Entrevista a MARK LILLA y ERIC FASSIN. Por MARC-OLIVIER BHERER
Mark Lilla y Eric Fassin se conocen desde la década de los 90, cuando enseñaban en la Universidad de Nueva York y ambos se proclaman de izquierda, pero sin embargo mantienen puntos de vista muy enfrentados. Mark Lilla, ensayista y profesor de ciencias humanas en la universidad Columbia de Nueva York, acaba de publicar El regreso liberal: Más allá de la política de la identidad (Debate, traducción de Daniel Gascón), una dura crítica del progresismo norteamericano, atrapado según su autor en las batallas culturales a favor de minorías. Eric Fassin es sociólogo y codirige el departamento de estudios de género de la universidad Paris-VIII-Vincennes-Saint-Denis. Es autor, entre otras, de las obras: Populisme: le grand ressentiment (Textuel, 2017) et Gauche: l’avenir d’une désillusion (Textuel, 2014).
Pregunta. La izquierda americana se ha encerrado, según Mark Lilla, en la cuestión identitaria, remitiendo a cada cual a sus «compromisos personales» para de ese modo defender mejor a las minorías. ¿Podría Mark Lilla ampliar algo más esta opinión?
Mark Lilla. La crítica fundamental que yo hago a la izquierda identitaria tiene que ver con esa retirada sobre uno mismo que ella promueve. A fuerza de incitar a cada cual a preguntarse sobre las diferentes identidades que le atraviesan, de raza, orientación sexual, etc., esta izquierda está cada vez menos en condiciones de ganar las elecciones precisamente allí donde sería necesario defender los derechos de las minorías o alcanzar otro objetivo. Recordemos que los Estados Unidos son una federación en la que los Estados tienen grandes poderes. Entre ellos el de la libertad de adoptar sus propias leyes y de interpretar los textos federales como les parece. Si usted quiere ayudar a los gays y a los afro-americanos en Iowa, Estado blanco y profundamente religioso, es imperativo ganar allí las elecciones, y no solamente en California o Nueva York. Y por eso es necesario desplegar una visión del bien común y del futuro del país susceptible de inspirar y de reunir a tantas personas como sea posible.
Concentrarse de forma obsesiva en las «diferencias sociales» es exactamente lo contrario de lo que hay que hacer. Los movimientos sociales opuestos a Trump son incorregibles al repetir continuamente este error, pero me alegra constatar que las cosas han mejorado un poco este año dentro del Partido Demócrata. La amenaza del trumpismo ha provocado que surjan nuevos candidatos que vienen de diferentes grupos sociales. Y aquellos que están en buena posición para ganar en las elecciones del 6 de noviembre no ponen el acento en sus identidades personales, o en las de los demás. Se concentran en los problemas políticos concretos y les anima unas verdaderas ganas de congregar.
P Eric Fassin, ¿le convence este diagnóstico?
ERIC FASSIN. En realidad, Mark Lilla en la polémica va más lejos que esta simple crítica pragmática. Al día siguiente de la victoria de Trump, en una tribuna que provocó mucho ruido, hacía responsable de esa derrota a lo que él llamaba «izquierda identitaria»: «Cuando se practica el juego de la identidad lo que se puede esperar es perder». Hoy, en el ensayo que continúa aquel artículo, redobla el ataque: «La política identitaria es reaganismo para izquierdistas».Vuelve a animar la querella lanzada por los neo-conservadores de los años 90 contra lo «políticamente correcto». Pero hay un sesgo «etnocéntrico»: estamos ante un universitario que traduce su exasperación contra los «radicales de cátedra» como explicación de la elección del presidente de los Estados Unidos. Para Salvador Dalí, la estación de Perpignan era el centro del mundo. Para Mark Lilla es la universidad de Columbia. Esta ilusión sociológica aumenta por un problema político. Es verdad que Donald Trump ha navegado sobre el racismo y el sexismo para atizar el resentimiento contra Barck Obama y Hillary Clinton. Imputar su triunfo a los universitarios que hablan de género y de raza, ¿no es invertir las causas y los efectos?
M.L. Tras el desfondamiento del movimiento estudiantil de los años 60 ha habido dos líneas importantes de desarrollo en el seno de la izquierda norteamericana. En primer lugar, una retirada de la política institucional (de los partidos y de las elecciones) para invertir sobre todo en los movimientos sociales movilizados a favor de causas justas encabezadas por dos grupos identitarios concretos: mujeres, afro-americanos, gays, etc. En segundo lugar, la izquierda no busca ya movilizar a la clase obrera en torno a problemas económicos, prefiere luchar por una reforma cultural dirigida por elites diplomadas. Esta izquierda tiene dos objetivos en su cabeza: animar a los americanos a ser más tolerantes y situar a los grupos marginados en el corazón del relato nacional. Ambos proyectos han sido coronados por el éxito. Pero el precio ha sido elevado.
La izquierda identitaria domina ampliamente en el terreno cultural, pero carece de poder político. Este desequilibrio se explica por el hecho de que ha perdido todo contacto con una gran parte del país. Por ejemplo, el 20 por ciento de los norteamericanos son de religión evangélica mientras que solo el 0,5 por ciento se declara transgénero. La izquierda identitaria tiene mucho que decir a propósito de la causa transgénero pero no tiene idea de cómo dirigirse a los evangélicos, a los que mira generalmente con desprecio.
No se trata de halagar a un grupo u otro. Lo que necesitamos es una izquierda capaz de proponer una visión política del bien común y a la que los ciudadanos pertenecientes a cualquiera de esos dos grupos puedan adherirse, y a los que defenderán en el seno de las instituciones. Hoy día, la clase obrera puede que sea conservadora en el terreno cultural; pero ello no impide que sufra los efectos de la globalización y que no esté representada ni por demócratas, obsesionados por la identidad, ni por los republicanos neoliberales. Está por tanto tentada de dejarse seducir por un demagogo delirante como Donald Trump. Esto es lo que yo entiendo por resignación de la izquierda.
P. Eric Fassin, sin duda usted ve a la «izquierda identitaria» con mejores ojos. ¿Cómo la denominaría usted?
E.F. Yo hablaría mejor de una izquierda minoritaria. A diferencia de las comunidades, las minorías no tienen necesariamente una cultura común, pero comparten una experiencia de discriminación. Todas las mujeres no tienen la misma identidad, pero todas saben lo que es el sexismo; #metoo lo ha mostrado muy bien. La homofobia, la transfobia o el racismo constituyen igualmente minorías de experiencia. En resumen, «es el antisemita el que crea al judío» (Sartre).
Eric Fassin: «Yo hablaría mejor de una izquierda minoritaria. A diferencia de las comunidades, las minorías no tienen necesariamente una cultura común, pero comparten una experiencia de discriminación. Todas las mujeres no tienen la misma identidad, pero todas saben lo que es el sexismo; #metoo lo ha mostrado muy bien»
En Francia, desde que las minorías se dejan oír pagan el impuesto de comunitarismo; en los Estados Unidos claman: «política identitaria». Pero ¿por qué la igualdad reclamada por las minorías no es universalista? El movimiento Black Lives Matter [creado contra las violencias policiales hacia los negros] plantea cuestiones a toda una sociedad ciega al racismo ordinario. ¿En qué es identitario? En Francia, cuando los hombres de raza negra o árabes mueren a golpes de la policía, ¿esta violencia de Estado no es acaso asunto de todos?
Por un lado, Mark Lilla denuncia el individualismo; por otro, a él solo le gustan los movimientos sociales del pasado, de la época de Martin Luther King. Es reducir la política solo a las elecciones. Esta lógica mayoritaria le lleva a juzgar que las reivindicaciones transgénero no tienen gran peso en las urnas. Cierto, pero ¿quién hubiera pensado que en los Estados Unidos la institución matrimonial se habría abierto tan pronto aparejas del mismo género?Se apoyen o no en la universidad, los movimientos sociales pueden influir en la sociedad y modificar las elecciones. 1992 fue en los Estados Unidos «el año de la mujer»: muchas fueron elegidas para el Senado, arrastradas por una ola de indignación tras la nominación para el Tribunal Supremo de un juez juzgado por acoso sexual…
M.L. La respuesta de Eric Fassin es típica de la izquierda identitaria, de su rechazo a asumir responsabilidades políticas. «¿influir en la sociedad, modificar las elecciones?», ¿las ambiciones de la izquierda actual se limitan a eso? ¡Pobre Jaurès!
El movimiento identitario en los Estados Unidos en verdad no tiene como objetivo extender los derechos legales a las minorías; este objetivo se ha conseguido en gran medida gracias a los movimientos sociales del pasado. El reto está ahora en asegurar que esos derechos sean respetados, lo cual hace necesario poder apoyarse en nuestras instituciones democráticas, es decir, ganar las elecciones. El movimiento identitario no tiene otro objetivo que el descubrimiento de sí mismo y el reconocimiento social de la identidad elegida por cada cual.
La conciencia identitaria ha reemplazado a la conciencia política, particularmente entre la gente joven. Esa corriente de pensamiento primero ha transformado nuestras universidades y las ha convertido en teatros pseudo-políticos donde se ponen en escena melodramas moralizadores. Ahora se ataca a la prensa y a las editoriales: se ejercen estrictos controles para determinar lo que se puede decir, cómo se puede decir y por quién. Recientemente, la gran institución del periodismo de la izquierda radical, The Nation, ha pedido perdón por haber publicado un poema que utilizaba la palabra cripple («inválido»), término considerado discriminatorio. El autor,igualmente, ha manifestado su espantoso arrepentimiento.
Mark Lilla: «En EE.UU la conciencia identitaria ha reemplazado a la conciencia política, particularmente entre la gente joven. Esa corriente de pensamiento primero ha transformado nuestras universidades y las ha convertido en teatros pseudo-políticos donde se ponen en escena melodramas moralizadores»
¡Toda esta energía está desaprovechada! La izquierda identitaria no quiere formar parte de la dura tarea que consiste en dialogar con sus conciudadanos y tratar de convencerles para unirse a una gran empresa de reorientación de la sociedad. Solo tiene desprecio por aquellos que juzga insuficientemente despiertos, prefiere replegarse en sus enclaves donde pueda sentirse segura. Su gesto político más audaz es hacer click. Tuiteemos, enfants de la patrie…
E.F. Yo me asombro de que en el momento en que corremos el riesgo de que el juez Brett Kavanaugh incline la balanza del Tribunal Supremode los Estados Unidos muy a la derecha, Mark Lilla considere que la cuestión de los derechos está ya resuelta en los Estados Unidos. Efectivamente, es posible por ejemplo una vuelta atrás del derecho al aborto. No comparto tampoco su severidad en relación con la juventud. Las movilizaciones para animar la inscripción en las listas electorales y votar ¿tampoco merecen su aprobación? Mark Lilla parece creer que cuanto más se manifiesta uno menos se vota. En realidad, la movilización en la calle es también una condición para la movilización electoral.
En todo caso, los supremacistas blancos, sí, no dudan en manifestarse –recordemos las manifestaciones Unite the Right en 2017 en Charlottesville [en las mismas, una contramanifestante perdió la vida cuando un militante de extrema derecha lanzó su propio coche contra la multitud]– y Donald Trump los equiparó con la juventud antifascista que tiene el coraje de enfrentarse. ¿Acaso no defienden ellos la democracia? En Francia, cuando Generación identitaria bloquea la frontera franco-italiana, son los contramanifestantes los que se arriesgan a ser juzgados. Frente al delito de solidaridad ellos consiguen que el Consejo constitucional reconozca el principio de fraternidad: ¿no hay que aplaudir esta victoria democrática? ¿Por qué ridiculizar el «narcisismo» de esa juventud que hace recular al Estado en Notre-Dame-des-landes [conflicto a propósito del proyecto de instalar un gran aeropuerto del occidente francés en esa zona], y hacer progresar la causa ecologista?
M.L. Y yo me asombro de que en el momento en que el derecho al aborto está cuestionado en los Estados Unidos, la izquierda americana y Eric Fassin rechacen reconocer la prioridad absoluta de ganar las elecciones y de tomar el poder institucional. ¿Por qué el juez Kavanaugh es el candidato para Tribunal Supremo? ¿Acaso porque echamos de menos manifestaciones en Brooklyn y en Berkeley? No. Porque los republicanos controlan el vasto centro de mi país y porque la izquierda identitaria carece de una visión de nuestro destino común. “Manifestaciones, trampa para imbéciles”, diría yo modificando la fórmula de Sartre [Jean Paul Sartre habló de «Elecciones, trampa para imbéciles»].
P. ¿Se ha desinteresado la izquierda de las clases populares? Entre el centro-izquierda y la izquierda identitaria o minoritaria, ¿quién es la responsable del sentimiento de abandono que se ha extendido entre los medios obreros?
E.F. La conversión de los socialdemócratas al neoliberalismo es algo que está por todas partes, a expensas de las clases populares y en beneficio de los más ricos. Esto es lo que debilita la democracia: ¿cómo creer en las elecciones cuando su resultado no cambia nada? A los obreros de izquierdas les tienta la abstención, a los de derecha la extrema derecha. Hillary Clinton nunca aduló a las minorías ni rechazó demasiado a los «lamentables»: racistas, sexistas y homófobos jamás habrían votado por ella. Es la continuidad de las políticas neoliberales, desde Bill Clinton a Hillary pasando por Barack Obama, lo que explica la desafección popular.
Pero esta interpretación es cepillada en una frase: «Si los demócratas han perdido terreno no es porque ellos se hayan deslizado demasiado a la derecha, especialmente en materia económica». Él ha citado a Marx, ¡no hay nada que hacer en la economía, todo sería cultural! Cuando él invita a la izquierda a «crear lazos», no es con los obreros en paro del cinturón industrial del óxido; es con «los pentecostalistas del Sur y los propietarios de armas de fuego de las Rocosas». No las clases populares sino el pueblo de derechas. En Francia nos encanta creer que habría que elegir: ¿los obreros o las minorías? Es una falsa alternativa. Las minorías están sobrerrepresentadas dentro de las clases populares (¡y a la inversa!), y no hay razón para enfrentar las políticas de reconocimiento con las de redistribución. Hay que parar, por tanto, con esa oposición entre lo social y lo societal. Son Trump y Le Pen quienes oponen la raza a la clase, no las minorías, que tienen mucho que perder en ese juego.
M.L. El sociólogo Eric Fassin nos ofrece una imagen primaria de nuestras sociedades: hay ricos y pobres, los neoliberales y los socialistas, los racistas y las minorías, los pentecostalistas y los profesores. Hacer política es fácil: solo hay que elegir el campo. El simplismo a lo Bourdieu sigue funcionando en Francia.
Yo no hago un fetiche de las clases populares blancas, de las que yo he salido. Las conozco bastante bien. Simplemente quiero salir del juego de suma cero en el que se encuentra la izquierda americana. Eric Fassin ha tomado a medias una cita de mi libro, donde yo digo que, en el fondo, no ha sido una deriva hacia la derecha la que hizo que perdieran los demócratas. La causa, digo yo, es que estos «han retrocedido a cuevas que han cavado en la falda de lo que una vez fue una gran montaña». ¿Y cuál era esta montaña? Era la gran coalición de obreros y campesinos, católicos y protestantes, residentes del Norte y del Sur, que entre los años 1930 y 1960 lucharon por la protección social y los derechos constitucionales, para que todas las familias pudiesen vivir dignamente. Era un movimiento agrupado en torno a un programa de ambición universalista, que Franklin Delano Roosevelt llamaba «las cuatro libertades»: libertad de expresión, libertad de religión, libertad para vivir libre de necesidades y libertad para vivir libre de miedos. Nada sobre nuestras diferencias o diversidad.
Eric Fassin tiene toda la razón cuando reclama nuestra atención acerca de la ceguera de este movimiento que, en gran manera, dejó al margen a las mujeres y sobre todo a los negros. Pero el remedio es mantener y ampliar las promesas de esa tradición: es necesario agruparnos a fin de hacer frente a los nuevos desafíos de la era neoliberal. Y no dispersarnos en grupúsculos con reivindicaciones no negociables.
Mark Lilla: «La gran coalición de obreros y campesinos, católicos y protestantes, residentes del Norte y del Sur, que entre los años 1930 y 1960 lucharon por la protección social y los derechos constitucionales, para que todas las familias pudiesen vivir dignamente, era un movimiento agrupado en torno a un programa de ambición universalista»
P. ¿Cómo podemos reconstruir lo colectivo sin que ello se torne en imponer a los excluidos que silencien sus reivindicaciones?
M.L. La única manera de proteger a los excluidos es insistir en el hecho de que ellos forman ya parte de «nosotros» y, en consecuencia, que su exclusión es injusta. Si no hay un «nosotros», ¿cómo motivar a los unos de ser solidarios con los otros? Cuanto más individualistas y diversas se vuelven nuestras sociedades más necesidad tenemos de establecer lazos de simpatía y de deber político entre nosotros. La retórica de la izquierda identitaria en Norte América, que niega la existencia de un «nosotros» social, hace todo lo contrario. Sin saberlo, refuerza la ideología neoliberal que quiere convencernos de que no somos sino «actores económicos», partículas elementales que trabajan, consumen y mueren solas. Por eso yo hablo de «reaganismo para izquierdistas»: los años 90 han sido la cuna del neoliberalismo y de la política de identidad. Una mano lava la otra.
Yo pongo el acento en la ciudadanía porque es un estatuto estrictamente político, que de ninguna forma está en contradicción con las otras pertenencias o afinidades electivas, sean étnicas, religiosas o de género. Yo no soy nacionalista y no tengo miedo del multiculturalismo. Incluso lo acojo de grado siempre y cuando el vínculo de ciudadanía sea lo suficientemente fuerte para garantizar la solidaridad y el bien común. Una ciudadanía abierta, acogedora, combativa; eso es lo que nuestras democracias necesitan y lo que yo trato de promover.
E.F. Contra la izquierda minoritaria, Mark Lilla se presenta como un liberal (de izquierda). Sintonizar con la derecha, ¿es un programa de izquierda? En la traducción de su libro, leftist [en español sería “de izquierda”] pasa a convertirse en «izquierdista» lo que no es nada positivo…Mark Lilla no tiene nada de radical. ¿Es por ellol iberal? Él denuncia sin parar el individualismo y la batalla por los derechos. Pero fustigar, siguiendo a Houellebecq, las «partículas elementales», ¡es sobre todo anti-liberal!
Eric Fassin: «Se puede por tanto objetar que, por hablar de la ciudadanía, evite deliberadamente la cuestión peliaguda: la inmigración. ¿Hablamos de «nosotros», no de «ellos»? En realidad, la inmigración nos recuerda que la democracia no es el consenso; es el disenso»
Finalmente, él es republicano. Se puede por tanto objetar que, por hablar de la ciudadanía, evite deliberadamente la cuestión peliaguda: la inmigración.¿Hablamos de «nosotros», no de «ellos»? En realidad, la inmigración nos recuerda que la democracia no es el consenso; es el disenso. En otro caso, ¿cuál sería la diferencia con los regímenes no democráticos? Hacer política es defender valores contra otros valores, una visión del mundo contra otra. ¿Cómo olvidarse de esto cuando Trump está en el poder?
Por mi parte, si yo me comprometo en luchas minoritarias sin pertenecer yo mismo a una minoría es porque estoy convencido de que todo el mundo está concernido: las discriminaciones minan las sociedades. Lo que amenaza al «nosotros» no es que la gente denuncie las discriminaciones; es que otros muchos se acomoden a las mismas. No es suficiente con proclamar que todos nosotros somos ciudadanos. También, es necesario que sea verdad. Sin embargo, muchos se sienten en su propio país como ciudadanas o ciudadanos de segunda, en el mejor de los casos. Evitar hablar mucho de esto por no enfadar a los electores de extrema derecha no es combatir sino recular ante ellos. Lo que fragmenta a las sociedades no son las reivindicaciones de las minorías, es su relegación. Enfrentarlas a las clases populares es además excluirlas del pueblo. Seamos pragmáticos: ¡hay que ganar las elecciones! Estamos muy de acuerdo. Cierto, no es seguro que una estrategia de izquierda sea eficaz. Pero es evidente que el viraje a la derecha ha sido un fracaso.
[Entrevista publicada originariamente en Le Monde, 2/10/2018. Traducción de Javier Aristu]