Por OLGA FUENTES SORIANO
Si hiciéramos el esfuerzo de abstraernos de la frialdad de los datos estadísticos y miráramos más allá de la cuantificación de los casos, convendríamos todos en que las cifras oficiales que arroja la violencia de género (la que se denuncia; que es una parte mínima de la existente) reflejan una realidad aterradora.
La escandalosa cifra de 129.193 denuncias interpuestas durante el año 2015 tuvo el difícil logro de verse superada en el año siguiente alcanzando, en 2016, el número de 142.893. Resulta difícilmente tolerable y en cualquier caso, en modo alguno compatible con la dignidad de un Estado de Derecho, que en un país supuestamente civilizado se interponga una media de 391 denuncias diarias sobre un mismo tipo de delincuencia; sea la que sea. La conclusión es evidente: las políticas públicas puestas en práctica para su erradicación están fallando y los medios, sean cuales sean, son insuficientes.
Debe saberse por todos, sin embargo, que a la erradicación de la violencia de género no se va a llegar por vía judicial, ni desde luego, por vía penal (o no, exclusivamente, por estas vías); entre otros factores porque al Derecho Penal como ultima ratio, se acude cuando todos los filtros previos han fallado y con espíritu esencialmente sancionador. Si se llega a la aplicación de la norma penal es porque el daño ya está hecho y el delito cometido. La manifestación de estas realidades evidencia con claridad que, en todo caso, la solución frente a la violencia de género habrá de llegar, esencialmente, por vía educacional. Pero, siendo ello cierto, qué duda cabe que la correcta y justa aplicabilidad del sistema sancionatorio contribuirá en el avance en este camino. No solo es necesario determinar qué conductas son delito y qué pena corresponderá a quien las cometa ─fase ésta que en España podemos considerar adecuadamente superada, con unas penas expresamente tenidas por proporcionales a juicio del TC─, sino que será necesario también favorecer un sistema probatorio que se adapte a las peculiares características de este tipo de violencia a fin de que esas penas se puedan aplicar y no se generen, como está sucediendo en la actualidad, enormes bolsas de impunidad con la consiguiente desprotección para las víctimas.
En violencia de género nos encontramos con una realidad que va a determinar dos enormes problemas probatorios que, o se analizan correctamente o serán un foco permanente de impunidad para los agresores porque fundamentarán siempre sentencias absolutorias
No puede dejar de tenerse presente que cuando el delito no se puede probar, la sentencia será absolutoria (independientemente de que se haya cometido o no; lo que no se puede probar, no existe para el Derecho) y que en violencia de género nos encontramos con una realidad que va a determinar dos enormes problemas probatorios que, o se analizan correctamente o serán un foco permanente de impunidad para los agresores porque fundamentarán siempre sentencias absolutorias. Estos problemas son, por un lado, el escaso material probatorio con que, normalmente, se cuenta en este tipo de delitos ─reducido en muchos supuestos a la declaración de la víctima como única prueba de cargo─; y, por otro, los frecuentes cambios de declaración de las víctimas que supondrán, en muchos casos, la anulación de su valor probatorio. Este último escollo resulta, además, enormemente potenciado por la posibilidad de que la víctima pueda acogerse al derecho a no declarar que la Ley reconoce, en términos generales, a los familiares y parientes del acusado.
En relación con el primero de los problemas apuntados (la falta de pruebas), la situación que de ordinario sucede es que cuando una mujer denuncia a su pareja por agresiones, se abre un proceso en el que, en muchas ocasiones, la única prueba es la palabra de uno frente a la palabra de otra. Para evitar que, en estos casos, la sentencias siempre fueran absolutorias (porque en la duda, la sentencia siempre debe ser favorable al acusado ─in dubio pro reo─) hace ya décadas que el Tribunal Supremo dice haber consagrado una Jurisprudencia que le permite condenar al culpable con la sola declaración de la víctima, siempre que: A) ésta fuera subjetivamente creíble; B) se demostrara su verosimilitud mediante la corroboración de determinados datos periféricos; y C) se mantuviera constante a lo largo del proceso.
Con estos requisitos se ha construido y difundido un eslogan (“la declaración de la víctima es prueba suficiente para condenar”) que, en realidad, dista mucho de ser cierto y genera una extendida sensación de trato injusto para con el maltratador al que ─se dice─ no se le respetan derechos básicos como el de igualdad porque la palabra de la víctima vale más que la suya.
Es, precisamente, el segundo de los requisitos vistos el que impide que solo con la declaración de la víctima se pueda condenar a un maltratador. La exigencia de que al menos, determinados datos periféricos de su declaración se vean corroborados impide considerar su declaración como única prueba posible; forzosamente, la declaración de la víctima habrá de ir acompañada de la prueba de determinados indicios que corroboren su verosimilitud. Se exige así, junto a la declaración de la víctima, la ineludible concurrencia de la prueba de algún dato, ajeno y externo a la persona de la declarante y a sus manifestaciones que, sin necesidad de constituir por sí mismo prueba bastante para la condena, sirva al menos de ratificación objetiva a la versión de la víctima del delito.
La importancia de este extremo se ha puesto especialmente de manifiesto en un “Estudio sobre la aplicación de la Ley Integral contra la violencia de género por las Audiencias provinciales” (2016) auspiciado por el Observatorio contra la violencia doméstica y de género del CGPJ del que se desprende que en el 40’1% de los casos analizados, las sentencias fueron absolutorias porque no se consideró posible condenar con la sola declaración de la víctima, sin corroboración de datos periféricos.
Exigir la práctica de prueba indiciaria por un lado y manifestar, por otro, que la declaración de la víctima puede operar como única prueba de cargo capaz de fundamentar la condena del presunto maltratador, no pasa de ser una contradicción carente de fundamento científico y de rigor intelectual
A la vista de todo lo anterior, convendría cuestionar la rotunda afirmación sobre la validez de la declaración de la víctima para condenar al maltratador aun siendo ésta la única prueba de cargo. Más ajustado a la verdad ─aunque, quizás, menos demagógico─ resultaría reconocer que la mera declaración de la víctima no será, en principio, suficiente para fundamentar la condena del acusado pues, al margen de otras consideraciones (credibilidad subjetiva y persistencia en la incriminación), va a requerir siempre de la práctica de prueba indiciaria sobre determinados datos que aún periféricos y no necesariamente encaminados de modo directo a probar la culpabilidad del acusado respecto del hecho concreto, la doten de una verosimilitud que, a priori, no se le reconoce a efectos probatorios. Exigir la práctica de prueba indiciaria por un lado y manifestar, por otro, que la declaración de la víctima puede operar como única prueba de cargo capaz de fundamentar la condena del presunto maltratador, no pasa de ser una contradicción carente de fundamento científico y de rigor intelectual.
Otro de los grandes problemas que presenta el enjuiciamiento de la violencia de género y que conduce derechamente a la libre absolución de los acusados generando amplios márgenes de impunidad reside en los frecuentes cambios de declaración que realiza la víctima a lo largo del proceso. Es cierto que esta actuación es consecuencia, en muchos casos, de la propia situación de sumisión y dependencia a la que sigue sometida la víctima y de la que pugna por salir, pero la consecuencia inevitable de ello es que tales cambios acaban anulando el valor probatorio de su declaración por cuanto terminan minando su credibilidad. Pero a todo ello hay que sumar como factor multiplicador del problema la posibilidad que tienen las víctimas de violencia de género de acogerse al derecho a no declarar que, en general, se reconoce a los parientes de un acusado.
La aplicación de esta dispensa sin mayores matices a los supuestos de violencia de género ha tenido como fatal consecuencia la de dejar sin material probatorio a un elevadísimo número de procesos. De nuevo aquí encuentra el maltratador otro espacio de impunidad que favorece sus intereses a la vez que encuentra la sociedad una contribución innegable al fracaso de las políticas públicas tendentes a la erradicación de la violencia de género.
Resulta imprescindible abordar una reforma legal que impida rotundamente a las víctimas de violencia de género la posibilidad de acogerse a este derecho a no declarar cuando previamente hubiera denunciado los hechos o ejercitado la acusación particular. Piénsese que esta posibilidad de no declarar se reconoce a aquellas personas que siendo familiares de un acusado, no quieran declarar contra él (por ejemplo, un padre contra un hijo; un hermano contra otro; incluso una esposa contra su marido cuando se le acusa de cometer un delito en el que ella no es la víctima, etc.). La norma está pensada, pues, para proteger a los familiares frente a una posible actuación del Estado que, a través del proceso, y mediante la obligación de declarar que en general tienen los testigos, les obligara a dañar sus lazos familiares. De no existir esta dispensa de la obligación de declarar cuando el acusado es un familiar, podría acusarse al Estado de poner a determinados testigos ante la difícil elección de, o bien declarar contra su familiar, o cometer, incluso, delito de desobediencia u obstrucción a la acción de la Justicia. Es, pues, el desarrollo de una normal relación familiar y afectiva lo que esta norma pretende proteger a fin de evitar que dicha relación familiar pueda verse perjudicada por la súbita irrupción estatal en la vida familiar.
Pero cuando se enjuician casos de violencia de género en el entorno doméstico, ya no hay ninguna relación familiar ni afectiva que el Estado deba proteger. Antes al contrario, lo que hay es una relación y unos vínculos familiares destrozados, aniquilados precisamente por causa del acusado y en perjuicio de la víctima; proteger esa relación familiar es tanto como proteger un foco de agresiones delictivas siendo que lo que se espera del Estado, precisamente, es que actúe frente a quien pueda resultar el agresor. Así, cuando los vínculos morales o afectivos que tejen esos lazos familiares y que el Estado pretende proteger aparecen no ya rotos, sino totalmente devastados por la actuación del agresor, y la víctima acude voluntariamente a declarar los hechos, habrá que entender deslegitimada ─en mi opinión─ la insistencia del Estado en esa supuesta protección.
Un claro entendimiento de este problema, de la violencia de género como delito público y de la necesaria persecución de ésta por el Estado, contribuiría decisivamente a la reducción de los márgenes de impunidad.
Por último, a las dificultades probatorias propias de la violencia de género, derivadas, sustancialmente, de sus características definitorias y diferentes de cualquier otro tipo de violencia interpersonal, se suman en la actualidad las dificultades probatorias que, en general, cabe predicar de las nuevas tecnologías.
No puede obviarse el dato de que la irrupción de las nuevas tecnologías en nuestras vidas, además de facilitarnos las relaciones en agilidad, rapidez y extensión, facilita también nuevas formas de amenazas, presiones y acoso hasta el momento desconocidas, ante las cuales el derecho tiene que reaccionar.
En este estado de cosas, se abre un nuevo panorama de actuación procesal frente a la utilización de foros públicos, plataformas o blogs con fines intimidatorios o amenazantes. No es infrecuente, especialmente en situaciones de crisis de pareja en las que se han dado supuestos de violencia, que el agresor utilice foros públicos para hacer llegar a la víctima nuevos mensajes o amenazas bajo la utilización de cualquier pseudónimo que en términos sociales puede mantenerlo en el anonimato pero que la víctima puede perfectamente identificar y relacionar con esa persona concreta.
La irrupción de las nuevas tecnologías en nuestras vidas, además de facilitarnos las relaciones en agilidad, rapidez y extensión, facilita también nuevas formas de amenazas, presiones y acoso hasta el momento desconocidas, ante las cuales el derecho tiene que reaccionar
En relación con los supuestos planteados de difamaciones o amenazas bajo pseudónimo vertidas a través de la red son diversos los aspectos a los que cabría prestar una especial atención: si puede ser investigada la cuenta ─y a través de qué mecanismos─ a fin de rastrearla hasta dar con el autor de tales ofensas y delitos; si existe alguna forma de otorgar valor probatorio a esa manifestación de insultos o amenazas públicamente vertidas en la red; si, en caso de existir una orden de alejamiento con prohibición de comunicación, la emisión “anónima” de tales insultos y amenazas en un foro público puede considerarse delito de quebrantamiento.
Indudablemente y al margen de referencias técnicas que exceden del objetivo de este trabajo, respecto de la primera de las cuestiones planteadas y la posibilidad de identificar al usuario de una cuenta desde la que se están profiriendo amenazas o acusaciones injuriosas, la respuesta no puede sino ser claramente positiva: cabrá la identificación del sospechoso por cualesquiera mecanismos procesal y tecnológicamente aptos a tal fin.
Desde una perspectiva tecnológica son muchas y muy variadas las posibilidades de identificación del sospechoso que ahora contempla específicamente el ordenamiento. Pero, procesalmente, hay que huir del error de entender que sólo cuando tecnológicamente se identifique al autor de los hechos, pueden estos serle efectivamente imputados. Resultaría, pues, perfectamente posible, que en ausencia de investigación tecnológica alguna (o resultando ésta infructuosa), el autor de las amenazas o las injurias quedara absolutamente identificado mediante la corroboración de la información por el conjunto de la prueba practicada en la causa (por ejemplo testigos, la declaración de las partes, etc.).
También sobre la forma en que debe presentarse esa prueba ante el juzgado para que sea tenida en cuenta se está avanzando mucho en estos últimos años y se están sentando unos criterios consolidados de admisión que orientarán la labor de los abogados y evitarán la inadmisión de las pruebas que servía, en bandeja, la absolución de los acusados.
Y desde luego, respecto de la tercera de las cuestiones apuntadas ─la comisión de delito de quebrantamiento─, es evidente que cuando se ha impuesto a un agresor una orden de alejamiento con prohibición de comunicación, los Tribunales tendrán que entender que la comunicación realizada, aunque sea a través de foros públicos e incluso bajo pseudónimo que aparentemente oculte la identidad del agresor, supone un quebrantamiento penalmente sancionable de la prohibición.
De lo que se trata, en suma, es de favorecer una interpretación que impida que las nuevas tecnologías puedan utilizarse impunemente para amenazar, intimidar o quebrantar ─como es el caso─ una orden de alejamiento. Dado que es cierto que la comunicación a través de la red fomenta las posibilidades de anonimato, si no se favorecen y fomentan los mecanismos de determinación de la identidad del sujeto emisor no se conseguirá dar la debida protección frente a un amplio catálogo de actuaciones delictivas. Y, por otro lado, la publicación en foros o redes de opiniones injuriosas, calumniosas o amenazantes, aunque pueda pensarse que no suponen una amenaza directa cuando están emitidas desde el anonimato, pueden suponer una clara amenaza para la persona que las recibe y que identifica de forma evidente a su emisor. Es cierto que el concepto de amenaza puede admitir cierto grado de subjetividad o valoración y que cuando éstas se emiten en un foro público, lo que para un usuario puede no resultar amenazante, para otro, sin duda lo es. Desde esta perspectiva, habrá que favorecer los mecanismos que permitan perseguir la publicación de amenazas en estos foros públicos de comunicación.
[NOTA DE LA AUTORA: Los extremos apuntados en este trabajo pretenden ser un resumen divulgativo de algunos aspectos tratados con mayor profundidad y rigor técnico jurídico en el artículo “Los procesos por violencia de género. Problemas probatorios tradicionales y derivados del uso de las nuevas tecnologías”, Revista General de Derecho procesal, Enero 2018. www.iustel.com]
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Olga Fuentes Soriano es Catedrática de Derecho procesal de la Universidad Miguel Hernández y Directora del Máster Universitario en Abogacía que organizan conjuntamente la Universidad Miguel Hernández y el Ilustre Colegio de Abogados de Elche. Ha sido durante más de 15 años magistrada suplente de la Audiencia Provincial de Alicante y es autora de numerosas publicaciones, libros y artículos científicos publicados en revistas de contrastada calidad. Sus investigaciones en relación con el proceso penal se centran en torno a tres líneas fundamentales: El Ministerio fiscal y su rol en la instrucción penal; la violencia de género; y los problemas probatorios de las nuevas tecnologías. En la actualidad es investigadora Principal de un Proyecto de investigación competitivo que lleva por título La era digital; nuevos problemas para el derecho.