Por CHRISTOS ZOGRAFOS
Recientemente, el cambio climático ha adquirido una posición central tanto en el debate público como en las políticas públicas. En 2021, el Presidente Biden no solo reincorporó a EE.UU. al Acuerdo de París comprometiéndose a reducir sus emisiones de gases de efecto invernadero en un 50% (hasta 2030), lo cual representa disminuir más de dos veces lo que ese acuerdo obligaba a EE.UU., sino que también ha propuesto asignar como mínimo 650 mil millones de dólares para la transición hacia energías limpias; es decir, siete veces más que la máxima asignación previa de dinero federal para energías limpias efectuada por el Presidente Obama.
Desde finales de 2019, la Unión Europea tiene ya su propia política para enfrentarse al reto del cambio climático, el Pacto Verde Europeo, que va a movilizar un billón de euros a lo largo de los próximos diez años en un intento de descarbonizar la economía de la Unión y así hacer de Europa el primer continente climáticamente neutro. Mientras tanto, desde 2018 el estado español tiene su propio ministerio de Transición Ecológica cuya misión no es solo hacer política en materia climática, sino también conseguir una transición hacia un modelo productivo y social más ecológico.
Sin duda, estos son avances bienvenidos. Pero un elemento central que hay que tener muy en cuenta es que la crisis climática es una crisis desigual y sistémica. Puede que el cambio climático sea una amenaza global, pero afecta distintos aspectos de la vida social y distintas poblaciones de formas diferentes. Raza, clase, y género son algunas de las dimensiones básicas de la desigualdad que se evidencian en el impacto climático sobre los seres humanos. Tampoco hay que olvidar que la crisis climática (y sus efectos desiguales) está vinculada a la aparición, prácticas, y actividad material y sociopolítica de dos sistemas y proyectos históricos cuya relevancia sigue vigente: el capitalismo y el colonialismo. Estos dos elementos, la desigualdad y el carácter sistémico de la crisis climática, es necesario tenerlos presentes no solo para poder entender mejor el carácter del reto político que representa la crisis climática, sino también para poder diseñar y evaluar el potencial e implicaciones de los programas, estrategias y políticas públicas imprescindibles para enfrentarse a ella. Y esto se convierte en particularmente relevante cuando se trata de programas impregnados de principios progresistas e igualitarios, como por ejemplo la denominada “transición justa” que busca descarbonizar mientras “nadie se quede atrás”, y que es un elemento fundamental tanto del Pacto Verde Europeo, como del proyecto de la transición ecológica española.
La crisis climática es una crisis desigual
Sabemos que el cambio climático genera un aumento en la intensidad y frecuencia de eventos extremos, como las sequías y las inundaciones, algo que ya afecta notoriamente, por ejemplo, a lugares alrededor del trópico. Ahora bien, cuando el desastre se desata, no todos sufren igual.
La crisis climática es una crisis desigual y sistémica
Durante el huracán Katrina en agosto de 2005 en EE.UU., el 51% de las víctimas eran afroamericanos y el 42% blancos, en un país donde los afroamericanos representan el 16% de la población y los blancos el 70% (en Luisiana, el estado más afectado, los afroamericanos alcanzan un 32% y los blancos un 62%). En Nueva Orleans, la ciudad más grande del Estado de Luisiana, esto se traduce en entre una 1,7 y 4 veces más mortalidad para los afroamericanos mayores de 18 años, en comparación con los blancos de la misma edad.
También hay que destacar que la desigualdad en la distribución de los efectos del Katrina se manifestó en la diferente capacidad de las personas, según su raza, en el recurso a los servicios de evacuación. Durante el Katrina el bombardeo e inflación mediática, especialmente desde medios de comunicación conservadores como Fox News, haciendo hincapié en los casos de saqueo a tiendas durante el huracán por grupos de población afroamericana, hizo que grupos de ciudadanos blancos formarán grupos armados de autoprotección que circulaban por las calles disparando indiscriminadamente a cualquier individuo no suficientemente blanco que vieran por las calles.
En videos posteriores, algunos vigilantes anunciaban orgullosamente que disparar a afroamericanos les hacía sentir como si se hubiera abierto la veda de la temporada de “caza de faisanes”. Esta actividad no solo produjo heridos de bala, sino que también dificultó de forma considerable la posibilidad de los afroamericanos de acceder a los servicios de evacuación. Estudios posteriores han concluido que si se eliminan los impedimentos a la evacuación se mitigan, de forma importante, las disparidades en salud y los traumas derivados de eventos como el Katrina.
Enlazando con la raza, viene la cuestión de la clase: el cambio climático golpea más a los pobres.
Un informe realizado en 2018 por 300 expertos, para el gobierno estadounidense, concluyó que las comunidades de bajos ingresos se verán más negativamente afectadas por el cambio climático en el futuro. Y esto es por estar ya más expuestas a riesgos ambientales en una proporción mucho más alta; por ejemplo, por vivir más cerca de lugares tóxicos, por sufrir peor salud, y porque suelen tardar más en recuperarse de los efectos de los desastres naturales.
Vemos las mismas tendencias a nivel internacional. Por ejemplo, un estudio reciente publicado en la prestigiosa revista científica PNAS, concluye que la mayor parte de los países pobres en el planeta son considerablemente más pobres debido al calentamiento global, mientras la mayoría de los países ricos son más ricos gracias a él. Probablemente, según dicho estudio, sin el calentamiento global las tendencias no hubieran sido tan dispares (Diffenbaugh and Burke, 2019).
Quizás esto no nos debería sorprender. Expertas y expertos advierten que las estadísticas demuestran que un 20% de las emisiones globales de dióxido de carbono están producidas por el 1% de gente más rica, principalmente por el tipo de vida y por las viviendas que disfrutan, también por sus hábitos de viaje y consumo. Constatación que los lleva a preguntarse si, “¿Podríamos quizás conseguir nuestros objetivos climáticos a través de una redistribución radical de la riqueza?”
Mientras tanto, más cerca de casa, la mitad más pobre de los europeos produce el mismo nivel de emisiones de dióxido de carbono que el 10% más rico. Y, sin embargo, desde 1990 la mitad más pobre ha reducido casi una cuarta parte de sus emisiones, al tiempo que las emisiones del 10% más rico siguen subiendo, de acuerdo con un reciente informe de Oxfam y el Stockholm Environment Institute.
Respecto del género, la ONU explica que a nivel mundial las mujeres son más vulnerables a los efectos de cambio climático que los hombres. Esto se debe principalmente a que las mujeres están más afectadas por la pobreza y, además, son proporcionalmente más dependientes de los recursos naturales amenazados por el cambio climático.
Sin que sean las únicas (por ejemplo, la edad también es relevante en algunos casos), estas múltiples dimensiones de raza, género, y clase nos ayudan entender porque la crisis climática es una crisis multidimensional y de desigualdad
Según la ONU, hoy en día, el 70% de los 1,3 billones de personas que viven bajo el umbral de la pobreza son mujeres. Además, las mujeres representan entre el 50 y el 80 por ciento de los trabajadores que producen alimentos, mientras son propietarias de menos del 10% de las tierras, y tienen una participación muy baja en la toma de decisiones sobre el uso de los recursos naturales y sobre el disfrute de los beneficios de su uso. Es importante también destacar que, durante eventos extremos, las mujeres tienden a trabajar más para asegurar la supervivencia del hogar. Por ejemplo, en el caso de sequías en el África Sub-sahariana, las mujeres encargadas de traer agua fresca al hogar, tienen que hacer viajes más largos para conseguirla. Esto deja escaso tiempo para acceder a la educación, o para desarrollar capacidades y ganar ingresos.
En resumen, la división de trabajo en clave de género hace que las mujeres asuman más costes de los efectos del cambio climático que los hombres.
Sin que sean las únicas (por ejemplo, la edad también es relevante en algunos casos), estas múltiples dimensiones de raza, género, y clase nos ayudan entender porque la crisis climática es una crisis multidimensional y de desigualdad. Y relacionado con esto, hay que entender también que la probabilidad de que uno sufra estos impactos se multiplica en casos de intersección de varios o todos esos aspectos de desigualdad (interseccionalidad), como por ejemplo en los casos de mujeres afrodescendientes y pobres.
Representantes de las comunidades que sufren los efectos del cambio climático, del movimiento eco-feminista y del movimiento de justicia ambiental, junto con académicas especializadas enfatizan que las articulaciones sociales, económicas y políticas de género, raza, clase, sexualidad, habilidad corporal, nacionalidad, religión, etnia y cultura son inseparables, se interseccionan y co-construyen la vulnerabilidad al cambio climático (Godfrey, 2012). Son posiciones que ahora ya ha adoptado también el Panel Internacional de Cambio Climático, la mayor autoridad científica sobre la cuestión. Se intersecan.
El cambio climático como una crisis sistémica
En el campo interdisciplinar de las ciencias socio-ambientales, la bibliografía crítica sobre la cuestión mantiene que la crisis climática es también una crisis sistémica, destacando el efecto combinado de dos sistemas políticos-económicos-sociales y culturales: de un lado la economía política del capitalismo, y del otro el colonialismo europeo – este último entendido de una forma más amplia como un proyecto que sigue en pie a través de la hegemonía global de EEUU y el norte global en general.
Recientemente, se habla cada vez más del Antropoceno, un concepto mediante el que se nos introduce al hecho de estar ya en una nueva época geológica determinada por el impacto de la actividad humana sobre la geología, los ecosistemas y el clima del planeta. Los científicos que han avanzado este concepto argumentan que dicho impacto se podría observar en el registro geológico, como por ejemplo en las capas de cloro depositadas en el hielo debido a las pruebas nucleares de los años 60, o en las capas de mercurio asociadas con las plantas de energía basadas en el carbón. El Antropoceno no está todavía científicamente aceptado como época geológica, pero el objetivo de los que han planteado el concepto es traer la atención y concienciar sobre el impacto del ser humano en el planeta.
El capitalismo es un sistema de organización y gestión de la naturaleza en su totalidad, de tal forma que ésta se pliega a la necesidad básica del capital de generar lucro y acumular capital
Sin embargo, otros pensadores argumentan que el nuevo concepto, al usar la palabra ‘Anthropos’ – que en griego significa ‘humano’ – para referirse a la humanidad como fuerza causal de forma uniforme, esconde el impacto desigual que ciertas actividades y grupos humanos han tenido y tienen en el planeta. Apoyados por estudios de la huella antropogénica en el registro geológico (Lewis and Maslin, 2015), argumentan que hay que situar el inicio del impacto ‘humano’ decisivo muy cerca de los inicios del capitalismo y del proyecto de colonialismo europeo. A partir de ahí, estos críticos del término Antropoceno señalan que Capitaloceno sería un mejor término para entender dicho impacto humano sobre la geología y el clima del planeta.
Explicado de forma breve, el argumento es que el capitalismo es un sistema de organización y gestión de la naturaleza en su totalidad, de tal forma que ésta se pliega a la necesidad básica del capital de generar lucro y acumular capital a través de las actividades económicas. Una forma efectiva de generar lucro es manteniendo los inputs o costes de las empresas y de la economía capitalista lo más bajos posibles. El marxismo clásico establece que el capitalismo lo consigue pagando menos al trabajador por su trabajo y contribución a la generación de productos económicos. El historiador ambiental Jason Moore, argumenta que la historia del capitalismo indica que dicho lucro se genera a través de mantener a bajo coste también otros inputs de la actividad económica capitalista, entre ellos la naturaleza, los cuidados, y la energía (Patel and Moore, 2017).
En lo que se refiere a la naturaleza, la implicación principal es que para que el capitalismo pueda seguir generando lucro – o mejor dicho ‘plusvalía’ – necesita mantener el ritmo o tasa de extracción de materiales a un nivel más alto que la tasa de restauración de la naturaleza. Es decir, extraer más valor de la naturaleza – por ejemplo, a través de la minería de materiales clave para la economía como el petróleo, el carbón, etc. – de lo que le costaría restaurar el daño que produce con esa extracción. Y cuando degrada la naturaleza de tal forma que ésta ya deja de ser productiva, las empresas o incluso toda la economía capitalista se trasladan a otros lugares supuestamente “vírgenes”, donde poder seguir con el mismo ciclo de extracción. Moore ha comprobado esto en el caso de la explotación masiva de caña de azúcar, explicando que fue promovida por capital europeo (básicamente flamenco e italiano) al inicio de la era colonial en la isla de Madeira y que, una vez que las plantaciones devastaron la ecología de la isla, el mismo ciclo se repitió en las islas de Caribe, y luego de nuevo en Brasil (Moore, 2000).
Esta dinámica de desplazamiento de costes no es solo relevante para entender el pasado. Un estudio realizado en 2013 para la prestigiosa iniciativa Economía de los Ecosistemas y la Biodiversidad (TEEB, de sus siglas en inglés), encontró que las industrias más grandes del mundo consumen anualmente unos 7,3 billones de dólares estadounidenses de capital natural que no pagan, una razón principal de su generación de beneficios. Dicho de otra forma, si tuvieran que pagar el coste de ese consumo, ningún sector entre los top-20 en el mundo sería capaz de generar beneficios y seguir operando.
Esta situación refleja lo que el economista y sociólogo James O’Connor definió en 1988 como ‘La Segunda Contradicción del Capitalismo’. O’Connor explica que la contradicción fundamental entre el capitalismo y sus condiciones de producción (por ejemplo, una buena calidad de los suelos) hace que el capitalismo degrade la base material de su existencia y, además, que esta degradación sea un fenómeno inevitable.
La segunda contradicción del capitalismo es aplicable también al caso del cambio climático. Como explica el sociólogo Max Koch, el fordismo, en tanto que régimen predominante de producción capitalista en el siglo XX, tuvo una excesiva dependencia de las energías fósiles como el carbón y el petróleo, generando un importante número de emisiones de carbono. Aunque, también el neoliberalismo que comenzó su hegemonía en los años 80 del pasado siglo, introdujo una nueva norma de consumo basada en el endeudamiento privado para expandir el patrón de consumo occidental; lo que ha supuesto “una globalización del régimen de energías fósiles, con el consiguiente y alarmante aumento de emisiones de CO2” (Koch, 2011).
La actividad económica que ha enriquecido el Norte global es en gran manera responsable de la devastación producto del cambio climático sobre poblaciones empobrecidas y de color
Para muchos de estos pensadores, el solapamiento entre el surgimiento y el desarrollo del capitalismo y del sistema colonial identificado por Moore en el caso de la expansión azucarera, no es una coincidencia. El colonialismo, entendido como el proyecto histórico europeo de desposesión de tierras y recursos naturales de poblaciones no-blancas alrededor del mundo, fue una iniciativa extractivista que sirvió a Europa para alcanzar su mejora material y su hegemonía global. Y también ha servido para que una cierta clase blanca acumulara en sus manos una impresionante cantidad de capital y de poder económico y social.
Para entender el vínculo entre esos fenómenos y el cambio climático, la Profesora Cynthia Moe-Lobeda emplea el término de colonialismo climático. Entendido como un fenómeno producido de forma principal “por personas de alto nivel de consumo que sin embargo lleva la ruina y la muerte a poblaciones empobrecidas que tienden a ser personas de color, el cambio climático puede que sea la mayor expresión de privilegio de clase y de color que ha evidenciado la humanidad”, argumenta Moe-Lobeda (Moe-Lobeda, 2016). Esto es porque la actividad económica que ha enriquecido el Norte global es en gran manera responsable de la devastación producto del cambio climático sobre poblaciones empobrecidas y de color.
Visto de otra manera, la acumulación de riqueza en la tierra y la acumulación de dióxido de carbono en la atmósfera están vinculados a sistemas económicos y sociopolíticos, así como a proyectos históricos cuya relevancia sigue vigente a través de la distribución desigual del privilegio y del impacto ambiental hoy en día en el planeta.
Soluciones para la crisis climática: preguntas incómodas
Más allá de entender al cambio climático como un efecto sistémico de la economía política del capitalismo y del proyecto colonial europeo, me parece que un reto emergente es como entender y abarcar lo que parece ser una posible movilización o un uso de esos dos sistemas para dar respuestas a la crisis climática.
Volviendo a la nota esperanzadora que abre este artículo, hoy en día las políticas europeas y españolas están ya orientadas hacia un cambio del modelo energético lejos del consumo de energías fósiles y hacia un elevado consumo de energías renovables en el futuro. Sin embargo, el aumento de la cantidad de materias primas necesarias para conseguir esta transición resulta en varios casos abrumador. Para ofrecer un ejemplo muy citado, la demanda de litio – hoy en día imprescindible para la fabricación de las baterías usadas en coches eléctricos – estaba proyectado que aumentara hasta un 199 por ciento en 2025, y esto antes de la entrada en vigor del Pacto Verde Europeo. Veamos un ejemplo para dar una idea de cómo dicho plan podría afectar la demanda de litio; el objetivo europeo es que en 2030 (o sea, en menos de 10 años) circulen unos 30 millones de coches eléctricos en las carreteras europeas, mientras que la Asociación de Constructores Europeos de Automóviles calcula que en 2019 solo circularan unos 615.000 –. En resumen, se busca conseguir un aumento 50 veces superior.
Conseguir litio para su uso económico tiene importantes efectos ambientales y sociales particularmente relacionados con el agua. Su procesamiento usa productos químicos tóxicos, que pueden dañar comunidades, ecosistemas, y la producción de alimentos a través de la contaminación de aguas – pero también de los suelos y el aire – a través de derrames-. La minería de litio usa muy altas cantidades de agua, un problema particularmente agudo dado que las reservas de litio se ubican principalmente en zonas áridas (el litio se encuentra en las salmueras de los salares). Esto puede tener graves implicaciones para otras actividades económicas en zonas cercanas que están adaptadas al uso de escasas cantidades de agua disponible, como se ha visto en el norte de Chile.
A partir de ahí, la primera pregunta incómoda que surge es: ¿de dónde van a venir todas estas cantidades, todos los recursos para la construcción de la infraestructura necesaria para realizar nuestra transición ecológica? En el caso del litio, coincide con el hecho de que casi un 70% de las reservas mundiales se ubican en países del Sur global, o también visto desde otra perspectiva, de países con un pasado colonial europeo. Este tipo de circunstancias se repite para varios otros materiales y minerales relevantes para la transición energética.
¿De dónde van a venir todas estas cantidades, todos los recursos para la construcción de la infraestructura necesaria para realizar nuestra transición ecológica?
En un giro interesante, la UE ha decidido establecer una estrategia para reducir su dependencia hacia fuentes externas en la provisión de materiales “críticos” para su economía. Dada su importancia para la implementación del Pacto Verde, el litio se ha añadido a la lista de materiales críticos por primera vez. Este giro hacia el “auto-aprovisionamiento” parece estar motivado más por la preocupación de mantener una cadena de provisión estable y segura, en un mundo de pandemias y guerras comerciales, que con preocupaciones sobre las implicaciones de justicia ambiental de la minería europea. Dentro de este contexto, dos de las zonas con reservas más altas de litio en la UE, el norte de Portugal y el oeste de España (Cáceres), están ya envueltas en conflictos alrededor de posibles concesiones de permisos para extraer litio. En el caso de Cáceres, el área prevista de extracción se ubica a menos de 3.000 metros del centro histórico de la ciudad, un Patrimonio de la Humanidad (Unesco), y a unos 1.500 metros de su nuevo hospital. Aparte de las preocupaciones sobre impactos ambientales y de salud pública, los movimientos sociales y ecologistas denuncian fallos de transparencia en los procesos de toma de decisiones, y en particular, la “connivencia evidente de la administración regional con la parte empresarial” a pesar de las negativas a la extracción lanzadas desde el gobierno municipal.
Lo cual hace surgir una segunda pregunta incómoda: ¿mediante qué iniciativas se van a conseguir los materiales necesarios para la transición ecológica? Por ejemplo, en Ouarzazate, en una zona árida al sur de la cordillera del Atlas en Marruecos, se encuentra el complejo Noor, la central térmica solar más grande del mundo. Construida con capital del Banco Europeo de Inversiones, y por un consorcio de constructoras españolas, Noor abastece con energía renovable no solo a Marruecos y otros países de la región, sino también a Europa a través de cables submarinos que la conectan con la red española de distribución. Notablemente, el proyecto inicial que ayudó a lanzar la central de Noor aspiraba a construir varias plantas similares de energía solar y parques eólicos en la región que cubrirían no menos del 15% de las necesidades eléctricas de toda Europa. Pero la construcción de Noor implicó la enajenación de terrenos de poblaciones rurales y comunidades pastorales, a través de la calificación de sus terrenos como tierras ‘marginales’ e ‘infrautilizadas’. Los rasgos neocoloniales del complejo Noor (prácticas de desposesión), son verdaderamente difíciles de obviar.
¿Mediante qué iniciativas se van a conseguir los materiales necesarios para la transición ecológica? (…) ¿Quién asumirá los costes y sacrificios de conseguir la transición verde?
Volviendo a España, desde 2019 ha habido una fuerte expansión de plantas eólicas y solares. En ese año, tanto la capacidad solar fotovoltaica como la eólica aumentaron alrededor del 20% haciendo de España el país en la UE con más capacidad fotovoltaica añadida y la segunda más alta en energía eólica añadida. En 2021, miles de solicitudes para plantas solares y fotovoltaicas están todavía en proceso de evaluación. Mientras tanto, el país tiene la capacidad más alta de energía térmica solar (casi el 50% mundial), y la planta fotovoltaica más grande de Europa (en Murcia); mientras, se esta construyendo una incluso más grande (en Cáceres, y con el nombre –quizás sugerente– de “Francisco Pizarro”).
Dicha expansión está generando preocupación entre las comunidades agrícolas y científicas sobre el tipo de actividades económicas, poblaciones humanas y no-humanas, territorios y paisajes que desplazará la transformación de zonas rurales a proveedoras netas de energía. Es quizás importante subrayar que de forma similar al caso de Noor, esta expansión se caracteriza también por un elemento de desposesión forzosa de la tierra: en caso de negativa de los propietarios a ceder sus terrenos para la infraestructura renovable se moviliza el instrumento legal de expropiación de terrenos – declarando anteriormente los proyectos renovables como proyectos de “interés público”.
Varios conceptos se movilizan en la bibliografía internacional para describir casos parecidos al de Noor: colonialismo energético, colonialismo verde, extractivismo verde, colonización infraestructural, acaparamiento verde, zonas de sacrificio verde. Y en el caso de la expansión de la infraestructura renovable en España, algunos ven una nueva forma de colonialismo interno, quizás más agudo en la geografía de la “España Vacía”. Sea cual sea el nombre, me parece que todos esos conceptos conducen a las mismas preguntas: ¿quién asumirá los costes y sacrificios de conseguir la transición verde? ¿Y a través de qué prácticas se van a realizar dichos sacrificios? Lo que apunta el mundo activista y el mundo académico a través del uso de esos términos es la posibilidad real de estar ante el riesgo de estar movilizando las mismas herramientas y los mismos procesos que generaron el caos climático para, ahora, intentar corregirlo.
Para que verdaderamente “nadie se quede atrás” en el curso de la descarbonización, la mirada de las estrategias, programas y políticas públicas no puede limitarse a empleos y comunidades relacionadas con la industria del carbono, como se está haciendo de forma mayoritaria ahora mismo cuando se habla de la transición ecológica. Mi opinión es que la transición justa a una economía baja en carbono se confronta con lo que los filósofos llaman una aporía, un pasadizo impasable: mientras la necesaria expansión de energías renovables no vaya acompañada por un esfuerzo de bajar los niveles de consumo de energía y materiales, para conseguir una transición justa hay que ser colonial, y por consiguiente injusto. Pero como todas las aporías, esta también puede producir preguntas fértiles: ¿es el proyecto de transición justa un proyecto de salvación planetaria al coste de intensificar, profundizar y diversificar la injusticia ambiental, o es un proyecto que pretende un futuro desligado de la violencia del privilegio que ha caracterizado el colonialismo y el capitalismo de la energía fósil? Este puede ser un argumento a favor de un decrecimiento económico. Sea cual sea el caso, pienso que es una pregunta pertinente para los que diseñan, avanzan, y celebran políticas de la – sin duda necesaria – transición justa.
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Christos Zografos. Investigador Ramón y Cajal en el Departamento de Ciencias Políticas y Sociales de la Universitat Pompeu Fabra (UPF), coordinador de la temática Clima y Medio Ambiente del Johns Hopkins University – UPF Public Policy Centre y vicedirector del Grupo de Investigación en Desigualdades en Salud, Ecología – Employment Conditions Network (GREDS-EMCONET) en UPF. Ha publicado numerosos artículos científicos en revistas de alto impacto como Global Environmental Change, Progress in Human Geography, Science of the Total Environment entre otras, y ha sido co-editor principal del libro Deliberative Ecological Economics (Oxford University Press).
BIBLIOGRAFÍA
– Diffenbaugh, N.S., Burke, M., 2019. Global warming has increased global economic inequality. PNAS 116, 9808–9813. https://doi.org/10.1073/pnas.1816020116
– Godfrey, P.C., 2012. Introduction: race, gender & class and climate change. Race, Gender & Class 3–11.
– Koch, M., 2011. Capitalism and climate change: Theoretical discussion, historical development and policy responses. Springer.
– Lewis, S.L., Maslin, M.A., 2015. Defining the anthropocene. Nature 519, 171.
– Moe-Lobeda, C.D., 2016. Climate change as climate debt: forging a just future. Journal of the Society of Christian Ethics 36, 27–49.
– Moore, J.W., 2000. Sugar and the expansion of the early modern world-economy: Commodity frontiers, ecological transformation, and industrialization. Review (Fernand Braudel Center) 409–433.
– Patel, R., Moore, J.W., 2017. A history of the world in seven cheap things: A guide to capitalism, nature, and the future of the planet. Univ of California Press.