Por OLGA FUENTES SORIANO
Uno de los males endémicos del proceso penal español ha sido el de determinar el momento en que se adquiere la condición de imputado (hoy, investigado). La cuestión no es baladí por múltiples razones que iré desgranando en las líneas que siguen pero, en lo que ahora interesa y fundamentalmente, porque con la imputación nace el derecho de defensa y con él el derecho a la asistencia letrada.
La herencia totalitaria de la dictadura franquista tiñó de prácticas de aceptada inconstitucionalidad la puesta en marcha del moderno estado de Derecho que inauguramos en el 78. De entre esas inconstitucionales prácticas, merece la pena ser destacado el hecho de considerar que la imputación nacía con el auto de procesamiento y la práctica que llevó a dictar éste al final de la instrucción; con lo que en puridad, la fase de instrucción transcurría sin abogado y sin reconocer al…imputado?, investigado?, sospechoso?, derecho de defensa alguno.
La interpretación garantista que se ha hecho del proceso penal tras el advenimiento de la España constitucional llevó a considerar esta práctica de inaceptable –lo era- y a estimar que la imputación debe nacer “desde el primer momento” en que se “imputa” a una persona por cualquier vía (policial, fiscal o judicial) la comisión de un hecho delictivo. De esta forma, se aseguraba que desde el primer momento en el que una persona iba a ser sometida a investigación (policial, fiscal o judicial) gozaría de derecho de defensa, de asistencia letrada y del conocimiento pleno de las actuaciones que se practicaran en la causa que contra ella se siguiera.
Pero… la justicia es lenta y las instrucciones largas. Y ese nacimiento tan temprano de la condición de imputado conlleva paradójicamente a la indeseada consecuencia de que una persona pueda estar largos años en esa situación de interinidad en la que su inocencia es solo presumida y, además, a efectos estrictamente procesales; porque, socialmente, la presión mediática y los juicios paralelos deciden día tras día, mes tras mes, año tras año, sobre su presunta culpabilidad.
Ese nacimiento tan temprano de la condición de imputado conlleva paradójicamente a la indeseada consecuencia de que una persona pueda estar largos años en esa situación de interinidad en la que su inocencia es solo presumida
En realidad, cierto es que cuando la justicia afectaba tan sólo a paniaguados y robaperas la conocida como “pena de banquillo” no era algo que preocupara en exceso más allá de las reflexiones universitarias que pudieran ventilarse en unos cuantos seminarios de Derecho procesal. Pero…hete aquí que la madurez y el fortalecimiento de este Estado de Derecho se ha conseguido –entre otras cosas- gracias a la democratización del proceso y la aplicación extensiva del principio de igualdad ante la ley. Cuando en el banquillo, junto a los paniaguados y robaperas de siempre nos encontramos con hijos de reyes, ministros, diputados, senadores y empresarios en los que se sustentan los pilares de nuestro liberal estado capitalista, la necesidad de dar respuesta a este –ahora- acuciante problema sale de las estrictas paredes de la reflexión universitaria para alcanzar el grado de clamor social.
Resulta pues que las garantías que instauramos para los imputados (conocer cuanto antes el hecho de serlo a fin de poder articular una adecuada defensa) se vuelven contra los garantizados; o al menos, contra aquellos garantizados que ostentan una posición de –digamos- relevancia social. Porque, ciertamente, parece que descubrimos ahora que la imputación tiene consecuencias extraprocesales…nunca es tarde si la dicha es buena.
Y sí, efectivamente, la imputación tiene consecuencias extraprocesales. Así que nos encontramos con dos tozudas realidades dispuestas a enfrentarse hasta -al parecer- desintegrarse cual choque de trenes: Las garantías del proceso que exigen dar a conocer a una persona cuanto antes el hecho de su imputación, por un lado; y la fuerza mediática, sensacionalista e inculpatoria que, a partir de ese momento la va a tratar como, en el mejor de los casos, presunta culpable de los hechos.
Ante esta realidad, no deja de sorprenderme que, aun sabiendo que el fundamento de la imputación es garantizar uno de los elementos clave del Estado de Derecho –el derecho de defensa- todas las soluciones que se articulen giren en torno a modificar la Ley buscando, en unas ocasiones, artificiosos recursos legales y, en otras, vacuos cambios terminológicos para continuar refiriendo una misma situación. Sea imputada o investigada, aunque la mona se vista de seda…mona se queda.
Lo cierto y verdad es que tal y como se estructura nuestro proceso penal –y no es malo que así sea, por mucho que podamos matizar al respecto- a poca apariencia de verosimilitud que presente una denuncia o querella, se admite a trámite. Y, admitida a trámite, nace automáticamente la condición de imputado para el denunciado o querellado. A partir de ahí, función del proceso es, en esta inicial fase instructora, determinar si efectivamente hay datos solventes como para sostener que el hecho existió, que es delictivo y que parece haber sido cometido por el denunciado (los conocidos en terminología legal como “indicios racionales de criminalidad”). De concurrir estos tres extremos, ahora sí, habrá que dirigir contra el imputado/investigado –que en todo momento habrá gozado de Derecho de defensa y asistencia letrada para su preparación- la acusación formal que permita abrir el juicio oral en el que, en su caso, habrán de probarse tales extremos.
Toda propuesta de reforma legal que tienda a anular o limitar el derecho de defensa en la fase instructora supondrá una merma de calidad democrática que conviene cuestionar. Que existe un problema es innegable; que su solución no debe venir por la vía de rebajar el estándar jurídico de garantías, también.
Toda propuesta de reforma legal que tienda a anular o limitar el derecho de defensa en la fase instructora supondrá una merma de calidad democrática que conviene cuestionar. Que existe un problema es innegable; que su solución no debe venir por la vía de rebajar el estándar jurídico de garantías, también
Convendría quizás hacer algo de pedagogía social y explicar la diferencia entre una imputación (investigación) cuyo fundamento, por naturaleza, está por contrastar y una acusación formal que implica ya la existencia de indicios racionales de criminalidad, hallados en el seno de un proceso en el que se han garantizado todos los derechos del imputado. Así, podríamos comenzar a reconducir los inevitables efectos perversos –y, normalmente extraprocesales- de la imputación a un ámbito que pueda ser razonable. Si evidente resulta que esos efectos indeseables derivados de la propia imputación son en todo caso inevitables; razonable será pues, tratar de centrar los mismos en un momento en el que su despliegue esté fundamentado.
Propuestas de solución jurídica se han plateado varias y diversas; no es éste el momento ni el lugar idóneo para su desarrollo, aunque adelanto, sin embargo, que -a mi juicio- cuestionables todas ellas en mayor o menor medida por la merma que suponen del Derecho de defensa. Y es que, que tengamos que rebajar la calidad democrática de nuestro proceso penal para que determinados hijos de reyes, diputados, senadores, ministros o empresarios puedan disfrutar de una imputación poco molesta socialmente…me molesta sobremanera.
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Olga Fuentes Soriano es Catedrática de Derecho procesal de la Universidad Miguel Hernández de Elche (UMH), Magistrada Suplente de la Audiencia Provincial de Alicante desde 1997 y Asesora del Ministro de Justicia entre los años 2004-2006. Especializada en Derecho Procesal Civil y penal. Entre sus libros podemos mencionar: El procedimiento de ejecución hipotecaria del art. 131 LH; Las costas procesales en la nueva Ley de Enjuiciamiento Civil; La investigación por el Fiscal en el proceso penal abreviado y en los juicios rápidos. Perspectivas de futuro; El enjuiciamiento de la violencia de género.