en lo ecológico-climático y posneoliberal en la gobernanza económico-social, que permita ir cerrando las brechas de la desigualdad y desarrollar transformaciones técnicas y sociales necesarias para ganar cotas de sostenibilidad real. Para esta última tarea, este Green New Deal debe ir asumiendo progresivamente tonalidades poscrecentistas (por ejemplo, haciendo pasar la economía ecológica de la academia a los gabinetes de gobierno, o fomentado bienes comunes de riqueza material compartida basada en el uso y no en la propiedad) y también experimentando esquemas no coloniales de resolución de la crisis climática-ecológica (los países periféricos no pueden pasar a convertirse en las fuentes de materias primas, como litio o cobre, del Green New Deal del norte). Durante los momentos más fríos de la acción de estos gobiernos, momentos de guerra de posiciones lenta, los esfuerzos deben ir orientados a aunar transición ecológica eficaz y justa con políticas públicas en materia de infraestructuras, legislación o urbanismo que sean capaces de generar “ecosocialismo espontáneo” tal y como hoy generan “neoliberalismo espontáneo” la ciudad y el mercado neoliberal. Pero estos gobiernos también conocerán momentos muy críticos producidos por las sacudidas del cambio epocal en marcha (del que la pandemia ha sido un adelanto). En esos momentos de “crisis antropocéncias”, momentos de enorme peligro social y contracción del tiempo histórico, será fundamental aplicar terapias de shock muy audaces desde posiciones de izquierda en base al precedente pandémico, que permitan que las soluciones tendencialmente socialistas que están materialmente inscritas las crisis que vienen (que hacen que la opción por el bien común no solo sea más justa, sino también más eficaz) se conviertan en conquistas políticas relativamente irreversibles. Algo que en ningún caso está asegurado ni viene determinado por las condiciones materiales, como se comprobó con la pandemia, de la que ni siquiera fuimos capaces de extraer una victoria política tan factible en la primavera de 2020 como un suelo de inversión en la sanidad pública garantizado constitucionalmente. Por supuesto, para que estas “doctrinas de shock” desde la izquierda sean posibles, antes hay que ser gobierno.
El objetivo quizá podría sintetizarse en lo siguiente: hacer coincidir la batalla macroeconómica desatada por la muerte teórica del neoliberalismo con la propuesta de aplicación de un Green New Deal ambicioso en lo ecológico-climático y posneoliberal en la gobernanza económico-social, que permita ir cerrando las brechas de la desigualdad y desarrollar transformaciones técnicas y sociales necesarias para ganar cotas de sostenibilidad real
Finalmente hay sin duda también una tarea específicamente teórica. Esta debe asumir, sin abandonar sus contribuciones imprescindibles, la pérdida de centralidad de la teoría marxista en el proyecto emancipador del siglo XXI. Este es un trabajo que ya está en marcha, desde hace muchas décadas, gracias a los aportes del pensamiento feminista, el pensamiento decolonial, el posestructuralismo, y otras muchas corrientes, que sigue necesitando horas de estudio y trabajo por parte de miles de buenas cabezas. Esta tarea debe continuar, pero metiendo en la coctelera de las ideas el inmenso impacto teórico que supone la crisis ecológica en tanto que refutación de la hipótesis de la abundancia, proyección de escenarios de futuro tan complejos como amenazantes e interpelación urgente a una reconfiguración ontológica nueva, que permita pensar desde la simbiosis y no desde la depredación las relaciones de las sociedades humanas con el resto de la biosfera.
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Emilio Santiago Muiño. Científico Titular del CSIC en el Departamento de Antropología, codirige junto con Jaime Vindel el proyecto de investigación Humanidades Energéticas. Ha publicado, entre otros Horizontes de transición ecosocial (Catarata 2015), Sentir Madrid como si existiera un todo. Geografía poética y etnográfica reencantada de una ciudad (La Torre Magnética 2016); y con Héctor Tejero ¿Qué hacer en caso de incendio? Manifiesto por el Green New Deal (Capitán Swing 2019).