Por Pere J. Beneyto
Las soldaderas
1. Historia (y memoria) de la transición sindical
Tras décadas de amplio consenso narrativo sobre la “Transición”, que presentaba el paso de la dictadura a la democracia en nuestro país como una “historia de éxito”, las fracturas acumuladas durante la crisis de 2008-2015 (económica, social, política y territorial) generaron la aparición de corrientes revisionistas y construcciones discursivas que no sólo impugnan el relato mayoritario sino que intentan deslegitimar retrospectivamente aquél proceso histórico, proyectando sobre el pasado los problemas y frustraciones posteriores.
Investigaciones históricas y sociológicas solventes habían desmontado ya las versiones más complacientes de la Transición que enfatizaban de forma acrítica, su dimensión reformista e institucional, presentándola en unos casos como la continuación natural del “proceso modernizador” del franquismo y, en otros, como resultado de un diseño palaciego dirigido por el Rey y gestionado por una minoría, al tiempo que ponían de manifiesto la decisiva intervención de la sociedad civil y, especialmente, del movimiento obrero y sindical.
Igualmente insostenibles resultan, en mi opinión, las lecturas hipercríticas, de matriz populista, que califican despectivamente al sistema constitucional resultante de la Transición como ”régimen del 78”, producto de una simple “transacción entre élites” (sic) y creador de una “democracia de mala calidad”, incurriendo en la paradoja de reforzar así el discurso de quienes pretendieron en su momento imponer sin éxito un modelo continuista, mientras que se ignora, cuando no se desprecia, la memoria y la historia de tantas gentes anónimas que contribuyeron al cambio democrático.
La tesis que compartimos define y reivindica la Transición como una obra coral, que ni fue diseñada por ningún oscuro leguleyo ni resultó obra exclusiva de unos pocos sino del trabajo y la ilusión de muchos que lucharon contra el continuismo reformista, forzaron los límites de la reforma y pugnaron por la ruptura con el (aquél sí) “régimen” franquista, contribuyendo a la configuración de un nuevo sistema democrático, perfectamente homologable a los del entorno europeo, que con sus aciertos y errores, límites y contradicciones, ha hecho posible la mayor y mejor etapa de libertad y progreso de nuestro país, como una conquista colectiva de la sociedad en la que radica, ahora como entonces, la posibilidad de cambio y transformación.
Participación del movimiento sindical en la lucha contra la dictadura
En este marco se sitúa el presente texto con el objetivo de analizar la participación del movimiento sindical en la lucha contra la dictadura y la conquista de la democracia, su reconstrucción organizativa, estrategias de movilización y convergencia con la oposición política; factores todos ellos que habrían de resultar decisivos para desbaratar las maniobras continuistas, conquistar las libertades y desarrollar un nuevo sistema de relaciones laborales.
El período de referencia ha sido también objeto de polémica entre historiadores y sociólogos por cuanto si bien hay acuerdo en que la transición política se inicia con la muerte del dictador, aunque sus antecedentes pueden rastrearse desde mucho antes, no lo hay tanto a la hora de establecer el momento de su cierre, que algunos fijan en 1978 (referéndum constitucional) y otros en 1981, tras la derrota de la intentona golpista e, incluso, en 1982 (victoria electoral del PSOE).
En mi opinión, el estudio de la transición sindical obliga a ampliar dicho período hasta bien avanzada la década de los ochenta, por cuanto la codificación normativa (LOLS) y la práctica de las relaciones laborales (concertación social, reconversión industrial) resultó más costosa y tardía que la registrada en el ámbito político.
Así pues, analizaremos seguidamente el proceso de reconstrucción del movimiento obrero, tratando de identificar sus principales pautas constitutivas y debates estratégicos, para evaluar posteriormente el impacto de su intervención en la fase central de la transición y en la configuración del nuevo sistema de relaciones laborales.
La reconstrucción del movimiento obrero
Cualquier estudio sobre la evolución histórica de la clase obrera y del movimiento sindical en nuestro país requiere, para su adecuada contextualización, de una referencia previa al impacto de la derrota de la IIª República y la implantación de una dictadura que habría de prolongarse durante cuarenta largos años en los que el franquismo desplegó un potente aparato de represión y control de los trabajadores, en las esferas económica, laboral y política, que desarticuló su resistencia y retrasó su reconstrucción orgánica, pese a puntuales y heroicos episodios de protesta, como la del 1 de mayo de 1947 en Vizcaya, el boicot a los tranvías de Barcelona en 1951 o la huelga de Euskalduna en 1953.
Tras dos décadas de dictadura, durante las que se sumió al país en una larga noche de represión política, explotación social y retraso productivo, el franquismo se vio forzado a dar un giro “liberalizador” en su estrategia económica (Plan de Estabilización de 1959) y de gestión laboral (Ley de Convenios Colectivos de 1958), normas ambas que, sin renunciar al autoritarismo original, permitieron superar el fracaso del modelo autárquico e impulsar una nueva fase de desarrollo productivo que implicaba, entre otros cambios, la introducción de algunos elementos propios de la política empresarial neoclásica que colisionaban con la teorización unitarista del verticalismo falangista, abriendo paso a una tímida bilateralidad en el plano de las relaciones laborales, que pronto habría de ser hábilmente utilizada por los núcleos fundacionales del nuevo movimiento obrero, en la medida en que la negociación colectiva abrió una brecha, inexistente hasta entonces, que posibilitaba el conflicto, mientras que las “elecciones sindicales” permitían acumular recursos organizativos.
El inicio del ciclo desarrollista coincide con una serie de profundos cambios sociodemográficos en el mundo del trabajo, al que se incorpora la primera generación que no había participado en la guerra, tras importantes flujos migratorios del campo a la ciudad, con nuevas demandas salariales, de accesos a vivienda y bienes de consumo, etc, y que será la que protagonice el despertar de una nueva conflictividad obrera durante la década de los sesenta, cuyo inicio simbólico podemos situar en las huelgas de 1962 en Asturias y el movimiento de solidaridad que convocaron.
Estrategia entrista
Es en este contexto en el que cabe situar la emergencia de un nuevo sindicalismo de carácter asambleario, estructuras flexibles en los centros de trabajo, estrategia instrumental, orientación unitaria y proyección socio-política, conocido genéricamente como el movimiento de las comisiones obreras que pronto alcanzará una amplia difusión mediante la utilización, a partir de 1966, de las instancias representativas de base del corporativismo oficial (enlaces y jurados de empresa) y su articulación con la propia organización clandestina, especialmente tras la sentencia del Tribunal Supremo que en febrero de 1967 las declaraba “ilegales”.
Dicha estrategia entrista, rechazada por los sindicatos tradicionales (UGT, CNT), permitirá a CC.OO. y, en menor medida, a USO, el desarrollo de amplias redes de coordinación y participación en la negociación colectiva y la movilización social, combinando las reivindicaciones laborales con demandas políticas más o menos explícitas, y generando un ciclo de protestas que seguirá un ritmo creciente hasta el final de la dictadura.
Entre 1963 y 1973 se registraron, según datos oficiales, una media de 786 huelgas, con la participación de 232.800 trabajadores y un total de 681.500 jornadas no trabajadas por año. Pese a las restricciones impuestas por la dictadura, dicha oleada de huelgas se caracterizó por la aparición de nuevos actores (representantes electos, comisiones de trabajadores), sectores (junto a los tradicionales de la industria y la construcción se incorporaron profesionales bancarios, docentes, de la sanidad pública…) y formas de acción (asambleas, coordinadoras) vinculadas a la negociación de los convenios colectivos.
La evaluación del impacto de dichas huelgas fue objeto de un interesante debate historiográfico según se apuntara a estrategias previas de creciente politización o consecuencias ex post de las mismas, pues si bien la mayor parte de tales conflictos se centraba, fundamentalmente, en demandas laborales, su práctica y expansión constituían, de hecho, un desafío al régimen y cuestionaba su legitimidad, poniendo de manifiesto su carácter anti-obrero y represivo, como se demostró dramáticamente en las huelgas de la construcción de Granada (julio de 1970) y de la construcción naval en Ferrol (marzo de 1972), en las que fueron asesinados varios trabajadores.
Tribunal del Orden Público
La represión contra el movimiento sindical y la oposición democrática se había institucionalizado a partir de 1963 con la creación del Tribunal de Orden Público (TOP) que, en sus trece años de actividad, incoó un total de 22.600 procedimientos que afectaron a 53.500 personas.
De forma paralela y complementaria a la represión policial y judicial se ejercía otra de carácter empresarial sobre los representantes elegidos por los trabajadores, de los que un diez por cien, aproximadamente eran destituidos/despedidos cada año.
Las detenciones en febrero de 1972 del Secretariado de USO y en junio de la Coordinadora General de CC.OO., representan el punto más álgido de un ciclo represivo que se había iniciado dos años antes con el estado de excepción declarado con motivo del Juicio de Burgos, dejando prácticamente descabezadas a las dos principales organizaciones sindicales de la época, lo que junto al impacto de la crisis económica que estallaría al año siguiente, provocó un relativo estancamiento de la protesta obrera, iniciándose a partir de entonces una trabajosa recomposición desde la base en la que desempeñaron un papel fundamental los despachos laboralistas, en funciones tanto de asesoría legal como de espacios de encuentro y coordinación del nuevo movimiento sindical.
2. Dialéctica reforma/ruptura en el movimiento sindical
A finales de 1975 la agonía, biológica y política, de la dictadura coincidía con el agravamiento de la crisis económica, la creciente convergencia de la oposición y el reforzamiento de las organizaciones obreras, tras el importante triunfo de las candidaturas democráticas en las últimas elecciones del Sindicato Vertical y su intervención en la negociación de miles de convenios colectivos, lo que acabaría generando un notable incremento de la conflictividad laboral y convirtiendo al movimiento sindical en factor clave de la transición a la democracia.
Aquel invierno caliente registró una auténtica “galerna de huelgas” que se prolongaría, con algunas oscilaciones, durante los años centrales de la transición (tabla 1), en los que el volumen de conflictividad se multiplicaría prácticamente por diez.
El ciclo de protesta se desarrolló aquí con cierto retraso respecto de los principales países de nuestro entorno (mayo de 1968 en Francia, autunno caldo de 1969 en Italia) y presenta, asimismo, una significativa diferencia: mientras que la institucionalización de las relaciones laborales en los países europeos centrales había aislado el conflicto político del social en el nuestro operaba la tendencia contraria, de forma que las condiciones de la dictadura conferían contenido político a la movilización obrera que alcanzaba así un fuerte componente expresivo y acreditaba su consolidación como actor social relevante en un contexto de crisis, tanto política como económica.
Tabla 1. Conflictividad laboral en España (1975-1980)
Fuente: Ministerio de Trabajo
Fue, precisamente, la presión social “desde abajo”, ejercida por los movimientos vecinal, estudiantil, profesional y, especialmente, obrero, la que resultó determinante para desbaratar primero las maniobras continuistas, acelerar más tarde las reformas y forzar finalmente la ruptura con el franquismo.
En el primer caso, el proyecto del Gobierno Arias pretendía alumbrar una supuesta “democracia a la española” mediante la reforma de las Leyes Fundamentales del franquismo, lo que en el plano político se intentó con la Ley de Asociación promovida por Fraga y en el sindical por una reforma “desde arriba” del aparato verticalista mal llamado “Organización Sindical Española” (OSE), planteada por Martín Villa, con el objetivo declarado de hacer compatible el reconocimiento de un cierto pluralismo de las “organizaciones profesionales de empresarios y trabajadores” con el mantenimiento y control de las estructuras verticalistas.
Ambos intentos continuistas habrían de fracasar, tanto por las contradicciones internas del aparato postfranquista como por la oposición externa de las fuerzas democráticas y, especialmente, del sindicalismo obrero que en los primeros meses de 1976 mantenía un proceso de movilización casi permanente, siendo en muchos casos violentamente reprimidas sus acciones colectivas, como sucedió en las huelgas del calzado en Elda (Alicante) y del metal en Vitoria, en las que la intervención policial causó varios muertos, lo que incrementó el rechazo popular al gobierno de Arias Navarro, que acabaría dimitiendo el 1 de julio de aquel mismo año.
Se iniciaba entonces un proceso de inflexión en los ritmos de transición política y sindical, pues mientras que en el primer caso el nuevo gobierno Suárez recuperaría la iniciativa reformista, en el ámbito laboral se aceleraba de hecho la ruptura y los sindicatos de clase –que seguían siendo formalmente ilegales- lograban imponer su presencia e intervención tanto en términos organizativos (XXX Congreso de UGT y Asamblea General de CC.OO. en abril y julio de 1976, respectivamente) como de interlocución social (Jornadas de “Euroforum” en mayo de diálogo social entre representantes sindicales y empresariales) y política (demandas de legalización presentadas al Ministro de “Relaciones Sindicales” en agosto y octubre de ese mismo año), bloqueando con ello los intentos verticalistas de promover una especie de UCD-sindical y consiguiendo, en octubre de 1976, la definitiva disolución de la vieja OSE.
Así pues, en esta primera fase de la transición el movimiento sindical demostró una importante capacidad de movilización social, anticipando en su ámbito la ruptura con el pasado y contribuyendo a acelerar los cambios también en el escenario político, en un proceso no exento de contradicciones.
Por su parte, el agravamiento de la crisis económica (el año concluiría con una inflación del 19%, junto a un fuerte incremento del paro) y las medidas restrictivas impuestas por el gobierno (congelación salarial y abaratamiento del despido) convirtieron la negociación colectiva en el escenario clave del conflicto social, ante la ausencia o debilidad de otras formas de redistribución propias del “Estado de Bienestar”, con el consiguiente repunte de la conflictividad laboral.
Durante dicho período se ensayaron, asimismo, estructuras unitarias como la Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS), constituida formalmente el 22 de julio de 1976 e integrada por CC.OO., UGT y USO, con el objetivo de articular la protesta obrera y representar al movimiento sindical en los órganos de la oposición democrática, si bien tendría una vida efímera debido a las diferencias estratégicas entre sus miembros, que pugnaban ya por desarrollar sus respectivos proyectos autónomos.
La huelga general convocada por la COS para el 12 de noviembre contribuyó, por una parte, a fortalecer las posiciones sindicales en las relaciones laborales (ruptura de los topes salariales), pero se demostró incapaz de bloquear el proyecto político del gobierno Suárez (su Ley para la Reforma Política fue ampliamente aprobada en el referéndum del 15 de diciembre siguiente), poniendo de manifiesto los límites de la tradicional estrategia resistencialista y planteando la necesidad de un nuevo modelo de alternativas proactivas que combinasen presión y negociación.
La cuestión fue objeto, desde entonces, de importantes debates y tensiones orgánicas, que en muchos casos se prolongarían durante años, entre unidad y pluralidad sindical, tradeunionismo laboral y sindicalismo sociopolítico, autonomía de los movimientos sociales o subordinación a las estrategias partidarias, movimiento asambleario o sindicato organizado…, cuyo progresivo decantamiento contribuiría a configurar la estructura y estrategia de nuestro sindicalismo.
Entre tanto, en el ámbito político se constataba la existencia de una “correlación de debilidades” entre las fuerzas del régimen y las de la oposición (ninguna de las partes se hallaba en condiciones de imponer al adversario la totalidad de sus planteamientos) lo que abrió paso a una progresiva “metamorfosis de la ruptura” que, superando algunos maximalismos, planteó el inicio de negociaciones formales con el gobierno Suárez en torno a los objetivos centrales de la transición democrática (libertad política y sindical, amnistía general y convocatoria de elecciones), en un contexto especialmente difícil, caracterizado por las maniobras desestabilizadoras en las que parecían coincidir el bunker franquista y un terrorismo desnortado.
Los «siete días de enero» de 1977
Especialmente dramáticos fueron aquellos “siete días de enero” de 1977 en los que, mientras el GRAPO mataba a tres policías y mantenía secuestrados a un general y al presidente del Consejo de Estado, la represión policial causaba la muerte de dos manifestantes y un comando de extrema derecha, vinculado a la burocracia verticalista, asesinaba a cinco abogados laboralistas de Comisiones Obreras.
El multitudinario entierro de los abogados de Atocha constituyó la mayor y mejor demostración del compromiso del movimiento obrero y sindical en la lucha por la libertad, legitimó su intervención y contribuyó, decisivamente, a acelerar los procesos de cambio.
De hecho, en los tres meses siguientes, fueron legalizados partidos y sindicatos, liberados los presos políticos, retornaron numerosos exiliados y se convocaron las primeras elecciones democráticas en cuarenta y un años, abriendo paso a un auténtico proceso constituyente, lo que real y simbólicamente constituía una clara ruptura con el pasado.
En el ámbito sindical los cambios se concentraron a lo largo del mes de abril, primero con la publicación en el BOE de la Ley 19/1977 de Asociación Sindical (LAS), que liquidaba cuatro décadas de verticalismo y reconocía el derecho de trabajadores y empresarios a desarrollar sus respectivas organizaciones, pasando luego por la ratificación de los principales convenios de la OIT sobre libertad sindical y derecho de negociación colectiva y terminando, el día 28, con el registro y legalización oficial de Comisiones Obreras, UGT y otras organizaciones menores.
Se trataba, con todo, de una situación precaria, tanto en términos coyunturales (tres días después de la legalización de los sindicatos, la manifestación del 1º de Mayo por ellos convocada era duramente reprimida) como, sobre todo, estructurales (incertidumbre política, agravamiento de la crisis económica, marco de relaciones laborales anacrónico), configurando la “anomalía fundacional” del sindicalismo español que iniciaba así su trayectoria en las más difíciles circunstancias, lo que retrasaría su convergencia con las pautas de intervención de sus homólogos europeos, que se habían consolidado durante las tres décadas anteriores en un marco más propicio, caracterizado por sistemas de producción fordista, economía keynesiana y desarrollo del Estado de Bienestar.
Pese a las grandes expectativas generadas, el desarrollo de los nuevos sindicatos pronto se vería limitado por diversos factores de carácter tanto endógeno (fragilidad de sus estructuras organizativas y de encuadramiento) como exógeno (agravamiento de la crisis económica), lo que afectaría a su capacidad organizativa y de intervención.
En el primer caso, el boom afiliativo inicial llegó a situar las tasas correspondientes en niveles medio-altos, al menos en algunos sectores y regiones industriales, registrando en los dos años siguientes una tendencia a la baja hasta estabilizarse, al comenzar la década de los ochenta, en torno al millón de afiliados, equivalente al 13% de los asalariados.
Por su parte, el espectacular incremento de los cierres de empresa, expedientes de crisis y despidos provocaba, en ausencia de una regulación legal y cobertura social adecuadas, tanta conflictividad en las protestas como impotencia en las propuestas, colocando a los sindicatos en posiciones socialmente defensivas y políticamente subsidiarias, sobre todo tras las primeras elecciones democráticas de junio de 1977, que inauguraban un nuevo ciclo de consenso parlamentario y desarrollo institucional.
Ley de Amnistía y Pactos de la Moncloa
El primer gran acuerdo de aquellas Cortes Constituyentes fue la Ley de Amnistía 46/1977, de 15 de octubre, que ampliaba con carácter general, incluida su dimensión laboral, el decreto parcial de julio del año anterior, siendo aprobada por todos los grupos de la Cámara, salvo Alianza Popular, y saludada emocionadamente, entre otros, por el líder de Comisiones Obreras para quien representaba “la forma más democrática y consecuente de cerrar un pasado trágico de guerras civiles y abrir la vía de la paz y la libertad”
Similar consenso partidario se alcanzó en los llamados Pactos de la Moncloa (27-10-77) que, en su vertiente política, sentaron las bases de la futura Constitución y en la socio-económica trataron de hacer frente a una crisis que presentaba ya indicadores alarmantes (44% de tasa de inflación, 11.000 millones de dólares de déficit exterior, espectacular crecimiento del paro) mediante medidas de saneamiento, austeridad, fiscalidad, reformas estructurales (de la Seguridad Social, pensiones y cobertura del desempleo) y política de rentas (cambios en la indexación salarial)
Se trataba de un pacto político (en la línea del “compromiso histórico” propuesto unos años antes en Italia por el secretario general del PCI, Enrico Berlinguer), en el que no participaron los sindicatos por razones imputables tanto a una cierta subordinación partidaria como a su indeterminación representativa (las primeras elecciones sindicales no se celebraron hasta unos meses después), pese a lo que aportaron un posterior apoyo crítico no exento de dificultades y contradicciones.
Además de su indudable contribución a la estabilización económica y consolidación democrática, los Pactos de la Moncloa indujeron a un cambio en la estrategia sindical que, superando inercias defensivas y viejos acordes de “lucha final” arrastrados desde la época de la clandestinidad, se orientó desde entonces hacia el reforzamiento de su poder contractual y de representación como plataforma desde la que intervenir como actor social y factor de igualdad tanto en los procesos de la primera distribución de la renta (salarios, condiciones de trabajo) a través de la negociación colectiva, como en los mecanismos propios de la segunda re-distribución (política fiscal, prestaciones del Estado de Bienestar) mediante su participación institucional y presión social.
El cambio de estrategia que representaba la posición del movimiento sindical respecto de los Pactos de la Moncloa y, posteriormente, de la Constitución, fue reiteradamente impugnado por las corrientes más radicales del mismo que insistían en calificarla de claudicante y desmovilizadora ignorando, cuando no despreciando, tanto la grandeza del intento como las dificultades del momento en que se desarrollaron.
Primeras elecciones sindicales
Las elecciones sindicales y los convenios colectivos del año siguiente se encargarían de desbaratar tales descalificaciones, en la medida en que el primero de dichos procesos aclaró la representatividad de unos y de otros, mientras que el segundo demostró la capacidad de diálogo y movilización de los sindicatos ya acreditados como mayoritarios.
Reguladas provisionalmente por el Real Decreto-Ley 3.149 (que excluía a las microempresas y al sector público), las primeras elecciones sindicales libres se celebraron entre el 16 de enero y el 26 de febrero de 1978, con la participación de casi cuatro millones de trabajadores que eligieron a 193.112 delegados (tabla 2), cuya distribución confirmaba a CC.OO. y UGT como las organizaciones más representativas, registrando asimismo el debilitamiento de USO tras la escisión sufrida unos meses antes y situando en posiciones muy minoritarias a las opciones más radicales, tanto las históricas (CNT) como las de trayectoria más reciente y efímera (CSUT-SU).
Tabla 2. Elecciones sindicales, 1978
Fuente: Ministerio de Trabajo
Por su parte, la negociación colectiva de 1978 y 1979 se desarrolló en un contexto extraordinariamente complicado, caracterizado por el agravamiento de la recesión económica (segunda crisis del petróleo) que se tradujo en un aumento sostenido del paro que se prolongaría hasta finales de 1985, la ausencia de una legislación adecuada, que no llegaría hasta 1980 con el Estatuto de los Trabajadores, y la fijación gubernamental de “topes salariales” (del 20% para 1977 y entre 11 y 14 por cien al año siguiente) en función de los objetivos anti-inflacionistas establecidos en los Pactos de la Moncloa.
Con todo, la intervención de los sindicatos, que recién inauguraban el ejercicio pleno de sus funciones de representación e intermediación de los intereses de los trabajadores, consiguió articular un amplio movimiento de presión y negociación que logró importantes incrementos salariales y mejoras sociales (reducción de jornada, control de las horas extraordinarias, vacaciones, etc.), tras protagonizar los más altos niveles de conflictividad huelguística hasta entonces registrados, desmintiendo en la práctica las acusaciones de traición y liquidacionismo que entonces se hicieron, y aún ahora se repiten de forma tan acrítica como recurrente.
Estrategias contrapuestas
Sin embargo, el recurso permanente al conflicto y la protesta era difícilmente sostenible por unos sindicatos aun débiles, lo que requería su transformación en poder contractual dentro y fuera de los centros de trabajo, dotando a sus representantes (Comités de Empresa, Secciones Sindicales, Federaciones sectoriales y Confederaciones generales) de competencias reales en materia de representación e interlocución (derechos de información, consulta, participación y negociación).
En la búsqueda de tales objetivos, los sindicatos mayoritarios desplegaron a partir de entonces estrategias parcialmente contrapuestas que acabaron deteriorando durante años sus relaciones unitarias. Mientras que CC.OO. optaba por reforzar las estructuras horizontales y dinámicas de base (comités de empresas y convenios sectoriales), UGT se decantaba por potenciar la dimensión vertical y centralizada de las relaciones laborales (secciones sindicales, Acuerdos Marco), en coherencia con sus respectivos modelos sindicales.
Los debates en torno al Proyecto de Ley de Acción Sindical en la Empresa, que representaba un intento, finalmente frustrado, de extender al ámbito laboral el proceso constituyente en curso a nivel institucional, puso ya de manifiesto la existencia de diferentes modelos, al tiempo que era objeto de una dura campaña de la CEOE que lo tildaba de “colectivista”, lo que acabó provocando su retirada por el propio gobierno en junio de 1978, alargando con ello el período de transitoriedad normativa en materia de derecho laboral.
3. Hacia un nuevo sistema de relaciones laborales
Con la aprobación de la Constitución, ampliamente refrendada en diciembre de 1978, se cerraba el ciclo de consenso inaugurado por los Pactos de la Moncloa y se iniciaba una nueva fase caracterizada por los reajustes estratégicos de los principales actores políticos (elecciones generales de marzo de 1979) y sociales (nuevo modelo de concertación).
Los sindicatos mayoritarios habían dado su apoyo a un texto constitucional que los reconocía como soporte esencial del Estado social (art. 7) y consagraba los derechos de asociación y huelga (art. 28), negociación colectiva y conflicto laboral (art. 37), así como los de participación en la empresa, las instituciones (art. 129) y en la planificación económica (art. 131.2), lo que constituía una clara ruptura con los principios del liberalismo clásico y del autoritarismo de la dictadura.
En aplicación de lo establecido en el artículo 35.2 de la Constitución, en junio de 1979 se inició la tramitación parlamentaria del Estatuto de los Trabajadores (ET), lo que junto al Acuerdo Básico Interconfederal (ABI) suscrito el 10 de julio de ese mismo año por UGT y CEOE, constituye el origen, legal y social, del nuevo sistema de relaciones laborales basado en la concertación corporatista que iba a desarrollarse durante la década siguiente en un proceso no exento de problemas y contradicciones que provocó la ruptura del frente sindical.
Y es que sobre las culturas sindicales diferentes de CC.OO. y UGT operaba, asimismo, la estrategia de sus, entonces, referentes políticos (PCE y PSOE) de manera que mientras CC.OO. propugnaba negociaciones tripartitas que confirieran protagonismo al partido, UGT optaba por un modelo bilateral (sindicato/patronal) que no interfiriese en la estrategia socialista como alternativa de gobierno.
El ABI estableció, por primera vez, el reconocimiento mutuo entre organizaciones sindicales y empresariales y su capacidad para el establecimiento de acuerdos de eficacia general, criterios ambos que se incorporarían al ET en proceso de discusión parlamentaria, en lo que constituyó la primera muestra de “legislación negociada”, siquiera sea por partidos afines interpuestos, cambiando asimismo el ámbito de definición de las relaciones laborales desde el marco político (Pactos de la Moncloa) al laboral, protagonizado por los legítimos agentes sociales.
Meses después (el 5 de enero de 1980), la patronal y UGT firmaban el Acuerdo Marco Interconfederal (AMI), como correlato práctico de la declaración de principios que había sido el ABI, convirtiéndose desde entonces en el paradigma procedimental de la concertación social. En cuanto a su contenido sustantivo, el citado acuerdo estableció los criterios reguladores de la representatividad sindical para intervenir en la negociación colectiva (acreditar un mínimo del 10% de los delegados electos en el ámbito correspondiente), lo que sería posteriormente consagrado por la legislación (art. 87 ET), incluyendo, asimismo, orientaciones en materia salarial, de jornada, productividad, absentismo, etc.
La negativa de CC.OO. a suscribir el AMI ha sido frecuentemente considerada como uno de sus mayores errores pues no sólo no consiguió impedir su aplicación en la negociación colectiva posterior, sino que provocó su aislamiento temporal y la progresiva pérdida de su anterior hegemonía electoral en beneficio de UGT que empataría en las elecciones de 1980 y ganaría las realizadas entre 1982 y 1994 (gráfica 1), invirtiéndose desde entonces los resultados de ambas organizaciones.
El Acuerdo Nacional de Empleo (ANE) fue el primero de carácter tripartito suscrito en junio de 1981 por Gobierno, patronal y sindicatos (incluyendo en este caso a CC.OO.), como expresión de cohesión democrática tras la intentona golpista del 23-F, y en él se regula la participación institucional de los agentes sociales junto a medidas de fomento del empleo, reforma de la Seguridad Social, etc., que se renovarán regularmente en los pactos de concertación social de los siguientes años de recesión ya con gobierno socialista, hasta el agotamiento del modelo a partir de 1987 cuando una recuperación sostenida justifique el cambio de estrategia de los sindicatos desde posiciones defensivas a otras de tipo propositivo, exigiendo un “giro social” que garantice un mejor reparto del crecimiento.
Dicha secuencia parece confirmar, para el caso español, la hipótesis sociológica de que durante épocas de crisis económica los trabajadores prefieren una estrategia sindical de negociación más que de confrontación, que les permita mantener el trabajo actual aún a costa de aplazar a futuro otras reivindicaciones, lo que se traducirá en una significativa evolución de la actividad huelguística (tabla 3) que desciende en los primeros años de concertación (1980-1983) para repuntar cuando esta fracasa en la fase más dura de la reconversión industrial (1984), disminuyendo de nuevo con la aplicación del Acuerdo Económico y Social (1985-1986) y recuperando luego una tendencia al alza que llegará a su más alto nivel en 1988 con la huelga general del 14-D.
Gráfica 1
Fuente: Ministerio de Trabajo
Tabla 3. Conflictividad laboral en España (1981-1990)
Fuente: Ministerio de Trabajo
Con carácter complementario a los procesos de regulación normativa (Estatuto de los Trabajadores de 1980, Ley Orgánica de Libertad Sindical de 1985) y desarrollo institucional (concertación social, negociación colectiva), durante estos años clave en la construcción del nuevo modelo de relaciones laborales se consolidó, asimismo, la autonomía sindical, recuperándose finalmente la unidad de acción entre sus organizaciones más representativas.
En lo que se refiere a la autonomía sindical fue CC.OO. quien, dos años después de que su secretario general, Marcelino Camacho, dimitiese como diputado comunista, estableció un régimen estricto de incompatibilidades de sus dirigentes respecto de cargos de representación partidaria (artículo 22 de los Estatutos aprobados en su III Congreso, de 1983), lo que contribuyó decisivamente a legitimar la estrategia de su organización y le salvó de la dinámica autodestructiva del PCE que se deslizaría fatalmente desde entonces hacia posiciones tan radicales como marginales.
En el caso de UGT la ruptura de su dependencia orgánica y estratégica de la “familia socialista” tardaría más en formalizarse, tras la primera crisis que representó su oposición a la reforma de la Seguridad Social planteada en 1985 por el gobierno del PSOE y la posterior dimisión de Nicolás Redondo como diputado (octubre de 1987), alcanzando su mayor punto de tensión en vísperas del 14-D. hasta ser finalmente aceptada por el propio partido que en su 32º congreso eliminó la doble afiliación.
Fue precisamente la oposición sindical autónoma a las medidas flexibilizadoras del mercado de trabajo impulsadas por el gobierno de Felipe González la que facilitó de nuevo la confluencia unitaria entre CC.OO. y UGT que, tras contribuir decisivamente al éxito del 14-D, se confirmaría de forma permanente hasta la actualidad.
Aquella gran huelga general fue seguida por nueve millones de trabajadores y la participación en la misma excedió con mucho el ámbito laboral, paralizando la actividad económica y social del país en un impresionante ejercicio de protesta cívica, al tiempo que proyectaba una poderosa imagen, tan simbólica como real, de la capacidad de respuesta colectiva frente a las imposiciones del poder público que ignoraban las propuestas sindicales de “giro social”, tan necesario como posible, en un contexto en el que se consolidaba la recuperación económica y se asistía a una exhibición obscena de la riqueza de unos pocos frente a las demandas de la mayoría.
El 14-D representó, asimismo, la normalización del conflicto social y la legitimidad de los sindicatos, como representantes institucionales del trabajo, para ejercerlo, así como su capacidad de articular movimientos y reivindicaciones laborales y de ciudadanía como las que promovió posteriormente la “Propuesta Sindical Prioritaria” en las negociaciones de 1989-1990 con el gobierno de las que resultaron, entre otros importantes acuerdos de contenido claramente socialdemócrata, la Ley de Pensiones no contributivas, la universalización de la sanidad, las garantías de acceso a la formación profesional y la mejora de la cobertura de las prestaciones por desempleo
Concluía así el ciclo de transición sindical iniciado primero en la lucha contra la dictadura y desarrollado luego en el proceso de consolidación democrática y regulación normativa e institucional de las relaciones laborales en convergencia con los estándares existentes en la Unión Europea.
Gráfica 1
Fuente: ICTWSS. https://www.ictwss.org/downloads
La evolución de la afiliación constituye un claro indicador de dicho proceso (gráfica 2) constatándose cómo en una primera fase, en la que respondía mayoritariamente a incentivos ideológico-identitarios y estrategias defensivas, se mantuvo en cotas muy bajas (en torno al millón de inscritos para el conjunto de los sindicatos), siguiendo incluso una trayectoria ligeramente descendente respecto de los primeros registros, al tiempo que sucesivas convocatorias de elecciones sindicales ampliaban, como ya hemos visto, su área de influencia e intervención, lo que permitió a los analistas definir el modelo dual español como un “sindicalismo de votantes” con “más audiencia que presencia”, y lo situaba en una zona intermedia entre el movimiento informal y la organización formal, lo que restaba eficacia a sus planes de reclutamiento y fidelización afiliativa.
A partir de 1986-87 se inicia un cambio en los mecanismos de adscripción sindical, desde el anterior modelo ideológico-identitario a otra lógica de afiliación más instrumental y pragmática junto al desarrollo de incentivos materiales y de sociabilidad, derivados de la capacidad creciente en la defensa de intereses colectivos a través de la concertación social y la ampliación de la cobertura y contenidos de la negociación colectiva y la movilización social. Todo lo cual se traducirá en una expansión sostenida de la afiliación, tanto en términos cuantitativos (hasta superar los dos millones a finales de la década de los noventa) como en su composición cualitativa, pasando desde la homogeneidad fordista inicial (varones, de baja cualificación, con trabajos manuales en la industria y bajos salarios) a perfiles más heterogéneos, representativos de la nueva estructura ocupacional y similares a los del moderno sindicalismo europeo.
A partir de 1986-87 se inicia un cambio en los mecanismos de adscripción sindical, desde el anterior modelo ideológico-identitario a otra lógica de afiliación más instrumental y pragmática junto al desarrollo de incentivos materiales y de sociabilidad, derivados de la capacidad creciente en la defensa de intereses colectivos a través de la concertación social y la ampliación de la cobertura y contenidos de la negociación colectiva y la movilización social.
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Pere J. Beneyto. Presidente de la Fundación de Estudios de CC.OO.-PV (FEIS) y colaborador habitual de Pasos a la izquierda. Profesor titular de Sociología del Trabajo y de las Relaciones Laborales en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Valencia (UV-EG), actualmente es director regional del Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE) en la Comunidad Valenciana. Ha publicado: Trabajo y empresa (Tirant lo blanch, 2017), Reivindicación del sindicalismo (Bomarzo, 2012); El asociacionismo empresarial como factor de modernización. El caso valenciano (1977-1997) (Publicacions de la Universitat de València, 2000); Afiliación sindical en Europa. Modelos y estrategias (2 tomos) (Germania, 2004).
Este artículo agrupa otros tres aparecidos en Nueva Tribuna durante el mes de mayo de 2022: https://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura—ocio/historia-memoria-transicion-sindical/20220508082810198347.html; https://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura—ocio/transicion-dialectica-reforma-ruptura-movimiento-sindical-ccoo-ugt/20220510105604198440.html;
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